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Capítulo 3

Para que Vivamos para Él

“El amor de Cristo nos obliga, porque estamos convencidos de que uno murió por todos, y por consiguiente todos murieron. Y Él murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió por ellos y fue resucitado.”

2 Corintios 5:14-15

A pesar de la bondad, el altruismo, y la filantropía demostrada por muchos no cristianos, quien está sin Cristo es básicamente egoísta en todo lo que hace, como lo es quien conoce a Cristo, pero no vive para Él. “En otro tiempo también nosotros éramos necios y desobedientes. Estábamos descarriados y éramos esclavos de todo género de pasiones y placeres. Vivíamos en la malicia y en la envidia. Éramos detestables y nos odiábamos unos a otros” (Tito 3:3). Incluso nuestros actos vistos “tan bondadosos” hacia otros, se tiñen de egoísmo y auto gratificación, así que nada de lo que hemos hecho puede igualar el alto estándar de rectitud de Dios. Admitámoslo o no, nuestro deseo fue complacernos a nosotros mismos, no glorificar al Señor.

La razón, naturalmente, es que fuimos vencidos por el mundo, la carne y el diablo (Efesios 2:1-3). Vivimos “según los criterios del tiempo presente,” en ese sistema invisible alrededor nuestro que odia a Cristo y que quiere llevarnos a toda costa a la conformidad con sus artimañas (Romanos 12:2 DHH). Fuimos sutilmente energizados por “el príncipe del poder del aire.” Fuimos desobedientes a Dios e incluso pensábamos que éramos libres de hacer lo que quisiéramos. Nuestro deseo era gratificar “la lujuria de nuestra carne,” olvidando que el pecado tiene consecuencias terribles.

I

Un Nuevo Señor

¡Pero ahora tenemos un nuevo amo! No vivimos tanto para nosotros mismos sino para el Salvador que se entregó a sí mismo por nosotros en la cruz. Al acercarnos a la cruz y confiar en Jesucristo, hemos sido puestos en libertad y redimidos de la esclavitud de la vieja vida. Cuando Jesús murió en la cruz, derrotó a cualquier demonio que controlaba nuestra vida: el mundo, la carne y el diablo.

Empecemos con “el mundo,” ese sistema de cosas dirigido por Satanás que se opone a Dios y a su pueblo. “En cuanto a mí, jamás se me ocurra jactarme de otra cosa sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo” (Gálatas 6:14). En su gran victoria en el Calvario, Jesús derrotó al mundo para que el mundo ya no nos dominara más. Si, como Demas (2 Timoteo 4:10), nosotros amamos el mundo presente, poco a poco volveremos a la esclavitud; pero si somos cuidadosos en obedecer 1 Juan 2:15-17, experimentaremos la victoria.

En la cruz, Jesús también derrotó a la carne. “Los que son de Cristo Jesús han crucificado la naturaleza pecaminosa, con sus pasiones y deseos” (Gálatas 5:24). ¿Cómo aplicamos esta victoria a nuestras propias vidas? El siguiente versículo nos lo dice: “Si el Espíritu nos da vida, andemos guiados por el Espíritu” (Gálatas 5:25). Sólo a través del Espíritu Santo podemos identificarnos personalmente con la victoria de Cristo en la cruz y apropiarnos de ella como si fuera nuestra.

Finalmente, en la cruz, Jesús derrotó al diablo. “El juicio de este mundo ha llegado ya, y el príncipe de este mundo va a ser expulsado. Pero yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo” (Juan 12:31-32). “Desarmó a los poderes y a las potestades, y por medio de Cristo los humilló en público al exhibirlos en su desfile triunfal” (Colosenses 2:15). La batalla que Jesús peleó en la cruz contra los poderes del infierno no fue una escaramuza sin importancia; fue un ataque contundente que terminó en la completa victoria del Salvador.

