Читать книгу La transmigración de los cuerpos - Yuri Herrera - Страница 6

1

Оглавление

Lo despertó una sed lépera, se levantó y fue a servirse agua pero el garrafón estaba seco y del grifo escurría nomás un hilo de aire mojado. Miró con rencor el tercio de mezcal sobre la mesa y sospechó que ése iba a ser un día horrible. No podía saber que ya era, desde hacía horas, verdaderamente horrible, mucho más que el infiernito íntimo que se había procurado a tragos. Decidió salir a la calle. Abrió su puerta, se extrañó de no ver trajinando en el pasillo a la Ñora, que vivía ahí desde que la Casota era la Casota y no dos pisos de casitas para gente a media desgracia, abrió la puerta principal y salió. Nomás dar un paso afuera, un torzón en la espalda lo alertó de que había algo mal.

Supo que no estaba soñando porque sus sueños eran muy vulgares. Cuando lograba dormir varias horas a la vez, soñaba; pero sueños tan vívidos que no servían de descanso, pequeñas variaciones de sus trayectos vulgares y sus conversaciones vulgares y sus miedos de siempre. A veces se le caía la dentadura, lo demás era vulgar; no como esto.

Un zumbido: luego el compacto bloque de mosquitos maniatando un charco de agua como si lo quisieran levantar. No había nadie, nada, ni una sola voz, ni un otro ruido cualquiera en esta avenida que a esta hora ya debía anegarse de coches. Entonces miró mejor: el charco empezaba a los pies de un árbol, como si alguien se hubiera apoyado en él mientras vomitaba; y lo que sorbían los mosquitos no era agua, sino sangre.

Tampoco había viento. Al atardecer arreciaba con madre, al menos una brisa leve ya debía haber, y lo que había era un letargo sólido: las cosas se sentían mucho más presentes porque de verdad parecían abandonadas a sí mismas.

Cerró la puerta, se quedó un segundo parado frente a ella sin saber qué hacer. Regresó a su cuarto y ahí también se quedó de pie, observando la mesa y la cama. Se sentó en la cama. Lo que más lo asustaba era no saber a qué tenerle miedo; estaba acostumbrado a lidiar con imprevistos, pero hasta los imprevistos tenían sus límites, uno podía confiar en que al abrir la puerta cada mañana el mundo no se habría vaciado de gente. Esto era como si hubiera dormido en un elevador y al despertarse las puertas estuvieran abiertas en un piso que no sabía que existía.

Una cosa a la vez, se dijo, luego vemos qué chingaos, ahora agua. Agua. Levantó la nariz, volvió a observar con atención su casa y dijo en voz alta Claro. Se levantó, fue al baño con un vaso de vidrio, alzó la tapa del tanque y vio que apenas si quedaba un fondito de tres dedos; se había levantado a mear durante la noche, y el tanque no se había vuelto a llenar después de jalarle. Raspó el fondo del tanque pero nomás le alcanzó para medio vaso. Le quedaba una sola gota de agua en el cuerpo y ésta había elegido un lugar preciso en la sien para taladrar su salida.

A la chingada, se dijo, ¿de cuándo acá les creo tanto a esos cabrones?

Cuatro días atrás parecía una broma el sonsonete, el susto que te pegan al cruzar la puerta para luego decir Tranquilo, sólo soy yo. Todos lo sabían: si era algo, era una chingaderita. Que la enfermedad era cosa de un bicho y el bicho se mantenía nomás en barrios insalubres. El problema podía arreglarse a periodicazos en la pared. Quien no tuviera para periódico podía usar las suelas; no había que estar arreglándoles todo, como si ser jodido fuera un mérito. ¡Te caes de hambre! se popularizó decirle al que estornudara o tosiera, se mareara o dijera ay.

