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El horror que unió al Congo con la Amazonía:

el papel constitutivo del imperialismo en el derecho internacional descrito en la literatura

Enrique Prieto-Ríos*

Rafael Tamayo-Álvarez**

Laura Catalina Cárdenas Rodríguez***

Juan P. Pontón-Serra****

Introducción

El derecho internacional ha tenido un papel en la justificación del imperialismo y la promoción de los intereses del capital transnacional que ha sido tradicionalmente ignorado. De acuerdo con la literatura sobre la historia y evolución del derecho internacional, existen dos posiciones principales sobre cuál ha sido el papel histórico de dicho derecho. Por una parte, las concepciones de corte liberal que ven en el derecho internacional una institución de tipo cosmopolita y universal fundada en un conjunto de ideas y doctrinas que promueven valores, como el multilateralismo, la cooperación, el humanitarismo, el pacifismo y, más recientemente, la democracia, el Estado de derecho y el buen gobierno.

Por otra parte, se encuentran las concepciones críticas que ven en el derecho internacional un instrumento de tipo eurocéntrico, que ha facilitado empresas colonialistas cuya transición para ser una herramienta contrahegemónica ha sido lenta.1

Una de las mayores críticas a las concepciones que tienden a idealizar el papel del derecho internacional como herramienta para la consecución del progreso y el bienestar colectivo en el sistema internacional es el hecho de que oscurecen e invisibilizan el papel que este ha desempeñado, históricamente, como un instrumento para legitimar y mantener relaciones de poder al amparo de intereses específicos que sobrepasan lo estrictamente jurídico (Anghie, 2004).

En efecto, vista en perspectiva histórica, la relación entre el derecho internacional y el proyecto imperialista colonialista se ha dado en un plano de mutua correspondencia. Por una parte, el imperialismo desempeñó un papel fundacional en la construcción de la disciplina del derecho internacional moderno. Específicamente, el derecho internacional ha sido funcional para la justificación y legitimación de la conquista y el despojo característicos del proyecto colonial (Chimni, 2017). Por otra, este proyecto colonial, sustentado en el derecho internacional, permitió la explotación constante de recursos naturales en la periferia para el beneficio de las economías en los centros coloniales (Chang, 2005; Gunder, 2009).

En ese orden de ideas, en este capítulo, acudiremos a la literatura para ilustrar la mutua correspondencia que ha existido entre el imperialismo y el derecho internacional. Para tal fin, nos valdremos de dos novelas que retratan los horrores de la explotación colonial y la voracidad con la que el capital transnacional operó en ese contexto. Nuestro propósito es ubicar en estas dos novelas la función legitimadora del derecho internacional en relación con el proyecto colonial que facilitó la explotación de recursos naturales en la periferia usando estrategias macabras en contra de comunidades indígenas para buscar una mayor eficiencia empresarial. Las novelas son, por un lado, El sueño del celta, del escritor peruano Mario Vargas Llosa y, por otro, La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera.

El capítulo está estructurado de la siguiente manera. En la primera sección, se avanza el marco teórico que sirve de fundamento, acudiendo a aproximaciones críticas y trabajos de académicos que se enmarcan en la corriente conocida como aproximaciones desde el tercer mundo al derecho internacional (third world approaches to international law [TWAIL]), que buscan evidenciar esta relación intrínseca entre el derecho internacional y las relaciones coloniales y poscoloniales en una sociedad capitalista. En la segunda sección, se describe el argumento principal de cada una de las dos novelas materia de examen. En la tercera sección, se señala cómo está presente la relación entre imperialismo y derecho internacional en ambas novelas. El capítulo finaliza con algunas reflexiones que abren la puerta para que el lector explore en detalle las obras mencionadas desde la óptica del desarrollo del derecho internacional.

El papel del imperialismo en la construcción de las bases del derecho internacional moderno

Como lo han evidenciado las investigaciones adelantadas por académicos que se suscriben a la escuela de pensamiento conocida como TWAIL, el derecho internacional moderno se constituyó en disciplina a partir de la articulación de un discurso legal que sirvió para justificar ideológicamente el despojo y la violencia en medio de la expansión imperialista europea (Anghie, 2004). En particular, para justificar el encuentro colonial, entendido como la imposición racial, intelectual y cultural de Europa Occidental sobre culturas en África, Asia y América en la consolidación de las bases del capitalismo fundamentado en una acumulación masiva de capital (Chimni, 2017; Dussell, 1994; Guardiola-Rivera, 2017).

Concretamente, la competencia por el dominio de mercados internacionales entre naciones capitalistas europeas supuso que las relaciones de producción del capitalismo adquirieran una dimensión transnacional sobre la base de una división internacional del trabajo. El resultado de este proceso fue la consolidación de una estructura centro-periferia organizada por la lógica del imperialismo. En este contexto, el derecho internacional contribuyó con argumentos legales que legitimaron la circunstancia de relegar a las naciones no europeas a la periferia del orden económico internacional en formación.