Desde que Jesucristo es muestro nuevo Señor, “nos empeñamos en agradarle” (2 Corintios 5:9). Sabemos que algún día daremos cuenta de nuestro servicio cuando estemos en la silla del juicio de Cristo, y queremos que esa cuenta lo glorifique (2 Corintios 5:10-11) y poder decir lo que Jesús le dijo a su Padre: “Yo te he glorificado en la tierra, y he llevado a cabo la obra que me encomendaste” (Juan 17:4).

II

Un Nuevo Motivo

Pero no sólo tenemos un nuevo Señor, sino que también tenemos un nuevo motivo: “El amor de Cristo nos obliga” (2 Corintios 5:14).

Fue el amor lo que motivó al Padre a dar su Hijo para ser el Salvador del mundo (Juan 3:16; Romanos 5:8; 1 Juan 4:9-10), y fue el amor lo que motivó al Hijo a entregar su vida por los pecados del mundo (Juan 15:13). Pablo exclamó: “[Él] me amó y dio su vida por mí” (Gálatas 2:20). No nos asombra que Juan haya escrito: “¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios!” (1 Juan 3:1).

Sin embargo, tenga presente que Dios no sólo amó al mundo perdido, sino que también amó a su Hijo. La primera vez que usted lee la palabra “amor” en el Nuevo Testamento, es cuando el Padre declara desde el cielo: “Éste es mi Hijo amado” (Mateo 3:17). De hecho, la primera vez que se lee la palabra “amor” en la Biblia, es cuando Dios habla del amor de Abraham por su único hijo y luego le pide sacrificarlo en el altar (Gen. 22). “El Padre ama al Hijo” (Juan 3:35; 5:20), y aun así, el Padre estaba dispuesto a dar a su Hijo amado como sacrificio por nuestros pecados en la cruz.

“¡Sorprendente amor! ¿Cómo puede ser?

¡Que Tú, mi Dios murieras por mí!”

Charles Wesley

Pero el amor que motiva nuestras vidas no es algo que surja de nosotros por nuestra propia fuerza. Más bien, es el regalo que Dios nos da a través de su Espíritu: “Dios ha derramado su amor en nuestro corazón por el Espíritu Santo que nos ha dado” (Romanos 5:5). Mientras nosotros “llevemos el paso del Espíritu Santo,” Él produce el fruto del Espíritu en nuestras vidas, y el primer fruto mencionado en esa lista es el “amor” (Gálatas 5:22). Esto incluye el amor a Dios, el amor al pueblo de Dios, el amor a un mundo perdido, e incluso el amor por nuestros enemigos.

Nunca debemos subestimar el poder del amor de Dios en la vida de un creyente consagrado. Es el secreto para llevar cargas, pelear batallas y superar obstáculos para llevar a cabo la labor que Dios nos ha encomendado. Ninguna cantidad de dinero o de cualquier otra recompensa terrenal, tentaría a los sirvientes de Dios para hacer lo que el amor los obliga a hacer. “Si Jesucristo es Dios y murió por mí,” dijo el misionero C. T. Studd mientras se dirigía a África, aunque estaba enfermo y se le había advertido que no fuera, “entonces ningún sacrificio puede ser demasiado grande para mí si lo hago para Él.”

III

Una Nueva Dimensión

Debido a la cruz de Cristo, nosotros vivimos en una nueva dimensión. No miramos a otras personas de la manera en que lo hacíamos cuando estábamos perdidos, pues “de ahora en adelante no consideramos a nadie según criterios meramente humanos” (2 Corintios 5:16).

¿Cómo ve usted a un mundo perdido? ¿Qué ve en su corazón cuando observa el comportamiento de los no cristianos? ¿Le irritan, los rechaza, lo enfadan? Cuando Jesús mira a los perdidos, Él los ve como ovejas atormentadas y desvalidas, vagando desesperadamente sin un pastor. Él fue movido por la compasión ante lo que veía (Mateo 9:36). Pero Él también ve una cosecha que podría perderse si nadie trae las hoces (Mateo 9:37-38; Juan 4:35-38). Él ve a los pecadores como pacientes enfermos, que necesitaban un remedio para el pecado que sólo el Gran Médico podía darles (Mateo 9:9-13).

