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Un pez cadavérico a la deriva

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El mar brama en cada nueva ola moribunda en la orilla de la playa. Noemí me mira y sonríe maliciosamente, he prometido meterme al agua con ella y no lo olvida, nunca olvida nada, es la chica con memoria fílmica, reteniendo cada palabra y oración para citarla en el momento preciso, y eso ha hecho mientras avanzamos lentamente sobre la arena y atravesamos las enormes posas acumuladas de agua tibia.

La arena nos gusta, esa pegajosa cama improvisada, donde chiros y desesperados habitan una y otra vez hasta el cansancio, pero ella no quiere estar ahí, quiere sentir el mar, ser agredida por las interminables olas, verme sumergido y arrastrado por una de ellas: fuera de este mundo.

Dentro del agua me vuelve a recordar cuánto ama a los delfines, que quisiera tener uno y deslizarse junto a él, que el azul es su color preferido, que no la suelte porque si lo hago, Afrodita, llena de envidia, la asesinará. Escucho y sonrío, nada más reconfortante que escuchar, sonreír y continuar creyendo que ella es un recurso necesario para no abandonar el mundo.

Las olas nos maltratan, más a ella que no para de gritar ante cada nueva embestida. Me sumerjo un instante, donde existo: pez cadavérico y errante desconectado de lo terrenal, ínfima criatura avanzando hacia lo desconocido, exhalando el escaso aire retenido en los pulmones, siendo del mar un trozo más a la deriva.

Fuera del mar decidimos recorrer el malecón escénico, sus bares desde el exterior continúan siendo lugares impenetrables para nosotros: amantes miserables de temporada, entonces enferma el saber que mi capital no alcanza ni para una cerveza en vaso. Compramos cigarrillos y caramelos, y fumamos con coraje.

Noemí, pienso:

Cruje la arena

bajo nuestras formas tumultuosas.

No urgen más fantasmas,

ni historias lacrimales,

ante esta noche renovada.

Que el poema

mute en carne por los dos:

susurro dual

desovado entre las sombras.

Y aunque Noemí no es en verdad Noemí, sino alguien superior al personaje, me gusta llamarla así, repetir su nombre hasta el hartazgo.

—Mira —me dice, señalándome un lugar específico—, allá en una de las pozas una pareja está “violando la moral pública”.

—¡No repitas esa oración de chapa en cubierta! —le respondo, mientras recuerdo aquella vez cuando nos abordó uno disfrazado de vendedor de rosas.

Así que la abrazo y muerdo una de sus orejas, intentando hacerla olvidar de lo visto.

Ven, le digo, mientras tomo una de sus manos y retomamos la marcha, hacia el mar, en busca de todo olvido terrenal, con la esperanza de hallar algún delfín moribundo, arrastrado hasta la orilla. Algo que nos desligue de este espacio deprimente.

El Amor Era Demasiado Limpio

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