En efecto, si bien se ha señalado que el derecho internacional tuvo un papel legitimador a partir del siglo XVI en la explotación de los pueblos indígenas americanos por los conquistadores europeos (Anghie, 2004, pp. 13-31), fue a partir del último cuarto del siglo XIX cuando se estableció firmemente la relación simbiótica entre aquel y el imperialismo (Chimni, 2017, p. 489). Al respecto, se ha dicho que la expansión imperialista propició que se afianzara la condición de universalidad característica del derecho internacional moderno (Anghie, 2004, p. 32), esto es, que este derecho se presente a sí mismo como un sistema de normas aplicable a todas las naciones con independencia de su posición geográfica. Correlativamente, aunque la necesidad de expansión de los mercados, inherente al sistema capitalista y a la lucha de intereses entre los Estados capitalistas por posicionarse en el mercado global, fueron factores que propiciaron la expansión imperialista; el derecho internacional facilitó dicha expansión y lo hizo, precisamente, a partir de una serie de doctrinas e instituciones legales creadas por el positivismo (pp. 65-100).

Fue de la mano del concepto de civilización que el positivismo logró dar respuesta a las preguntas sobre quién era soberano y quiénes hacían parte de la sociedad internacional. Es importante señalar que los Estados son los sujetos tradicionales del derecho internacional (Anghie, 2014). La dicotomía entre civilización y barbarie se convirtió en el factor que determinaba que una nación se ubicara dentro o fuera del ámbito del derecho internacional. Únicamente las naciones civilizadas eran reconocidas como sujetos de derechos en el plano internacional. Solo lo que estas naciones hicieran o dejaran de hacer revestía importancia al identificar las prácticas que regulaban las relaciones entre los miembros de la sociedad internacional en tanto comunidad jurídica (Chimni, 2018).

Los pueblos africanos y latinoamericanos fueron construidos por Occidente como comunidades a las que les faltaban elementos suficientes para ser considerados como seres humanos en uso de la totalidad de sus capacidades (Guardiola-Rivera, 2013, p. 78). A las naciones no civilizadas se les consideró como simples objetos del derecho internacional sin personalidad jurídica internacional y como tal con una limitación para interactuar como sujetos de derecho internacional (Anghie, 2004, pp. 82-100; Guardiola-Rivera, 2013, p. 78).

En este contexto, los internacionalistas europeos construyeron nociones excluyentes de soberanía y sociedad internacional sobre la base de la diferencia cultural entre Europa y el mundo no europeo (Anghie, 2004, pp. 56-65; Dussell, 1994, p. 19). En particular, se trataba de un sistema binario fundado en la oposición civilización y barbarie (Obregón, 2012). Por un lado, se encontraba la cultura europea que era concebida como sinónimo de civilización y, por otro, el mundo no europeo, caracterizado como bárbaro y sumido en el atraso. De este modo, para los positivistas, la soberanía era el atributivo exclusivo de las naciones civilizadas. Además, la civilización se convirtió en el parámetro para conferirle a una nación la condición de ser miembro de la sociedad internacional compuesta por naciones civilizadas.

En este sentido, la construcción del incivilizado como el “otro” en el contexto de relaciones entre sujetos y objetos del derecho internacional permitió la creación de divisiones raciales, económicas y sociales a partir de un proyecto colonial-imperialista que consolidó una estructura legal posterior de centros y periferias (Gordon, 2017, p. 59).

El proceso de construcción de la diferencia a través del derecho se dio en dos etapas (Anghie, 2004, p. 37). En la primera, se postulaba la existencia de una brecha entre el mundo europeo y el no europeo sobre la base de diferencias culturales. El resultado de este primer paso era posicionar a este último por fuera de los límites del funcionamiento del derecho. En la segunda, se formulaba una serie de técnicas de gobierno e intervenciones sobre el mundo no europeo para zanjar la brecha. Con esto se pretendía que las naciones bárbaras alcanzaran el estándar de civilización; es decir, el parámetro para que su historia, cultura y raza resultaran compatibles con las creencias y los valores que configuraban la visión eurocentrista del mundo. Ello implicaba determinar el grado de similitud entre las creencias y las instituciones de estas naciones con las del mundo europeo. En palabras de Koskenniemi (2001), “ser civilizados significaba ser iguales a la imagen que los europeos tenían de sí mismos” (p. 135).2

En este sistema binario fundado en la oposición entre civilización y barbarie, la dominación imperialista encontró una justificación revestida de consideraciones legales y de tipo moral: la misión de civilizar (Anghie, 2004, p. 81). Así, por ejemplo, llevar el comercio fue entendido como una acción encomiable que les permitiría a aquellas superar su condición de atraso.3 En particular, de acuerdo con Koskenniemi (2001, p. 130), se trató de un discurso legal excluyente e incluyente al mismo tiempo. Lo primero, porque la alteridad de los no europeos les privaba de poder invocar derechos soberanos ante la incursión europea en sus territorios; y lo segundo, porque, en la misión civilizadora emprendida por Europa, se desarrollaron doctrinas e instituciones legales, tales como el descubrimiento, la ocupación, la figura de los protectorados, los tratados de capitulación o el concepto de terra nullius, o tierra de nadie, que, bajo la concepción ortodoxa del derecho internacional, reflejada en la proposición del miembro del Institut de Droit International (IDI), Ferdinand von Martitz (1839-1922), designa aquel territorio “que no esté bajo la soberanía o protección de Estados que forman la comunidad legal internacional, habitado o no”, y que, por ende, son susceptibles de ocupación efectiva (citado por Koskenniemi, 2001, p. 134). Estas doctrinas e instituciones legales buscaban que las naciones bárbaras pudieran asimilar las instituciones y prácticas culturales de la metrópoli, al tiempo que cumplían un papel instrumental en el avance del imperialismo (Chimni, 2017, p. 493).