Llenos de orgullo y desprecio, los fariseos condenaron a los pecadores y criticaron a Jesús por prestarles atención (Lucas 15:1-2), pero Él, lleno de compasión, acogió a los perdidos e incluso murió por ellos en la cruz. Si nuestra fe en Jesucristo nos aísla de aquellos que lo necesitan, hay algo mal con nuestra fe y con nuestro amor.

Vivimos en una nueva dimensión. Valoramos a las personas, no por lo que tienen o pueden hacer por nosotros, sino por lo que pueden ser cuando creen en Jesucristo. “Por lo tanto, si alguno está en Cristo es nueva creación. ¡Lo viejo ha pasado, ha llegado ya lo nuevo!” (2 Corintios 5:17). Si estamos realmente unidos por el amor, entonces veremos a todos los pecadores que encontremos, incluyendo a los que nos persiguen, como candidatos a ser una nueva creación. El Evangelio es la buena nueva de que no tenemos qué permanecer como somos. ¡Las personas pueden ser cambiadas y ser parte de la nueva creación!

Es trágico que en este mundo seamos más apreciados por nuestro primer nacimiento que por el segundo. Las personas son juzgadas por su apariencia física, su raza, sus habilidades, sus riquezas, su nacionalidad o sus lazos familiares. Estas cosas crean orgullo, competición y división. “¡Todos los hombres son creados iguales!” Eso es verdad de acuerdo con la ley, pero no todas las personas son iguales en todo. Algunas son más inteligentes que otras, más fuertes que otras, más dotadas que otras. Medir a las personas desde la perspectiva humana en lugar de la que Dios establece en su Palabra, es incitar a la competición, el orgullo y la división.

El amor ve el potencial en cada persona. Jesús le dijo a Simón: “Tú eres Simón, hijo de Juan. Serás llamado Cefas [una piedra]” (Juan 1:42). ¿Algún familiar o amigo de Simón Pedro creyó que él realmente era una piedra? Eso hizo la diferencia. ¡Jesús lo creyó y después probó que estaba en lo correcto!

El amor siempre expone lo mejor de nosotros y de los demás. El amor nunca se rinde, porque el amor “todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13:7). A pesar de las ocasionales faltas de fe de Pedro, Jesús continúo queriéndolo y desafiándolo a crecer. Pedro, finalmente entendió que su amor por Cristo era lo más importante en su vida. “Simón, hijo de Juan, ¿Me amas más que éstos?” (Juan 21:15).

Cuando evaluamos a las personas, tendemos a fijarnos en la apariencia exterior, pero el Señor mira el corazón. Nosotros investigamos el pasado, mientras que Jesús anticipa el futuro. Tanto Moisés como Jeremías estaban seguros de que Dios se había equivocado cuando los llamó a su servicio, pero Dios hizo de ellos sirvientes efectivos y les probó a los dos que ellos eran los equivocados. Dios llamo a Gedeón un “guerrero valiente” cuando ése asustado granjero jamás había dirigido un ejercito (Jueces 6:12), y Gedeón llego a ser un “guerrero valiente.” Dios no se había equivocado en cuanto a Jeremías, Moisés y Gedeón, y no está equivocado en cuanto a ti y a mí.

IV

Un Nuevo Mandato

Ya que pertenecemos a una nueva creación, vivimos también bajo un nuevo mandato. Dios nos ha dado “el ministerio de la reconciliación” (2 Corintios 5:18) y eso nos hace “embajadores de Cristo” (2 Corintios 5:20). Como hijos de Dios, estamos en este mundo para declarar la paz y no la guerra, y para hacer saber a la gente que Jesús es capaz de juntar todo lo que el pecado ha apartado. Dios, “por medio de Jesucristo nos reconcilió consigo mismo” (2 Corintios 5:18) para que podamos compartir su amor y tener paz en un mundo quebrantado lleno de personas destrozadas.

