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Capítulo 1

Caitlyn

Hace tiempo que bailo y no debería ya estar tan estresada. Al fin y al cabo, los ensayos tienen lugar siempre de la misma forma y ya he conseguido el papel principal, igual que las cinco veces anteriores. No me llaman la estrella emergente del American Ballet Theater por nada, y desde luego, no he robado a nadie mi lugar. He luchado y he sacrificado muchísimas cosas para llegar aquí. El baile forma parte integrante de mi vida, de mi ser, y no voy a dejar que los últimos acontecimientos me impidan ser yo. Cierro los ojos, alejo de mi mente lo que me rodea y rememoro las etapas cruciales que me han conducido a este instante.

Llegué a Nueva York en mis años de juventud gracias a mi profesor de danza de entonces y su constante insistencia frente a mis padres. Nunca podré agradecerle lo suficiente el futuro que me ha ayudado a tener. Aún recuerdo el hostigamiento que mis padres tuvieron que soportar por su parte. Mason Jaz es una persona muy decidida, eso es lo menos que se puede decir, y tenía gran interés en mi éxito. Empecé danza clásica, como tantas otras niñas, a la edad de cuatro años, animada por mi madre que esperaba así canalizar mi exceso de energía permitiéndome al mismo tiempo abrirme al mundo y a las personas de mi entorno. Con mi metro de altura, era una niña muy retraída en busca de una escapatoria para el torbellino de emociones que anidaban en mí y que yo no entendía. Todo era fuente de conflictos interiores, estrés, y hasta ataques de pánico. Así que ya desde muy pronto había optado por mantenerme alejada de toda interacción social. Un médico me había diagnosticado una forma de autismo, bastante ligera como para permitirme tener una vida más o menos normal y capacidades intelectuales dentro de la media, pero lo suficientemente desarrollada para que las relaciones humanas fueran un auténtico problema para mí. En aquel entonces, eso no quería decir nada para la niña que era yo, salvo que era diferente a los otros niños, y no habría necesitado a aquel señor de bata blanca para darme cuenta. Mi madre había pensado que la danza podía ser un remedio para mis males, un medio de expresar lo que yo retenía dentro de mi cuerpo y de mi corazón. Si ella hubiera sabido entonces hasta dónde nos llevaría esto, quizá lo habría pensado dos veces. Mason vio muy pronto mi potencial y de simple pasatiempo, esta actividad pasó a ser mi pasión, devoradora, invasora y que modificó la vida de toda la familia así como su visión del futuro.

La danza, en efecto, había sido un verdadero remedio milagro. A través de ella, expresaba todo lo que sentía en mi interior: rabia, deseos, amor. Comencé los concursos de baile con solo seis años, dejando atónitos a los jurados con mi madurez y llevándome los premios cada vez. Mis padres me llevaban de ciudad en ciudad, quisiera o no, recorriendo Florida a lo largo y a lo ancho, de arriba abajo. Mis padres, en esa época me lo dieron todo para no obstaculizar mis progresos, dejando de lado sus propios deseos y necesidades. Para mí, no existía nada más que la danza, por lo que al final, fue todo lo contrario de lo que querían mis progenitores, que deseaban abrirme al mundo. Mi horario escolar se saturó entre las clases normales del colegio a las que debía asistir por obligación y las 10 horas de danza semanales, pero para mí nunca era suficiente. Ya en esa época, yo solo vivía para eso. Mi padre trabajaba un número incalculable de horas extra para pagar mis clases y el presupuesto familiar era ajustado, incluso aunque Mason no nos hacía pagarlo todo. Mis padres tuvieron que renunciar a su anhelo de un segundo hijo por falta de tiempo y de medios. A mis ocho años, fue evidente para todos que las cosas no podrían continuar así eternamente. El problema era que la danza se había convertido en mi droga, y que no podía pasar sin ella. Las semanas de vacaciones eran siempre una verdadera tortura sensorial a pesar de mis entrenamientos en soledad, y la vuelta a las clases de baile, un auténtico alivio, la bocanada de oxígeno imprescindible para sobrevivir. Mi profesor planteó entonces a mis padres la idea de enviarme a Nueva York, a la school of american ballet, el paraíso en la tierra para mis ojos. Su rechazo categórico e inmediato fue una puñalada en mi pequeño corazón. Me negaban el derecho de ser normal, de ser yo. Viéndolo con el tiempo, me doy cuenta de todos los sacrificios que hicieron para que yo pudiera cumplir mi sueño, pero en aquel momento, era demasiado joven para comprender la situación y me sentí furiosa con ellos. Enormemente.