La soberanía estaba asociada con ideas europeas de orden social, organización política, desarrollo y progreso. El proyecto de reorganizar el mundo no europeo era la justificación por parte de los Estados europeos de infligir violencia a los pueblos nativos. De igual forma, la adquisición de soberanía por parte de Estados no europeos se hizo en concordancia con los intereses y la cosmovisión europea con una muy tenue conexión respecto de su propia identidad. Por ello, para el mundo no europeo, ingresar en la órbita del derecho internacional significó alienación y subordinación en vez de empoderamiento (Anghie, 2004, pp. 100-108).

En la siguiente sección, presentaremos los principales argumentos de El sueño del celta, del escritor peruano Mario Vargas Llosa y, por otro, La vorágine, del colombiano José Eustasio Rivera. Ambas novelas retratan los horrores de la explotación colonial y la voracidad con la que el capital transnacional operó en ese contexto.

El sueño del celta

La idea que subyace a la novela El sueño del celta es que, pese a estar separados uno de otro por una distancia de miles de kilómetros, el Estado Libre del Congo y la región del Putumayo en la Amazonía estuvieron unidos por un mismo cordón umbilical (Vargas Llosa, 2010, p. 158). Este vínculo no fue otro que la violencia que caracterizó a la empresa colonial europea de finales del siglo XIX. La novela se centra en las experiencias del cónsul británico Roger Casement como testigo directo de dicha violencia. Como figura histórica, Casement es conocido por haber sido precursor de la defensa de los derechos humanos; un humanista que alzó su voz en contra de los horrores del imperialismo (cf. Porter, 2001). De sus experiencias en el Congo Belga y en la Amazonía, salieron sendos informes elaborados para el Foreign Office del Gobierno británico en los que Casement denunció los vejámenes y sufrimientos a los que eran sometidos quienes habitaban en las zonas de explotación cauchera (cf. Casement, 1904, 1911).

Casement llegó por primera vez a África en 1883. En ese entonces, tenía lugar el llamado reparto de África, es decir, el despojo del continente a manos de las potencias europeas, proceso formalizado mediante la Conferencia de Berlín de 1884 (cf. Anghie, 2004, pp. 90-100; Koskenniemi, 2001, pp. 121-127). También eran tiempos en los que el caucho se estaba consolidando como materia prima indispensable para la producción industrial en Occidente, razón por la cual había una alta demanda de este recurso y una bonanza de su precio en los mercados internacionales (Gómez, 2014, p. 25). A su llegada a lo que pronto se conocería como el Estado Libre del Congo, Casement fungió como un agente del colonialismo. Específicamente, el Casement de ese entonces es descrito en la novela como un joven idealista plenamente convencido de las ventajas de la misión colonizadora europea. Esto queda registrado cuando Casement rememora haber llegado a África para contribuir a emancipar a los grupos locales del atraso, la enfermedad y la ignorancia mediante la apertura de rutas comerciales, la evangelización y la implantación de las instituciones sociales y políticas de Occidente (Vargas Llosa, 2010, p. 35).

Sin embargo, sus convicciones terminan transformándose en horror, vergüenza y arrepentimiento a medida que Casement comienza a ser testigo de la comisión de crímenes atroces que caracterizó el proyecto colonial. En particular, la novela narra el impacto que produjo en Casement ser consciente de las condiciones de opresión y los actos de tortura a los que eran sometidos los grupos locales por parte de las fuerzas armadas y policiales del Estado Libre del Congo, conocidas como Force Publique, propias de un verdadero Estado esclavista y permitidas por el rey Leopoldo II bajo la justificación de que la trata de esclavos solo podía ser suprimida mediante la fuerza del orden (Vargas Llosa, 2010, p. 51). Ante el creciente número de denuncias y acusaciones sobre las atrocidades de los grupos locales, la reacción del rey se caracterizó por el negacionismo de los hechos y la manipulación de la información, encaminados a crear una sensación de falsa legalidad de sus actuaciones (Bevernage, 2018, p. 209).

En este sentido, en un aparte de la novela, Casement entabla una conversación con un miembro de la Force Publique, a quien increpa por su manera de tratar a los grupos locales. Cuando el interlocutor le pregunta si realmente cree que los europeos llegaron a África para llevar la civilización, Casement le responde: “Ya no, lo creí por muchos años con la ingenuidad del muchacho idealista que fui” (Vargas Llosa, 2010, p. 101).

De acuerdo con la novela, un Casement arrepentido por su ceguera inicial frente a los horrores del colonialismo encuentra una oportunidad para redimirse de sus pecados de juventud como colaborador del colonialismo cuando, en su calidad de cónsul, es comisionado por la Cancillería inglesa para investigar los abusos de las autoridades belgas.4 Luego de viajar por el territorio del Estado Libre del Congo, Casement elabora un reporte para el Parlamento inglés en el que documenta y describe los crímenes atroces cometidos en contra de la población. Tras el revuelo que causó su informe sobre el Congo, Casement obtiene reconocimiento y prestigio, o como se dice en la novela, adquiere reputación como un “especialista en atrocidades” (Vargas Llosa, 2010, p. 154). Es precisamente por ello que, años más tarde, Casement es de nuevo designado por la Cancillería inglesa para investigar la situación humanitaria en otra zona de explotación del caucho, el Putumayo. Esta vez el foco de las pesquisas de Casement serían las actividades de la Casa Arana.

