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EN EL FILO
ОглавлениеTout champion d’exception porte la
croix ou l’étendard de sa marginalité.
Todos los grandes campeones portan la cruz
de su marginalidad como una medalla al honor.
Cyrille Guimard.
En los cómics de Asterix, creados por Goscinny y Uderzo, la aldea de los irreductibles galos está situada en el extremo occidental de Francia, en Bretaña. Cuando René, el primo de Bernard Hinault, une los puntos de un croquis de las afueras del pueblo bretón de Yffiniac, cerca de Saint-Brieuc, en la costa norte, no aparece el más mínimo indicio de que exista un conjunto de cabañas reunidas tras una empalizada de troncos. «Lucie y Joseph Hinault vivían en esta cabaña con Bernard, sus hermanos y su hermana; los padres de Joseph vivían aquí, la hermana de Lucie —ella era una Guernion— y sus diez hijos vivían en esta casa; y otra hermana Guernion, mi madre, también vivía aquí».
Las cuatro cabañas situadas a las afueras del pueblo de Yffiniac —La Clôture, La Tenue, La Rivière y Levauriou— se alzaban una junto a la otra y se extendían 500 metros por una suave colina: una aldea llamada La Fraiche. Ambas, durante los 50 y los 60, fueron el hogar de veinte niños salidos de las cuatro ramas del clan de los Hinault-Guernion. Era una pequeña comunidad en sí misma, en la que todo el mundo sabía cómo le iba al otro, en la que varios miembros de la familia —sobre todo los niños— ayudaban a sus parientes durante la época de la cosecha y en la que los niños entraban y salían de las casas de los demás. La Clôture, hogar de Joseph y Lucie Hinault y sus cuatro hijos —de los cuales Bernard era el segundo—, era relativamente moderna. Joseph mandó construirla no mucho antes de que naciera Bernard, en noviembre de 1954; hasta ese momento, la familia había compartido La Tenue con los padres y el tío de Joseph.
Los terrenos eran modestos —el más grande, Levouriou, apenas cubría 30 hectáreas, lo que para la Bretaña de aquella época era considerable, pero para nada grande— y los campos se unían unos con otros. Existía un continuo tira y afloja entre la necesidad de manos que trabajaran la tierra y la necesidad de los jóvenes de forjarse su propia identidad, lejos del pueblo, tal vez de aprender un oficio antes de regresar. «En cuanto llegabas a la adolescencia, si dabas muestras de fortaleza, te ponían a trabajar. Todos nuestros padres tenían que mirar el dinero», cuenta René Hinault, que a los catorce años tuvo que abandonar el colegio para trabajar la tierra, lo que permitiría que sus hermanos pequeños pudieran ir, a su vez, al mismo.
Eran un clan muy unido. Como solía ocurrir, los padres de Bernard se conocieron en una boda familiar, la de los padres de René, donde eran la dama de honor y el testigo; la tradición dictaminaba que estos debían ser también los padrinos del primogénito; el resto, es historia. «Éramos un peu tête de cons», recuerda René. «Un poco duros de mollera. Cuando estamos convencidos de algo se necesita mover carros y carretas para hacernos cambiar». En sus múltiples recuerdos Hinault se recrea en su rebeldía juvenil, hasta el punto de que en ocasiones roza con lo autoparódico. «Yo fui el mayor sinvergüenza que Yffiniac haya conocido…», cuenta. «Burro, Gruñón, Bretoncillo Cabezota… durante los primeros doce años de mi vida me pusieron todo tipo de motes porque no dejaba de armar un lío tras otro, pequeñas trastadas y grandes faenas, con una insolencia y naturaleza hiperactiva que no hacía nada por controlar». Bernard y sus tres hermanos pequeños eran unos rabos de lagartija; apenas hay fotografías de ellos porque, tal y como cuenta, no eran de los que se podían quedar quietos «esperando al pajarito».