—Enviadme a esa escuela especializada, por favor. Mason ha dicho que sería perfecta para mí.

—No puede ser, Caitlyn. Tenemos un trabajo, amigos, la casa… No puedes marcharte sola a miles de kilómetros.

—¡Pero si siempre estoy sola! ¿Cuál es entonces la diferencia?

Me fui bajo su mirada dolida a refugiarme a casa de mi confidente y mi fan incondicional número uno: mi abuela, que vivía solo a algunas manzanas de allí.

—Abuelita, no me dejan cumplir mi sueño. Prefieren que acabe de camarera, pero yo, nací para bailar. Tú lo sabes. Con los pasos, lo digo todo. Lo necesito para sentirme bien. ¿Por qué no lo entienden?

—Oh, mi Caitlyn Cat, tranquilízate. Ven a darle un beso a tu abuela.

Mis tormentos, acurrucados entre sus brazos, escuchando su respiración lenta y regular, se calmaban siempre. Aún hoy tiene ese perfume de rosa que se te sube a la cabeza y esa voz pausada debida a la larga experiencia de la vida. Siempre ha sido la única con la que tengo la sensación de ser como todo el mundo. Me comprende incluso cuando no pronuncio ni una palabra. Nunca me ha considerado como alguien rara, sino como su querida nieta a la que llama cariñosamente mi Caitlyn Cat.

—Todo acabará por arreglarse a su debido tiempo, cielo. Ya lo verás.

Yo no lo creí, pero no contesté nada, porque mi abuela era y sigue siendo hoy la persona a la que no quería decepcionar bajo ninguna circunstancia. Además, tenía razón. Costó dos años. Dos largos años de lucha entre mis tercos padres y mi perseverante profesor, dos años de frustración y de ir y venir a casa de mi abuela para calmarme, pero terminamos por dejar Florida. Mis padres pidieron el traslado a Nueva York para poder seguirme en esta aventura, ya que les parecía demasiado joven para estar lejos de mi familia. Ese día fue un auténtico sufrimiento. En mi afán por ir a una escuela especializada a la altura de mis esperanzas, no me había dado cuenta de que dejar este lugar soleado significaba alejarme de mi abuela. Fue un dolor indescriptible, solo aplacado por la promesa que ella me hizo.

—Iré a verte con regularidad y nunca me perderé tus actuaciones. Te lo prometo, Caitlyn Cat. Y tú, prométeme que darás todo lo que tienes para llegar a la cumbre. Haz realidad tu sueño y muestra al mundo entero quién es la verdadera Caitlyn.

—Te echaré de menos, abuelita.

¡Cuánto lloré en el coche que me llevaba hacia mi destino! Pero fui incapaz de decir ni una palabra de agradecimiento a mis padres que, sin embargo, lo dejaron todo por mí: a su familia, a sus amigos, su casa… Aún hoy, el recuerdo de mi despedida a mi abuela me provoca una punzada en el corazón y me hace sonreír al mismo tiempo. Porque ella cumplió su promesa, y yo, la mía.