Los motivos del interés del Gobierno británico por investigar los abusos cometidos por la industria cauchera en la Amazonía obedecían a que en Inglaterra circulaba información sobre prácticas crueles cometidas en contra de la población indígena por parte de la Peruvian Amazon Company (PAC), que para ese entonces era una compañía que cotizaba en la bolsa de valores de Londres.

Además de establecer la posible responsabilidad de los directores ingleses de esta compañía, el interés del Gobierno británico residía en establecer la situación de algunos hombres de Barbados y, por ende, súbditos británicos, que habían sido contratados por la Casa Arana en calidad de capataces (Vargas Llosa, 2010, p. 149). Es necesario mencionar que la Casa Arana, fundada y dirigida por el peruano Julio César Arana, fue una empresa cauchera que operaba en el Putumayo y el Amazonas. La compañía fue acusada de cometer atrocidades contra las comunidades indígenas de esta zona para generar más ganancias a su operación comercial (Thomson, 1913). Esta empresa, que fue originalmente peruana, fue adquirida por accionistas ingleses, siendo incorporada bajo el nombre de Anglo-Peruvian Amazon Rubber Co (Uribe, 2013).

En las actividades caucheras de la Casa Arana, el sometimiento de los indios estaba justificado en la lógica de que su participación en esta actividad económica les permitía un encuentro con la civilización y, además, el acceso a bienes europeos a cambio del caucho recolectado. Al respecto, Julio César Arana señaló:

Yo entré en relaciones de negocios con las dichas colonias (del Putumayo) cambiando mercancías por caucho, comprando provisiones y haciendo avances, (hasta entonces) los indios (de estas riberas) habían resistido el establecimiento de la civilización en sus distritos… pero alrededor del año 1900 en adelante los indios se volvieron más civilizados, y un sistema de recolección del caucho por los indios (que intercambiaban) por mercaderías europeas surgió entre los indios y las colonias. (citado por Centro Nacional de Memoria Histórica [CNMH], 2014, p. 109)

Casement constató que en el Putumayo los indígenas estaban bajo un yugo empresarial, caracterizado por el maltrato atroz, para garantizar la explotación del caucho (Vargas Llosa, 2010, p. 173). En particular, durante su estancia en la Amazonía, fue testigo y pudo documentar el deplorable estado al que había sido reducida la población indígena mediante prácticas como la tortura y el tráfico de seres humanos.

Producto de sus investigaciones, Casement elaboró un informe para la Cancillería inglesa que retrataba la manera en que la explotación del caucho en la Amazonía por parte de una compañía inglesa era posible gracias a un modelo de explotación esclavista sustentado en la coerción y la violencia ejercidas en contra de la población indígena. Haber sido testigo de los estragos que el imperialismo europeo causó en África y América Latina hizo a Casement ser consciente de las condiciones de opresión en las que el Reino Unido mantenía sometida a su natal Irlanda. Irlanda fue invadida por los ingleses, cuyo poder se consolidó en el reinado de Enrique VIII. Desde este momento Irlanda sufrió la opresión por parte de la Corona inglesa hasta su independencia parcial en 1921 (Irlanda del Norte continúa siendo parte del Reino Unido).

Como le dice Casement a un interlocutor en un pasaje de la novela, la colonización en Europa era más refinada, pero no menos cruel (Vargas Llosa, 2010, p. 388). De este modo, la novela finaliza narrando la etapa en la vida de Casement en la que este se involucra con el independentismo irlandés, razón por la que a la postre sería acusado de traición y condenado a la pena de muerte.

La vorágine

El auge de la explotación del caucho a gran escala en Colombia ocurrió entre 1879 y 1945. El primer periodo fue entre 1879 y 1912 denominado la fiebre del caucho, mientras que el segundo tuvo lugar entre 1942 y 1945, paralelo a la Segunda Guerra Mundial. Durante la primera etapa, varias casas caucheras se asentaron en el Putumayo debido a las mejoras en el transporte, a la autorización para la explotación privada de bienes baldíos5 y a la consolidación de “pequeños centros y colonias” (Sierra, 2011).

En el ámbito literario, José Eustasio Rivera en La vorágine narra algunas de las atrocidades que ocurrieron durante esta época. Desde su publicación en 1924, las aproximaciones a La vorágine han valorado de manera diversa su carácter mítico y simbólico, su carácter documental autobiográfico y su carácter de denuncia social (Thomas, 1991, p. 97). Al respecto, se ha afirmado que, al hacer un recuento preciso con exactitud histórica de las condiciones inhumanas que provocó la fiebre del caucho en el territorio colombiano entre 1905 y 1920, la novela es también un valioso archivo histórico (Neale-Silva, 1939, p. 316).