En la Casota, sólo el piso de abajo estaba habitado, y sólo el estudiante anémico se había asustado de veras. A partir de las advertencias lo escuchaba correr hacia su puerta y espiar por la mirilla si alguien entraba o salía del edificio. La Ñora sí siguió saliendo a vigilar qué tanto hacía la gente de la cuadra. Y a la Tres Veces Rubia la había visto salir una mañana, con su novio. Lo trastornaba tener a la Tres Veces Rubia tan cerca, durmiendo y despertando y bañándose a pared y baldosas de distancia; que apretara su carne con tallas minúsculas, que la línea de las bragas le sonriera al alejarse. La Tres Veces Rubia nunca lo registraba, ni siquiera si coincidían al salir y él decía Disculpe o Pásele o Por favor, salvo en una ocasión en que ella iba con el novio y por un momento no sólo se había vuelto a mirarlo sino que le había sonreído.

Qué podía esperar él, si arruinaba los trajes nomás ponérselos: por bonitos que se vieran en el aparador, perchados en su esqueleto de inmediato se arrugaban, se caían, perdían el chiste; los arruinaba el olor de la barandilla. O era que las cosas entendían pronto que su vida era como la parada de un camión, útil momentáneamente, pero donde nadie se quedaría a vivir. Y a ella le gustaban novios como ése que la visitaba: un hamponcito relamido patrás, cuatro botones de la camisa abiertos para que se viera la virgen de oro. El novio sí lo saludaba, como quien da una propina al llegar al bar para que le sirvan fuertes los tragos.

Durante esos cuatro días previos el mensaje había sido Calmados, calmados todos, que esto no va a pasar a mayores. A él le había tocado presenciar en un camión la tensa calma del escepticismo: se había subido un vendedor ambulante a ofrecer frasquitos de gel líquido para hacer burbujas; soplaba el gel en un aro y pequeños sistemas solares salían disparados a lo largo del autobús, oscilaban, se suspendían, se posaban en alguien y no se rompían. Burbujas de gel, decía aquél, duran más que las burbujas de jabón, puede jugar con ellas, y tomaba con las puntas de los dedos varias burbujas, las agitaba, luego las juntaba y soplaba. Una se rompió en la frente de un tipo y, al parecer justo entonces, a todos les cayó el veinte de que la burbuja estaba llena de aire y saliva que venía de la boca de un extraño. Hubo un rictus de pánico glacial en los rostros del pasaje; el tipo se levantó y dijo Te sacas a la chingada, el vendedor balbuceó ¿Qué pasó, amigo?, no te pongas así, pero el otro ya se le iba encima; cuando lo levantó del suéter el chofer bajó la velocidad —un poquito— y abrió las puertas para que el hombre reventara al vendedor y sus frascos en la banqueta. Luego la cerró y aceleró. Y nadie dijo nada. Tampoco él.

Pero todavía podían pensar en ese momento que se habían librado del peligro. Las noticias de la noche anterior ya no eran un amago. Por todas partes rebotó la historia de que en un restorán dos hombres que no se conocían entre sí habían empezado a escupir sangre y casi simultáneamente se habían derrumbado sobre sus mesas. Entonces fue que salió el gobierno a declarar Creemos que la epidemia —y fue la primera vez que usaron la palabra— puede ser un poco más agresiva de lo que habíamos pensado y creemos que sólo a través de un mosquito —un mosquito egipcio, subrayaron— se contagia, pero hay un par de casos en los que al parecer fue por otra vía, así que mientras descartamos lo que haya que descartar mejor paramos todo, pero, vamos, tampoco es para preocuparse, tenemos a la gente más astuta persiguiendo a lo que sea que es, y también tenemos hospitales, pero, por si las dudas, pues, mejor quédese en casita y mejor no bese a nadie y no toque a nadie y cúbrase la nariz y la boca y reporte cualquier síntoma, pero sobre todo no se preocupe. Lo cual, razonablemente, fue entendido como Si no se encierran, se los va a cargar la chingada, a alguien hemos hecho desatinar.

Volvió a abrir la puerta de la Casota, dio dos pasos afuera y otra vez la calle lo empujó hacia atrás con una vaharada de abandono. Su esqueleto se flexionó arribabajo milimétricamente con ansiedad, Chingao chingao chingao, qué voy a hacer, y entonces sintió un roce en el cuello, se dio una palmada y vio su mano manchada con la sangre de un insecto. Retrocedió. Azotó la puerta y se quedó mirando su palma, fascinado.

¿Qué está pasando?, escuchó a sus espaldas. Se volvió y vio a la Tres Veces Rubia al fondo del pasillo. Tenía medio cuerpo afuera de su departamento y se aferraba con una mano al quicio.

