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ОглавлениеII. LIBERTAD
No se sabe qué responder, pero caminamos.
Joseph de Maistre, Soirées de Saint-Pétersbourg, décima conversación
Para el intérprete del bergsonismo, es una suerte que el orden de los problemas corresponda notablemente al orden cronológico de las obras. El propio Bergson se burla de las excelentes intenciones de aquellos comentadores suyos que se esfuerzan por introducir en su especulación una coherencia doctrinal que quizá le falta. En el fondo, no cesó de practicar el método que indicó en una de sus conferencias inglesas,54 al proponerse líneas de hechos que había que recorrer intelectualmente, en vez de un sistema por edificar. Por tanto, la unidad del bergsonismo debe ser, verdaderamente, una unidad post rem y no ante rem; no un principio, sino un desenlace; de esta doctrina en general se puede decir lo que la Évolution créatrice dirá de la vida: que está orientada hacia un fin sin cumplir un programa. Esto es lo que muestra también la definición de la Definición que la misma obra nos propone.55 La definición no logrará separar radicalmente a los seres vivos; cuando mucho, indicará las tendencias dinámicas y, por así decirlo, las dominantes. Tal como un organismo vivo implica caracteres que pertenecen a todos los demás, así la totalidad de los problemas está presente en cada una de las tareas que la reflexión separa; sin embargo, el acento se desplaza de un problema a otro. No se sabe bien donde comienza uno y termina otro; sin embargo, no cabe duda que al pasar del uno al otro se ha cambiado de mundo y de clima. En cada problema habremos de volver a encontrar, de tal modo, todos los problemas, pero según una perspectiva particular, tal como cada tratado de las Enéadas de Plotino o cada opúsculo de Leibniz reexponen, desde puntos de vista variados, el sistema total. Se siente una gran tentación a convertir estas fronteras convencionales en límites naturales; debe bastarnos aquí con separar “los centros alrededor de los cuales se cristaliza la incoherencia”.
Actor y espectador
La instancia suprema y la única jurisdicción del filósofo es la experiencia interior. El pensamiento, antes de ponerse a la tarea, no tiene necesidad de sujetar a prueba a sus propias operaciones con ayuda de un criterio de verdad trascendente al saber mismo. Como sabemos, la teoría del conocimiento no es sustancialmente anterior al conocimiento propiamente dicho; el filósofo no está colocado en el punto de vista del espectador, sino en el punto de vista del actor: por tanto, como decimos hoy en día, se halla inmediatamente comprometido. La falsa óptica del intelectualismo proviene, en gran parte, como veremos, de que el espíritu se desdobla perpetuamente a sí mismo y proyecta lejos de sí una imagen de su propia actividad, a fin de contemplarla objetivamente. Cierto es, existe la necesidad de que el espíritu abandone al espíritu para conocerse a sí mismo, mediante la reflexión. Pero una ironía singular de la cultura quiere que este saber objetivo se compre al precio de innumerables ilusiones. De tal modo, los sofismas de Zenón –lo mismo que las paradojas de Einstein– nacen de un mal entendido. ¿Acaso no consagra Bergson todo un libro56 a mostrar que las aporías originadas por la teoría de la relatividad nacen, en general, de esa distancia engañosa, y sin embargo necesarísima, que se interpone entre el observador y la cosa observada? Los tiempos ficticios del relativista son tiempos donde “no se está”: como se nos han vuelto exteriores, se dislocan, por un efecto de refracción ilusoria, en duraciones múltiples, donde la simultaneidad se extiende en sucesión. Pertenecen al orden de los ídolos de la distancia, es decir, a ficciones por lo demás inevitables e, incluso, a menudo muy útiles, que giran como sombras alrededor de un espíritu ausente de sí mismo. Pero esta ausencia-de-sí que es, en la contemplación de la naturaleza material, una feliz garantía de desinterés y veracidad, multiplica en las cosas del alma los problemas insolubles o, como dice Bergson, los fantasmas. Las paradojas de Zenón nacen de una visión igualmente fantasmagórica del movimiento y del tiempo, y me atreveré a decir que el “Aquiles” eleata, al igual que el “viaje en bala de cañón” de Paul Langevin, proviene de los idola distantiae. Si el movimiento es imposible,57 si la duración se pulveriza en instantes, si los tiempos de Einstein se alargan, si las simultaneidades se dislocan, es siempre para un espectador que se niega a coincidir con el movimiento de Aquiles y el envejecimiento real del viajero, y cuya dialéctica disolvente convierte en misterio las evidencias más comunes. Pero que el espectador suba a la escena y se mezcle con los personajes del drama, que el espíritu, dejando de atrincherarse en la impasibilidad de un saber especulativo, consienta en participar en su propia vida, y de inmediato veremos a Aquiles atrapar a la tortuga, a los venablos alcanzar su blanco, al tiempo universal de todo el mundo expulsar, como a un mal sueño, a los vanos fantasmas del físico. Las evidencias naturales de la vida recuperan su lugar legítimo usurpado por las imposturas de la dialéctica; la libertad, impenetrable solamente para el espectador, se convierte de nuevo en lo que nunca dejó de ser para la conciencia, en la cosa más clara del mundo, y la más simple. El bergsonismo representa, pues, el punto de vista de una conciencia que toma necesariamente partido. Eso es lo que quiso decir Bergson cuando definió su intuición como una simpatía. Todas las veces en que nuestra alma está en juego, la exigencia de simpatía se hace presente para recordarle al filósofo que ya no se trata de un problema cualquiera, sino que es cuestión de un debate en el que estamos comprometidos por entero, en el que somos, a la vez, juez y parte, en el que debemos revivir, rehacer y recrear, en vez de conocer. Como dice Pascal, se trata de nosotros mismos; los espíritus vigorosos simulan despreciar en la intuición el embotamiento vegetativo del espíritu, la confusión del sujeto y el objeto. Pero la intuición sería, simplemente, el espíritu definitivamente entregado a sí, la certidumbre plenaria de un saber enteramente presente a sí mismo; por tanto la intuición, que es simpatía, se nos manifiesta como un género de parcialidad filosófica que no es sino una imparcialidad superior: el espíritu, liberado de toda jurisdicción heterónoma, es, en un mismo momento, espectador y espectáculo. Haciendo caso omiso de las contradicciones que obsesionan a la inteligencia desdoblada, se abre hasta convertirse en Conciencia. ¿No es la intuición, acaso, un primario comprometerse de toda el alma?
El libro de Durée et simultanéité nos ofrece, a este respecto, una de las respuestas más claras.58 En esta obra, las paradojas de Einstein obligan a Bergson a hacer de una vez por todas la distinción entre real y ficticio. Es real todo lo percibido o perceptible. Para saber si una cosa es real basta con averiguar solamente si constituye o podría constituir el objeto de una experiencia actual del espíritu; no hay otro signo de verdad más que esta posibilidad que tiene un hecho real de ser experimentado o vivido por una conciencia. Por ejemplo, una simultaneidad real es la de dos acontecimientos que pueden captarse en un solo acto instantáneo del espíritu. Un tiempo real y concreto es un tiempo percibido inmediatamente por nuestra conciencia. Más generalmente, una idea es efectiva en la medida en que está verdaderamente presente al espíritu; el único indicio de “efectividad” es esta presencia misma; entendiéndose la palabra, a la vez, en su sentido temporal “el presente”, y en su sentido físico de παρουσία. Es esa una idea que la lengua rusa expresa especialmente bien: mientras que nuestra palabra “realidad” se deriva de “res”, que designa a la Cosa, es decir, a lo que ya está hecho, dieistvitelny sugiere la idea de una actividad drástica (dieistvovat, dielo) que expresa la colaboración viva del espíritu para destacar los hechos y la presencia vivida de los hechos en el espíritu.59 Efectivo, en este sentido, significaría primero eficaz; ahora bien, como han mostrado Henri Poincaré y Le Roy, el “hecho” es menos lo dado que la obra ideal del espíritu. Henos aquí en situación de separar, sin equívoco, lo efectivo y lo ficticio. Lo efectivo se opone a lo ficticio como lo real al símbolo, o también como lo “vivido” a lo “atribuido”. De tal modo, en Durée et simultanéité hay toda una tabla de antítesis cuya lista no carece de interés. Por una parte, las realidades vividas del filósofo o del metafísico; por otra parte, todos los símbolos de la física, todas las abstracciones del conceptualismo nocional. Real o metafísica será la duración que experimento personalmente en el interior de mi “sistema de referencia”; simbólicas serán las duraciones que, según me imagino, son vividas por viajeros fantasmagóricos, los movimientos que atribuyo a la flecha, a la tortuga y a Aquiles. Por las mismas razones, el movimiento que el físico Thomson atribuye a sus átomos-torbellinos no es sino una “relación entre relaciones”, una concepción del espíritu y no un acontecimiento real.60 La distinción de lo real y del símbolo se reduce, en suma, a la distinción de lo inmediato y de lo mediato. Lo real es el conjunto de las presencias que “percibo” (en el sentido de Berkeley) directamente, y por un simple contacto del espíritu con sus propias experiencias. Pero un símbolo se concibe más que se percibe, suponiendo ese desdoblamiento o, como hemos dicho, aquella distancia que, como es preciso confesar, es la condición de la sangre fría intelectual. Por tanto, concebir es, cuando mucho, percibir una percepción; es una percepción de segunda mano, una percepción a la segunda potencia, en la que el error tiene oportunidad de deslizarse, tal como la negación es una afirmación respecto de una afirmación, o un juicio con exponente.61 El pensamiento simbólico, por tanto, no bebe lo real en su fuente: se contenta con una réplica que su simplicidad abstracta torna manipulable, pero que carece de la frescura del original; se condena a la incertidumbre que ataca a todo simbolismo inconsciente, a todo pensamiento ausente de sí. Mientras que la percepción inmediata es, de golpe, el pensamiento de las cosas, el concepto no es directamente sino el pensamiento de otra percepción, artificial y fabricada: ha renunciado a conocer para siempre todo lo que no sean sucedáneos de lo real, captados a través de un mediador interpuesto.
Por tanto, en presencia de una idea, de una teoría, de una noción, lo primero que habrá que preguntarse será si corresponden verdaderamente a alguna cosa pensable.62 Esta preocupación esencialmente nominalista que Bergson trae a todas las discusiones nos entregaría, sin duda, el secreto de su argumentación, tan elegante siempre, tan sutil, tan persuasiva. Por eso la crítica bergsoniana emplea tanto ingenio en disipar los seudoproblemas que surgen en torno de las seudoideas.63 El problema de la libertad, el problema de la nada alimentan a toda una multitud de vanas querellas y de teorías opuestas, que sus partidarios defienden gravemente, creyendo pensar en algo cuando en verdad no piensan en nada. No son sino fantasmas y vértigos64 comparables al “cinematógrafo interior”, mediante el cual la inteligencia será, a fuerza de aturdimiento, la ilusión del movimiento. He ahí uno de esos vértigos intelectuales que Bergson está resuelto maravillosamente a deshacer en las teorías más variadas, y cuyo diagnóstico revela un método por completo nominalista.65 El espíritu negándose a colocarse en alguna parte, salta de una idea falsa a otra idea falsa, “como el gallo entre dos raquetas”,66 sin pensar nunca en nada positiva y particularmente. En este equívoco podríamos volver a encontrar fácilmente el círculo vicioso que es la maldición del genetismo fabricador y retrospectivo. Tal es el “paralogismo psico-fisiológico”, en el que Bergson descubre con admirable penetración este escamoteo intelectual: el paralelismo idealista se torna realista precisamente en el momento en que se ve la contradicción de su idealismo; pero el realismo, a su vez, se apresura a volverse idealista en el momento en que va a estallar su absurdo. El paralelista saca provecho de esta confusión, y explota este va y viene: nunca está equivocado; puesto que no se le puede atrapar en ninguna parte es un ilusionista que, en el momento en que va a ser sorprendido en el acto, se encuentra ya en otra parte. En realidad, no piensa nada: está a caballo sobre dos ideas igualmente falsas que se reclaman la una a la otra. Un prestigio análogo aparece en la interferencia entre dos géneros de orden, el orden vital y el orden mecánico, que el pensamiento niega simultáneamente con objeto de crear un fantasma de desorden o de azar; sin embargo, uno por lo menos de los dos órdenes subsiste necesariamente cuando el otro desaparece: por tanto, su doble exclusión, como el paralogismo psico-fisiológico, no es sino un pensamiento vacío, un negarse a ponerse.67 De igual manera, aun para crear el ídolo de la nada, suprimimos a la vez la realidad exterior y el mundo interno, aunque se pueda negar a una sin poner al otro y viceversa: esa doble negación es también fantasmagórica e impensable.68 El pensamiento nihilizador trata a su nada unas veces como una Nada de la que se enorgullece en sacar el mundo entero mediante sus prestigios, y otras veces como Alguna Cosa, y aun como un Todo, del que no es sorprendente que procedan todas las cosas, puesto que todas ellas estaban previamente contenidas en él. ¿Qué digo? Esta nada tan borrosa es todo y nada a la vez, y la niebla de ambigüedad que envuelve al ser con su no-ser y al no ser con su ser torna plausibles los prodigios más maravillosos. El mismo juego ilusorio de una inteligencia a caballo sobre dos conceptos medianeros aparece en el juego de manos que envía al espíritu del biólogo de la idea de una actuación mecánica a la idea de una adaptación activa, o que oscila entre los dos sentidos posibles de la palabra “correlación”. Pero no acabaríamos nunca de enumerar todos los problemas en que la dialéctica bergsoniana descubre una oscilación de esta clase. Tal es el problema característico de las ideas generales:69 la generalización va acompañada por fuerza de la abstracción que, a su vez, supone la generalización; de manera que el nominalismo, que define a la idea por su extensión, culmina en el conceptualismo, que la define por comprensión. Pero el conceptualismo, a su vez, no se defiende sino a condición de convertirse subrepticiamente en nominalismo. Por tanto, el espíritu se halla siempre en el aire, entre los dos; cada una de las dos teorías, en el momento en que se la va a agarrar, realiza la pirueta y toma el rostro de la otra. Esta inversión, ¿no ilustrará curiosamente el juego de los contrarios, que Jean Wahl estudió con tanta penetración en el pensamiento de Hegel? Se nos señala la misma ambigüedad entre dos concepciones de la causalidad, una dinámica, otra mecánica; y, en los físicos, entre dos concepciones de la relatividad, una abstracta, otra con imágenes, entre dos géneros de simultaneidad, la simultaneidad conceptual y la simultaneidad intuitiva.70 Toda esta mitología es favorecida por el lenguaje.71 La palabra, vacía de pensamiento y de intuición, tiene la propiedad, si lo deseamos, de no versar sobre nada; puede estar, a la vez, por doquier, es decir, en ninguna parte, y estar suspendida en el aire, a medio camino entre dos ideas. Como el concepto representa virtualmente a una infinidad de cosas particulares, creeremos seriamente, al pensar, que pensamos en algo, siendo que no pensamos en nada.