La novela se desarrolla inicialmente en los llanos y después en la selva amazónica. El relato en los llanos se caracteriza por una “superabundancia de acción”, caracterizada por la sucesión vertiginosa de eventos (Neale-Silva, 1939, p. 319). Este sigue a Arturo Cova y a Alicia, una pareja que decide huir de Bogotá con rumbo hacia el Casanare luego de que ella no respetase un matrimonio arreglado por su familia con un viejo terrateniente. Acompañados de don Rafo, un antiguo compañero del padre de Cova, llegan a la fundación La Maporita, donde se encuentran con los demás personajes de la novela que también estarán presentes cuando el relato llegue a la selva: un matrimonio conformado por Griselda y Fidel Franco, propietarios de La Maporita, y Narciso Barrera.

Respecto de este último, si bien se menciona que Barrera está en los llanos en busca de personas para llevarlas a trabajar en las caucherías del Vichada, las menciones de la explotación cauchera en esta parte son escasas. Sin embargo, desde muy temprano, Rivera (1985) deja claro que esta hace parte del contexto histórico de la novela, al apuntar que las actividades en las fincas ganaderas estaban detenidas porque “ante el señuelo del próximo viaje a las caucherías ninguno pensaba en trabajar cuando estaba en vísperas de ser rico” (p. 26).

Cova y Fidel Franco penetran en la selva en búsqueda, respectivamente, de Alicia y Griselda, que se han ido con Barrera. Allí, el carácter de denuncia social de la novela adquiere preponderancia, principalmente a través de los relatos de cómo es la vida en las caucherías por parte de los personajes. Cova y sus acompañantes se van topando con distintos personajes en su camino hacia el Vichada. Por un lado, se encuentran con un viejo conocido de Franco, a quien acompañan varios indígenas. Son estos quienes les recomiendan a los viajeros no navegar por el río Inírida, puesto que río arriba se encuentran “caucherías y guarniciones. Trabajo duro, gente maluca, matan a los indios” (Rivera, 1985, p. 102). Los indígenas también les advierten que en el camino podrían encontrarse con prófugos de las caucherías que los tratarían hostilmente, así como con una fábrica administrada por un italiano, conocido como el Cayeno, cuyos caucheros “nos pondrían a trabajar por el resto de nuestra vida” (p. 102). Esto refleja el hecho histórico de que la población indígena, además de ser esclavizada para trabajar el caucho, fue sometida a amenazas, persecuciones, secuestros y asesinatos por los empleados de las compañías caucheras (CNMH, 2014, p. 125).

Por otro lado, Cova y sus acompañantes se topan con Clemente Silva, un pastuso quien les cuenta que lleva vagando dieciséis años en búsqueda de su hijo Luciano, quien, a su vez, se escapó de su hogar para ir tras las promesas de las caucherías, convirtiéndose él mismo en un cauchero. A partir del relato de Silva, Cova concluye que yendo hacia el Cayeno podría encontrar a Barrera y a Alicia, lo que finalmente ocurre. Luego de un forcejeo, Cova mata a Barrera, y junto con Franco, Griselda, Alicia y su hijo recién nacido, continúan andando por la selva, esperando a Clemente Silva. Es a este a quien Cova le confía la entrega de un manuscrito dirigido al cónsul de Manaos. El epílogo de la novela indica que Silva nunca pudo dar con Cova y sus compañeros, a quienes “los devoró la selva”.

El encuentro con Silva es el más significativo en cuanto a la denuncia de la novela. En su relato, se identifican varias situaciones características de la fiebre del caucho, como el sistema de endeude o la esclavitud a la que se sometía a los indígenas, lo cual permitió a las casas caucheras adquirir mano de obra a precios bajos:

El cuadrillero o cauchero aventajado le adelanta al siringuero “la comida, la ropa y la pólvora necesarias para la subsistencia en la selva”, junto con sus herramientas de trabajo, y las descuenta del valor de la compra. Fija arbitrariamente un precio elevado, que este no alcanza a cubrir, con lo cual el siringuero queda atado de por vida al sistema de endeude. Una relación afín ata entre sí a los demás actores de la cadena en cada eslabón: el cuadrillero al intermediario y, este, a la firma o casa. (Uribe, 2013, p. 37)

En su relato, Silva menciona cómo llegando al Putumayo se enteró de que su hijo Luciano viajaba con otros hombres “que buscaban las caucherías de Larrañaga, ese pastuso sin corazón, socio de Arana y otros peruanos que en la hoya amazónica han esclavizado más de treinta mil indios” (Rivera, 1985, p. 117). Se trata de personajes reales. Benjamín Larrañaga fundó una de las primeras compañías de explotación cauchera a finales del siglo XVIII, atrayendo a indios mediante el suministro de armas, baratijas y otros bienes de poco valor.

De igual forma, hacia el primer cuarto del siglo XIX, Juan Carlos Arana consolidó su monopolio empresarial usando principalmente medios violentos para generar mayores ganancias a su empresa (CNMH, 2014, p. 172). Como se mencionó, en 1907, la Casa Arana se transformó en la Anglo-Peruvian Amazon Rubber Co, también conocida como la Peruvian Amazon Company, constituida en Londres, cuyos principales socios eran “prestantes de la sociedad británica” (Thomson, 1913; Uribe, 2013, p. 40). Tan solo en 1920 la compañía británica sería disuelta, luego de que un juez británico ordenara su cese de actividades y se demostrara la carencia de títulos sobre las tierras explotadas en el Amazonas y el Putumayo (Uribe, 2013, p. 41). Solo entonces se reconoció por parte de una autoridad judicial de la responsabilidad y obligación de Arana de conocer las atrocidades que se llevaban a cabo en sus dominios (Vargas Llosa, 2020, p. 334).