Bernard era el más hiperactivo de los cuatro torbellinos. «[De niño] era el crío más trasto que jamás haya visto», le contó Lucie, su madre, al periodista Jacky Hardy. «Solía llamarlo gamberrillo. No es que fuera malo, pero era incapaz de estarse quieto». El pasatiempo favorito del pequeño Bernard era dejar libres a las gallinas —y, como cuenta un cronista, matar con un palo a la que pudiera pillar—, pero las tundas y riñas que acarreaban sus gamberradas no parecían hacerle mella. Eran parte del asunto. «No era rencoroso», contaba su madre. «En el momento en el que dejabas de azotarle se echaba a tus brazos».
Dejar escapar a las gallinas era todo un problema, porque en la economía de La France Profonde hasta el último huevo tenía su valor, y el desarrollo de Hinault fue el típico del entorno rural. Joseph y Lucie se marcharon para buscarse la vida: al principio salieron de Bretaña y pasaron a Normandía, donde trabajaron en una granja antes de comprender que la agricultura no los llevaría a ningún lado. Esto condujo a la pareja a las afueras de París, donde Joseph consiguió la certificación profesional para trabajar como peón en la compañía nacional de ferrocarriles, SNCF, antes de regresar a Yffiniac.
La historia del chico de campo que busca ganarse la vida sobre dos ruedas en lugar de trabajando el campo ha sido una constante en el ciclismo desde el mismo momento en el que comenzaron a disputarse carreras durante el siglo XIX, y repetida hasta el último ciclista capaz de ganar cinco Tours de Francia, Miguel Indurain, que llegó unos pocos años después de Hinault. Tanto Hinault como su mentor, Cyrille Guimard, ponen en gran valor sus raíces rurales, sobre todo en la manera que tienen de forjar hombres de gran voluntad e independientes, atados a la tierra y a sus valores. Como la mayoría de las familias trabajadoras rurales, los Hinault tenían un gran jardín con gallinas y conejos y —como es tan típico en Bretaña— un campo de cebollas para ganar unos pocos francos extra.
«Gente normal», como escribió Guimard. «En todos lados, del alba a la noche, había una idea que dominaba la conducta de la familia: trabajar, trabajar antes de nada, trabajar en todo momento. Mi familia podía sacrificar cerdos, plantar patatas, plantar maíz y levantar muros. Ni más ni menos». Durante la adolescencia, a Hinault le gustaba trabajar el campo junto a su padre, cavando, plantando, sembrando, recolectando las judías y las cebollas. Había años en los que su parcela daba una tonelada de judías y diez toneladas de cebollas que iban a la cooperativa y «hacían un poco más sencillo llegar a fin de mes». Estos orígenes hacen que Hinault tuviera mucho más en común con otros ciclistas como Fausto Coppi, Raymond Poulidor o Jacques Anquetil que con Eddy Merckx, cuya familia dejó atrás las raíces rurales para llevar un existencia relativamente cómoda ganándose la vida con una tienda de comestibles en un barrio de las afueras de la ciudad.
Según Guimard, Joseph era un hombre introvertido. «Era discreto, casi pasaba desapercibido a la vista. Su esposa [Lucie] era más vivaracha, pero sin entrometerse jamás, sin interrumpir ni fomentar discusiones familiares». El joven Bernard confesaba que el trabajo de su padre, «que requería de lo que yo consideraba una gran responsabilidad y riesgos increíbles», le fascinaba. «Una especie de superhéroe», diría una vez. El trabajo en la construcción de ferrocarriles era una dura labor manual que no estaba bien remunerada, «como el de un convicto picando piedra», en palabras de un escritor francés. No tenía comparación alguna con la vida de un deportista en cuanto a responsabilidades, pero en lo referente al peligro, el esfuerzo físico y, a ojos de un hijo adolescente, cierto grado de glamur sí que tenía cierto parecido. Esta era una vida rural de mono de trabajo y, de hecho, Hinault habla del típico mono celeste de los ferrocarriles que llevaba su padre, tan extendido entre los paysans de aquella época y que vestían todos los días, a excepción de la mañana del domingo, cuando se cambiaban para ir a misa. Su padre era poco hablador, tenía mano firme y administraba disciplina, lo que hacía que los hermanos de Bernard se asegurasen de no sacar los pies del tiesto. Pero el segundo entre los hermanos, por su parte, no cejaba en su empeño por dejar libres a las gallinas.