El bergsonismo es, pues, un nominalismo declarado, y se ha tenido razón en señalar las afinidades con la filosofía de Berkeley. Como este último, Bergson excluye resueltamente el fantasma de una materia oculta o neutra sin relación con nuestra conciencia. La materia, inclusive cuando creemos concebirla absolutamente, no es otra cosa, como veremos, que la percepción pura, es decir, realidad espiritual aún, y presencia efectiva; existe una intuición, aunque sea de un género totalmente distinto que el de la intuición puramente espiritual. Ahora bien, para decirlo en el lenguaje de Durée et simultanéité, no hay intuición sino de las cosas percibidas o perceptibles. Renunciemos pues, de una buena vez, a todo “incognoscible”, a todo ente de razón, a todos los universalia genéricos del conocimiento por conceptos. Por las mismas razones, el trabajo de la crítica bergsoniana consistirá en buscar lo que obtendría una conciencia “no prevenida” (esta palabra, tan cartesiana, se halla en el Essai)72 que quisiera purgarse de los recuerdos acreditados en nosotros por el hábito, el lenguaje, los prejuicios tradicionales o, como dice Descartes, los cuentos de las nodrizas. La intuición de la cualidad pura nace de esta purificación, tal como el ídolo de la nada desaparece para cualquiera que haya reconocido que la materia no es ni un ὑποχειμενον amorfo, ni una sustancia indeterminada o indiferente a toda determinación. En este sentido, pero sólo en este sentido, el bergsonismo sería, como se ha repetido hasta la saciedad, un “impresionismo”. El Elstir de Proust73 quiere también disociar lo sentido y lo sabido, disolver el agregado de razonamientos que sustituye a la visión ingenua de las cualidades. Lo que esta doctrina nos pide es una suerte de ingenuidad filosófica, profunda a fuerza de ser inocente y superficial, y que nos volvería a poner en presencia de las cualidades inmediatamente percibidas. La cualidad saca todo su valor de sí misma, de su propia especificidad irreductible, y no de su relación con algo que no es ella; exige ser conocida en sí;74 con la originalidad sui generis e incomparable de la cualidad, es necesario hablar el lenguaje de la cualidad. Los hechos percibidos, para justificarse, no esperan la investidura de alguna autoridad trascendente, la sanción de una entidad absoluta: se justifican por la fuerza irresistible de su sola presencia, por el valor insustituible que se vincula a las experiencias efectivas y actuales. De tal modo, el filósofo se rodea, sin esfuerzo, de verdades inquebrantables y de evidencias persuasivas; abandona la carga de la prueba a quienes las ponen en tela de juicio75 y que prefieren pedirle al razonamiento apodíctico la limosna de una certidumbre por siempre flaca y frágil. Sólo las experiencias vividas se comprenden por sí mismas; y esto es tan verdad que a la intuición, y sólo a la intuición, deben los simbolismos la poca realidad que poseen. Si el instante del matemático no se reduce por completo al punto geométrico es porque lleva consigo un recuerdo de ese tiempo real, que los artificios de nuestra inteligencia no han logrado desfigurar completamente. Y, de la misma manera, la simultaneidad abstracta, por inhumana que sea, toma de la simultaneidad intuitiva el remedo de realidad que conserva. Más generalmente, el tiempo matemático, que ya es tan poca cosa, no sería nada de nada si el verdadero devenir no se encontrara allí, perpetuamente, para “temporalizarlo”, para infundirle un poco de calor y de vida. Esta simbólica de mala ley, que adultera tan gravemente a nuestra verdad interior, se deja conquistar, a su vez, por el contagio benéfico de la intuición; la “cuarta dimensión” no subsiste, de tal modo, sino en virtud de una vitalidad disminuida que pide en limosna a la intuición verdadera. La intuición dispensa la vida aun a las ficciones que aspiran a expulsarla; y como el concepto no respira sino en una atmósfera de intuición, como el discurso no avanzaría sin recurrir a la intuición,76 así todo lo que nuestro espacio, todo lo que nuestras caricaturas de duración tienen de sólido proviene del espíritu que hacen todo lo posible por maltratar.
Devenir
Por tanto, si consultamos un pensamiento “no prevenido” y totalmente presente a sí, si expulsamos a los ídolos de la distancia que interceptan nuestra mirada y nos alejan de nosotros mismos, he aquí el descubrimiento que haremos. El hombre es un no sé qué de casi inexistente y de equívoco que no está solamente en el devenir, sino que él mismo es un devenir encarnado, que es por completo duración, que es una temporalidad ambulante. Ni es ni no es: por tanto deviene... Οὐκ ἔστιὐ, dice Aristóteles del tiempo,77 ἤμὸλις καὶ ἀμυδρῶς... Τὸ μὲν γἀρ αὐτοῦ γέγονε καὶ οὐκ ἒστι τό δὲ μέλλει καὶ οὒπω ὲοτίν. No es lo que es, y es lo que no es, ya no es y no es todavía, pues lo mismo deviene siempre otro por estados de conciencia que se encadenan conforme a un devenir ininterrumpido, sin relación con el número. Para designar a este encadenamiento, Bergson se vale de la palabra organización, que permitirá comprender mejor ahora el análisis que hemos hecho de las totalidades orgánicas. En primer lugar, “la organización” supera la alternativa del Mismo y del Otro. Son falsos problemas las aporías relativas al Uno y al Plural, que discuten el Filebo y el Parménides. Bergson ya no se sorprenderá de que el Uno pueda ser múltiple y de que varios puedan ser uno;78 la vida se divierte con contradicciones que son la desesperación de la inteligencia. El devenir, mezcla de ser y de no-ser, ¿acaso no excluye al principio del tercero excluido? Es que, al ordenarse en la duración vivida, la vida ya no tiene que optar entre lo uno y lo múltiple, entre lo idéntico sin matices y la alteridad sin coherencia: Bergson no da la razón a ninguno de estos dos contrarios, como no da la razón ni a la causalidad ni a la finalidad unilaterales. Para ella no hay dilemas insolubles. Ya lo señalaba Schelling: la vida es mil veces más ingeniosa que la filosofía dogmática, que tropieza con el principio de disyunción y se deja descuartizar entre los extremos. En primer lugar, la vida no tiene que escoger, precisamente porque dura. Los cuerpos materiales que no envejecen, sino que subsisten en la intemporal yuxtaposición de sus partes, seguirán siendo eternamente homogéneos o eternamente múltiples, según que adopten la forma de la unidad o la de la pluralidad. Esto no tiene remedio. ¿Pero qué impide que la misma conciencia sea una hoy y varias mañana? El tiempo no tolera los predicados definitivos; presta, pero no da nunca: mancipio nulli…, omnibus usu. Pero si el tiempo anula de buen grado sus propios dones, es también el gran curador: es el que cicatriza las heridas, lubrica, fluidifica y apacigua las contradicciones dolorosas, diluye los conflictos insolubles, pone en la unidad brutal la sonriente variedad. Los contradictorios, incapaces de coexistir uno eodemque tempore pueden por lo menos sucederse. Uno primero y el otro después: tal es la trampa de futurición que hace imposible la contemporaneidad del todavía no, del ahora y del ya no: ¡había que pensarlo! La absurda contradicción, que es un mal, cede su lugar a la negación escandalosa, que es un mal menor. La sutileza inagotable, el ingenio de las soluciones temporales desconciertan a la inteligencia, porque la inteligencia no está hecha para comprender lo sucesivo y se encierra de buen grado en el impasse de los incomponibles, de los incompatibles y de los inconciliables. ¿No sabemos, sin embargo, que la personalidad evoluciona, por divergencia e irradiación,79 desplegando poco a poco una pluralidad de tendencias primitivamente comprimidas en la unidad de nuestro carácter virtual? La imagen del haz se halla por doquier en Bergson. Y como la persona, por entero, se complica en tendencias múltiples, así cada tendencia, considerada aparte, en el interior de la persona prolifera en emociones variadas que enjambran, a su vez, a lo largo de nuestra vida, una multitud de sufrimientos cada vez más particulares. La evolución, en general, no es sino este pasaje continuo de lo uno a lo múltiple, este florecimiento progresivo de una identidad que madura hasta convertirse en pluralidad. Pero, al mismo tiempo que la unidad estalla en tendencias particulares, estas últimas se reabsorben, a su vez, mediante un movimiento inverso y proporcional; la pluralidad cicatriza, valga la expresión, a medida que se va dislocando la unidad. De tal manera, la conciencia nos ofrece en todos los momentos de su devenir el espectáculo de una identidad rica y variada, como dice Schopenhauer, de una concordia discors en la cual ni lo uno ni lo múltiple abstractos pueden prevalecer con superioridad definitiva. La idea criticista de la síntesis recobra un sentido admirablemente claro, nuevo y espiritual. La unidad del espíritu es una unidad “coral”, como la unidad “conciliar” de la Sobonorst, según Serge Troubetskoi, S. Frank y el eslavofilismo ruso;80 es decir, reposa en la exaltación de las singularidades y no en su nivelación; no reina en el desierto de las multiplicidades concertantes, pues es victoria perpetua sobre la alteridad, y no identidad solitaria. Por tanto, el tiempo no es simplemente la ausencia de contradicción; es más bien la contradicción vencida y perpetuamente resuelta; mejor todavía: es esta resolución misma, considerada bajo su aspecto transitivo. De ahí el espesor, la plenitud concreta y la animación del devenir: la unidad nunca acaba de meter en razón a las originalidades recalcitrantes, porque no se puede sofocar fácilmente la protesta de lo múltiple.
Por otra parte, la duración supera la antinomia de lo continuo y de lo discontinuo, como supera la antinomia de lo uno y de lo múltiple, como la metafísica de Jean Wahl se coloca más allá de la antítesis. Cierto es que nuestro tiempo vivido, como el espacio del pintor Eugene Carrière, es la continuidad misma; pero esta continuidad no excluye –qué digo–, supone necesariamente la heterogeneidad fundamental de los estados que organiza entre sí. Y, recíprocamente, el espacio homogéneo se presta, por su propia homogeneidad, a las discontinuidades más tajantes. Ahí tenemos a la segunda paradoja del devenir. En el espacio desnudo no se encuentran esas articulaciones naturales, esas grandes divisiones orgánicas que delimitan, desde dentro y desde fuera, a los individuos de un grupo, a las partes de un cuerpo vivo, a los sentimientos de una conciencia. El espacio desnudo es el reino de la uniformidad, la χώρα desértica, sobre la cual podremos practicar tales particiones arbitrarias, tales fragmentaciones ficticias, cuya utilidad nos habrán revelado las exigencias de la acción. Este espacio desnudo no manifiesta, por sí mismo, ninguna preferencia por determinadas clases de divisiones con exclusión de las demás. Ante esta indiferencia, no tenemos más que expander la extensión material conforme a nuestras necesidades; la partimos en pedazos a los que llamamos cosas, cuerpos, fenómenos. A esto se llama la división. ¿Acaso Plotino y Damascio no hablaban ya de un μερισμός?81 La duración, por el contrario, es heterogénea, pero no fraccionable. La división es una operación artificial que la inteligencia practica sobre sus propias obras, y que el espacio puede soportar precisamente porque el espacio es tregua, abstracción de la inteligencia. Pero nuestra duración posee ya sus divisiones objetivas, y no soporta indiferentemente cualquier género de análisis. Por tanto, la duración es fundamentalmente heterogénea. Pero como nuestras burdas particiones no hacen mella en ella, decimos que es “continua”, expresando con ello que el análisis utilitario que la hace presa en el espacio resbala a lo largo del tiempo sin encontrar la menor fisura. En realidad, esta continuidad significa solamente esto: que el devenir no tolera una discontinuidad cualquiera. No significa de ninguna manera que el devenir se esfumine en la bruma o excluya toda suerte de variedad; la continuidad no es el flujo, ni la indiferenciación, y el tiempo es más indivisible que indiviso. Dicho de otra manera, no podemos cortar conforme a nuestra fantasía, aunque presintamos naturales y profundas distinciones. Lo continuo, en este sentido, es discontinuidad al infinito… es sobre todo este aspecto de disyunción y de determinación el que se manifiesta, a plena luz, en el bergsoniano de Albert Bazaillas82 o en el pluralismo de un James o de un Renouvier. Por lo demás, la unilateralidad pluralista parece ser mucho más bergsoniana que la otra, y, si hubiera que escoger, preferiríamos quedarnos, como James, con las “variedades de la experiencia”. Como dice Schelling, vacilando entre “heterusia” y “tautusia” o, quizá, entre politeísmo y monoteísmo: mejor lo demasiado que lo demasiado poco. Pero no hay que escoger, porque la vida no se encierra en dilemas escolares. De hecho, el pluralismo significa solamente que lo dado rebasa por todas partes a lo explicado y que la experiencia de la duración es una experiencia dramática. En el fondo, la “explicación” es siempre monista, y las particiones de que se vale representan simplemente la comedia de la pluralidad. Sabemos que no hay nada serio allá debajo, porque nuestras particiones son nuestra propia obra y si las practicamos es porque nos resultan cómodas. Ahora bien, estamos muy tranquilos, bien seguros de recuperar nuestra cara unidad, porque las particiones la suponen en vez de excluirla. Sustituimos la diversidad y la heterogeneidad de las cualidades por cortes convencionales que no comprometen gravemente la uniformidad del sistema. De tal modo, el espacio matemático parece fundamentalmente homogéneo, precisamente porque se ofrece a no importa qué discontinuidad. Llegamos hasta el final de la partición para que lo múltiple se destruya a sí mismo.
