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Suelta mi mano y la ciudad me devorará

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Que odia mi manía de leer en el bus, que no hago más que atragantarme de ficción en su más disparatada multiplicidad, que dé un respiro y contemple la ciudad: sus calles, violencia, mendicidad, comerciabilidad, su gente, a ella.

Dejo el libro un momento para enfrentarla. Detesto estas escenas, la rebuscada forma de llamar mi atención ante banalidades.

—Lo que hago, le digo, es superior a cualquier calle saturada de baches, a cualquier esquina infestada de delincuentes y a cualquier nuevo cartel mentiroso manchando el centro de la ciudad.

Calla.

El bus ha parado y nuevos usuarios invaden el espacio, no he bajado la mirada a las páginas del libro, en espera de su voz.

Entonces me dice lo mucho que extraña al tipo atento, el que todo soportaba con tal de estar junto a ella, el deprimente vocinglero que siempre tenía una aventura nueva que contar para entretenerla.

—Es extraño volver a extrañar, desprenderse de sí mismo para adherirse a lo distante —me vuelve a decir, ahora serena, nostálgica y cursi.

Ella sabe que el ahora es un momento justificado para desterrar toda escena romanticona consumida. Que el leer y escribir son dos razones para evadir la ciudad y a ella, por un instante. Que nada ni nadie cambiará, como la cotidianidad citadina y afectiva que me rodea, por mi desconexión, de media hora, con la realidad.

—Seríamos dos perfectos postulantes para reemplazar a los protagonistas de Girls, recreando sus situaciones absurdas.

Sonríe burlonamente ante lo dicho y desvía su mirada hacia la ventana del transporte, en busca de alguna imagen perdida en la calle, entonces sé que algún asalto espectacular con balacera, una violación y los gritos de la ultrajada, una pelea donde un par de idiotas se destrocen la cara a puñetazos, algún avión cayendo precipitadamente sobre el centro de la ciudad, un bebé llorando, un gago intentando deletrear el abecedario en inglés o algún borracho filosofando sobre la vida, del otro lado de la ventana, la llenaría y distraería un instante de la escena arruinada.

—Bien, le digo, el leer no lo es todo, pero por qué desperdiciar media hora en el bus, por qué ser parte del colectivo perezoso y desquiciante que nos rodea. Malgastado en diálogos vacíos. En observaciones censurables. Nadie espera nada de nosotros. Nadie se estanca en un simple lector sin horario, cuando la ciudad es un espectáculo renovado por la violencia.

El bus ha vuelto a parar, observo a cada uno de los nuevos usuarios: desde la señora con insistente morisqueta desagradable por el transporte repleto, hasta el deprimente personaje mendicante, armado de una historia conmovedora, para sobrevivir a costa de los incautos. Y todo en movimiento, comprimido en un escenario donde cada uno es protagonista de su historia sin conexión. Donde el apuro y la desconfianza son dos opciones exigidas al momento de subir y mantenerse en el espacio transitorio.

Decido acariciar una de sus manos, para hacer menos detestable el trayecto. No voltea, pero sé que piensa en mí y en todo lo dicho, en mi esencia absorbida por las páginas del libro. En el tic desesperante de mi mano y pierna derecha, en mi mirada intimidante ante la negativa de la suya, en las palabras que retengo, en lo que le diré y me dirá al llegar a casa.

Vuelvo al libro. Nada mejor que sentirse parte de una trama —cuando nuestra realidad carece de trascendencia—, ser de la ficción un elemento más para la sobrevivencia, pero eso Noemí aún ignora, y me cuesta explicarle.

Entonces toma mi mano y decide mirarme, imito su acción y solo atino a leerle: “Necesito saber que en algún lugar de esta inmunda ciudad, en algún rincón de este infierno, estás vos, y que vos me querés”.1 A sabiendas que algún día entenderá mi manía.

El Amor Era Demasiado Limpio

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