Dio dos pasos hacia ella mientras se limpiaba la mano en el pantalón.

¿Qué es eso?, preguntó ella.

Grasa.

La Tres Veces Rubia se relajó un poco y volvió a preguntar:

¿Qué está pasando allá afuera?

Nada, respondió, Ora sí que nada.

Ella asintió. Probablemente había estado viendo las noticias sin atreverse a creerlas.

Buenos días, dijo él.

Tardes ya, respondió la Tres Veces Rubia. Pestañeó hacia el suelo, hizo un gesto como de berrinchito callado y dijo Mi teléfono se quedó sin crédito.

Te paso del mío, dijo él de inmediato, como si la fuerza de gravedad lo empujara a decir esas cosas cada que estaba frente a una mujer.

La Tres Veces Rubia se hizo a un lado, y aunque la transacción podían hacerla en el pasillo le señaló su casa con un movimiento de cabeza. La casa alardeaba buen gusto: un love seat morado, un póster de otra rubia sobre un sillón parecido al love seat, una alfombra azul. Le pidió un vaso con agua, pensando que era de las personas que así se sentían muy correctas, pero ella lo miró con curiosidad cuando lo dijo.

Hicieron el tráfico de tiempo y ella le dio la espalda para llamar.

A la Tres Veces Rubia el pantalón se le metía por todas partes. Él la miraba como detrás de un escaparate con la gula maldita de querer devorársela y atascarse de muslos y espalda y lengua y pedir los güesitos pa llevar. Le bajó los pants azules despacio y temblando pero no, no movió ni un dedo, le olió la nuca y le besó los tres veces rubios cabellos en la nuca pero no, no dejó de cruzar las manos al frente como el caballero cara de plantita hervida que sabía parecer. Y ella decía por el teléfono ¿Pero qué va a pasar, nos vamos a morir todos o qué? ¿Entonces por qué no vienes? Pero si tú tienes coche, no tienes que ver a nadie… Ah, ¿y no hay quien se esté con ellas? Ay, si no vienes ahorita luego se va a poner peor y entonces sí te vas a quedar para siempre encerrado ahí con tu mamá y tus hermanas, sí, ya sé, ya sé, sí, va a terminarse pronto, bueno, sí, yo también te amo, beso.

Se dio media vuelta y dijo No va a venir.

En ese momento debía haberse despedido, decir De nada, aunque ella no le diera las gracias, e irse. Pero la suya era voluntad a préstamo.

Vamos a ver la tele, dijo ella, y se metió a su habitación.

Se asomó sin atreverse a cruzar el umbral. Era un cuarto muy rosa y almohadado. Ella se sentó al borde de la cama, encendió el televisor y palmeó la colcha. Ven.

De repente empezó a salivar; su boca ya no era un desierto con zopilotes volando en círculos sobre la lengua, era una calle atragantándose, una alcantarilla desbordada. Obedeció y se instruyó a no moverse. En la tele, el noticiario hablaba de monstruos en el aire. Su cuerpo era como una bala negra cruzada de franjas brillantes, seis patas peludas larguísimas lo jorobaban sobre sí mismo, tras la joroba una cabecita redonda con antenas que se prolongaban en el espacio, y dos bocas tubulares. Un verdadero hijo de puta, según.

Se ve como muy decidido ¿no?, dijo ella. Él hizo que sí con la cabeza tragándose la saliva acumulada. Luego dijo Pero a saber si es ése, luego nomás agarran uno y lo enseñan, a lo mejor le están cargando el muerto de otro bicho.

Era una broma, pero la Tres Veces Rubia se volvió hacia él con los ojos muy abiertos y dijo Tienes la boca atascada de razón.

Estaba convencidísima. A lo mejor sí, a lo mejor él tenía razón.

Entonces se fue la luz. Al departamento de la Tres Veces Rubia, como al suyo, no le entraba luz de la calle, estaban al fondo de la Casota y de pronto pareció noche cerrada. Ella dijo Uy y luego se quedó en silencio, los dos se quedaron en silencio, un silencio sensual, solapador: no tienes que hacer nada, no tienes que composturear y tampoco tienes que estar mirándola de ladito como si estuviera la puerta a medio abrir, sólo quedarte ahí, sabiendo que la tienes a tiro de beso aunque nadie lo sepa ni puedas comprobarlo, es un salto de fe.