La partición regresa a la unidad, pero es porque, en el fondo, nunca ha salido de ella; porque su “plural” no es un verdadero plural; por el contrario, la heterogeneidad cualitativa del tiempo envuelve a la unidad en el momento mismo en que la contradice más violentamente, de modo semejante a como los opuestos coinciden en la experiencia mística. He ahí el misterio que debemos ahora aclarar. La unidad del devenir es resultado de una crisis aguda, de la que sale empapada y enriquecida. Bergson, al estudiar el esfuerzo intelectual, nos muestra luminosamente cómo esta unidad dinámica se opone a la unidad de una dialéctica modelada conforme al espacio.83 En la dialéctica horizontal o visual no hay más que una imagen, pero es representativa de objetos diferentes; en la dialéctica vertical o penetrante hay, por el contrario, una infinidad de imágenes para un mismo objeto. Esto quiere decir, creo yo, que en el primer caso hay progreso discontinuo a través de un mundo homogéneo, y veremos cómo la negación de la Nada explica, en Bergson, la negación de esta discontinuidad. A la inversa, en el segundo caso, son los universos atravesados los que por naturaleza son heterogéneos: sólo los liga la continuidad de esfuerzo mediante el cual pasamos del uno al otro. La unidad, en el primer caso, es sustancial y morfológica,84 por así decirlo, y es funcional en el segundo: porque no tiende aquí ya por principio a la identidad rígida de una forma, sino a la orientación de una cierta potencia y a la perpetuidad de un tema melódico, algo semejante a aquella voz interior cuyo canto inmaterial Robert Schumann experimentaba a veces la necesidad de anotar en sus hojas de piano, y que parece confiar a una “tercera mano” la armonía invisible oculta bajo las armonías visibles. En un sentido, es la diversidad la que sería más bien la ley de la dialéctica horizontal, y la unidad superficial del medio que adopta acusa más brutalmente todavía la pluralidad fundamental de su materia. Por una ironía singular, la unidad chata que no quería tomar en cuenta a lo múltiple permanecerá eternamente desgarrada, tal como se nos manifestó ya como eternamente solitaria; el tiempo, que es el único que podría coser sus heridas, ya no está allí; todas nuestras divisiones son mortales para él, porque todas son definitivas, incurables. Pero la diversidad cualitativa que descubrimos en la raíz de la conciencia se resuelve inmediatamente en la circulación de la duración. Y lo mismo ocurre con las tonalidades musicales: los universos tonales se dirigen a nuestra emoción como otros tantos mundos irreductibles; sólo el milagro de las modulaciones realiza la compenetración de estos universos incomunicables y la continuidad de esa voz interior que oía Florestan. Las discontinuidades se funden, sin perderse, en la profundidad de la dinámica modulante que las atraviesa. La densa cantinela, tendida de un extremo al otro del Capriccio de las Pièces brèves de Gabriel Fauré, ¿no es un ejemplo admirable de esta continuidad multicolor? La modulación implica, pues, como el esfuerzo por comprender, la intuición de un determinado espesor de originalidades por franquear. Por lo demás, sólo esta circulación espiritual puede resolver una diversidad tan profunda, pues sólo la vida puede ir más allá del conflicto de las contradicciones; y si la inteligencia mecánica opera en un mundo de homogeneidad es porque, como dispone solamente de la identidad estática, sería incapaz de superar tantas originalidades surgientes. Bergson hubiese aplicado de buen grado, a la mutación, el concepto del salto cualitativo, mediante el cual Kierkegaard85 explica el instante del pecado. La especificidad de las cualidades hace resistencia a la uniformidad de la cantidad.
Pues la cualidad no se deja. Hemos visto anteriormente que todo estado de conciencia entregado a sí mismo tiende a redondearse, a organizarse en universo completo. Todo sentimiento es un mundo aparte, vivido para sí,86 y en el que me encuentro presente por entero en cualquier grado. Hay tanta diferencia entre dos emociones como entre el silencio y el sonido, entre la oscuridad y la luz o entre dos tonalidades musicales. Sol menor es en Anton Dvorak un universo original al que el músico hace la confidencia de sus más preciosas emociones. Liszt, naturaleza magnánima y pródiga de sí misma, piensa espontáneamente en los tonos más sostenidos y triunfales. Mi mayor, fa sostenido mayor, nada es demasiado rico para esta generosa sensibilidad. Mi menor es el reino otoñal y melancólico de Tchaikovski, y los juegos de Serge Prokofiev se desenvuelven sobre todo en la blanca e inocente luz del do. Fauré, Albéniz, Janacek manifiestan por los tonos bemolizados una predilección constante; estos tonos tienen en Gabriel Fauré valores y potencias muy diferentes, y uno no puede representárselos como intercambiables. De tal modo, cada estado de la sensibilidad se expresa por sí mismo en una tonalidad única en su género, e independiente de todas las demás: tal es, sin duda, la función del re bemol mayor en Fauré; en rigor, son otros tantos absolutos entre los cuales no existe ninguna equivalencia, ninguna paridad concebible. Esto es lo que prueba la psicofísica de Fechner,87 puesto que nos muestra a la sensación variando a saltos cuando la excitación acrece por un crescendo gradual y continuo. Entre dos cantidades, el mecanicismo puede intercalar indefinidamente las transiciones: es un método de esta clase el que nos propone Descartes en la doceava de las Regulae ad directionem ingenii, cuando interpreta con ayuda de figuras geométricas las diferencias de color; ne aliquod novum ens einutiliter admittamus. Pero ¿qué término medio podrá vincular jamás a un dolor con una alegría? Sin embargo, la duración hace este milagro. De ahí que una conciencia verdaderamente contemporánea de su duración no esté afectada, como el discurso, por la fatalidad de la mediación. Los intermediarios que prolongan el discurso no son sino retardo, rodeo y causa de lentitud: existen solamente con vistas al fin del que son los medios y el espíritu saltaría por encima de ellos si pudiese. Por el contrario, cada uno de los momentos del devenir tiene su valor y su dignidad propios; cada uno es para sí mismo fin y medio. Hay sucesión, pero no discurso: aquí a veces es necesario “esperar”, pues ciertos fines son privilegiados; pero esta espera está siempre llena de interés, es fecunda en acontecimientos y en sorpresas apasionantes. Cada instante de nuestra historia interior es inmensamente rico en imprevistos. Más que nadie, Gontcharov ha sabido penetrar este drama infinitesimal donde se ve bullir a los detalles, surtir a las novedades y asociarse a los contrarios.
Más adelante veremos la importancia que el bergsonismo concede a la discontinuidad, así en la relación del alma con el cuerpo como en la relación de las especies biológicas. Y es que la exaltación de la pluralidad rinde honores al devenir que triunfa y le otorga un premio singular. El mecanicismo devalúa esta pluralidad y se da una duración hueca al superponer a los cambios una escala numérica que hace a nuestros sentimientos graduables y mensurables. Al devenir invariablemente positivo, actual siempre de la conciencia, sucede un tiempo mensurable y fantasmagórico del que puede decirse con razón, como hace el Timeo, que es una imagen móvil de la eternidad (αἰωνος εἰκών κινητή) o, como dice Joseph de Maistre,88 que es “algo forzado, que no pide sino terminar”. Y, de tal manera, nosotros perderíamos quizás toda esperanza de atenuar la oposición de Bergson a la filosofía griega. El tiempo que vilipendian Platón, Aristóteles y Plotino es, en general, o bien el discurso gramatical o bien el tiempo astronómico; en los dos casos, en suma, un tiempo numérico, κατ᾽ ἀριθμὸν κυκλούμενος.89 Ahora bien, ese tiempo es un retardo, un rodeo, un algo negativo del que prescindiría de buen grado el espíritu, si fuese más perfecto; expresa simplemente lo que no hemos podido. Por tanto, podemos decir con razón, y Bergson sin duda no lo negaría, que un tiempo semejante hace violencia a nuestra verdadera naturaleza, en el sentido de que la intuición, en toda su pureza, querría alcanzar lo real inmediatamente, y no al término de un fatigoso paseo a través de los silogismos. Esa es una limitación, una debilidad, un déficit. Y esperamos firmemente, como el ángel del Apocalipsis, que llegará el día en que ese tiempo ya no será. “Οτι χρόνος ουκ ἔσται ἔτι”.90 Pero la condenación de este tiempo insípido no prejuzga nada del tiempo verdadero, o, para decirlo mejor,91 de la duración, que es la experiencia de la continuación. Por el contrario, hay muchas oportunidades de que la “eternidad”, así definida en oposición al tiempo de los λογισμοί, y la duración purificada por Bergson de toda ficción aritmética resulten estar emparentadas. Nos hallamos aquí en la culminación de la densidad espiritual; el espíritu, en vez de retrasarse sin cesar respecto de un fin lejano, en vez de errar como un ausente entre ideas provisionales y subalternas, se halla continuamente en el meollo de su propio esfuerzo, en el mismísimo centro de los problemas. Para pasar de esta eternidad viva al tiempo de la gramática no hay que añadir, sino que es preciso reducir: ausentarse de sí y esparcirse por los conceptos. Tal es, quizá, el sentido verdadero de aquel “eterno ahora” de que habla la metafísica: en todo momento nos sentimos presentes a nosotros mismos, rodeados de certidumbres y de cosas esenciales.92 El bergsonismo es el tiempo recobrado.
La diversidad es insoportable para nuestra inteligencia matemática. En efecto, la esencia de la medida no consiste tanto en clasificar, ordenar y comparar magnitudes como en hacer comparables a las cosas, al cuantificarlas. La medida uniforma lo dado y desprende el elemento simple común a la universalidad de las cosas, el elemento numérico. Por tanto, más que separar la medida asimila, y ahí mismo donde mantiene alejados a los términos extremos, como en la diferencia entre el máximo y el mínimo, la distancia implica aún una paridad esencial que hace posible la medida. Lo que liga a lo más grande y lo más pequeño es que ambos son cantidades: son, como los ἐναντία de Aristóteles, los términos alejados en el interior del mismo género; pero la oposición más extrema no podría subsistir sino entre magnitudes comparables. Allí donde no hay más ni menos, lo igual está dado virtualmente, o bien no hay gradaciones posibles. El número es, justamente, el término medio común a los objetos que no se pueden comparar directamente, y las ciencias de la medida, como el silogismo, consisten por completo en las mediaciones cada vez más sabias que nos permiten asimilar estas disparidades. Ahora bien, los cambios cualitativos excluyen la igualdad virtual; entre los estados sucesivos que atraviesa un sujeto no hay nada común, salvo el movimiento continuo que nos lleva del uno al otro. La unidad, que es sustancial y trascendente en los acrecimientos y en las disminuciones, puesto que provienen de un término medio sobrentendido del que las magnitudes participan más o menos, y al que se llama con razón la “unidad”, se torna, en las alteraciones, inmanente y dinámico: no hay que buscarla ya fuera de los estados transformados, sino que caracteriza al aspecto mismo de la transformación. Las fases sucesivas del devenir no se dejan numerar a lo largo de una escala rectilínea; proponen a los agrimensores del espíritu una suerte de fantasía profunda que volveremos a encontrar, más tarde, en la indisciplina de los recuerdos puros en el seno del sueño; en los caprichos singulares de la evolución filogenética. Las contradicciones se tornan tan imprevistas que ninguna mediación extrínseca podrá encontrar, para agrandarla, la menor comunidad. Es necesario ahora que los momentos sucesivos se ordenen entre sí y consientan en pactar superando todas sus repugnancias mutuas. A esta hazaña se le llama duración. La duración no es una cosa aparte: no es sino la continuación espontánea de esas disonancias que se organizan a sí mismas y se resuelven al infinito. La homogeneidad brutal de los acrecimientos y de las disminuciones, como no debe nada al movimiento conforme al cual se ordenan las cantidades, deja al desnudo, en cierta manera, a la discontinuidad fundamental de los seres comparados. La asimilación cuantitativa es clara, chata y sin matices. Desmenuza y nivela todo conjunto: disfraza los hechos espirituales de “sensaciones transformadas”, o de “choques nerviosos” y, finalmente, se descubre incapaz de explicar la afinidad mágica que atrae las unas hacia las otras. En vano el atomismo reduce “a la unidad” la variedad regocijante del devenir: nuestros estados de conciencia, sometidos al análisis reductor del asociacionismo, terminarán por asemejarse desde fuera; pero esta semejanza es tan unilateral como superficial, puesto que ha sido necesario, para encontrarla, empobrecer los hechos espirituales, quitándoles todas sus singularidades y no conservando más que una propiedad muy general y abstracta. Por el contrario, la duración acepta, en primer lugar, las originalidades inconciliables de nuestros sentimientos y de nuestros estados de alma, sus cambios súbitos desconcertantes, sus pretensiones contradictorias. La unidad supondrá pues, aquí, no una asimilación parcial sino un consentimiento total. Como todo nos dividía, todo nos reunirá. De tal modo, en la duración se realiza constantemente aquella fusión de los contrarios de que hablan los místicos y la cual experimentamos, precisa y total, en el encadenamiento fantástico de nuestras emociones.
