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Capitulo 1

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Isabelle

Ya estoy en Canadá. No me había dado cuenta hasta ahora de que mi vida había dado un giro de 180 grados. Pero llegados ahí, uno puede engañarse. Me había ido de París, ciudad asfixiante a más no poder con sus edificios, su contaminación y sus dos millones de habitantes que corren todo el tiempo en todos los sentidos, para aterrizar en esta envoltura de verdor al borde del lago Huron, en la isla de Manitoulin, población: trece mil autóctonos. Fundirme en la masa será menos evidente aquí.

Tengo 25 años, nunca había viajado en mi vida y he venido aquí, a la otra punta del mundo o casi, para trabajar y volver a empezar desde cero. Un nuevo país para una nueva vida, una manera radical de pasar página de un pasado doloroso que prefiero olvidar. Bueno, trabajar es una gran palabra. Me ocupo de los niños, soy una joven au pair, aunque creo que la palabra joven no ya no encaja mucho conmigo. Es mi pasión y cuando vi el anuncio de una familia canadiense que buscaba una francesa para ocuparse de su hija de cuatro años, no puede resistirme a la oportunidad. Después de todo, no es como si hubiese dejado alguien detrás mío.

Siempre he sido una solitaria, en realidad, no tengo amigos y novio, aún menos. No es por elección propia, sino más bien suya. Soy tímida e introvertida, no voy hacia la gente y cuando ellos vienen hacia mí, no me siento a gusto. Rápidamente, me encuentran rara, no digna de interés, y se van enseguida hacia alguien más abierto que yo. Sin embargo, no es que no tenga carácter, pero abrirme a los demás es difícil para mí

Con los niños, es más fácil. Ellos no juzgan a nadie. Ninguna imperfección física o estado de ánimo es determinante para ellos. Son pequeños seres llenos de curiosidad y de afecto durante su edad más tierna. Frente a ellos, me basta con ser yo misma, no necesito esconderme detrás de una falsa sonrisa o esforzarme para comunicarme con ellos y eso es reconfortante. Sin falsas apariencias. Me resulta fácil comunicar con ellos. Incluso me encuentran divertida y les encantan mis historias.

Desde la muerte de mis padres el año pasado en un accidente, ya no tenía nada a lo que sujetarme y necesitaba un cambio de vida extremo. Ya era hora de que tomase la responsabilidad mi vida. Sueño con tener una vida social y sentimental, pero es una cosa imposible para mí en medio de la marea humana que representa la capital francesa. Por eso, me tiré al agua y me lancé a la conquista de Canadá.

El taxi se detiene delante de una casa que da al parque Blue Jay Creek, sacándome de mi introspección. Las vistas me dejan atónita. Es una vivienda inmensa, totalmente de madera, de una planta, con un balcón que da la vuelta a toda la casa y grandes ventanales para disfrutar de las asombrosas vistas. El tipo de casa con el que sueño, pero que nunca podría permitirme. Ya imaginaba que la familia que me había contratado tenía dinero. Después de todo, no todo el mundo puede permitirse tener una persona a domicilio las veinticuatro horas del día, pero no me esperaba esto.

Bajo del coche después de haber pagado y le doy las gracias al conductor, muy amable al contrario que los de los taxis parisinos que son siempre taciturnos, recupero mi maleta que contiene todas mis escasas posesiones y me preparo para el encuentro más importante de mi vida. Bueno, eso espero. Hasta ahora, sólo he comunicado con la familia Pontiac por email, a través de la agencia de empleo canadiense que pone en relación al empleador con la joven au pair, detallándoles mi experiencia, mi manera de concebir la profesión y mis ganas de cambiar de país, y esto ha permitido que me contraten. Siempre me ha resultado más sencillo expresarme por escrito y eso compensa mis debilidades en el oral. A través de las palabras consigo resaltar el lado jovial, determinado y alegre que soy incapaz de mostrar cara a cara.

El señor y la señora Pontiac se acercan a mí y me tomo un minuto para describirles. Los dos tienen el pelo largo y negro, pero no se parecen en nada más. El hombre que tengo delante es alto, de piel mate y ojos azules, y su presencia me impresiona. En cuanto a la mujer, tiene los ojos de color avellana y una silueta esbelta realzada por la palidez de su tez. La pareja me mira con una cálida sonrisa. Uf, creo que eso me va a ayudar.

– Buenos días, usted debe ser Isabelle ¿no?

– Buenos días, señor y señora Pontiac, encantada de conocerlos.

– Bienvenida a Manitoulin. ¿El viaje ha estado bien?

No me dio tiempo a contestar cuando un tornado moreno de ojos azules y tez mate como su padre, llegó corriendo y se puso a saltar alrededor mío gritando: «¡es ella, es ella, es ella!»

Por eso me gustan tanto los niños. Tienen una alegría de vivir contagiosa. Me echo a reír ante esta pequeña presumida llena de entusiasmo y me pongo a su altura para hablarle.

– Buenos días, pequeña pícara. Tú debes ser Aiyanna. Yo me llamo Isabelle. Creo que he venido para pasar tiempo juntas.

– Ven, ven, te voy a enseñar tu habitación, está justo al lado de la mía y luego vamos a jugar al escondite y a saltar la rana y…

– Tranquilízate, responde su madre. Lo siento, Isabelle. Está así desde ayer, desde el momento en el que le anunciamos su llegada.

– Menos mal que no le hablamos de ti hace un mes, cuando nos contactamos, ¡no habríamos sobrevivido a su sobrecarga de entusiasmo! No tendrás tiempo de aburrirte con este monstruito.

Habría podido interpretar mal sus palabras si no fuera por la sonrisa radiante de esta mamá hacia su hija y la caricia que deposita con afecto en la mejilla de la niña. Se ve inmediatamente que quiere a su hija con ese amor incondicional que tienen los padres por su progenitura. Siento una punzada de dolor pensando en la ausencia de los míos, los echo mucho de menos. Echo en falta las largas conversaciones que teníamos y los momentos de complicidad más ligeros.

– No pasa nada señora Pontiac. Señorita, si no les importa a tus padres, podrías enseñarme dónde dejar mis cosas y en qué lugar puedo refrescarme, el viaje ha sido largo.

La pequeña ni siquiera se lo pregunta a los adultos y me lleva hacia la casa tirándome del brazo. Tengo la impresión que mis días no van a ser calma y tranquilidad, pero al mismo tiempo, la alegría de vivir de esta criatura es contagiosa. No puedo evitar sonreír mirándola. Necesitaba de verdad está alegría en mi vida últimamente tan triste.

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