Así que así era no estar pensando siempre en el momento que viene, siempre en el momento que viene, siempre, así que esto era estarse incubando, recogido sobre uno mismo, sin esperar que ya venga la luz. Espantosamente, como un milagro, ella dijo Yo creo que así éramos antes de ser bebés, ¿no?, larvas calladitas, a oscuras.

No respondió. La voz de ella lo había devuelto a la colcha de la habitación almohadada. Otra vez quería tocarla y otra vez le faltaba que alguien le prestara voluntad.

¿Quieres un trago?

Ay, sí, un vodka estaría bueno.

Tengo mezcal.

Adivinó que ella torcía los labios.

Bueno. Hay que probar de todo, ¿no?

Se levantaron de la cama y ella le tocó un brazo con una mano y la espalda con el otro.

No te vayas a caer, si te privas luego ni cómo alzarte. Se dejó llevar más lentamente de lo necesario para que no se acabara el tocamiento. Ella abrió la puerta y apareció el rectángulo de luz de la ventanita en la puerta al fondo del pasillo.

Ahora vengo.

Alcanzó la mesa de su casa sin titubear, cogió la botella, y con la pericia que da haber entrado tantas veces abotagado encontró los caballitos. Antes de regresar caminó al fondo del pasillo y miró afuera. Vio que los mosquitos habían abandonado el charco y que lo que había creído que era sangre era en realidad una película negra flotando sobre él. Recordó que en los días previos había visto varios charcos cubiertos por membranas blancuzcas, ésta era la primera de color negro que veía.

Seguía en silencio la ciudad, tomada por insectos mustios.

Al regresar se orientó por el infiernillo de la estufa. El contorno azul de la Tres Veces Rubia la mostraba cortando queso, jitomate y chipotles.

Vamos a comer algo, si no luego digo tonterías cuando bebo.

Voltearon y voltearon y doblaron las tortillas, comieron de pie. Luego empezaron a beber.

¿Y a ti por qué nadie viene a verte?, dijo ella.

Allá están bien todos, afuera, respondió, Aquí el mezcalito y yo no discutimos chamba.

La gente que está sola se vuelve loca, dijo ella.

A él siempre le había parecido un milagro que la gente quisiera su compañía. En especial las mujeres, los hombres se arriman hasta a las piedras. Cuando comenzó a coger le costaba aceptar que la mujer en su cama no estaba ahí por equivocación. A veces se salía de su cuarto y se asomaba y se volvía a asomar, incrédulo de que hubiera ahí una mujer desnuda, esperándolo. Como por qué. Con el tiempo descubrió que lo suyo era navegar con bandera de pendejo y luego sacar labia. Verbo y verga, verbo y verga, qué no. En una ocasión una muchacha le había confesado algo que Vicky, su amiga la enfermera, le había dicho como advertencia antes de presentarlos: «Míralo, y si no te gusta no hables con él porque te van a dar ganas de cogértelo». Lo mejor que habían dicho sobre él. No le importaba que luego no volvieran o que volvieran poco. No le molestaba ser desechable.

La Tres Veces Rubia le contó de su familia, de un hermano que no veía porque era un malacopa y un periquero y cuando estaba hasta las manitas decía cosas horribles; de su madre, que le presentaba muchachos del trabajo, pura lacra. Para ilustrar cómo había gente que de veras le describía detalles definitivos: un abogado de la oficina que después de comer se metía una servilleta a la boca y se limpiaba arriba de las encías y luego ponía la servilleta sobre la mesa, o un tío que nunca podía estarse quieto en su asiento y cada tanto decía, acomodándoselos, Es que la verdad, qué güevotes tengo.

¿Te imaginas?, decía ella, Cómo hay gente que de veras.