El descubrimiento y la exploración del devenir suponen un trabajo crítico que da origen, en el Essai, a las primeras antítesis del bergsonismo. El devenir es lo que queda cuando yo he separado a mi persona íntima de ese yo oficial que usurpa la dignidad, cuando he sido devenido, como dice Plotino, interior a mí mismo, των μεναλλων εξω εμαυ του δ'εἴσυ.93 El espíritu de soliloquio y de recogimiento, que fue el del Fedon, de San Agustín y de Lavelle cobra de pronto, en Bergson, una forma crítica. Todo el esfuerzo de Bergson94 tiende a disociar los conceptos bastardos –número, velocidad, simultaneidad–, que son el resultado de una usurpación: pues el espacio usurpa terreno al tiempo, como la línea recorrida al movimiento, el punto al instante, la cantidad a la cualidad y, por último, la necesidad física al esfuerzo libre. El espacio-tiempo, la “cuarta dimensión” de los relativistas, descansa en un equívoco de esta naturaleza, al igual que los logaritmos de Fechner, que mezclan la sensación con la excitación, el hecho mental con su causa y enredan las competencias. Ahí tenemos un verdadero fenómeno de endósmosis moral –pues esta es la expresión de que nos valemos– y, por así decirlo, un cambio de sustancia entre el tiempo y el espacio. El temporalismo bergsoniano expulsa todos estos monstruos. El tiempo debe pensarse aparte y primariamente, y no debe reducirse a otra cosa: los simbolismos, los mitos de simetría son rechazados. Bergson denuncia sobre todo la contaminación del espíritu por la exterioridad: es un kantismo invertido. Pero no por ello descuida la reacción de la cualidad sobre la cantidad: pues los conceptos híbridos del asociacionismo nacen de una usurpación bilateral y recíproca. Así pues, el bergsonismo del Essai es ante todo una afirmación dualista, un rehusarse a aceptar las componendas de la ciencia y los medios insuficientes de la práctica. Hay dos tiempos y dos yos. También Henri Bremond distingue Animus y Anima oponiendo al “yo” de las anécdotas y de los hechos diversos la “aguzada punta o centro o cima del alma”,95 que es nuestra esencia mística. Inclusive, hay dos memorias. En un sentido, la memoria es la duración como continuación de cambio; expresa que no hay duración, sino una conciencia capaz de prolongar su pasado en su presente. Pero hay otra memoria o, mejor dicho, es la misma, considerada después del hecho: no es sino la supervivencia de un pasado cumplido; permanece exterior a las cosas que conserva y Bergson la opone al “juicio”,96 en términos que nos recuerdan a Montaigne. Es menos “continuación” que “retención”, y se limita a velar celosamente sobre tradiciones cuyo sentido ha perdido, sobre un pasado inerte que abrevia y desfigura. En cierta ocasión,97 Bergson incluso afirma que tiempo y espacio son dos términos contradictorios; la Évolution créatrice dirá: dos movimientos inversos. De estos dos tiempos, de estos dos yos, sólo uno es verdadero, pues el otro no es sino contrafigura del primero, que es el único que goza del privilegio de la vitalidad. O, más exactamente todavía, el tiempo matemático no es un tiempo falsificado más que en la medida en que pretende desempeñar el papel del tiempo verdadero; la ciencia estática, que sería verdad respecto de los hechos realizados, se torna mentirosa cuando pretende legislar también sobre los hechos que se están realizando, sobre el presente que se halla a punto de cumplirse. En una palabra, lo que es falso e irreal es la “amalgama”, es la intrusión del espacio y del lenguaje en un dominio en el que ya no son competentes, pues la verdad está en la disociación de las competencias. Por tanto, Bergson distingue aquí lo verdadero de lo falso un poco a la manera como Berkeley explica las ilusiones de la óptica: todo es verdadero, percibido para sí, y nuestros sentidos abandonados a sí mismos no nos engañan nunca; el error comienza en el punto exacto en que el espíritu, seguro de sus recuerdos y de sus prejuicios, interpreta lo dado puro: el error nace con la asociación y, por consiguiente, con la relación. Y de igual manera, la falsa óptica del espacio-tiempo, el continuum cuadridimensional no-euclidiano tienen por origen una asociación indebida que el espíritu establece entre dos datos igualmente reales. Pues hay un espacio real98 y que no es menos verdadero que la duración real. El Essai no nos dice nada más, y habrá que esperar a Matière et mémoire para obtener algunas explicaciones precisas acerca de la intuición pura, cuyo objeto puede ser este espacio real y que es la materia misma.
Sin embargo, ¿puede decirse que desde esta época Bergson no se esfuerza en superar el dualismo? Sin duda, el objeto del Essai es, sobre todo, la disociación de los conceptos mixtos, la separación de los planos confundidos, cuya colaboración Bergson estudiará sobre todo; los datos inmediatos a los que llegamos, de tal manera, no poseen de ninguna forma la naturaleza por completo ideal del “recuerdo puro” y de la “percepción pura”; el sueño mismo99 no nos ofrece nada que la duración del yo profundo no realice cotidianamente para una introspección atenta. El objeto del Essai, en resumen, es recuperar datos que una increíble negligencia nos ha hecho perder, y uno se pregunta todavía cómo es que una realidad tan natural, tan cercana a nosotros ha podido escapársenos durante tan largo tiempo. Por eso no hay todavía “intuición” en el Essai: basta con eliminar la simbólica por completo negativa del espacio, para volver a encontrarse, cara a cara, con el yo verdadero. Sin embargo, desde esta época algunos textos100 nos invitan a creer que la amalgama acusada responde a una exigencia orgánica del espíritu y que su exclusión puede costarnos caro. De hecho, discurso e intuición colaboran en todo momento. Este espacio que desfigura nuestro yo profundo le permite también expresarse, declararse a nuestra visión filosófica. Pero lo trágico es, precisamente, que la duración no puede expresarse sin perecer; veremos más tarde que, sin embargo, es cognoscible, aunque por medios que no son el discurso. Pero la intuición propiamente dicha casi no aparece antes de la Évolution créatrice.101 Por otra parte, aunque la duración sigue siendo todavía un privilegio de la conciencia, Bergson parece presentir ya que no le está quizá limitada. Esto es lo que prueba, inclusive en el Essai, el descubrimiento de la “movilidad” pura; fenómeno situado en la frontera del espíritu y del mundo exterior, espiritual por esencia, físico por sus efectos, tangente a los dos universos, el movimiento es, en cierta manera, el espíritu objetivado. Bergson señala ya, sin explicárselo demasiado, que hay una “incomprensible razón”,102 una “inexpresable razón”103 que da a las cosas materiales la apariencia de la duración. Este misterio, este no sé qué, le parecen consistir más en la presencia del espíritu que en una propiedad de las cosas mismas. Sin embargo, es indiscutible que el bergsonismo se mantuvo en la afirmación de una duración universal. Es verdad que, entonces, la dualidad se agranda en vez de anularse; hay tiempo y creación, así en el mundo como en el hombre, y si la oposición ya no se establece entre la memoria de los sujetos y el espacio de las cosas, subsiste a través del conjunto de lo real, entre dos movimientos inversos, uno de materialización y otro de evolución viviente. Sin embargo, se ha tornado muy sutil y mucho menos brutal. De tal modo, la especulación bergsoniana descubre poco a poco, en la historia de las cosas, un elemento irreductible de sucesión. Es este residuo histórico lo que impide a la causalidad del físico parecerse por completo a una identidad; es él, también, el que torna verosímil y utilizable el tiempo matemático. Después de la Évolutión créatrice, Bergson llegará inclusive104 a ampliar, a expensas del yo, la parte de esta duración universal. Si la duración no expresa una simple deficiencia de nuestro saber, es porque es un carácter de las cosas al igual que una propiedad de la conciencia; o mejor todavía, es porque por doquier hay conciencia. Verdaderamente, los acontecimientos nos acontecen, no es que les acontezcamos; “tener lugar” no es de ninguna manera, aunque se moleste Eddington, una formalidad superflua, y quienes han experimentado la amargura de la acción saben que la duración es la cosa más real del mundo. Porque a veces hay que esperar el mañana, porque no se nos da el futuro con el presente, como no sea porque hay una temporalidad de la que no hacemos lo que queremos, y porque el intervalo no se puede comprimir. No es una formalidad; por el contrario, no hay nada más experimental. El más grande filósofo del mundo tiene que esperar a que el azúcar se disuelva en su vaso de profesor... pero, por otra parte, esta resistencia de lo dado nos tranquiliza. El tiempo dialéctico es verdaderamente negativo porque, suponiendo a su objeto, dado en la eternidad, debe recorrer grandes círculos antes de encontrarlo: su debilidad constitucional es lo único que está en entredicho. Pero ¿por qué la duración de las cosas sería muda para nuestra duración interior? El cambio existe para conocer el cambio, y nuestra intuición se lanza por el camino del absoluto.
En efecto, sólo la duración sería reveladora del absoluto o, diciéndolo mejor, sólo ella nos entrega una realidad enteramente determinada105 porque tiene como sanción la experiencia vivida y percibida que siempre es determinada, es decir, particular. Toda duración constituye, en efecto, una serie orientada, irreversible. A esta serie no se le toma indiferentemente para cualquier fin, pues tiene un sentido; según los casos, es enriquecimiento o empobrecimiento.106 La duración representa, pues, un tipo de orden dramático cuyos episodios no se invierten a voluntad, una biografía en la que la sucesión de las experiencias vividas107 posee algo de intencional y de orgánico. Una filosofía que seguiría siendo verdadera, inclusive si todo se volviera al revés, se condena a sí misma. Sólo cuentan el sentido y la dirección. La ciencia no calcula sino relaciones entre simultaneidades, y por eso puede suponer a los intervalos de tiempo infinitamente acelerados o frenados sin tener que modificar sus ecuaciones.108 Esta utopía abstracta, y tan poco seria como el viajero montado en la bala de cañón, prueba el absurdo del relativismo. Sólo es temporal el entredós de las simultaneidades, que es transición indivisa e intervalo continuo. “No describo el ser, describo el pasaje”, decía Montaigne.109 Toda duración vivida posee una determinada cualidad específica, un valor determinado, un coeficiente afectivo que recibe de mi esfuerzo, mi espera o mi impaciencia. Ahora bien, esta impaciencia o este esfuerzo son cambios cualitativos, es decir, son absolutos. El discurso saca su valor del fin que mediatiza: el intervalo mismo no es sino déficit y molesto retardo, principio de expectativa pura; es un instrumento sustituible –pues otros medios podrían servir al mismo fin– y el ideal podría prescindir por completo de él. Pero la duración vivida tiene un fin propio; aquí es el intervalo lo que importa, que es todo plenitud. No se trata de un tiempo perdido cualquiera, de una duración de expectación en la espera de tal o cual acontecimiento, como aquellos que “matan” el tiempo moviendo los pulgares: se trata de un proceso único en su género, en el curso del cual yo envejezco, y que será para mí una ganancia o una pérdida. Por tanto, el tiempo verdadero pone en juego la historia de la persona entera. Es el tiempo fantasmagórico lo que el instinto de la Évolution créatrice es a la inteligencia. El tiempo verdadero es de naturaleza “categórica”, mientras que el tiempo del matemático no tiene sino una existencia “hipotética”, como aquella dialéctica hegeliana a la que Schelling y Kierkegaard reprochan su carácter nocional y tristemente inefectivo. ¿Quién nos dará la quodidad de la historia? ¿Cómo podremos recobrar ese “tiempo vivido” que ha descrito tan profundamente Minkowski? De tal modo, todo el libro de Durée et simultanéité está consagrado a mostrar que la intuición inmediata del tiempo nos proporciona un sistema de referencia natural y absoluto, y que la creencia en el tiempo universal del sentido común esta filosóficamente fundada. El “sentido común”, al que el Essai consideraba culpable de los simbolismos ambiguos de la ciencia vulgar, se convierte en el portador de una gran verdad que lo une a los filósofos contra los físicos. Hay ahí una aparente “inversión del por en contra”: la duración vivida se convierte de nuevo en la ciudadela de las evidencias comunes que anteriormente parecía desmentir. ¿No dará indirectamente la razón al realismo del sentido común la teoría bergsoniana de la materia?110 Y es que existe una ingenuidad sabia, y mil veces más profunda que las vanas sutilezas de los doctos. Esta ingenuidad nos ordena creer en la universalidad del tiempo, en la realidad absoluta del movimiento. La ciencia relativista evapora, convirtiéndolas en fantasmas, todas estas cosas tan simples, tan sólidas, tan naturales porque ha adquirido el hábito de contemplar los fenómenos perspectivamente, es decir, según puntos de vista variables111 que elige sucesivamente como sistemas de referencia.
Por tanto, la duración intuitiva nos proporciona el principio de una suerte de antropocentrismo superior. Lo propio del bergsonismo es afirmar que en todas circunstancias existe un sistema privilegiado; ya no un sistema de referencia, sino un sistema superior a toda referencia, aquel que experimento desde dentro en el instante en que hablo; ninguna paradoja podría prevalecer contra la certidumbre de un pensamiento interior que se experimenta a sí mismo queriendo, viviendo y durando. Cada uno de nosotros posee una duración (y como tiene duración, tiene conciencia) y, por consiguiente, cada uno se toma a sí mismo, con justa razón, como “refiriente” en el interior de este plano privilegiado: de suerte que la reciprocidad universal se destruye a sí misma y restaura el tiempo absoluto. Pero la esencia de las paradojas relativistas es poner sobre el mismo plano todas estas visiones fantasmagóricas que una conciencia refiriente obtiene de las conciencias referidas; es desconocer, por consiguiente, la distancia metafísica que media entre lo real y lo virtual; mejor aún, lo real se convierte en un caso particular de lo virtual; como simulamos tomarnos en serio a los variados fantasmas que nos hemos complacido en imaginar, como infundimos subrepticiamente vida a nuestros observadores “referidos”, la duración efectiva cesa de tener sobre las duraciones ficticias esa superioridad incomparable que distingue a un ser vivo de carne y hueso de una muñeca de cera. Se ha realizado, y aun hipostasiado, una pluralidad de “tiempos propios”, siendo que quizás había una simple pluralidad de métricas. Por el contrario, Bergson se forma una idea demasiado elevada de lo real (la distinción entre recuerdo y percepción nos dará la prueba de esto para situarla, de esta manera, al mismo rango que sus contrafiguras). No es él quien tomaría por seres verdaderos a todas esas torturas, a todos esos Aquiles de colegio, a todas esas muñecas dialécticas o matemáticas a las que llamamos: viajero en bala de cañón, espacio-tiempo, figuras de luz. Las cosas que puedo experimentar efectiva y personalmente –mi duración, mi labor, mi esfuerzo– son realidades privilegiadas y dolorosamente ciertas, a las que ningunas otras pueden compararse. Los movimientos son relativos para el ojo, o dicho de otra manera, para el geómetra, que no retiene sino el aspecto visual de las cosas; pero no lo son para mis músculos, para mi acción y para mi fatiga.112 Y nadie se engaña. Tal como la duración es irreversible, es decir, lleva consigo acontecimientos absolutamente anteriores y acontecimientos absolutamente posteriores, sin que se pueda alterar su orden, de igual manera la intuición de la duración restaura en el universo las jerarquías y las prerrogativas que un relativismo igualitario se esfuerza en abolir. El título de “realidad” ya no designa a una insignia provisional que pasearía de fenómeno en fenómeno, variando conforme a la perspectiva del observador, adornando a voluntad los sistemas que nos place sujetar a nuestro punto de vista: es un privilegio natural que pertenece unilateralmente a las cosas percibidas o perceptibles. El primado de la intuición ya no depende de una convención revocable o de un punto de vista arbitrariamente elegido: es un derecho que el espíritu posee por nacimiento. Pues las cosas del espíritu no son cosas como las otras; forman un dominio de elección, un mundo por completo aparte en el que no hay sino realidades efectivas, en el que se le paga a uno con oro y ya no con billetes; por ellas, como diría el Fedon, es necesario cambiar todos los demás valores. El intuicionismo es la verdadera metafísica del espíritu y la intuición es el verdadero centro del mundo.