Por causa de la cruz, Dios está reconciliando a los pecadores rebeldes consigo mismo a través de Jesucristo. A través de su pueblo, Él suplica “que se reconcilien con Dios” (2 Corintios 5:20). “El Espíritu y la novia dicen: ‘¡Ven!’ El que tenga sed, venga; y el que tenga sed, tome gratuitamente del agua de la vida” (Apocalipsis 22:17). El Espíritu, a través de la iglesia, está declarando al mundo culpable y llamando a los pecadores a volverse a Dios.

Dios no sólo está reconciliando a los pecadores consigo mismo, sino que también está reconciliando a los creyentes unos con otros. Judíos, creyentes y paganos, son hechos uno en Cristo, miembros del mismo cuerpo, ciudadanos de la misma casa de fe, piedras vivientes en el mismo templo glorioso (Efesios 2:11-12). Las diferencias del “primer nacimiento,” las cuales traen división y competición en el mundo, no dividen a la iglesia en dos nacimientos, pues “ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, sino que todos ustedes son uno solo en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28).

Es probable que las iglesias locales en los días de Pablo fueran las únicas asambleas en el Imperio Romano que recibían a cualquier persona sin importar raza, color, educación o condición social. Jefes ricos y esclavos pobres compartían la misma Cena del Señor, adoraban al mismo Dios y escuchaban las mismas Escrituras. Nadie era rechazado por quien estuviera verdaderamente en Jesucristo y fuera parte de la nueva creación. “Todos los creyentes estaban juntos y tenían todo en común” (Hechos 2:44).

¿Cómo continuamos nosotros este vital “ministerio de la reconciliación” en el astillado mundo de hoy? Empecemos con nuestro ejemplo de amor, porque si las personas no ven a los santos amándose entre sí, ¿cómo pueden creer que Dios ama a los pecadores? La unidad de la iglesia en el Espíritu y en amor es la herramienta evangelística más poderosa que tenemos.

“No ruego sólo por estos. Ruego también por los que han de creer en mí por el mensaje de ellos, para que todos sean uno. Padre, así como Tú estás en Mí y Yo en Ti, permite que ellos también estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado. … Yo en ellos y Tú en Mí. Permite que alcancen la perfección en la unidad, y así el mundo reconozca que Tú me enviaste y que los has amado a ellos tal como me has amado a Mí.”

Juan 17:20-21, 23

Esta unidad espiritual por la que Jesús ora no es algo invisible o sólo vista por Dios. Es una unidad visible en la que el mundo puede ver cómo los cristianos se aman entre sí y demuestran así que son verdaderamente discípulos de Cristo (Juan 13:34-35). Jesús no estaba pidiéndole al Padre que pusiera juntas a todas las iglesias y denominaciones dentro de “la iglesia universal,” pero sí que uniera a todos los cristianos verdaderos en el amor, sin importar sus afiliaciones locales. No era una iglesia con una doctrina diluida o con convicciones comprometidas, pues “la unidad de la fe” es tan importante como nuestra unidad en el amor (Efesios 4:11-13). Se supone que nosotros amamos la verdad, así como nos amamos unos a otros (1 Corintios 13:6; 2 Tesalonicenses 2:10).

Cuando vivimos en esta atmósfera de amor y unidad, es más fácil para nosotros compartir a Cristo con los perdidos, orar por ellos y hacer la clase de buenas obras que glorifican a Dios (Mateo 5:16). No podemos alcanzar y cambiar al mundo entero, pero podemos dar testimonio en donde Dios nos ha puesto. María de Betania dio lo mejor de sí a Jesús desde donde ella estaba, y por siglos, lo que ella hizo ha tocado a muchas personas alrededor de todo el mundo (Mateo 26:13; Marcos 14:9). Si usted quiere vivir para Jesús, no sueñe con lugares lejanos y nuevas y excitantes experiencias. Empiece donde usted está y permítale a Dios guiarlo por el resto del camino.

Desde la Cruz

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