Su tipo de gente, la de él, con la que transaba todos los días, la su gente de su entre nos, su gente. Qué prodigio por eso, qué extraño, poder estar ahí tan cerca de ella, si somos de tan diferente maldad, pensó. Mientras la Tres Veces Rubia hablaba, la casa entera descubría ecos a falta de ruido de calle y a ratos él sentía que ahora sí que no había nada más que tiempo, le daban unas ñañaras buenas y le entraba una paciencia que no se conocía. Pero luego ella empezó a platicarle del novio como si fuera un hombre distinto a todos los otros, Si lo conocieras, y él aprovechó que algo hacía ruido para decirle Ahorita vengo y salir al pasillo.

Abrió la puerta. Ahí estaba el estudiante anémico, encogido, pálido, con los pelos eternamente escurridos sobre la frente como si se bañara con agua sucia. Seguro no había salido en días y ahora le había llegado el olor de las quesadillas. Consideró por un momento decirle Pásale, compa, orita te preparamos algo, si hubiera sido otra clase de persona o hubiera llegado en otra clase de momento, pero nomás le dijo Métase a su casa, le va a dar frío. Cerró la puerta y regresó con la Tres Veces Rubia. Jajá.

La Tres Veces Rubia había sacado un par de velas aromáticas y se arrellanaba en la salita morada. Le sirvió otro mezcal, brindaron mirando el caballito, cual debe —qué es eso de mirarse a los ojos, como si ya nos hubiésemos hecho daño—, y él se lo empujó de un golpe. Tan leal el mezcal, la mugrita destilada limpiándole la mugrita de adentro. Repostó el caballito en la mesa de centro y se sirvió el tercero. El trago lo hacía un mejor hombre: se le blanqueaban los dientes, se le robustecía el güeserío, se le acomodaba el cabello como si no fuera tieso y valemadrista. Ella no lo necesitaba, ella era chapeada y graciosa sin necesidad de sulivella, pero también se lo empinó de un golpe. Yo pensaba que era bebida babosa, con eso de que lo hacen con gusanos muertos, dijo, y él No, si cuando le ponen gusano es para darle vida al trago.

Ha de ser como la nariz de la u, dijo ella.

¿Mm?

¿Ves cómo la u tiene esos puntos cuando de veras suena como u?

La diéresis.

La nariz de la u. Cuando está con la cu la u no respira, nomás cuando está lejos de la cu, y ahí no necesita nariz. Pero yo siempre se la pongo.

Trazó la letra en el aire con un dedo y la puntuó.

Así.

Le sirvió uno más y ahora sí se miraron antes del Salú-pues. Ella estaba rozagante como calle mojada. Ésta podía ser la última mujer de su vida, se dijo. Siempre se lo decía porque, como todos, no tenía llenadera, y porque, como todos, estaba convencido de que se merecía coger una vez más antes de morir.

Llegaba de afuera un silencio chato; las horas de la calle se aplanaban de ausencia y las de la casa se floreaban de mezcal, pero el mezcal se acababa.

Tenía en su casa una botella salvadora. Pero qué tal si el estudiante anémico estaba ahí, enroscado junto a la puerta, esperando que le arrojara una tortilla. Resolvió aguardar a que el cabrón se guardara en su casita de techo a dos aguas.

A veces me asomo a la calle a media noche, dijo la Tres Veces Rubia. Si no hay mucha luz pueden verse las estrellas. Ahorita ni cómo salir.

Él también miraba mucho hacia arriba, en las noches en que se amanecía de jale y la ciudad estaba desierta. Pero no se lo dijo, no lo iba a creer.

Qué me decías de tu mirrey, dijo, y ella Ay, no seas malo.

Es bien comedido, dijo, Es mi primer novio de a de veras.

Entonces le empezó a decir que lo había conocido en una fiesta, peleándose para defender el honor de una chica a la que estaban molestando unos borrachos y eso la había enamorado luego luego; que sí, que era medio bravucón, y que sí, a veces le alzaba la voz, y que sí, era bien celoso y a veces bebía mucho y a veces le ponía demasiada atención al Bronco.

¿Quién es el Bronco?

Ay, pues su coche, no seas bobo.

¿Le puso nombre a su coche?

Pues sí, lo cuida mucho. Pero cuando estamos a solas es de lo más tierno, si vieras.

Válgame, el Hamponcito alias el Tierno.