En la psicología de Guyau113 se encontrarán visiones proféticas acerca de la relación de la duración con el espacio; me parece tanto más oportuno señalar estas anticipaciones cuanto que La Genèse de l'idée de temps quizá haya padecido retrospectivamente por el descubrimiento bergsoniano.114 Guyau critica, en primer lugar, como Bergson,115 la tesis genetista de las escuelas anglosajonas, conforme a la cual la idea de espacio se construiría con la de tiempo. Bajo estas teorías que otorgan al tiempo una apariencia de primado, Bergson, fiel a la verdadera duración, se propone sobre todo poner en evidencia los prestigios de un tiempo ilusorio que no es sino el espacio; de igual manera combatirá al indeterminismo clásico para salvar la libertad. ¿Es tan sutil la argumentación de Guyau? El tiempo de Spencer, de Bain y de Sully es, ciertamente, la “amalgama” que le repugna al Essai. En este sentido, es el espacio el que sirve para construir la noción de tiempo. La duración no se torna mensurable más que cuando se le traduce en términos de espacio. “Medir”, sostiene Guyau, consiste siempre en comparar la extensión con la extensión, con el método de la superposición. Ahora bien, “no puedo superponer directamente un tiempo-patrón a otro tiempo, porque el tiempo avanza siempre y no superpone nunca… he ahí por qué para poner algo fijo en este perpetuo pasar del tiempo, se ve uno obligado a representárselo en forma espacial”.116 Y Guyau llegó a fórmulas que Bergson bien podría haber inspirado: “Ese tiempo es, en su origen, como una cuarta dimensión de las cosas que ocupan el espacio”.117 Por tanto, Spencer no llegaría nunca a sacar el espacio y el tiempo si este tiempo no fuese ya un fantasma de espacio. Este círculo vicioso, que expresa para Bergson la imposibilidad en que nos encontramos de deducir, la una de la otra, dos realidades metafísicamente distintas no prueba en Guyau más que el origen espacial de los calendarios y de los emblemas temporales. Es verdad que distingue, en otras partes, “el hecho” y “el curso” de la duración. La seudoduración de los spencerianos es la “forma pasiva” por oposición al “fondo vivo y moviente”,118 el alineamiento extensivo conforme al cual se ordenan los acontecimientos concretos, la avenida vacía que se animará en virtud de la móvil circulación de mis experiencias. “El curso del tiempo es el cambio mismo captado in fraganti.”119 In fraganti o, como dirá Bergson, “a medida que”: pues no hay tiempo que perder si se quiere experimentar la originalidad de este dinamismo. El menor retardo de la memoria, la menor anticipación de la imaginación sustituyen por el espacio a la intuición de un cambio que es siempre contemporáneo de sí mismo.
A decir verdad, Guyau se limita a confrontar el espacio abstracto con el tiempo abstracto. Pero en este caso tenemos derecho a pensar que franquea puertas abiertas. Puesto que, si verdaderamente no hay otro tiempo sino aquel del que se vale el genetismo para construir el espacio, no nos cuesta nada reservar a la idea de espacio el monopolio de la originalidad. Pero eso quizá sea arreglar demasiado bien para uno las cosas. El propio Bergson se percató de ello, como nos lo prueba en el pequeño informe de febrero de 1881, aparecido en la Revue philosophique, acerca de la Genèse de l'idée de temps. A su juicio, no es dudoso que Guyau admita una sola clase de multiplicidad, la multiplicidad numérica; y, por tanto, “es inútil quererse representar el tiempo sin el espacio, puesto que se ha comenzado por poner el espacio en el tiempo; quien dice multiplicidad numérica dice multiplicidad de yuxtaposición, multiplicidad en el espacio”.120 Guyau no contempla sino la alternativa siguiente: o bien es el tiempo el que sirve para construir el espacio, o bien es el espacio el que sirve para construir el tiempo, el tiempo de nuestros relojes y de nuestros calendarios. Pero ¿no hay un orden autónomo de la duración que no es ni anterior ni posterior al espacio, y que representa una realidad metafísica absolutamente original? En cuanto a ese “curso” del tiempo que se opone al tiempo cronometrado, como el “fondo” a la “forma”, podemos sondearlo a placer: no hay nada que merezca que se le llame duración real. La fuente común de las nociones de espacio y de tiempo se llama, en Guyau, “intención”. Definió esta intención con palabras en las que la influencia del utilitarismo y del pragmatismo se puede reconocer fácilmente. Pierre Janet las hubiese admitido, sin duda, de mejor grado que Bergson:121 la intención es “el movimiento que sucede a una sensación”; la reacción motriz provocada por el obrar y el padecer es desear y querer, y tiene que ver con la “distinción de lo querido y lo poseído”, con la “distancia entre la copa y los labios”.122 Esta intención, que difiere de la “sucesión constante y necesaria” del matemático, no difiere menos de la duración pura: “el futuro es lo que está delante…, el pasado es lo que está detrás…”; tener conciencia original del tiempo quiere decir esto: conocer “el prius y el posterius de la extensión. La intención no es sino la forma consciente del esfuerzo motor, del que la sucesión es un abstracto”.123 El tiempo es una abstracción del movimiento, de la κίνησις… Es un movimiento en el espacio el que crea el tiempo en la conciencia humana. Sin movimiento no hay tiempo. El propio Aristóteles, aunque se negaba a identificar el tiempo con el movimiento, admitía que no hay tiempo sin movimiento (οὔτε κίνησις οὔτ ἄνευ κινήσεως ὁχρόνος) que es el “número” (ἀριθμὀς κινήσεως κατὰ το προτερον και ὔοτερον) o, más exactamente, lo numerado (τοάριθμούμενον) o, mejor aún, la medida (μέτρον).124 Pero Bergson se esforzó en mostrar (y Durée et simultanéité vuelve a esta demostración) que el movimiento es, por el contrario, el intermediario gracias al cual la duración se torna mensurable, es decir, extensiva. El movimiento, lejos de engendrar la idea del tiempo, es más bien el expediente que nos permite confundir duración y trayecto. Todo lo que tiene de positivo el movimiento –la movilidad o el acto de cambiar– es de naturaleza espiritual y temporal. Por tanto, Guyau no logró superar la idea de un tiempo muscular, en cierta manera, y afectivo, que él interpreta como la distancia que media entre la necesidad y su satisfacción.125 Lo que su libro nos promete es un estudio de la idea de tiempo, y no del sentimiento de la duración. El “curso” de la duración es una representación un poco más elemental que la “forma pasiva” del tiempo, pero es una representación. Pierre Janet dirá que es una conducta. Cuando Bergson denuncia el artificio espacial que se oculta en el fondo de la mentirosa duración de los sabios, comprendemos que su única meta es aislar la duración pura de los filósofos y que expulsa al tiempo ilusorio para recuperar el tiempo real. Temamos, por el contrario, que la crítica de Guyau alcance al tiempo en general, y no solamente a la duración engañosa de los matemáticos. Insiste de tal manera sobre la prioridad de la idea de espacio que desespera uno de llegar a ver separarse del tiempo impuro al tiempo puro. “El tiempo”, dice Guyau, “es la fórmula abstracta de los cambios del universo”;126 es la forma según la cual se ordenan nuestras sensaciones, se orientan nuestras reacciones y se clasifican nuestros deseos. Inclusive nos está permitido pensar que si Guyau ha avanzado mucho en la crítica de la duración impura es porque sabía que toda su psicología prescindiría de la duración pura. La falsa duración no es tan falsa como todo esto; del tiempo no tendría ni siquiera las apariencias, si la intuición de la duración verdadera no estuviese allí para mantenerla y vivificarla. Vaga por los fantasmas de la cinemática una reminiscencia de esta intuición y una suerte de tímido presentimiento de su regreso. No creeríamos ni por un minuto en todas estas ecuaciones si no supiésemos que son, en todo momento, convertibles en experiencia directa, tal como dejaríamos de creer en los billetes de banco si no supiésemos que son una promesa de bienestar, de comodidad y de agrado. La duración de los matemáticos es espacial, tanto cuanto le plazca a Guyau: es un hecho que no se confunde con el espacio puro y simple. Sería inexplicable esto si la apariencia no supusiera el modelo. Y el modelo está en nosotros. En nosotros es todo vida, todo realidad. Jamás una “conducta”; aunque fuese la espera, aunque fuese la intención, dará la duración si no implica de antemano la intuición; pues las conductas, abandonadas a sí mismas no dan sino conductas. El papel de la filosofía consistirá precisamente en remontarse a esta fuente viva de la duración. Porque sabemos que nuestros flacos símbolos volverán a tornarse duración pura en cuanto lo queramos, nos abstenemos de realizarlos y, en nuestra ingratitud, nos olvidamos del tiempo vivo que los hace vivir. Sin embargo, no podemos aplazar perpetuamente el retorno a la intuición. Nadie aceptaría ya símbolos en los que no se volverían a encontrar tarde o temprano todas esas buenas cosas sólidas y efectivas de que se nutre la intuición. Pues no se puede vivir sin el absoluto.
El tiempo no es ni una dimensión ni un atributo, entre otros, del ser humano, ni una propiedad partitiva de este ser; el tiempo no es un determinado modo de ser del ser, pues el ser, en este caso, podría concebirse, con razón, como sustancia intemporal fuera de toda modalidad cronológica. Bergson ya no distingue una forma que llenarían secundariamente, es decir, accidentalmente, contenidos temporales... Todas estas abstracciones dan vida de nuevo al prejuicio órfico, platónico, eternitario de una pérdida de las alas y de una caída calamitosa en la temporalidad: pues si la temporalidad es un castigo, por eso mismo es epigénesis y contingencia. A su vez, este prejuicio tiene como origen la superstición “fijista” y sustancialista del sistema de referencia: al igual que el sustancialismo se representa un sustrato neutro e incalificado, antes de toda manera de ser circunstancial, así el transformismo especioso se representa la evolución como si se destacara sobre un fondo de inmutabilidad: un tipo inmutable, que cambiara solamente de pelaje, de plumaje o de disfraz, es decir, que modificara sus modalidades por “metamorfosis”, ejecutaría algunas pequeñas variaciones peliculares sobre el tema de la especie. Modificación, transformación, transfiguración no son para este mutacionismo sino un paseo de forma en forma, o un pasaje de figura en figura. Y, en cuanto a la alteración, se le define por relación al Mismo: el tiempo es, pues, el carácter secundario de un ser que primero es, y luego deviene u opera, pues el Ser preexiste respecto del Acto. El evolucionismo, que reconstituye la evolución con fragmentos de lo evolucionado, trata el cambio como un arreglo superficial de elementos antiguos, es decir, como una perífrasis de la inmutabilidad: en pocas palabras, es el arte de hacer con lo viejo lo nuevo... se toma a los mismos y se comienza de nuevo. Ahora bien, el hombre no es solamente “temporal”, en el sentido de que la temporalidad sería el adjetivo calificativo de su sustancia: es el hombre mismo el que es el tiempo mismo, nada más que el tiempo, que es la ipseidad del tiempo. A los cambios aparentes, Bergson opone la idea metempírica de una “transubstanciación”, de un devenir central que transporta a todo el ser a otro ser y contradice el principio de identidad. A los metabolismos partitivos, la Évolution créatrice opondrá el prodigio de la mutación radical; al pseudo-historicismo evolucionista, el cambio revolucionario; al prejuicio estático de una temporalidad pelicular, la segunda conferencia de Oxford sobre la Perception du changement opone la idea paradójica y casi violenta de un “devenir óntico”: idea contradictoria, que nos impone la inversión de todos nuestros hábitos y la reformación de nuestra lógica y una profunda reforma interior. La inversión de las relaciones entre el tiempo y la eternidad ¿no supone ya una “conversión”? El cambio sin sujeto-que-cambia, de que nos habla este relativismo radical, es semejante a las cualidades sin sustrato del impresionismo percepcionista. El tiempo es consubstancial a todo el espesor del ser o, mejor dicho, es la única esencia de un ser cuya esencia toda es cambiar. Es pues el ser por entero, hasta su raíz y hasta su ipseidad, el que se ve arrastrado en el movimiento del devenir. En otras palabras: el ser no tiene otra manera de ser que el devenir, es decir, precisamente, de ser no siendo de ser un ya-no o un todavía-no. La libertad, como el tiempo, es la sustancia misma del ser humano. Para el indeterminismo dogmático, la libertad designa un carácter parcial de este ser, que es, por ejemplo, la ciudadela inconquistable en la que se atrinchera una voluntad a la defensiva: la libertad no es una excepción negativa en la trama del determinismo, es una positividad creadora; no modifica el arreglo de las partes, sino que libera a la materia por una decisión revolucionaria. El hombre es todo libertad, como es todo “deviniente”; es una libertad bípeda, que va, que viene, que habla y que respira. Esto es lo que nos queda por demostrar.
El acto libre
En ninguna parte el ídolo de la explicación127 ha hecho surgir más aporías insolubles que en las cuestiones relativas a la libertad. Pues en ninguna parte, sin duda, la preocupación por explicar revela mejor su verdadera naturaleza y su alcance retrospectivo. La explicación nunca es, precisamente, contemporánea de las cosas por explicar: pone en lugar de la historia empírica de los acontecimientos la historia inteligible de los fenómenos y debe esperar a que aquella sea completamente contada antes de reconstituir esta última; lo que opone el relato a la explicación es que, en un relato, el biógrafo o el narrador son siempre, por convención, contemporáneos de la crónica novelesca que se desenvuelve, mientras que en una “explicación” el moralista o el historiador son ficticiamente posteriores a la crónica desenvuelta. Por tanto, la explicación no es sólo la abolición del tiempo, como Emile Meyerson se ha consagrado a demostrar. El acto mismo de explicar supone abolido el tiempo, desenvuelta la crónica. ¿Qué es esto sino el libre arbitrio deformado por la óptica de la retrospectividad? ¿Y qué es esto sino la libertad durante la acción libre?