Hinault era un joven muy combativo, al que apodaban Cerdan por el legendario boxeador francés de los 50. «Un barreur, un fajador», recuerda René. Este es otro rasgo del que Hinault sacó gran provecho, pues encaja perfectamente con ese personaje que acabaría labrándose en el ciclismo, el Tejón. «En el colegio me enfrentaba a quien fuera, incluso a los muchachos más mayores», le contó a Philippe Bouvet. «Me llevé unos cuantos guantazos, pero también propiné los míos». Su infancia tiene un trasfondo violento: el maestro les propinaba golpes en la cabeza con una regla de madera para corregir cualquier error cometido durante los dictados matutinos en el colegio; o esas peleas de regreso a casa que con tanto deleite recordaba Hinault en sus memorias, en las que los chicos de colegios rivales los emboscaban en estrechos caminos. «Había otras muchas maneras de llegar a casa, pero las peleas me gustaban demasiado como para ir por ningún otro. Tomar precisamente aquel camino era mi manera de desafiarlos. Cada tarde ponía a prueba mis miedos y mi valor, y no me dejaba amedrentar ni por la edad ni por el número de mis contrincantes… Me pregunto si lo que en realidad me gustaba de ir al colegio no sería la posibilidad que me brindaba cada tarde de medirme con los otros alumnos». En el fondo, como dijo, le gustaba «la bronca». Escribió que en una de esas peleas estuvo a punto de estrangular a uno de los alumnos del otro colegio.
Hinault no era buen estudiante. Tenía suficiente capacidad para memorizar, pero no era capaz de mantener la atención. Desde los primeros días, se escondía detrás de la gran estufa que había en el aula para poder mirar por la ventana. Pero le decía a su madre que «si no doy palo al agua en la escuela es porque no me gusta. Pero cuando hagan algo que sí que me guste, redoblaré esfuerzos y lo haré mejor que nadie». Da la sensación de que ponía un gran empeño en desafiar al sistema, fueran cuales fueran las consecuencias. Hacía novillos con sus amigos; como su padre siempre se acababa enterando, se ganaba una bofetada. Junto con sus amigos acabaron prendiendo fuego a aquella regla con la que el maestreo solía golpearlos. Se saltó dos años de catequesis e hizo la comunión a la vez que su hermano, que era dos años mayor; más tarde, en el colegio, recordaría un episodio en el que él y sus compañeros aprendices de mecánica tenían un profesor que solía columpiarse sobre las patas traseras de la silla; o lo hizo hasta que ellos colocaron una silla rota tras su escritorio y el profesor cayó de espaldas. Hinault era un alma independiente y deseaba con tal ahínco comenzar a trabajar que a los catorce años le hizo creer al dueño de un taller de la cercana Route Nationale 12 que tenía dieciséis años —edad mínima legal— para comenzar a trabajar como ayudante de gasolinera.
Un último empujón estudiantil hizo posible que obtuviera el certificate d’etude primaire con quince años, tras lo cual asistió a la escuela técnica de Saint-Brieuc, donde comenzó a estudiar para aprendiz de mecánico; él hubiera preferido dedicarse a la ebanistería, pero el curso ya estaba completo. Aquí sería donde comenzaría su breve flirteo con el atletismo, cuando cayó bajo la protección de un profesor de Educación Física llamado Daniel Carfentan, «el primero que me hizo desarrollar el cuerpo desde un punto de vista atlético». Se unió a la sección de atletismo del Club Olympique Briochine y Carfentan lo entrenó: en invierno se dedicaba al cross-country y en verano a las pruebas de 1500 y 3000 metros. Desde 1969 a 1971 el joven Hinault fue un atleta que mejoraba de manera sólida año a año, y lo suficientemente fuerte como para terminar décimo en los campeonatos nacionales júnior de cross-country, en Compiegne.
