Читать книгу Los colores de una verdad - Andrea Delgado Hernández - Страница 12

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Llegaron las 15 primaveras y comencé en un nuevo colegio, porque mi anterior colegio solo era hasta tercer año. Así que no me quedaron más opciones que hacer un cambio, ya no estaría con mis amigas de toda la vida, ya los profesores no me apoyarían y entenderían mi situación. Estructuralmente mi mundo ya no sería el mismo, miles de cambios empezando desde el cambio de color de camisa, hasta enfrentarme a nuevos compañeros y profesores. El primer cambio fue que empecé a ser parte de las chicas nuevas, porque entraron otras chicas además de mí, así que por fin esta vez ya no sería la enferma del salón. Recuerdo que todo iba bien el primer mes, trataba de entender este nuevo mundo, me gustaba estar allí, aunque siempre me hizo falta mi mundo, ese que me hacía sentir segura, pero me dejé descubrir este mundo muy diferente de donde venía, y lo comencé a disfrutar.

Recuerdo perfectamente la primera vez que me sentí mal, estaba sentada escuchando mi clase, y empiezan a venir todos los síntomas, las palpitaciones, el sudor de las manos, el sentirme aturdida y mareada, y dentro de mí me decía “no acá, volverás a ser la chica enferma, así que decidí preguntar de una manera muy normal dónde estaba la enfermería, porque sabía que el colegio tenía una. Le pregunté a una chica y me dijo que estaba subiendo las escaleras y estaba del lado derecho. Recuerdo pararme y sentir que los síntomas se multiplicaban, pero me dije: “vamos, tú puedes llegar. Era un solo piso que había que subir y solo llegué a la mitad de las escaleras cuando me desmayé y rodé. No recuerdo nada hasta que volví a despertar y estaba en la camilla de enfermería con un médico de una ambulancia a mi lado y habían llamado a mi padre.

Pueden creer que no pensé en dónde me golpeé o si tenía algo roto o partido, en mi mente solo vinieron dos cosas: la primera, llamaron justo a mi papi que debe estar muy asustado, a él no le gusta nada que tenga que ver con médicos, se le puede subir la presión. Y la segunda, volveré a ser la chica que se desmaya, volveré a ser la rara. Como consecuencia de esto no fui al día siguiente al colegio, me dejaron descansar porque luego de cada crisis sentía que había corrido una maratón y quedaba agotada.

Y acá viene el segundo cambio, pero esta vez es que las crisis eran semanales, podía estar haciendo cualquier cosa, como estar sentada, parada, presentado un examen, solían ocurrirme en cualquier situación. Estas crisis ya no iban sujetas a los cambios hormonales de una vez al mes por la menstruación, porque tenía gripe, porque estuve al sol o porque no me hidrate como correspondía. En ese momento las crisis dejaron de seguir un patrón, ya no las podía predecir o saber de antemano que me podría sentir mal. Si antes la situación apenas la podía controlar, en esta etapa era como agua corriendo de mis manos. Pues por más que quisiera no podía seguir sosteniendo la situación. Y junto con este cambio vinieron la frustración, la rabia, la impotencia, la decepción hacia mí misma, porque yo estaba preocupando a mi familia, porque a los ojos de todos volvió esa mirada de no saber qué hacer, de dolor y de angustia.

Los cambios no se detuvieron, sino que se siguieron sintiendo más y venían con más potencia. Ya no era desmayarse y caer como un “saquito de papas, eran mucho peor porque comencé a vivir cada crisis. Y ¿cómo? Me desmayaba y volvía en sí, una y otra vez, una y otra vez y cada vez que volvía del desmayo veía como mi cuerpo estaba peor, se empezaron a doblar las manos y las piernas, le indicaba a mi cerebro que los moviera y no sucedía nada, ya no eran eventos cortos, el dolor iba creciendo, y también creció mucho más mis idas a la sala de urgencia de la Clínica R, al punto en donde ya me conocían, era “la chica que se desmaya, y puff, pasaba directo a un cubículo, buscaban a la enfermera que sabía cómo tomarme la vía (ya que mis venas son difíciles de divisar porque tengo algo que llaman debilidad capilar) y si esa enfermera no estaba podía salir con varios pinchazos fallidos. Allí como persona comencé a sentirme defectuosa. Por dentro, me preguntaba ¿Por qué Dios me hizo tan anormal? En ese instante comenzó el proceso de odiarme a mí misma, de vivir en una guerra constante, porque tenía un apoyo increíble de mi familia entera y mis amigas, pero yo no me quería, por más que ellos me amaran no alcanzaba para que yo sintiera ese mismo amor por mí.

Recuerdo que estaba en un grupo de amigas que cada una de ellas tenía un símbolo, y como era una de las nuevas que se integraba a ellas, me dijeron: “¿Qué figura te gustaría tener?. Había corazones, flores, estrellas, soles, piecitos, peces y muchas más, así que dije “una estrella de mar. Obviamente ellas me preguntaron por qué y les dije que la elegí porque me gustaban las estrellas y porque estas se regeneran solas a pesar de que las puedan cortar o ellas se lastimen. Y si bien esa respuesta fue sincera, no lo fue al ciento por ciento, porque además de eso las estrellas de mar siempre están al fondo y cuando la logras ver lo primero que ves es su exterior, pero si realmente las quieres ver te tienes que acercar, voltearla y mirarla. Así me sentía yo, una estrella de mar; quería estar tan en el fondo que nadie me viera, y si algo me pasaba tenía que volver a sanar sola, tenía que volver a regenerarse, porque debía continuar y no tanto por mí, sino porque mis refuerzos necesitaban que lo hiciera.