1. El espiritualismo tradicional nos ha legado del acto voluntario una fórmula por completo libresca, cuya crítica ha sido hecha repetidas veces, y especialmente por Ch. Blondel:128 así, sin duda, se le ve en los libros. Quizá el examen de una caricatura de volición arrojará una luz indirecta sobre la libertad del querer auténtico. Los manuales, como es sabido, distinguen en la volición cuatro momentos sucesivos que llaman concepción, deliberación, decisión y ejecución. ¿Es preciso mostrar cuán absurdo y arbitrario es semejante tabicación introducida entre operaciones que, de antemano, se suponen incomunicables y sustancialmente distintas? Sobre todo, en la raíz de esta volición-modelo reconocemos el prejuicio venal que todo el bergsonismo combate: el espíritu espera a que el acto libre haya desenvuelto todos sus episodios mentales, en vez de captar en vivo la inmanencia concreta. De tal modo nos damos un esqueleto de voluntad que corresponde quizá al homunculus ideal de la psicología wolfiana, pero no al individuo real, que quiere y obra. En efecto,129 el sustancialismo vulgar quiere a toda costa que la deliberación preceda y prepare a la resolución, como la resolución precede, por ejemplo, a la ejecución; y esto porque “lógicamente” se debe vacilar antes de decidirse, porque el acto debe ser posible antes de ser real, porque la volición debe asemejarse a una fabricación en el transcurso de la cual el acto se construye a pedazos, al pasar gradualmente de la existencia virtual o deliberada a la existencia actual o resuelta. Pero una experiencia verdaderamente contemporánea de la acción demuestra, por el contrario, que se delibera después de haber resuelto y no antes de resolver. Esto parece absurdo, pero la mismísima inutilidad de una deliberación tan “póstuma” da testimonio del desinterés de la inteligencia especulativa que, para satisfacer sus gustos de mecánica, logicizaría de buen grado toda nuestra vida: se diría que a fuerza de buscar por doquier el orden de fabricación, el orden de técnica, el orden “útil”, su inercia constitucional la ha llevado a reconstituirlo inclusive cuando es demasiado tarde. En efecto, ocurre como si el momento de las vacilaciones no fuese, en cierta manera, sino una comedia inconsciente que nos haríamos a nosotros mismos para estar a bien con la inteligencia y para legitimar retrospectivamente una decisión que, en el fondo, se había detenido mucho antes en nuestro espíritu. La decisión es, de tal manera, preformada las más de las veces en la deliberación, a la que gobierna desde dentro, en vez de proceder después de un veredicto abstracto y, de hecho, un examen severo de conciencia nos muestra que la voluntad originariamente ha decidido, sin responder porque a los por qué: los motivos ideológicos son inventados para las necesidades de la causa, y confundimos a nuestra conducta real con un escenario ideal que reglamos después de la acción; en cierta manera, nos complacemos en imaginar la manera en que las cosas debieron ocurrir para ser “razonables”: pues el vicio de estos ordenamientos retrospectivos es precisamente que no tienen sentido más que en el futuro anterior130 y nunca conforme al verdadero futuro. El futuro en sentido riguroso es aquello de lo que no podemos prejuzgar nada, puesto que es absolutamente “después”. Ahora bien, lo propio del futuro anterior es ser el porvenir tornado psicológicamente pasado, rebasado ficticiamente por la imaginación, anticipado y, por consiguiente, negado como futuro. La explicación se adelanta, de tal modo, a la acción por explicar y le dicta, en cierta manera, la lección. No se trata de ser veraz, verdadero, sino simplemente de estar en regla131 ante la gramática de la vida y de disfrazar la lógica negra, la vergonzosa lógica de nuestros actos con las nobles razones de una lógica oficial, reglada por el intelecto-piloto.
Es la ilusión de retroactividad la que rige esta inversión de la cronología real: la etiología, tal como debería ser, tal como se cree que es, sustituye a la etiología tal cual es; una causalidad no menos gloriosa que convencional, la causalidad por la idea rectora, la causalidad por la razón hegemónica y por el espíritu inmaculado, restablece en nosotros el orden del niño modelo. La decisión inmotivada, decidida pasionalmente, es decir, sin razón, ¿era la madre de las justificaciones póstumas? Las justificaciones se las han hecho pagar: estas progenituras tardías, operando a reculadas, pretenden ser ahora la causa razonable de la decisión, de la conversión o de la preferencia. El cálido orden de la espontaneidad cede ante el orden recalentado del artificio. Nuestra vida entera, abrumada de reconstituciones parásitas, desaparece bajo este amontonamiento de lógica; la significación profunda y central de la libertad se nos vuelve impenetrable, terminamos por vivir una segunda vida, una vida retrospectiva, rezagada perpetuamente respecto de la vida realmente vivida; la vida que deberíamos haber vivido para servir de modelo a los demás, o simplemente para poder referir nuestras acciones a un determinado tipo convencional que no figura más que en los libros. Quien siente necesidad de abandonar un partido, señala Nietzsche,132 se cree obligado primero a refutarlo. La ilusión social y moral a la que Max Scheller ha consagrado en sus ldole der Selbsterkenntnis un análisis tan penetrante,133 no es sino un caso particular de esta falsa perspectiva. Porque no se trata solamente de asignar a nuestras acciones, después de ejecutadas, motivos honorables para embellecerlas a los ojos de la opinión pública, sino que se trata de una primitivísima necesidad de lógica: lo que hay de único, de personal, de verdaderamente irracional e inconfesable en nuestras opciones nos trastorna y nos espanta; preferimos pedir a las clasificaciones tranquilizadoras de los manuales y a las rúbricas de la moral común esas satisfacciones escolares que nos ahorrarán el trabajo de instalarnos en el centro mismo de nuestra voluntad. Y no es que no sospechemos lo que sería esta voluntad libre si aceptáramos verdaderamente ser contemporáneos, pues a veces lo sabemos de sobra; pero la fuente central de nuestras acciones nos da un poco de miedo y, por lo demás, ¡es tan descansado apoyarse en la muleta de las fórmulas! Después de ejecutado el acto, encuentra uno el tiempo y el con qué justificarse ante la lógica, y se apresura uno a escamotear la verdad sinceramente entrevista bajo el frágil amontonamiento de las “buenas razones”. Luego olvida uno esta causa verdadera y la justificación retrospectiva adquiere definitivamente el privilegio de haber engendrado el acto decisivo. Todos nos parecemos, más o menos, a ese mal litigante que llegaba siempre tarde, unas veces porque había dormido más de la cuenta, otras porque había perdido el tren y otras más porque había olvidado su reloj, y el cual, en definitiva, llegaba siempre tarde porque la causa del retardo estaba en él, en su estilo de existencia y en su constitución espiritual;134 la pluralidad de sus pretextos no hacía sino dibujar los contornos del destino central que engendraba, con los retardos, las malas razones invocadas para expulsar los retardos. Las filosofías intuicionistas y emocionalistas, que por lo general prestan más atención que las demás a la fuente central de las acciones, han denunciado siempre más claramente el aspecto endomingado, artificial, anacrónico de las superestructuras justificativas. Pascal, al defender los derechos del corazón, atribuye al señor de Roannez el propósito siguiente: “Las razones me llegan después, pero en primer lugar, la cosa me agrada o me choca sin que sepa yo la razón; y, sin embargo, esto me choca por esa razón que yo no descubro, sino después”, y añade: “Pero creo no que aquello chocará por estas razones que se encuentran después, sino que se encuentran estas razones porque aquello choca”.135 Y Spinoza que, sin embargo, nada tiene de antiintelectualista pero que reconoce la prioridad del Conatus, invierte también el orden de la causalidad y declara nihil nos conari velle, appetere, neque cupere, quia id bonum esse judicamus; sed contra nos propterea aliquid bonum esse judicare, quia id conamur volumus, appetimus, atque cupimus.136 Quien tiene deseo de beber alcohol descubre siempre, en el instante preciso, una orden médica que se lo prescribe. Viene al caso recordar, a este respecto, con Leon Brunschvicg, la máxima de La Rochefoucauld: “El espíritu es siempre víctima del engaño del corazón…” o del instinto; tal es, en efecto, la fuerza irradiante de ese fuego central que Pascal llama aquí el corazón, que irradia no solamente en acciones, sino en justificaciones ideológicas destinadas a legalizar estas acciones. Por tanto, los sistemas justificativos representan en la superficie del espíritu una vegetación secundaria sin autonomía propia: pues es la esencia de la “justificación”, el parecer marchar con un movimiento espontáneo y alinear en el fondo pruebas totalmente subalternas. Ahí tenemos toda la oposición entre la imparcialidad del razonamiento y el servilismo de los argumentos. El pensamiento argumentador es un pensamiento prevenido; es siempre la ancilla de algo; está siempre interesado en alguna tesis; por eso preocupa sobre todo a los apologistas y a los maestros de retórica, que se cuidan más de la lógica militante que de la especulación verdadera. La fuente inspiradora de nuestros actos, el genio verdadero de nuestra libertad no están, pues, en la elección de las teorías profesadas y de los argumentos deliberados. Casi siempre estas teorías son, en sí, indiferentes, pues la tendencia central puede encontrar en otras partes con qué legalizarse; como Federico II, que se descubre títulos auténticos a la posesión de la Silesia que codicia. Quien, por razones inconfesables, decide ahogar a su perro, descubre, como por azar, que tiene rabia. ¿No es esto la definición misma de la mala fe?
Al criticar de esta manera el esquema tradicional del acto voluntario, parecemos proporcionar armas al determinismo. En efecto, los hombres han creído siempre discernir en el momento de la elección, es decir, de la deliberación discursiva, la firma de la libertad; ahora bien, la deliberación se nos aparece ahora como una legalización póstuma, como la inútil formalidad que procedemos a realizar supersticiosamente ante el hecho consumado, y que no influye en la generación verdadera de los actos. Un poco a la manera de los remordimientos de esos monarcas tímidos que, haciendo de la necesidad virtud, se afanan en legitimar el golpe de Estado, inevitable, de un ministro, para parecer que imponen la dictadura que en realidad tendrán que padecer. Por así decirlo, toda la productividad de la acción se ha refugiado, al principio, en la concepción de un resultado que inspira así a nuestros gestos, como a su justificación. Por tanto, la decisión ya no se construye con motivos y con móviles137 del mismo modo que, en la intelección, el sentido no se construye con signos elementales; motivos y móviles son “nudos” psicológicos en los que se entrecruzan varias direcciones de pensamiento, cuya orientación convergente asegura nuestra voluntad; por tanto, no son más simples que los conceptos del “atomismo” psicológico, y son inclusive mucho más complicados: puesto que ¿a qué llamamos “móvil” o “motivo” sino a un contenido mental, “sentimiento, idea”, considerado como pesante, es decir, en cuanto factor ponderable en una deliberación oscilante? Nietzsche denuncia la complicidad del mito del libre arbitrio y del aislamiento atomista de los “hechos” psíquicos; el sustancialismo del lenguaje favorece, de manera muy natural, esta complicidad.138 Pero si los motivos pueden obrar por su “peso” sobre la decisión, es porque se hallan cogidos en una red de relaciones espirituales y reflejan la tensión sutil que orienta ya a nuestra vacilación por una avenida bien trazada; cada motivo da testimonio, por sí solo, de mis preferencias íntimas, como cada palabra de una frase da testimonio del sentido integral, del que no transporta morfológicamente más que una parte, y tiende a reconstituir su contexto. Un acto cuyos motivos no contuvieran el yo integral sería, como observa con razón Bazaillas,139 una parodia de volición. Toda deliberación cobra para el sentido común la forma de una alternativa cuyas dos ramas corresponderían a dos series de motivos bien distintos. Pero la alternativa es, como los motivos, un efecto de retrospección: tal puede ser quizá el liberum arbitrium abstracto del que Kierkegaard dice que es un sinsentido para el pensamiento.140 Por tanto, la ilusión de haber podido obrar de otra manera, Aliter, como hubiese dicho Leibniz, es una fabricación póstuma. Se comprende fácilmente por qué la libertad ejemplar del sentido común debe encontrarse hasta el punto en que se bifurcan las dos soluciones posibles. Sin embargo, es raro que la vida acepte estos dilemas claros y brutales, que una conciencia se deje de esta manera desdoblar entre posibilidades contrarias; para la voluntad no hay tesis que no envuelva su antítesis. Pero, ante todo, es la elección misma la que, al fijar la decisión, crea junto con ella todo el procedimiento –alternativa y motivos– que se considera que la determina. Como dice Lequier, en el bello fragmento citado por Charles Renouvier, “es mi elección la que hace mi voluntad; me agrada que me agrade”. Platón, en el Eutifrón,141 hace preguntar a Sócrates si las cosas piadosas son piadosas porque agradan a los dioses, o si agradan a los dioses porque son piadosas. En el mismo sentido, podríamos preguntar si preferimos un acto porque lo elegimos o si lo elegimos por haberlo preferido. Habría que responder, a mi juicio, por paradójica que parezca la respuesta: si el acto es un acto libre, es preferible porque es elegido. Porque el fiat decide en su favor, será necesario que la razón se ponga a legalizarlo. Pero no debemos temer nada, porque siempre lo hace. Es un efecto de retrospección. Una vez corrida la aventura de la elección, se comenzará todo un trabajo tranquilizador de inversión, puesto que asentiremos a todo, aun al determinismo más desesperado antes que admitir la prioridad de un querer arbitrario, gratuito y absoluto, en el que la circularidad de una respuesta responde a la pregunta con la pregunta, en vez de responder mediante una explicación; el amante pretende amar a la amada porque es amable, y no porque ella es ella y porque él es él: porque esto sería tanto como confesar que ama sus razones, o que no tiene que rendir cuentas… El bergsonismo no es, en verdad, una filosofía de la indiferencia, quiero afirmar de inmediato. Sin embargo, he aquí lo que hay psicológicamente legítimo en la hipótesis teológica de un dios autocrático, indiferente e insondable, superior inclusive a las verdades eternas: nada precede a la voluntad pura, matriz de las existencias y de los valores mismos; como no hay, antes del “impulso vital”, un programa trascendente que el impulso vital realizaría,142 así la voluntad anticipante no es nunca rebasada por motivos cuyo impulso recogería; o más bien, si estos motivos existen, son la voluntad entera reducida a la escala de un estado de conciencia. Pero nada es más irritante, enloquecedor, vertiginoso que la prioridad irracional de un querer. Para comenzar la acción, exigimos un principio que no sea ya la acción, a su vez, sino que sea una cosa por completo realizada. Esa intuición excepcional,143 que es la única que coincidiría con el surgimiento de nuestros actos, se vuelve entonces inútil. Antes que penetrar en el laboratorio oscuro de la libertad, preferimos indagar cómo se fabrica poco a poco la decisión con los prudentes propósitos de la deliberación.