A la vez, el ciclismo comenzó a seducirle. Había estado siempre ahí, en segundo plano. Los Hinault veían el Tour de Francia en televisión, a las 4 en punto cada tarde de julio, aunque el trabajo en la gasolinera puso un paréntesis a esto. En una comunidad tan pequeña Bernard y el resto estaban al tanto de las carreras de fin de semana en las que participaba su primo René, y ellos mismos simulaban sus propias carreras utilizando una bicicleta roja que en un principio estaba destinada a pertenecer a Gilbert, el primogénito. Como los cuatro compartían todo ninguno se quedaba sin su turno para dar una vuelta; en su primer intento Bernard se estrelló contra un árbol, pero muy pronto se convirtió en el que más tiempo dedicaba a montar aquella bicicleta, aunque fuera demasiado grande y tuviera que apoyarse en un bloque de hormigón para poder subir a ella.
Regresaba a casa después de montar en bicicleta repleto de arañazos y moratones, mientras su madre le suplicaba que se lo tomase con un poco de calma. Pero era un joven impetuoso al que parecían encantarle los peligros. Pasó de dejar salir a las gallinas a poner largos hilos de pesca durante la marea baja en la cercana bahía de Saint-Brieuc, junto a sus primos. Una o dos veces estuvo a punto de meterse en un grave problema cuando la marea alta le pillaba vadeando uno de los canales en aquella gran extensión de bancos de arena. De repente le llegaba el agua al cuello y tenía que nadar con gran vigor. «Pensaba que no lograría cubrir aquellos cuatrocientos metros que me separaban». Pero eso no lo detuvo y siguió atravesando los bancos de arena en mitad de la noche, alumbrándose con un pequeño mechero de bolsillo.
Hinault acabaría precipitándose en los brazos del ciclismo. Los años que había pasado corriendo alrededor de la pista de atletismo hicieron imposible un ingreso paulatino, aunque ya se estaba preparando para ser ciclista sin ser consciente de ello. A los quince años le compraron una bicicleta como recompensa por haber aprobado sus exámenes y pedaleaba todos los días sobre ella rumbo a Saint-Brieuc, a la escuela técnica, librándose así de la caminata de dos kilómetros que tenía que cubrir desde la parada de autobús en Saint-Brieuc. Era un trayecto de diez kilómetros; a la ida, para ahorrarse cinco o diez minutos, el joven Bernard intentaba seguir el rebufo de alguno de los camiones que ascendían la larga colina desde Yffiniac. «Era un ejercicio peligroso: había que calcular muy bien durante la curva desde la que arrancaba la ascensión y conseguir el suficiente impulso como para mantener la cadencia de pedalada a lo largo de la subida. Me gustaba. Me juntaba lo más que podía a los camiones, y que no me descolgaran se convertía en una cuestión de honor. Ir a rebufo de aquellos camiones era un juego. Era divertido, pero a la vez, era un desafío en el que burlaba los peligros y mantenía un esfuerzo muy intenso. Era un desafío que me gustaba». Durante el descenso de regreso a casa el proceso era el mismo, solo que a la inversa: intentaba ir igual de rápido que los coches que aceleraban colina abajo.