Algo tanteó en el aire una vela que de repente le iluminó un hombro a la Tres Veces Rubia y él se lo vio descascarado. Sin pensarlo, alargó una mano y le jaló muy suavemente un pellejito.

Fuimos a la playa la semana pasada, dijo ella, observándolo como si no la estuviera tocando.

Con la otra mano hizo que se girara un poco más y empezó a jalarle muy despacio los pedazos de piel rendida.

Ay, qué rico se siente, dijo ella, Síguele.

Le siguió, cada vez más rápido por dentro y cada vez más devotamente por fuera, con un leve temblor que combatía reconcentrando la pupila en la siguiente corona de piel. Y ahí empezó a comérselas. Le quitaba la cascarita y se la llevaba a la boca. Ella movió la cabeza apenas para verlo por el rincón de un ojo y dijo Estás bien loco, ¿verdad? Él dijo Mjú y siguió haciéndolo.

A la altura de su omoplato izquierdo le descubrió una cicatriz como una línea doblada hacia arriba por los dos extremos, algo profunda. La recorrió con un dedo.

¿De qué es esto?

Mi pinche hermano desquiciado, cuando éramos niños se le botó la canica y un día me quiso acuchillar con una cuchara.

¿Con una cuchara?

Te digo que está bien desquiciado.

Separó su dedo de la cicatriz con mucho cuidado, como si temiera desprendérsela, y se la besó. Ella arqueó la espalda. Él deslizó un tirante de su blusita y antes de seguir descascarándola pasó las puntas de dos dedos sobre la cordillera de vértebras. Ya no se inclinaba para jalar los pellejitos, se había acercado a ella como si tuviera unos brazos diminutos y necesitara pegársele para tocarla. Mientras desprendía otro pellejo, casi a la vuelta de la espalda, bajó la otra mano a su cadera y la atrajo muy suavemente. Por primera vez la sintió tensarse.

Tú y yo casi ni nos conocemos.

Él dejó de mover las manos pero no las quitó ni dejó de hacer presión en su cadera.

Eso es lo mejor, dijo.

Y aún antes de decir lo siguiente ya sentía que volvía el canalla: el Canalla alias el Romántico.

Es lo mejor, porque es cariño del que se necesita, imagínate cómo sería el mundo si todos nos acariciáramos en lugar de estar matándonos. ¿Has visto toda la gente que se hace daño sin saber a quién le pega un tiro?

Lo creía, de verdad lo creía, sin embargo era un canalla porque lo había dicho como quien paga una mordida al popocha. Pero no podía dejar pasar la oportunidad. Pero igual era un canalla.

La Tres Veces Rubia se volvió hacia él y lo miró con cara de que le había dicho algo imperdonable. Lo observó temblorosamente por un par de segundos, luego lo jaló de la nuca y lo besó, le metió la lengua y la movió sobre la suya como reconociendo una posesión nueva, lo marcaba más que lo besaba, y él que ya venía tan acelerado no supo qué hacer, pero su mano izquierda, que ya había girado con la cintura de ella, y su mano derecha, que había quedado sobre su vientre, le emprestaron la voluntad que se le había mareado. Le metió las manos bajo la blusa y le descubrió las tetas. No eran como las había imaginado, tantas veces, con las manos y con el seso, nunca son como uno las imagina, eran más breves y puntiagudas y una de ellas se inclinaba un poco hacia dentro, como pidiéndole que la chupara, y mientras obedecía le sorprendió que la Tres Veces Rubia empezara a quitarle la camisa; que ella también quisiera.

Pasaba de una a otra desesperado de no poder chuparlas al tiempo. Empezó a lamerla hacia abajo por entre el casi invisible sendero de vellos tres veces rubios que se metía en el pantalón; la desabrochó, pero antes de quitarle el pantalón paseó una mano bajo el resorte de la tanga para sentir el vello rizado. Se puso de pie con miedo a que en una fracción de segundo a ella le entrara la indecisión mientras él también se quitaba los pantalones, pero ella ya le acariciaba el estómago con la punta de un pie. Se quitó todo salvo los calzones toscos, se puso de rodillas, y cuando empezaba a hacerle a un lado las bragas escuchó que la Tres Veces Rubia preguntaba ¿Cómo me llamo?