En Mocoa, Silva explica haber perdido el rumbo de los viajeros, lo que lo impulsa a entrar a trabajar la goma, con la esperanza de encontrar a su hijo en alguna cuadrilla. Silva menciona a La Chorrera y El Encanto, dos agencias de la Casa Arana donde se reunía el caucho para ser transportado a Iquitos, en Perú (CNMH, 2014, p. 135).

En La Chorrera, el mismo Arana le pregunta a Silva si tiene dinero o caucho para comprar la cuenta suya y la de su hijo. Silva se ofrece con ese fin a recorrer como guía el Caquetá en búsqueda de más caucho y en su recorrido se entera de que su hijo está con un grupo de peones que se fugaron con importantes cantidades de caucho. Silva es acusado de estar involucrado en la fuga y, a su regreso a El Encanto, lo azotan veinte veces durante nueve días, le echan sal a sus heridas y lo arrastran sobre un hormiguero de hormigas venenosas (Rivera, 1985, p. 123). La aplicación del látigo y de sal en las heridas eran castigos frecuentes en las caucherías, así como “el aprisionamiento en cepos; el encadenamiento en lugares visibles; el semiahogamiento frente a los parientes de las víctimas: la violación de mujeres en presencia de sus cónyuges y de sus hijos; la mutilación de partes del cuerpo: dedos, manos, orejas, etc.; la exposición de víctimas desnudas, atadas y colgadas de las manos; el lanzamiento a las corrientes de caños y ríos […]; la incineración con kerosene de indígenas vivos y el fusilamiento” (CNMH, 2014, p. 140).

Muy significativo para Silva es el encuentro con un francés, el mosíú, quien se vuelve su confidente y promete pagar su cuenta y la de su hijo, y quien se dedica a documentar con fotografías la vida en las caucherías. Los crímenes que observa, considera él, “que avergüenzan a la especie humana […] deben ser conocidos en todo el mundo para que los gobiernos se apresuren a remediarlos” (Rivera, 1985, p. 125). La generosidad hacia Silva del francés, quien desaparece, le vale al pastuso un nuevo castigo en la agencia. También relata Silva la llegada de un visitador en respuesta a las denuncias recibidas en Europa sobre los crímenes cometidos en las caucherías; sin embargo, su visita resulta excesivamente corta y sin mayor repercusión. Un peón lo describe como un hombre “sin malicia ni observación […] como un toro ciego que solo embiste al que le haga ruido” (Rivera, 1985, p. 130).

El viaje de Silva lo lleva hasta Iquitos, donde busca al cónsul colombiano para conseguir su repatriación, denunciar el secuestro de su hijo y, en general, de los crímenes cometidos en el Putumayo. Cuando lo encuentra, Silva escucha con desazón al cónsul sugerirle referirse al “señor” Arana, quien “es hombre muy bueno y le ayudará” (Rivera, 1985, p. 138). Ese episodio refleja de cerca la realidad. Arana, quien en Perú fue alcalde en la región de Loreto, presidente de la Cámara de Comercio y presidente de la Asamblea Departamental, tenía un gran poder e influencia que le valieron la complacencia y el respaldo de autoridades, jueces y administradores, favoreciendo la impunidad de los crímenes cometidos por su compañía (CNMH, 2014, p. 125). La descripción que hace Rivera de Arana como un hombre gordote, abotagado, pechudo y amarillento justamente contrasta con la visión peruana de Arana, cuyas conquistas se ven como una “noble cruzada civilizadora” (Neale-Silva, 1939, p. 322). En Iquitos, Silva se entera de la muerte de su hijo, lo que no impide que continúe la búsqueda, pero esta vez de sus restos. El peso del relato de Silva en la novela hace que, con razón, se afirme que, si bien Cova es su protagonista, Silva es su héroe (Ramos, 1967, p. 570).

Civilización y capital detrás de la empresa colonizadora

Las novelas de Vargas Llosa (2010) y Rivera (1985) dan cuenta de las dinámicas asimétricas que se han creado a partir de la construcción de un mito de la modernidad eurocéntrica, enmarcadas en una lógica de un sistema económico capitalista. Como lo advirtió Dussell (1994), “[l]a Modernidad se originó en las ciudades europeas medievales, libres, centros de enorme creatividad. Pero ‘nació’ cuando Europa pudo confrontarse con ‘el Otro’ y controlarlo, vencerlo, violentarlo” (p. 8). De esta forma, el mito de la modernidad se fundamenta en el excepcionalismo occidental que se refleja en la modernidad europea (ŽiŽek, 2011, p. 279).

Esta lógica, con raíces en el proceso colonialista, generó categorías maniqueas entre lo civilizado y lo barbárico, lo conocido y lo desconocido, lo extranjero y lo nacional, lo desarrollado y lo subdesarrollado. Estas categorías facilitaron la explotación de recursos naturales en la periferia para ser usados en metrópolis coloniales, acudiendo a un discurso aspiracional de movilidad en el desarrollo social (Fanon, 2004, p. 56).