Por eso no es de extrañar que no le costara aguantar el ritmo de René cuando comenzó a salir a pedalear con él, aunque este fuera ocho años mayor y llevara compitiendo desde 1965, a la vez que trabajaba el campo, lo que arruinaba su estado de forma en verano durante la época de la cosecha. René tenía una licencia de segunda categoría, por lo que estaba en mitad de la pirámide del amateurismo. El periodo clave fueron un par de semanas a finales de abril y comienzos de mayo, en 1971. Hacia finales de abril el joven Bernard salió con su vieja bicicleta a entrenar con René, «su primer entrenamiento de verdad», como recuerda su primo: 75-80 kilómetros plagados de subidas. «Yo estaba en buena forma, aquel mayo acabé corriendo diecisiete carreras —esas son solo las que terminé—, era de segunda categoría, ganaba carreras, y de repente me veo aguantando el ritmo de un niñato de dieciséis años en aquellas colinas. Para poder mantenerme con él tuve que bajar a una corona con dos dientes menos respecto a la que él llevaba». En otras palabras, aquel mocoso de dieciséis años movía las piernas con tal facilidad que el corredor maduro que iba a su lado tuvo que poner un desarrollo considerablemente más largo para poder mantener su misma velocidad. Según René, cada salida de entrenamiento con Bernard acabó convirtiéndose en una carrera.
La versión más común de la repentina decisión de Bernard Hinault de comenzar a competir es que presenció una victoria particularmente emocionante de René en una carrera local el 25 de abril, lo cual le llevó a sacarse su primera licencia de competición dos días después. Pero según René, Bernard ya había decidido comenzar a competir antes de aquella victoria, que fue en Plédran, el pueblo que hay al suroeste de Yffiniac. «Se suponía que él iba a correr aquel 25 de abril, porque también se celebraba una carrera de cadetes». Esta era una carrera para los de categoría sub-17, en la que estaba Bernard, y que se correría junto a la carrera sénior que René ganaría. «Durante el invierno había dicho que ganaría en Plédran, porque era el circuito cerca de Yffiniac que mejor me venía, un circuito que paraba justo por encima de Yffiniac. Así que le dije a Bernard que esperase una semana».
René ganó, tal y como prometió, en Plédran —una buena victoria en la que cerró el hueco que tenía un grupo de escapados que había atacado al comienzo, y aunque no pudo dejarlos atrás, les ganó en el esprint—, y parece ser que, por lo menos, sirvió para avivar las ansias competitivas de Bernard. El ciclista veterano quería que su primo pequeño se preparara de cara a su debut competitivo, que por los menos adquiriera algunas habilidades, pero Bernard era demasiado impaciente. Dio la casualidad de que el hermano mayor de Bernard, Gilbert, tenía una bicicleta de competición a la que no estaba especialmente atado; Bernard se adueñó de ella. Se sacó la licencia competitiva con el Club Olympique Briochin, que acababa de llegar a un acuerdo con el club de René, la Union Cyclistique Briochine, por el que los ciclistas más jóvenes pasarían a la école de cyclisme —actividades estructuradas y dirigidas por la mayoría de los clubes franceses para que los jóvenes ciclistas se interesaran por el ciclismo antes de pasar a competir— en COB, pasando después a UCB cuando crecían1.
El 2 de mayo, siguiente domingo, tomó la salida en su primera carrera en Planguenoual, a cuatro kilómetros de Yffiniac, al noreste subiendo por la carretera de la costa hacia cabo Fréhel. Participó en la carrera de cadetes; René iba a participar en la carrera sénior que habría un poco más tarde. El consejo de Robert Le Roux, que dirigía la COB école de cyclisme era que Bernard se limitara a aguantar como pudiera en el grupo; en lugar de eso, Hinault venció.
Pero todo pudo salir terriblemente mal aquella mañana. Más adelante Hinault, en un arrebato de sinceridad, admitiría que no tenía ni idea de cómo rodar en pelotón; ¿cómo iba a tenerla cuando todo lo que había hecho hasta entonces era correr a pie y tratar de seguir el rebufo de los camiones? «Cruzándome de izquierda a derecha por todo lo ancho de la carretera, me concentré en mantenerme fuera del pelotón, por miedo a caerme. Si alguien se me acercaba demasiado me imaginaba, de inmediato, que colisionábamos. Me dejaba caer hasta atrás del todo para luego subir hasta cabeza de pelotón y acabar más tarde en la cuneta». En ocasiones, corrió por el mismo borde. Una y otra vez se vio cerca de irse al suelo.