Él alzó la cabeza, barajando vertiginosamente media docena de respuestas idiotas.

Tú tampoco sabes cómo me llamo yo.

No es lo mismo, malandrín.

Tuvo el buen tino de no dejar de mover sus dedos mientras duraba el diálogo y al cabo de éste la Tres Veces Rubia ya había dejado de preocuparse por los nombres y él dejó que su lengua fiesteara como fiestea la lengua cuando no le piden verbo. En cuanto sintió que ya no tenía que pedir permiso le quitó la tanga y se desnudó por completo y la atrajo por las caderas pero ella dijo ¿Y el condón?

El hijo de puta condón. Él mismo se había hecho la pregunta y él mismo se había dicho No estés chingando ahora.

Se puso los pantalones de vuelta, dijo No te muevas.

Salió descalzo al pasillo. No se veía al estudiante anémico por ninguna parte.

Entró a su casa repitiendo el mantra del buen jarioso:

Por favor, por favor, por favor

Ése mi yo borracho

Ése mi yo pendejo

Ése mi yo que nunca nunca nunca sabe dónde dejó nada

Permite que haya salvado uno

Al menos uno

Lubricado o corrugado

De color o de sabor

Extra grande o ajustado

Por favor

Santo Santo de los jariosos

Dame un condón

Pero él sabía que no había. Ya había utilizado esa oración la última vez, meses atrás, y había encontrado uno debajo de la cama, refulgente cual héroe patrio. El último. Ya no era tiempo de héroes ni de milagros. El espanto que le había regalado tantas horas de intimidad mostraba el lado virulento de la cara. Anda, ve y corre a la tienda, galán.

Casi al frente había una botica atendida por unos viejitos que todavía envolvían los condones y las toallas sanitarias en papel de estraza para que el cliente no se avergonzara al salir, pero en la fotografía mental de esa mañana recordó la cortina metálica abajo. Trianguló el barrio en su cabeza, ubicó tienditas y farmacias aledañas y se dijo Voy vengo, cómo chingaos no. Salió de su casa y antes de entrar a la de la Tres Veces Rubia vio que en la puerta al final del pasillo el estudiante anémico lo miraba con ojos de vidrio encendido antes de salir.

La Tres Veces Rubia seguía extendida sobre el love seat, mirando las sombras de la vela en el techo. Le repitió lo que se había dicho:

Voy vengo, hay una farmacia aquí cerquita.

Ella se incorporó sobre el sillón.

No, no, no, cómo vas a salir con eso allá afuera, ni que estuviéramos tan urgidos.

Evidentemente no sabía nada de él. No le habría hecho caso en otra situación, pero la situación actual era, más que la epidemia, que la Tres Veces Rubia estaba desnuda ahí, frente a él, insistiendo Ven, y eso era lo que había, no farmacias ni condones: clausura y una mujer llamándolo.

Me doy, como los luchadores, se dijo. Se acercó y se avorazó sobre su lengua mientras volvía a desvestirse y luego ella dijo Aquí estamos incómodos y lo llevó a la habitación donde al principio todo fue que ella se dejara adorar la piel descascarada y muy tres veces tersa y que él le pasara los labios por encima y los dedos por adentro, pero luego ella le dio también mucha mucha boca en su verga sin verbo; se revolcaron apretándose las espaldas flacas y carnosas, las nalgas redondas y estrechas, hasta que puesto ahí en medio la sintió tan tibia y tan lista y tan presente que se la metió. Valió la pena, cualquier pena, sentirla jalándole la verga desde el centro del cuerpo, aunque fuera por un instante. Lo hizo rápido, pero en el lapso que le tomó hacerlo vinieron y pasaron un millón de epidemias en ciudades desiertas, en las que sólo se escuchaba una exhalación profunda y ella, otra vez, lo miró como si él hubiera hecho algo imperdonable, que por un momento larguísimo no quiso detener: lo apretó con los labios de su sexo, con las piernas, con las uñas, y luego dijo, con una voz casi inaudible pero sólida, Salte.