Para muchos, la entrada en la school american ballet es un mito, algo que se espera, con lo que se sueña, pero que nunca se consigue, porque está reservado a la élite y a algunos privilegiados con una vida extraordinaria. Afortunadamente para mí, Mason me había preparado bien y el hecho de entrar en la escuela no fue más que una formalidad. Con solo 10 años, deslumbré a los mayores con mi actuación y las emociones que transmitía a través de mis pasos. Encadené piquets, arabeques y sauts de chat sin ningún paso en falso y obtuve una beca completa para formar parte de las clases a partir de la semana siguiente con las adolescentes. De nuevo, una nueva diferencia con respecto a los demás. La diferencia de edad hacía que no tuviéramos en absoluto la misma vida y los mismos objetivos a pesar de la pasión común, por lo que yo seguía aislada. Las chicas de quince años se desarrollaban en sus cuerpos con granos y buscaban las miradas de los chicos, mientras que yo pasaba los días ante el espejo con el fin único de alcanzar la perfección en mis ejercicios. La situación no cambió mucho en realidad desde entonces, porque los celos frente a mis progresos mantuvieron las distancias. Mi fase de adolescente no tuvo gran cosa en común con la de las demás. Sí que flirteé un poco, más que nada para hacer como los demás, no porque lo deseara realmente, y no fue un gran éxito. Entre esos chicos en busca de experiencia y yo, se alzaba una barrera invisible: la falta total de comprensión. Yo nunca entendía lo que esperaban de mí, y viceversa. Por otro lado, yo misma tampoco sabía lo que esperaba de ellos. Estar menos sola, seguramente. La experiencia no fue desagradable, pero no sentía ningún afecto especial por mis novios, y teniendo en cuenta lo rápido que me dejaban, creo que era recíproco. Al resultar poco convincentes estos intentos, me decidí finalmente a quedarme sola antes que ser una incomprendida.

Y aquí estoy doce años más tarde, preparada para salir al escenario y hacer el ensayo general de La Bella Durmiente del Bosque. Encarnar a la princesa Aurora es como un sueño de niña y mañana, en el estreno, mi abuela estará ahí, en primera fila. Se quedará en mi casa durante algunos días antes de volver a su hogar y este espacio de tiempo nos permitirá dejar atrás el pasado, borrando esa ausencia tan sentida durante estos meses de separación. Mis padres también estarán ahí, pero demasiados rencores que nunca se han expresado obstaculizan nuestra relación. Mi entrega a la escuela de ballet y mi beca de estudios me han permitido levantar rápidamente el vuelo y, al mismo tiempo, tener mi independencia. Muy pronto, estallaron los reproches y mi condición de hija ingrata cobró impulso. Me echaban la culpa de haberles hecho dejar Florida y no concederles nunca ni el tiempo ni la consideración que como padres esperaban recibir por derecho propio. Siendo aún joven, les replicaba que les había pedido dejarme ir a Nueva York, pero nunca que se fueran conmigo. ¡Como si unos padres dignos de ese nombre fueran capaces de enviar a una hija de diez años a miles de kilómetros sola! Las cosas se agravaron rápidamente y, ahora, es demasiado tarde para poner remedio a la situación, considerando además que los celos con respecto a mi excepcional relación con mi abuela han alcanzado proporciones catastróficas. En lo más profundo de mí, les agradezco haberme dado tanto, pero soy incapaz de expresarles mi reconocimiento y es demasiado tarde para que quieran entenderlo. Como resultado, solo soy una decepción para ellos a pesar de mi increíble éxito, y el sacrificio de un segundo hijo que les habría dado más que yo se deja sentir.

Mi felicidad sería total si mi celebridad, al fin y al cabo relativa —reconozco que el mundo de la danza no es lo mismo que Hollywood con las estrellas de cine—, no se acompañara de las molestias que ocasiona la promoción. Mi foto aparece por todas partes en Nueva York desde hace semanas para hacer la publicidad del espectáculo que tendrá lugar en el famoso Lincoln Center, y desde entonces, no puedo poner un pie en la calle sin que me reconozcan, sin firmar autógrafos y, lo más preocupante, sin recibir cartas un tanto desagradables. Intento hacer caso omiso, pero la recurrencia de estos correos empieza a debilitar mi moral. Sin embargo, no tengo tiempo de pensar más en ello.