«Hacía viento. En la costa siempre hace viento y él siempre estaba expuesto porque no sabía cómo buscar refugio entre el resto del pelotón», cuenta René. El final fue digno de Hollywood: el debutante se escapó a mitad de carrera, lo que no preocupó al favorito local, Jean-Yves Ollivier, que había ganado las últimas cuatro carreras que había corrido y tenía mucha más experiencia que Bernard. Conocía a René, quien había dejado caer previamente que aquella era la primera carrera en que su primo participaba. En todo caso, se tomó la molestia de cerrar el hueco con el debutante con un buen contraataque, para después ponerse a su rueda hasta la meta. «Para llegar a la meta había que realizar una buena tirada hasta la mitad del pueblo», recuerda René. «Yo estaba en la parte baja de la ascensión; cuando vi a Bernard con Jean-Yves a su rueda pensé “bueno, por lo menos será segundo”». Jean-Yves debió de pensar lo mismo, pero no pudo creer lo que sus ojos veían cuando el joven Bernard comenzó a esprintar a trescientos metros de la meta. No pudo responder.
«Al llegar a casa abrieron una botella de champán y comieron crepes», recordaba Lucie Hinault. «Bernard estaba contento, pero tampoco demasiado. Pensaba que haber ganado era lo más normal».
Ganó sus primeras cinco carreras, perdiendo la sexta tras colisionar contra un espectador; después de ello pareció no encontrarse en buen estado de forma, seguramente porque el trabajo en la granja no le dejaba tiempo para entrenar. Pero eso no le impidió ganar doce de las veinte carreras que disputó. Se dio cuenta de que estaba intentando abarcar demasiado, entre la gasolinera y los estudios, así que tuvo que darle prioridad al ciclismo. «Tuve que tomar una decisión: mecánico o ciclista. Y elegí el ciclismo, centrándome completamente en él. Mala suerte para el resto de cosas».
Carfentan quería que siguiera con el atletismo, e incluso hoy en día Hinault no duda en decir qué fue exactamente lo que le hizo preferir el ciclismo al atletismo: «…la compétition, ir con mi primo a las carreras. Pensaba que podía ser mejor que él. Me gustaba el atletismo, pero me atraía más el ciclismo; y, además, era mejor con la bicicleta». Estaba muy claro qué era lo que podía seducir a un joven impaciente como él: la correlación entre trabajo y recompensa era mucho más inmediata en comparación con la lenta preparación que requerían las competiciones atléticas, por no hablar del subidón de adrenalina que el ciclismo le ofrecía a un joven al que tanto le gustaban los riesgos. Cada fin de semana había muchas carreras en las que participar, en la misma puerta de su casa. Muchísimas oportunidades de ganar.
La decisión de Bernard Hinault de centrarse en el ciclismo y no en su trabajo a tiempo parcial o sus estudios fue tan súbita que cogió a su familia por sorpresa. En julio de 1971 dejó brevemente la casa familiar tras un altercado con su padre. «Sucedió cuando regresé de entrenar», escribió en su autobiografía Le Peloton des Souvenires, añadiendo que sucedió no mucho después de dejar el trabajo en el taller para tener más tiempo para competir; y lo que es todavía más irónico, cuando había vuelto a ayudar a su padre a trabajar el terruño como había hecho de niño. «Mi padre me estaba esperando en la puerta. De repente me dijo que no estaba haciendo nada, que no valía para nada y me preguntó «¿qué piensas hacer?». Apoyé mi bicicleta contra la pared y lo miré. Él no me miró, pero comenzó a llamarme vago, canalla, antes de entrar en la casa».