Si nos atenemos, a toda costa, al vocabulario clásico, diremos: la libertad no está en la deliberación; por tanto, debe hallarse en alguna parte en el curso de la decisión que es su fin real, su efecto aparente. Para ser fieles al pensamiento bergsoniano, hay que distinguir de alguna manera dos ópticas de la volición. Primero: contemplada a través de la deliberación, se manifiesta como determinada, puesto que la deliberación es, en general, realmente posterior a la decisión; y esto prueba que hay una manera de poner en relieve la finalidad voluntaria que da la razón al determinismo. Cierto es que el litigante precede formalmente a la tesis que debe demostrar; pero entonces habrá que decir que, en un sentido, los efectos pueden ser anteriores a sus causas; incansablemente,144 la dialéctica bergsoniana se ha puesto a mostrar que, en este caso, que es el de la teleología, se trata todavía, psicológicamente, de causalidad, pero de una causalidad vergonzosa que, para el ojo, ha cobrado la forma de la finalidad: esto es lo que demostrará en todo el primer capítulo de la Évolution créatrice. Pascal había observado ya esta inversión y cambiado el sentido del “porqué”. Bergson, por su parte, distingue implícitamente dos tipos de causalidad que llamaremos causación-empujón y causación-atracción; en el caso del empujón, es decir, en la eficiencia de la clase común, los efectos suceden a su causa, que los produce –en la acepción propia del término– al empujarlos hacia adelante; tal es el impulso de un choque, de una causa eficiente o eferente. Pero toda la dialéctica bergsoniana consiste precisamente en mostrar que, en el fondo, el caso es el mismo por lo que respecta a la causalidad “final”, en la cual los que preceden son los efectos: puesto que, si la causa atrae hacia sí a los efectos, es porque en la duración vivida preexiste respecto de ellos; su posterioridad es una ficción que se torna posible porque nos colocamos fuera de esta duración, ante el acto consumado. Por tanto, si nuestros actos libres tuviesen en la finalidad esquemas justificativos que nos reconstituyen, habrá que decir que nuestra acción es completamente previsible. Cuando el abogado abre la boca en la audiencia, sabemos que, pase lo que pase, sostendrá la inocencia del acusado; y cuando el predicador sube al púlpito sabemos que demostrará la existencia de Dios y la felicidad prometida a los caritativos. La libertad no está allí. Segundo: Contemplado a medida que va madurando por una meditación verdaderamente contemporánea de su crecimiento, el acto libre aparece como un acto inspirado; inspirado145 (diremos a falta de un término más preciso) por el genio de mi persona, por ese foco central del que surten las acciones libres, por ese fuero íntimo, finalmente, al que podríamos llamar, con una palabra de Eckhart, la chispita. ¿Volvemos, de tal manera, a la idea de la causalidad-producción y, de nuevo, al determinismo? Pero es aquí, sobre todo, donde importa distinguir entre adivinación y anticipación: la iniciativa inspiradora, como es todo invención e improvisación, no equivale a una “tesis” despóticamente anterior al devenir de la acción. Las “tesis”, más que inspirar, desalientan; nos dan una visión tan clarividente y previsora146 del futuro que todas las posibilidades de renovación se encuentran de antemano agotadas. Pero los presentimientos son inspiradores: la intuición que les debemos es del mismo género que ese “esquema dinámico”, eferente, centrífugo, de donde procede el movimiento intelectivo; esta “entrevisión” tan contraria a toda previsión es una suerte de intención o de estado intencional muy plástico, que contiene en estado naciente y virtual lo que la elección motivada actualizará de preferencia. La vida, por tanto, se nos aparece como intermediaria147 entre la trascendencia de las causas “impulsivas” y la trascendencia de las causas finales; se halla, por así decirlo, sobre el camino que va de las unas a las otras; no en lo hecho por completo, sino en lo que se va haciendo; y es esta transitividad, este “participio presente” lo que representa el misterio y la ipseidad misma de la libertad.
2. He aquí, pues, localizado el libre arbitrio. La idea del esquema dinámico aplicado al acto libre –es decir, en nuestro lenguaje, la “intencionalidad” de la acción– nos indica ya por qué camino el filósofo encontrará la libertad. La intención de decidirse es por entero “deseo de acción”, ὁρμή τις του πράτ-τειν, como decía Aristóteles de la voluntad. En ella, como en las anticipaciones del esfuerzo intelectivo, el acto futuro se halla ya por entero preformado, no morfológicamente, sino dinámicamente y, por así decirlo, funcionalmente. Por eso la reconstitución del acto, a partir de sus elementos, engendra tantas aporías insolubles; los elementos nunca son constitutivos de la acción, son expresivos; la experiencia nos revela los momentos de una historia, no los fragmentos de un sistema. En este sentido, pero solamente en este sentido, puede decirse del acto libre que es previsible. La predicción de un acto voluntario depende de un presentimiento análogo a aquellos que Bergson describía a propósito del “falso reconocimiento”:148 adivino que obraré de tal o cual manera y, sin embargo, no lo sé más que obrando; soy incapaz, entregado a mis vacilaciones, de anticipar su resultado; pero preveo que reconoceré este resultado como el único posible cuando me lance a la acción. No sé, pero adivino que voy a haber sabido. Me encuentro, en resumen, en la situación ambigua “de una persona que siente que conoce lo que sabe que ignora”. El sentimiento de la libertad no es otra cosa que este saber, más esta ignorancia.149 Sentimiento complicado y singular si los hay, pues lleva en sí la amenaza de una necesidad rigurosa. Esto es lo que expresa Renouvier cuando dice que la acción “automotiva” parece siempre determinada a posteriori y libre antes del hecho.150 La necesidad de los actos, como la finalidad de la evolución, siempre es retrospectiva. En el fondo, el determinismo de un Stuart Mill no dice más que esto: una vez tomada la decisión nos parece siempre la única posible y la única natural, porque hay siempre una manera de explicársela después del acto, reconstituyendo la deliberación que la ha preparado. Antes de obrar, estoy seguro de que mi elección me sorprenderá a mí mismo; y, sin embargo, bien sé que elegiré en función de lo que soy ahora; cuando coincido, cada vez más íntimamente, con mis deseos profundos, llego inclusive a leer la palabra del desenlace; pero, desgraciadamente, es sólo el desenlace el que me podría informar con toda seguridad. Por tanto, adquiero la certidumbre cuando ya es demasiado tarde, cuando el secreto del porvenir se ha convertido en la realidad del presente. Pero entonces el determinismo ya no es una predicción, sino una comprobación. Así pues, en todo momento, mi libertad se halla en peligro de muerte: no se activa más que negándose. “La facultad que teníamos de elegir no puede leerse en la elección que se ha hecho en virtud de ella.”151 El acto consumado se vuelve contra el acto por cumplir; y las complacientes reconstituciones afluyen de todas partes para demostrarnos nuestra servidumbre.
Así se explica, en particular, la ilusión de los eleatas.152 La dialéctica le prohíbe a Aquiles alcanzar a la tortuga; y, sin embargo, es un hecho que la alcanza, e inclusive que la rebasa. Los geómetras, dice Bergson en otra parte,153 explican la curva como la reunión de una infinitud de pequeñas líneas rectas, puesto que, en el límite, la curva se confunde en cada punto con su tangente; y, no obstante, es un hecho que las líneas curvas son bien curvas, y que el ojo más experimentado no lograría romper la continuidad de su flexión. Aquiles, que se burla de la dialéctica, no avanza, como ella, poniendo una junto a otra longitudes de espacio: corre y resuelve este vano problema. Tolstoi, al meditar sobre el desenvolvimiento histórico de la humanidad,154 se expresa de la siguiente manera: la continuidad del movimiento se nos ha vuelto ininteligible a causa de los movimientos intermitentes que distinguimos en su flujo; y nos pide que calculemos la diferencial de la historia, que “integremos” los libres arbitrios innumerables e infinitesimales que dan propulsión al devenir humano. La metafísica bergsoniana irá más allá del cálculo de las fluxiones y de la matemática infinitesimal, tal como esta última había rebasado la matemática de la finitud. El movimiento –el verdadero movimiento de las cosas que se mueven, el movimiento que nos sugiere la cinemática de Rodin– es una totalidad orgánica, y si se quiere a toda costa interpretarlo “άρὸ στοιχείων”, será necesario explicar su continuidad dinámica por una infinitud real y positiva de elementos. Ahora bien, la construcción dialéctica, que emplea un número finito de átomos conceptuales, no sería capaz de dar cuenta y razón de la verdadera movilidad, tal como no es capaz de restituir la suavidad y ligereza de las melodías, la sinuosa flexibilidad de las curvas y la gracia viva de las acciones libres.155 Por tanto, no se comprende verdaderamente el movimiento y la acción sino moviéndose y actuando, puesto que sólo el acto mismo, o la función de conocimiento que lo limita –es decir, la intuición–, está hecho a la medida de lo vital. En el fondo, es lo que expresaba Aristóteles con las siguientes palabras de su Física:156 “No hay nada absurdo en que, en un tiempo infinito, se recorran infinitos”. οὐδὲν γὰρ ἄτοπον εἰ ἐν ἀπεείρῳ χρόνῳ ἄπειρα διέρχεταί τις. Por otra parte, objeta a los eleáticos, esos instantes que obtenéis mediante una división infinita del tiempo no existen en el tiempo más que en potencia y no en acto. ¿No verá Bergson, como él dice, “detenciones virtuales?” Es un acto artificial y accidental de la representación el que nos permite actualizar estas detenciones posibles; pero, de hecho, el tiempo no está compuesto de instantes, tal como no lo está el continuo de indivisibles, o el movimiento de κινήματα.157 Mientras que los puntos seccionan a la línea en acto, los instantes sólo dividen el tiempo virtualmente;158 pero nada impide a un móvil recorrer puntos virtuales en número infinito, mientras no se realiza este infinito.
“No temáis, señor”, dice Leibniz,159 “a la tortuga que los pirrónicos hacían avanzar más rápidamente que Aquiles. Tenéis razón en decir que todas las magnitudes pueden dividirse hasta lo infinito. No hay nada tan pequeño que no se pueda concebir en él una infinitud de divisiones, que no terminaríamos nunca de hacer. Pero no veo qué inconveniente haya en esto, o qué necesidad exista de practicar tales divisiones. Un espacio divisible sin fin se recorre en un tiempo que es también divisible sin fin”.
Este mismo argumento lo utiliza Pascal al enfrentarse con la geometría de los indivisibles en una forma dialéctica,160 cuando trata de refutar la objeción de Méré a la divisibilidad hasta el infinito: ¿cómo se puede recorrer en un tiempo finito esa infinidad de infinitamente pequeños que constituyen la extensión? Pero, replica Pascal, el tiempo entero es el que es coextenso con el espacio entero, y el movimiento recorre una infinitud de puntos en una infinitud de instantes. El finitista Renouvier rechaza este argumento,161 so pretexto de que no se resuelve una dificultad duplicándola y de que, entonces, tendríamos dos infinitos por franquear en vez de uno solo. Ahora bien, los espacios de tiempo interminables del tedio lo logran: al devenir consumimos el intervalo, tocamos en el término de cada periodo. La coextensibilidad del tiempo infinito respecto del trayecto infinito demuestra que el Infinito es vulnerable al Infinito, que el movimiento puede tragarse al espacio y que la simplicidad del acto triunfa allí donde fracasa la dialéctica enumerativa. Y Pascal, a su vez, retoma un argumento162 que las doctrinas dinamistas han opuesto siempre al atomismo: o lo “indivisible” tiene ya la potencia de la extensión, y posee él mismo partes, o es verdaderamente inextenso y entonces es necesario que la extensión nazca de cero. Por lo demás, señala Proudhon,163 ¿acaso no negamos el movimiento mediante un movimiento del espíritu? Y quien condena lo móvil a la inmovilidad, ¿acaso no condena a la parálisis al progreso del pensamiento? Lento en pasar, pronto pasado: tal es el tiempo; tal es el movimiento. Aristóteles distinguía164 el infinito de división o la divisibilidad al infinito (κατὰ διαίρεσιν) y el infinito de magnitud (τοῖς ἐσχάτοις, ο κατά ποσον). Para efectuar el recorrido de un trayecto infinitamente grande se requiere en verdad un espacio de tiempo infinitamente grande. Pero una longitud divisible hasta lo infinito no es infinitamente larga y para recorrerla en su totalidad basta con una duración divisible hasta lo infinito, pero finita. Entendido de tal manera, el movimiento no es más imposible que el presente, ese milagro perpetuo, límite inconcebible del pasado y del futuro. Es lo mismo que decir, señala Mill, que la puesta de sol es imposible, porque si fuese posible debería tener lugar o bien mientras el sol está todavía sobre el horizonte o bien cuando está debajo. Pero esta puesta de sol no se halla en ninguna parte, puesto que se define precisamente como el paso del día a la noche. Asignar un lugar al cambio es suprimirlo. De esta manera se refuta el inmovilismo de los megáricos.
El estudio de las totalidades orgánicas nos ha mostrado que todo ser espiritual es necesariamente complejo; y lo que es verdad del movimiento o del acto libre lo será también de la extensión y de la intelección. No se fabrica el movimiento con puntos, justo como la extensión no se forma con recuerdos, ni el sentido con signos. De igual manera, el acto libre, por así decirlo, es perpetuamente total hasta en sus menores elementos; sobre esta tensión “irracional” sólo puede hacer presa un método que se asemeje a la vida e imite su aspecto. Retrospectivamente, la acción se agota en instantes y en motivos que multiplicamos indefinidamente para reconstituir su curva; y, correlativamente, nuestra dialéctica se agota en aproximaciones y en dosificaciones burdas. La crítica del infinito actual, que es el alfa y el omega del finitismo de un Renouvier, enuncia solamente la esterilidad de estas descomposiciones retrospectivas. La libertad militante y sana escapa a esta obsesión de un infinito actual realizado por la dialéctica. Es una prueba de salud en el querer y en la acción esta despreocupación que manifiesta una libertad invulnerable a la obsesión de los escrúpulos disolventes. La impotencia se apodera de aquellos que se dejan desmenuzar por las dudas interminables. Pero ¿cómo podría un espíritu verdaderamente contemporáneo de sí mismo, verdaderamente inmunizado contra los escrúpulos retrospectivos, cómo podría este espíritu perder su tiempo en el eterno lamentarse de las cosas cumplidas? ¿Cómo podría no realizar ese milagro de contraer en todo instante, en decisiones simples, la infinita riqueza de sus experiencias? Esta soltura y facilidad soberanas del espíritu no son sino la gracia. Nuestras artes se esfuerzan en imitarla,165 pero no pertenece naturalmente más que a la vida. La acción plena de gracia será ante todo, sin juego de palabras, la acción gratuita, aquella cuyo encanto y espontaneidad no altera ningún procedimiento retrospectivo.