—Caitlyn, te toca. Tu solo en el bosque.

Allá voy. Gran jeté para llegar al centro del escenario, entrechats, pas de bourré, manège y después, pirouette fouetté. En danza clásica, todo es cuestión de ritmo, de precisión, de elegancia y de músculo. Tengo un cuerpo esbelto sin ningún esfuerzo especial, lo que me vale la envidia de muchas bailarinas que deben seguir un estricto régimen, y eso me permite estar en total armonía con la música que me transporta a otro mundo, un mundo puro en el que me muevo sin ningún obstáculo. Más bien, me movía. Por más que intento cerrar mi mente a los pensamientos extraños que se apoderan de mí, es imposible crear muros entre mis sentimientos y mi expresión artística, que siempre han estado estrechamente unidos. Sé, incluso antes de dar mi último salto, que no he estado a la altura. Lo siento en lo más profundo de mí y el rostro de las otras bailarinas de la compañía me lo confirma. ¡Parecen tan satisfechas de verme fracasar! El mundo de la danza es un mundo de tiburones, al igual que Wall Street. Están al acecho de la primera ocasión que les permita apoderarse de mi lugar y ocupar el centro del escenario. Agatha es la más cruel de todas. Es mi más feroz competidora, la más despiadada. Cualquier pretexto es bueno para ponerme en una situación incómoda. Me la tiene jurada desde mi integración en el American Ballet. Antes de mi llegada, ella era la mayor esperanza de la compañía. Pero aparecí yo con mi cara inocente y mi ignorancia de la competición y ella se convirtió en la segunda, mi suplente en caso de accidente, salvo que nunca ha ocurrido un accidente. Agatha me lleva ocho años. Vive sus últimos años en el escenario y se ha vuelto cada vez más malvada con el paso del tiempo. Supongo que quería tener un gran final para su carrera y es consciente de que yo soy la causa de ese fracaso. Yo estoy en la flor de la vida mientras que a ella solo le quedan diez años de danza como máximo por delante. Haga lo que haga, siempre estaré ahí, arrebatándole el lugar que considera legítimamente suyo, y todo su dinero no podrá hacer nada nunca. Agatha es la descendiente de una gran familia de aristócratas que posee muchas propiedades en los barrios más elegantes de Manhattan. Durante mucho tiempo, creyó que su prestigioso apellido le abriría todas las puertas, aunque tuviera que poner algunos billetes sobre la mesa para desbloquear las cerraduras más rebeldes. Mi llegada puso fin a sus ilusiones y no lo aceptó. Llegó incluso a proponerme una importante suma de dinero para que me retirara del escenario. Evidentemente, se tomó muy mal mi rechazo. No me interesa nada el dinero. ¿De qué sirve ser rico si se es desgraciado? Sin la danza, tengo la impresión de estar encerrada en mi propio cuerpo. No puedo vivir sin ella. Mi rival no lo comprendió ni lo comprenderá nunca. A ella, solo le importa la gloria. La gloria y el reconocimiento. ¡Como si el ballet fuera un mundo de glamour y brillo! Es sobre todo un mundo de sudor y de trabajo duro.

—Ehhh… Caitlyn. No pareces estar en tu mejor forma. Puedo sustituirte si tienes la mente en otro sitio. El público no perderá nada con el cambio, puedo asegurártelo, y debemos pensar en nuestros fans antes que nada.

Como si fuera a aceptar. Prefiero pasar por delante de ella sin ni siquiera dirigirle una mirada. Lo que la pone aún más furiosa que un duelo verbal es cuando alguien la ignora. Lo comprendí muy rápidamente.

—No eres más que una zorra. El papel principal me corresponde a mí, y lo tendré.

En sus sueños, seguro. En realidad, yo ocupo ese lugar y no estoy dispuesta a dejarlo. Es hora de que aprenda a vivir con ello.

Baila Ángel Mío

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