Hinault lo explica así, «él no quería que me dedicara al ciclismo, quería que encontrase un trabajo, ese tipo de cosas». El joven recogió sus bártulos y se fue, marchándose a casa de sus primos, unos metros más abajo por la carretera —la familia de diez miembros en La Rivière donde tan a menudo había ido a jugar—, durmiendo entre la paja en el granero y vagando por el campo sin rumbo durante el día, resistiendo durante tres días los intentos de su hermano para que regresara a casa. Cuando lo hizo fue para decirle a su padre que dejaría el ciclismo y buscaría un empleo. «Mi padre bajó la mirada. “No, seguirás con el ciclismo”», y aquel tema jamás volvió a salir a colación. El episodio no fue ninguna excepción, dice René: «con el padre [de Bernard] todo se volvía siempre una confrontación. El problema no era que compitiera, el problema eran los entrenamientos. Suponía que cuando se salía a montar en bicicleta sin estar compitiendo, simplemente entrenando o dando una vuelta, era por mera diversión».
Aquello no le dejó a Hinault más opción que no fuera la de alcanzar el éxito en lo que había escogido. Su orgullo no le permitiría lo contrario. «Fui el único [en la familia] en tomar una decisión como aquella», me contó. «Puede que sea por terquedad. El resto no pudo disfrutar de la oportunidad de decidir, aprendieron un oficio y se dedicaron a él. Yo sí tuve oportunidad de elegir: pude ir a una fábrica o pude convertirme en ciclista. Y mi padre, que era quien me había sacado adelante, no lograba comprender que uno se pudiera ganar la vida con la bicicleta de la misma manera que se podía hacer en una fábrica. Pero yo sentía que sí [podía ganármela]. Le dije: “Soy yo quien tiene que elegir, no tú”. Pero en el mismo momento en el que se toma esa decisión, ya no puedes desdecirte».
Hinault no estaba escapando de nada, dice ahora. No trataba de salir de la pobreza; no intentaba ser diferente. La disputa con su padre surgió porque sentía que no podía hacer otra cosa que no fuera insistir en aquel camino que había dicho que seguiría, porque, tal y como él lo veía, la inversión que había hecho la había costeado él y solo él. «Tenía todo lo que necesitaba. Tenía suficiente para comer y tenía ropa para vestir. Suficiente. En cuanto al resto: si querían competir que se comprasen su equipo y se lo pagaran ellos mismos. Eso es lo que te hace querer ganar. Es tu equipamiento. Eres tú quien lo ha pagado. Si quieres algo, tienes que conseguirlo tú mismo. Y, entonces, será tuyo».
Hinault no quiso ser ciclista de competición porque lo inspirara alguna estrella del deporte, porque lo empujaran o porque soñara con ello. «Bernard Hinault no se consideraba ciclista, sino más bien mecánico; por el simple motivo de que le habían grabado desde siempre que tenía que ganarse la vida», escribió Benoît Heimerman en L’Équipe. Pero Hinault no tuvo por qué verse como un ciclista, porque desde sus primeras aventuras corriendo tras las gallinas había considerado que la vida era un desafío: pescar en la bahía era una manera de luchar contra el mar; el trayecto hacia el colegio era una competición contra los camiones; en cuanto al trabajo en aquel taller, se saltó la ley que dictaba que debía tener dieciséis años. Era Bernard contra cualquier cosa que el mundo le pusiera por delante en un momento determinado.
Hoy en día expone que puede obtener esa misma satisfacción al ver a su hijo vendiendo una buena bicicleta a alguien, en su tienda. «Venderle a alguien justo lo que necesita, con el montaje correcto. Eso es todo un placer. Ese es tu trabajo. Todo lo que se hace es un desafío permanente, tanto al competir en un deporte como en la vida normal. Hay que anticiparse a lo que pueda ocurrir, en todo momento, pero hay que considerarlo un juego. Y eso es algo que está en tu manera de ser. Está en ti mismo».
1Según se cuenta, el acuerdo se cerró en cuanto los directores del COB se dieron cuenta del potencial de éxito que Hinault atesoraba, cambiando los estatutos para poder mantenerlo en el club.