Se salió y se echó al lado de ella. Creyó que le diría que se largara, y se repitió lo que tantas veces en circunstancias distintas se había dicho: Todo lo bueno es un pedazo de algo horrible. Pero en vez de gritarle, ella alargó una mano, prendió su verga, la apretó y la acarició a conciencia hasta que él se vino, aunque le pedía Espera, deja de moverla, porque tenía esperanzas de quién sabe qué.

Soñó. Entre la sucesión de imágenes que en el sueño repetían su día de cruda y medias luces apareció como otras veces un perro negro, pero ahora el perro negro, peludo y mojado, zarandeaba el lomo enérgicamente, despedía agua como un lago hecho pedazos, y en cada aguja de agua que salía disparada sentía que él, el animal que a la vez era él, se aligeraba cada vez más y cada vez más, hasta que despertó, tan leve que sentía que tocaba el techo.

Ella seguía a su lado. No había dejado de saber durante la noche que la tenía ahí. Ni siquiera cuando era un animal disparando agujas de agua, ni entre la repetición de las luces al fondo del pasillo, ni en el rostro del estudiante anémico mirándolo por última vez, había dejado de saber que ahí estaba ella, cuchareada en su cuerpo; pero se lo dijo de nuevo: ahí estaban, bajo la misma cerradura.

Comenzó a acariciarla de curva a curva. Escuchó el refrigerador cargar detrás de la puerta y le entró pánico porque había vuelto la luz y temió que ella fuera a encender una lámpara y lo viera: escuálido, arruinando su colchón como arruinaba los trajes, y por eso cuando la sintió que se despertaba le hizo sh sh y metió la mano entre los muslos para irle despertando el sexo muy suavecito, desperezándolo nomás. Casi sin desplazarla siguió moviendo su mano y conforme ella gemía la movía un poco más y entonces sintió que se le quitaba la pena y también sintió que derrotaba la frase que sus primos cábulas se decían entre sí cada vez que veían a una hembra deliciosa: No, tú qué vas a hacer con todo eso.

La sintió reconcentrar y desahogar el cuerpo y luego languidecer de nuevo pero despierta a lo bien.

A que tú no puedes así, dijo ella después de un rato.

¿Qué?

Veo colores. De chiquita sólo era una luz muy fuerte, pero ahora veo luces de colores.

¿Cuáles viste ahora?

No sé. Son colores pastel. Cuando se apagan se me olvida.

Así quería quedarse. Que me entierren así, que me echen las paletadas así, con la boca abierta y asobinado, se dijo. Que me entierren, que me coman, que me quemen, que me merquen, que me marquen, que me escondan. Si quieren que me amuelen, pero que sea así.

De repente, como un movimiento involuntario, la culpa.

Lo de ayer era en serio, soltó, Lo dije para convencerte pero era en serio.

Ella no respondió.

¿Estás enojada?

¿Lo de que cómo sería el mundo si todos nos hiciéramos cariñitos y eso?

Sí.

Tst, ya sé. ¿Qué pensabas? ¿Que soy tonta? Así es cuando uno está coqueteando, ¿no? ¿Para qué sales con eso ahora? Bobo.

¿Para qué? Tenía razón.

Es que estoy acostumbrado, así es mi chamba, pero contigo no quería hacerlo. ¿Sabes en qué trabajo?

Sí.

Se incorporó y fue él quien encendió la lamparita del buró para mirarla:

¿Sí? ¿En serio?

Claro. Arreglas cosas por debajo del agua en el juzgado.

Se quedó frío. Que lo llamara así en medio de tanto beso.

Una vez escuché a la Ñora decir Ya me dijo el dueño que al señor del 3 ni lo presione si se tarda con la renta porque conoce a mucha gente y no quiere problemas con él.

No iba a decir nada pero interrumpió su silencio porque sonó el celular. Decidió contestarlo como quien va al baño para no pagar la cuenta.

Dijo Bueno. Nadie respondió, pero reconoció el resuello del medio pulmón que le quedaba al hijo de puta al otro lado de la línea, y supo que si lo llamaba con la ciudad postrada era porque lo requería, y no podría decirle que no.

¿Quién habla?, escuchó que preguntaba aquél, como si no supiera a quién le había marcado.

Quién va a ser, respondió el Alfaqueque, Soy yo.

La transmigración de los cuerpos

Подняться наверх