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Alfonso Armada Xavier Aldekoa sobre Alfonso Armada

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A Alfonso Armada lo conocí mucho antes de conocerlo, porque lo leía. Él no lo sabe, pero viajaba con él. Lo descubrí con trece años, que es esa edad en la que uno busca referentes como si se muriera de sed, y yo me agarraba a las páginas de los periódicos como un náufrago a un tablón de madera. Ahí estaba Alfonso, explicando el genocidio de Ruanda en la portada de El País, que para mí entonces olía a roble recién cortado. Aún hoy, cuando llego por primera vez a algún país africano, el aroma de la tierra me transporta a aquella niñez. Por eso, cuando pisé por primera vez Sierra Leona sus caminos rojizos eran los de Miguel Gil; en Mozambique vi las huellas de Gervasio Sánchez y en Congo divisé entre la bruma las sombras de Bru Rovira o de Ramón Lobo. Para mi yo de trece años, Ruanda era la de Armada en El País.

Alfonso nació en Vigo (1958), pero le gusta decir que es portugués, que la ironía gallega alcanza incluso a quienes tienen cara de buena persona. Cuando en 1992 Gervasio Sánchez y Arturo Pérez-Reverte vieron llegar a Sarajevo, en mitad de la guerra de los Balcanes, a aquel tipo prudente, de maneras tímidas y gafas redondas, pensaron qué hacía un tipo como él en un jaleo como ese. Alfonso respondió a aquel recelo inicial como de costumbre: con trabajo, rigor, amor por el oficio, un cuidado quirúrgico con la palabra y un respeto innegociable por la víctima. También con amistad. Con Gervasio al volante —Alfonso no tiene carnet de conducir y en muchos viajes el freelance aragonés le hizo las fotos y de chófer—, forman una de las grandes parejas periodísticas de nuestro país. Son tan diferentes como complementarios. Cómplices. Casi hermanos.

Él dice que fue en Segovia, pero nos conocimos en Madrid, aunque yo aquel día estaba tan nervioso que quizá ni era yo mismo. Tanto a él como a Gervasio les había pedido si podían presentar mi primer libro en la capital, y los dos fueron generosos. Alfonso se preparó un texto hermoso que le robé descaradamente al final del acto y aún conservo en un cajón como un tesoro. Escribió: «A menudo, cuando estás sobre el terreno, sea en Sarajevo o en un poblado misérrimo de Burundi, piensas si lo que haces vale la pena, si lo escucha alguien, si cambia, aunque sea una mínima parte, el estado de las cosas. Bueno, aquí está tal vez la respuesta: en la necesidad de escuchar, de prestar atención».

Durante sus años de periodista en África y luego, ya en ABC, como corresponsal en las calles de Nueva York, donde vio estrellarse el segundo avión en las Torres Gemelas desde la azotea del edificio donde vivía, Alfonso mandó un mensaje constante a quien quisiera leerle: hay una forma de acercarse al periodismo, una actitud en la vida, que prioriza el respeto al protagonista de la historia, escuchar a la víctima y apartarse de en medio. Alfonso es periodista porque escucha. Por eso no ha necesitado nunca vestirse con el aura de corresponsal maldito o aventurero. Para qué.

Alfonso es además un tipo inquieto, que quizá es la forma más poética de rebeldía. De adolescente, se escapó de casa para ir a trabajar de camarero a Lleida y aun así el mundo se le quedó corto. Quiso ir en autostop a Nueva Zelanda y acabó en una fábrica de harinas y piensos de Holanda. Luego volvió a Madrid para seguir agrandándose el mundo, y cursó Periodismo, pero también estudios de teatro en la Real Escuela Superior de Arte Dramático (Resad). Ese interés por la escena, el cine y la literatura, por la cultura en definitiva, siguió guiando sus pasos cuando, tras la aventura neoyorquina, se empapó de savia nueva y vértigos jóvenes como director del máster de ABC primero y se bebió mil libros como director del suplemento Cultural de ABC después.

Contribuyó a la estantería con su parte. Además de subdirector de la revista Teatra y de dirigir la revista digital FronteraD, ha publicado una decena de libros, entre ellos, ay, Cuadernos africanos, y algunos acompañado de su mujer, la fotógrafa Corina Arranz. Ha escrito también obras de teatro, poesía en gallego y castellano y nutrió dos blogs, no fuera a parecer que la pereza le vencía. Durante toda la vida el gallego ha trabajado mucho y bien.

En la mirada de Alfonso aún se puede encontrar a aquel niño madrugador que recortaba con sumo cuidado las páginas de la prensa que más le gustaban y las guardaba en un álbum con comentarios al pie. No ha perdido la costumbre, ni siquiera la de madrugar. En aquellos recortes de papel está la esencia de lo que Alfonso ha querido ser. «La curiosidad del niño que abre puertas, ventanas y se mete en cuartos oscuros porque sueña con viajar a otros países es, a fin de cuentas, el principio del periodismo: viajar, ver y contarlo».

En 2017, cuando fue nombrado presidente de la delegación española de Reporteros Sin Fronteras, cerró su intervención, como no podía ser de otra manera, con poesía y periodismo. Lo hizo con unos versos de la premio Nobel de Literatura polaca Wislawa Szymborska. «Ayer me porté mal en el cosmos. Viví todo el día sin preguntar por nada, sin sorprenderme de nada».

¿Lo ven? Hay personas que se mantienen fieles a sí mismas toda la vida.


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