Bajo esta lógica, propia del mito de la modernidad, los países occidentales se transforman en misioneros de la civilización (Dussel, 1994, p. 19). Esta misma lógica se ve reflejada en la estructura y en el funcionamiento del derecho internacional. Basta darle un vistazo al artículo 22 del Pacto de la Sociedad de Naciones (1919), que establece el sistema de mandato, referido a la misión civilizadora sobre antiguas colonias independientes y que distingue entre “naciones adelantadas” y aquellas habitadas “por pueblos incapaces de regirse por sí mismos”. A pesar de que este sistema buscara asegurar la protección de pueblos no europeos y de promocionar el autogobierno, esa distinción favoreció la materialización de dos modelos distintos de soberanía: aquella europea y aquella no europea (Anghie, 2001).

De igual forma, aún es posible encontrar vestigios explícitos de la distinción entre naciones civilizadas y naciones no civilizadas. Por ejemplo, el artículo 38 del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia menciona que esta debe aplicar “los principios generales del derecho reconocidos por las naciones civilizadas”. A pesar de que se considere que en la actualidad la expresión “naciones civilizadas” carece de un significado particular debido a que, hoy por hoy, todos los Estados son civilizados (Pellet, 2006, p. 769), esta es la manifestación de una discriminación que es un legado propio del colonialismo y de una época en la que solo un número limitado de potencias fijaban las normas de derecho internacional (“North Continental Sea Shelf (Federal Republic of Germany/Netherlands). Judgment of 20 February 1969. Separate Opinion of Judge Fouad Ammoun. International Court of Justice”).

La vorágine y El sueño del celta reflejan las tensiones de una lógica colonialista fundada en un sistema capitalista que demanda los recursos naturales de la periferia, articulada por estructuras políticas y legales, frente a las vidas y los derechos de pueblos indígenas y campesinos de estos países periféricos. Este proyecto colonial, sustentado en el derecho internacional, permitió la explotación constante de recursos naturales en la periferia para el beneficio de las economías en los centros coloniales (Chang, 2005; Gunder, 2009).

Desde la Revolución Industrial, los países europeos han buscado adquirir materias primas, presentes en la naturaleza, para el desarrollo de sus avances tecnológicos. Así, desde que el capitalismo moderno ha sido el modelo económico imperante en el mundo, con su surgimiento en el siglo XVII y auge en la Revolución Industrial, “la naturaleza ha estado subordinada a las necesidades del capital industrial” (Chimni, 2012, p. 22).

Los caucheros consideraban que las comunidades indígenas que permitieran la extracción del caucho eran civilizadas, mientras que los indígenas que se resistieran a esta actividad eran salvajes y, por ello, se sentían facultados para usar la violencia y así “entraran en razón” (Pineda, 1988). Sin embargo, el encuentro con la “civilización” para los indígenas del Putumayo y del Amazonas les costó no solo torturas, castigos y, en general, tratos crueles y degradantes, sino también, a largo plazo, su destierro y exterminio, “fenómeno que ocasionó la desaparición del conjunto de las redes de intercambio interétnico que habían surgido desde tiempos prehispánicos” (CNMH, 2014, p. 43). La entrada a la civilización de las tribus indígenas significó también su ruina y exterminio (p. 54).

Otra de las formas en que se realizó este encuentro con la “civilización” fue mediante la imposición de una cosmovisión europea traducida en estructuras como los sistemas legales y la religión católica, entre otras. Así, por ejemplo, las casas caucheras contaban con misioneros religiosos para evangelizar a los indígenas (Sierra, 2011). Este proceso evangelizador como parte de la misión civilizadora llevada a cabo por la empresa está presente en El sueño del celta, particularmente, en el pasaje en el que el explorador británico Henry Morton Stanley, a quien un joven Roger Casement interroga si la presencia europea en el Congo es para el bien de los africanos. A esta pregunta la respuesta es la siguiente:

Vendrán misioneros que los sacarán del paganismo y les enseñarán que un cristiano no debe comerse al prójimo. Médicos que los vacunarán contra las epidemias y los curarán mejor que sus hechiceros. Compañías que les darán trabajo. Escuelas donde aprenderán los idiomas civilizados. Donde les enseñarán a vestirse, a rezar al verdadero Dios, a hablar en cristiano y no en esos dialectos monos que hablan. Poco a poco remplazarán sus costumbres bárbaras por la de seres modernos e instruidos. (Vargas Llosa, 2010, p. 43)

La forma en que Arana o Stanley justifican sus actividades recuerda los argumentos usados por el ­positivismo jurídico en el derecho internacional que describió el proyecto colonial como un encuentro entre lo “civilizado” y lo “barbárico”. Los juristas positivistas, basados en la supremacía del Estado soberano para justificar la universalización del derecho internacional y la formulación de principios que debían aplicar de manera global, distinguían entre Estados civilizados y no civilizados, y el criterio de diferenciación entre uno y otro radicaba en establecer si el Estado podía catalogarse como miembro de una sociedad internacional civilizada o no (Anghie, 2004, p. 59).