La teoría bergsoniana de la libertad es, pues, como la rehabilitación del tiempo universal, como la refutación de los eleáticos y de Einstein, un homenaje al sentido común. El movimiento y la acción vuelven a ser para el filósofo lo que no han dejado nunca de ser para todo el mundo: el más claro y el más simple de los hechos. “No se sabe qué responder, pero se camina”, dijo Joseph de Maistre. Es aquí donde se descubre claramente la incomparable originalidad del método bergsoniano. El punto de vista del sentido común es el punto de vista del actor, mientras que el punto de vista de Zenón representa la perspectiva fantasmagórica del espectador que se niega a vivir la duración y a participar en la acción. Para el actor comprometido personalmente en el drama de la libertad, tiene un interés vital que los movimientos alcancen su fin, que los actos lleguen a conclusiones efectivas. Pero al actor no le cabe, precisamente, ninguna duda: los movimientos alcanzan su meta y las acciones se cumplen. La esencia del bergsonismo es afirmar que esta comprobación ingenua, tan ingenua que mal parece merecer el honor que le hace el filósofo, es la única que nos ofrece un punto de vista sobre lo absoluto. Mejor todavía: el actor no tiene “punto de vista”, puesto que es interior al drama, y puesto que percibe desde dentro todos los aspectos a la vez, puesto que personalmente actúa en todos los episodios, puesto que es el drama mismo, el drama entero con sus más sutiles detalles, sus más secretos resortes. Punto de vista significa limitación; y por eso el Dios de Leibniz no tiene punto de vista, sino solamente las mónadas. Los eleáticos nos proponen un punto de vista especulativo sobre el movimiento, es decir, una visión perspectiva y parcial que torna por completo irrisoria nuestra óptica; cambiamos la evidencia clara y total de la intuición por los espejismos de una dialéctica cegada por las luces de la escena y por el prestigio de la distancia.
De tal manera los actos libres, como los movimientos, son seres individuales que tienen su “signo local”, su originalidad propia. El matemático no uniforma los movimientos más que descuidando su esencia espiritual, tratando a la ligera su “movilidad”, la cual es siempre una tendencia particular, una alteración cualitativa y orientada.166 La única forma de conocimiento que hace presa en el acto libre y que alcanza la “haeccidad” será la intuición: pues pertenece a la naturaleza de la intuición el ser general y ajustarse, sin embargo, con precisión a los objetos individuales. El conocimiento de la vida debe ser una imitación de la vida. Mientras que la inteligencia es siempre desemejante de su objeto, no hay diferencia esencial entre el movimiento de la intuición y el de la libertad o el de la vida. Como lo mismo, dice Empédocles, no es cognoscible más que por lo mismo, así la vida no es aprehensible más que por la vida.167 La sentencia de Plotino, que tanto admiraba Goethe, cobra un sentido nuevo: el ojo debe ser solar para ver la luz.168 ¡Que tu ojo sea la cosa contemplada!, leemos en los Alimentos terrestres. ¡Que tu retina sea el azur mismo, que tu visión sea el fuego en persona! Es en este sentido como interpretaremos el realismo de la percepción pura. A su vez, la intuición no es la asimilación especulativa de un sensible o de un sentido; más bien es una coincidencia drástica y, para decirlo de una vez, una recreación. ¿Comprender no es rehacer? ¿El esfuerzo interpretativo no exige que el espíritu, en presencia de los problemas, se coloque de golpe en una atmósfera espiritual y descubra el sentido verdadero suponiéndolo? De manera que la intelección consiste siempre, en rigor, en suponer resuelto el problema; ahora bien, suponer resuelto el problema cuando se trata de movimiento, ¿no es moverse? Y de igual manera, sólo hay una forma conveniente de demostrar la libertad posible, y esta es querer y obrar. Esta solución activista, en la cual coinciden la paradoja y el buen sentido, implica pues, por lo menos, un acto arbitrario, una suerte de aventura inicial: es necesario “comenzar”, hay que arriesgarse. El razonamiento está siempre sujeto a la preexistencia de un algo dado; pero la acción se crea a sí misma por entero, puesto que no existe sino completa y total.169 La pedagogía de Montaigne lo había comprendido bien, puesto que prescribía ante todo el aprendizaje de la experiencia, del ejercicio y de la acción. Es hablando como se aprende a hablar, y es caminando como el niño aprende a caminar. La espontaneidad de nuestras iniciativas ilumina los problemas en torno de los cuales gira la dialéctica, puesto que nos propone una totalidad, en vez de reunir los miembros dispersos; la acción rompe el círculo en que nos encerraban las justificaciones. ¿La acción no es causa sui?
Esta concepción inmanentista de la libertad no le quita a la decisión su valor excepcional de comienzo. Bergson no tiene necesidad, para hacernos sentir la solemnidad del fiat, de exagerar, como Renouvier, la discontinuidad de las acciones libres. “¡Comenzar es una gran palabra!”, exclama Jules Lequier en el fragmento conmovedor que cita Renouvier.170 No se ve que esta gran palabra pierda su dignidad con el libre arbitrio bergsoniano. ¿Acaso el propio Renouvier no pone un gran cuidado en distinguir entre libertad y “fortuidad”?171 Con un lenguaje que podría ser de Bergson, si fuese menos torpe, protesta contra la aritmética abstracta de los motivos, contra la idea mitológica de un querer indiferente y quiméricamente absoluto. La voluntad no es un ὑποκείμενον pasivo, una tábula rasa que aguardaría a que le llegaran desde fuera motivos para determinarla.172 El postulado común al determinismo y al indeterminismo, añade profundamente Renouvier, es el de una indiferencia fundamental y esencial de la voluntad. No puede ser más bergsoniano... Berdiayeff rechaza también la idea de un arbitrio sustancial que elegiría en la isostenia de los motivos concurrentes o, mejor dicho, en el vacío de toda motivación. Esencialmente, el querer sería, según el indiferentismo, un capricho que decidiera en medio de la nada, una adiaforía carente de las diferencias que la determinarán. Accidentalmente, según el determinismo, el querer recibirá el impulso irresistible de determinados factores que vendrán a visitarlo desde fuera. Pero, tanto si se le considera pasiva, como si se le quiere activa, la voluntad será esencialmente distinta de estos factores. Pero, por el contrario, sabemos que todo motivo pertenece ya a lo querido. Sin embargo, ¿no se renuncia de esta manera a personificar o a “reificar” un querer trascendente a la persona misma? Mi voluntad no está en mí como una extraña o una visita; al igual que mi duración no designa algo realmente distinto de la conciencia misma. Por el contrario, entre mi voluntad y yo hay una familiaridad íntima, una larga camaradería. No es la charla íntima indiferente de una persona puramente queriente y de una persona puramente querida, sino una coincidencia de todos los instantes. Es verdad que entonces el acto de libertad deja de ser un decreto arbitrario, una catástrofe inaudita. “¿Estoy en libertad de ser libre?” Es sabido hasta qué punto Renouvier era sensible a estas innovaciones radicales, a estas crisis de la acción. “Es cosa extrañamente singular, y hecha como para espantar a una mirada profunda, el poder de producir un fenómeno instantáneo, nuevo, producirlo no sin precedentes; cierto es, sin raíz pero, a fin de cuentas, sin vínculo necesario con el orden eterno de las cosas…”173 Sin embargo, por preformada que esté en las tradiciones que la preparan, la acción libre no deja de ser en Bergson una acción sorprendente, un verdadero comienzo. Nuestras iniciativas tienen para nosotros mismos algo imprevisto, y el yo tiene todo lo que es necesario para trascender sus propios límites. La creación está por doquier, en nosotros y alrededor de nosotros; en todo momento, en la vida interior hay un Rubicón por pasar, un salto peligroso por dar. Es lo que reconocemos claramente en el absurdo de algunas decisiones repentinas que, estallando teatralmente, no parecen tanto seguir nuestras tendencias como precederlas y conducirlas. “Tener lugar”, es preciso repetirlo, no es una vana formalidad, ni en la vida del alma, ni en la naturaleza. Sólo el acontecimiento cuenta. Esto quiere decir que el desenlace de la acción no es, de ninguna manera, una ceremonia convencional, un gesto simbólico de cerrar. Lejos de ello. Lo que importa es la conclusión, es ella la que, exigiendo a toda costa que se le afirme, crea para su servicio las ceremonias de la justificación. Así pues, todo se hace para el desenlace. La lógica, la razón han de arreglárselas como puedan. Nadie se engaña con su puesta en escena, con sus bellas fórmulas, con toda esta legalización ritual. Pues sólo el desenlace tiene un valor, sólo él merece que le subordinemos todo. Sólo él es efectivo. ¿Y cómo una filosofía tan preocupada, como el bergsonismo, por las realidades efectivas no habría de poner, por encima de todo, a estas decisiones creadoras de una libertad militante y conquistadora?
Dicho esto, Bergson admite las innovaciones, pero no la creación radical. Veremos por qué este continuacionismo de la plenitud no podía admitir un comienzo absoluto: ¡en el espíritu de Bergson una continuación creadora no es más contradictoria que una evolución creadora! También la libertad no es una opción vertiginosa en el vacío de toda preferencia y de toda preexistencia, ni siquiera un poder de encorvar o suspender arbitrariamente el curso de las representaciones; la libertad no es un clinamen sorprendente, una fortuita declinación del devenir, sino más bien un extremo concentrado de duración. De esto se sigue que Bergson, en oposición a Renouvier174 y a Lequier, se guarda de afirmar la trascendencia del querer: el hombre está hundido en la libertad tal como está, de pies a cabeza, inmerso en el devenir; in ea vivimus et movemur et sumus: la libertad es su medio vital. La libertad bergsoniana, al igual que la memoria bergsoniana, es indefectible: tal como el alma recuerda siempre, así la conciencia está libre de una libertad continua, y aparte inclusive de los conflictos de los deberes o de las grandes opciones morales; pues es la duración misma la que es esta opción continuada. ¿No es el problema el ser sí-mismo totalmente y a fondo, más que el transar o tomar partido? “¡Llega a ser lo que eres, sea quien fueres!” El hombre es naturalmente libre aunque no lo quiera: así también el intimismo del Essai ignora las crisis excepcionales, intermitentes, discontinuas, que son el resultado de la obligación, y que expresan en un Renouvier la importancia del debate moral y de la razón práctica. Bergson compara tan a menudo la libre elección con la “eclosión” biológica o con la maduración orgánica de un fruto,175 que el fiat pierde en él un poco de su carácter crucial y revolucionario. Un higo, decía ya Epicteto, no se fabrica en una hora: es necesario tiempo: χρόνον δεῖ ... Εἶτα συκῆς κάρπος ἄφνω καὶ μιᾷ ὤρα οὐ τελειοῦται. Exhalación de un perfume, emanación,176 evolución natural, maduración, floración y fructificación; todo concurre aquí a hundir al instante repentino en la inmanencia y en la continuidad de un Legato. ¡Les deux sources de la morale et de la religion se representarán la iniciativa de una manera más tajante! Pero la libertad del Essai evoca no tanto el drama cristiano como la procesión neoplatónica. No tanto el ímpetu como la efusión.
Así pues, la libertad es una determinada tonalidad de la decisión o, como dice Renouvier,177 “ese carácter del arte humano… en el cual la conciencia pone estrechamente unidos al motivo y al motor identificados con ella”. La acción libre es, de todas las obras de que un hombre es autor, la que le pertenece más esencialmente; se reconoce en ella más que el artista en su obra, más que el padre con su hijo. Es una paternidad más profunda, una simpatía poderosa e íntima. La libertad se desprende del pasado total; expresa una suerte de necesidad superior, la determinación del yo por el yo; pues es lo mismo lo que aquí es, a la vez, causa y efecto, forma y materia. En las cosas de la vida uno se halla siempre remitido a la vida misma como a la instancia última de la que es imposible apelar: el espíritu supone al espíritu y la acción supone a la acción. La experiencia interior no nos deja salir de este círculo. Y, de tal manera, soy por entero justiciable de cada una de mis acciones. Como dice Schopenhauer,178 mi responsabilidad abarca en apariencia a lo que hago, y en realidad a lo que soy. Soy responsable de mi “esse”; tengo culpa de ser yo mismo. Estoy por entero en mi acto, y por entero, además, en los motivos que lo causan. El acto libre, que emana de la persona total, no es la obra de un alma dividida, sino del alma entera. Pues el hombre libre quiere y decide, ςὐν ὄλῃτῆ ψυχῇ, según las palabras de Platón, que Bergson recuerda en el Essai.179 Lo libre, es, en este sentido, lo total y lo profundo, y el ensayo sobre Le rire precisa con vigor: “Τodo lo serio de la vida proviene de nuestra libertad”.180 ¡Lo serio es, sin duda, eso! Pues si lo cómico, efecto de mecánica, es un incidente regional o parcial, lo serio es totalidad. Un acto es tanto más libre cuanto que es un testimonio más verídico y más expresivo de la persona, no de esa parte oratoria y mundana de la persona que destinamos a los intercambios sociales, sino de mi persona necesaria e íntima, de la que me siento responsable y que es verdaderamente “yo mismo”. Un acto libre es un acto significativo. En el acto determinado, por el contrario, se refugia aquello que en la persona hay de más periférico y de más insignificante, es un acto superficial y local. La libertad así concebida será, además –como Platón, los estoicos y Spinoza lo habían comprendido–, una necesidad orgánica que se opone, a la vez, a la indiferencia y al determinismo. Tal es la libertad del sabio. Entendida como exigencia, la libertad implica para nosotros el deber de ser, en toda la medida de lo posible, contemporáneos de nuestras propias acciones, de no desaparecer ni en el pasado de las causas eficientes ni en el futuro de las justificaciones retrospectivas. Se opone a la ficción. Tiene en contra de sí a la hipocresía de los quejumbrosos, al pathos de las abstracciones elocuentes. Y su nombre es entonces sinceridad.