El encuentro colonial representado con las compañías caucheras significó la introducción del concepto de capital y de las dinámicas propias del capitalismo en sus tierras, aunque las comunidades indígenas manejaban conceptos de trueque e intercambio. Sir Roger Casement, en su informe sobre el Putumayo, menciona que, antes de que se ejerciera violencia alguna, el primer encuentro entre caucheros e indios se facilitó mediante la entrega de mercancías (CNMH, 2014, p. 174). Las mercancías representaron el principal método de “pago” a los indígenas en la actividad cauchera en el Amazonas y el Putumayo (Uribe, 2013, p. 38). Lo mismo ocurrió en el Congo donde Casement, en El sueño del celta, relata cómo los británicos repartían a los caciques abalorios, baratijas, collares, pulseras o adornos de vidrios a cambio de que firmaran contratos en los que se comprometían a prestar mano de obra, sustento y alojamiento a los funcionarios británicos (Vargas Llosa, 2010, p. 40).

Casement subraya que, en el momento de la llegada de los caucheros al Putumayo, “la región era tierra de nadie, ubicada lejos de cualquier autoridad o de una influencia civilizadora, y figuraba en los mapas de Suramérica como un territorio en disputa de tres repúblicas distintas” (CNMH, 2014, p. 172). En el mismo sentido, los informes de 1922 y 1923 de misiones católicas señalan que, a pesar de la existencia de comisarías colombianas en el Caquetá y el Putumayo, la influencia de la autoridad en estas zonas no se había sentido (p. 236).

Entre las razones del abandono de la región por parte del poder central,6 se mencionan la distancia geográfica, la precariedad del transporte y el desprecio hacia la población local, en su mayoría indígena, considerada como “salvaje” (Uribe, 2013, p. 40). El Estado en esta época no permitía el reconocimiento de “los territorios de frontera como propiedades colectivas de los pueblos indígenas, [aun cuando estos eran], sus pobladores ancestrales” (Sierra, 2011).

Desde la perspectiva de los estudios críticos del derecho internacional y, en especial, desde la aproximación de autores categorizados en la escuela de pensamiento conocida como TWAIL, se busca evidenciar esta relación intrínseca entre el derecho internacional y las relaciones coloniales y poscoloniales en una sociedad capitalista, esa misma relación que se encuentra en las novelas de Rivera y Vargas Llosa. Esta aproximación de la escuela TWAIL y de las novelas brinda una narrativa alternativa sobre el encuentro entre comunidades indígenas y el afán capitalista occidental/occidentalizado. Como lo señala el profesor Chimni, uno de los académicos más reconocidos de la escuela de pensamiento TWAIL: “la respuesta dada por los críticos liberales, tanto del capitalismo como del derecho internacional moderno, es parcial e incompleta al no considerar el imperialismo” (Chimni, 2012, p. 26).

Conclusiones

José Eustasio Rivera en La vorágine y Mario Vargas Llosa en El sueño del celta muestran las atrocidades que vivieron comunidades indígenas del Amazonas por parte de los países europeos durante el auge de la explotación cauchera a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, y cómo estas barbaries fueron cometidas contra poblaciones colonizadas que han sido y continúan siendo subalternos con agencia limitada en un mercado capitalista globalizado y un derecho internacional liberal eurocéntrico.

En este contexto, el derecho internacional se ha encargado de legitimar prácticas imperialistas que ejercían los países europeos, según la distinción que realizaba el positivismo entre Estados civilizados y “no civilizados”. Los europeos, supuestamente, cumplían la función de civilizadores y conquistadores, y para llevarlo a cabo estaban legitimados para hacer uso de la violencia.

Koskenniemi (2001) resume la función que cumplió el derecho internacional en esta época: “La historia del derecho internacional y del imperio formal en 1870-1914 puede ser una historia de arrogancia, de ambición fuera de lugar y completa crueldad. Pero es inseparable de la historia más amplia de un internacionalismo liberal que se considera la conscience legal del mundo civilizado” (p. 176).

Referencias

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* Profesor asociado, Facultad de Jurisprudencia, Universidad del Rosario.

** Profesor principal, Facultad de Jurisprudencia, Universidad del Rosario.

*** Abogada junior, Pinzón Pinzón & Asociados.

**** Joven investigador, Facultad de Jurisprudencia, Universidad del Rosario.

1 Para un análisis de los estudios críticos del derecho internacional, cf. Anghie (2004), Chimni (2017) y Koskenniemi (2001).

2 Las traducciones son nuestras.

3 Por ejemplo, según Montesquieu (1987), el comercio “pule y suaviza las costumbres bárbaras, como observamos diariamente” (p. 474).

4 La tarea de Roger Casement era particularmente delicada si se considera que su labor investigativa implicaba que una potencia imperial rival, el Reino Unido, interrogara a otra sobre sus prácticas (Hasian, 2013, p. 227). Esa beneficencia entre potencias imperiales explica por qué, desde ciertos sectores oficiales británicos, hubo cierta incredulidad respecto del reporte de Casement y resistencia a creer la presencia de violencia sistemática en el Congo.

5 Se introdujo con el Decreto 645 de 1900.

6 En 2012, Juan Manuel Santos pidió perdón a las comunidades indígenas afectadas por la muerte de 80 000 aborígenes y por la poca importancia que prestó el Estado colombiano para salvaguardar las culturas indígenas (El Espectador, 2012).

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