Sin darme cuenta comenzó a notarse más mi “rareza porque era la única que no participaba de ninguna actividad. Yo era la que llevaba los puntos de partidos de voleibol o kikimbol sentada. Era la niña que en su bolso tendría sal y una bebida isotónica. Además, yo era la única que tenía permitido faltar tan seguido y sin justificativo, porque si iba al colegio dos veces a la semana al tercer día entraba en crisis o a veces ni al tercer día corrido llegaba en una semana porque luego de una crisis ya no iba el resto de la semana. Comencé a fallar académicamente porque no entendía nada, no iba a clases así que estudiaba aún más, porque en mí estaba esa idea de que debía seguir siendo una buena estudiante. Esto no me lo podían arrebatar, ya que era algo en lo que era buena y porque estudiar se transformó en algo divertido, porque hacía que no pensara en nada más, solo existían los números, aprender historia y resolver problemas de física o química. Pero hoy entiendo que no era que me gustara, sino que era algo que podía controlar cuando todo lo demás en mi vida de un adolescente “normal estaba pies arribas.

Llegué hasta el punto en donde me obsesionó conocer términos médicos. Así que comencé a estudiar mi condición. Buscaba qué era realmente la disautonomía, ya que creía que sí conocía del tema a saber si podría estar bien de nuevo y ser “normal. Porque, ¿quién a los 15 años no quiere ser normal? Soñaba con hacer lo que hacían las demás niñas. Quería tener anécdotas que contar, hablar sobre mis quince, que obviamente no sucedieron, porque para mí no estaba bien celebrar a alguien defectuoso por dentro con un inmenso vestido. Aunque siempre me imaginé como aquellas princesas de cuentos de hadas, siendo además, normal. Si bien esto estaba en mi cabeza y muy pocas veces lo expresaba, siempre venían al contraataque de esos pensamientos mi familia y amigas. No tuve el vestido de mis sueños, pero sí tuve una torta hermosa, una piñata y una serenata, cortesía de las angelicales voces —desafinadas— de mis amigas. Y aunque mi mundo me daba normalidad, yo luchaba en mi interior mis propias tormentas.

En un momento, todo comenzó a colocarse peor. Las crisis que se volvían cada vez más agresivas, incluso me sucedían hasta dormida; me despertaba para sentirme mal. Hay un día que jamás olvidaré que comenzó así, con una crisis mientras dormía. Mis padres decidieron no llevarme al colegio, y prefirieron llegar tarde al trabajo para llevarme a la clínica R a ver al Dr. EH. Mi papá me dejó allí con mi mamá y nos sentamos en la sala de espera. Recuerdo que mi mundo daba vueltas de lo mareada que estaba, esa sala de espera tenía muy pocas sillas. En un momento, llegó un señora con un niño que tenía síndrome de Down y suelta al aire: “ya la juventud no es como la de antes; educada. Obviamente entendí el mensaje porque mi mamá es licenciada en dificultad del aprendizaje igual que mi tía R, quien es como mi segunda mamá. Así que toda mi vida tuve esa buena enseñanza y cortesía para con los demás. Es por eso que decidí pararme para darle la silla al niño, mientras mi madre me regañaba diciendo que porque lo hacía. Miré a mi madre y le dije “ella no entenderá lo qué me pasa. Al cabo de unos segundos me llamaron para pasar al consultorio, el cual estaba a menos de 5 pasos de mí. Pero no logré llegar, me desmayé en los brazos del Dr. EH y me llevaron en una silla de ruedas a urgencias. Luego, por mi madre, me enteré de que la señora dijo: “si hubiera sabido que estaba así no le hubiera dicho nada y mi mamá, como cualquier mamá furiosa le dijo “nadie está en un médico por gusto.

Así que las crisis habían pasado de ser una vez a la semana por varías en un solo día. Es por eso que el Dr. EH afirmó que, como las crisis estaban evolucionando, lo mío no era una disautonomía normal. Así que decidió someterme a una ablación del corazón para ver el funcionamiento eléctrico de éste y también para ver el prolapso de la válvula mitral. Iba a ser la primera intervención quirúrgica que tendría. Recuerdo como anécdota graciosa de ese día, algo que tiene que ver con esa primera anécdota que les conté, con respecto a mi nacimiento. Estábamos en la habitación del hospital mi tía Z, mi mamá y yo cuando entró una enfermera y le informa a mi madre que debe salir porque solo está permitido que el paciente esté con su madre o padre. Esta vez mi mamá no me negó, ella decidida le comentó a la enfermera que ella era mi mamá. Fue algo que en su momento y hasta hoy me da mucha risa, porque fue algo que hizo que liberáramos estrés, porque ya estaba llegando el momento de prepararme para entrar al quirófano, y debían trasladarme en ambulancia a otro lugar. Nuevamente estábamos, mi mamá y yo, y allí sin saberlo comenzamos lo que sería una tradición para la próximas cirugías, ella tomaba mi mano, nos mirábamos y yo le decía “nos vemos en un ratito, voy a dormir y vuelvo y ella me acompañaba hasta donde podía. Mientras, yo rezaba, porque esa acción era algo que sentía que me llenaba de fuerzas. Tras el cateterismo o ablación no consiguieron nada que causara que tuviera más crisis, así que dejamos de tener una condición con el remedio más barato del mundo que era agua y sal, a obtener la medicación para bajar mi ritmo cardíaco tan acelerado.

Volví a estar estable, ya no me daban varias crisis en un día o todas las semanas, pero sí me daban tres veces por mes como mínimo. Eso lo considerábamos un poco más aceptable y allí como familia entendimos que a veces hay que aceptar lo mejor de lo peor y agradecer, por lo bueno y por lo malo. Porque un día sin crisis era un día bueno, y aunque me sintiera mal debía aprovecharlo. Pero también notamos que todo lo simple se complicaba, porque una gripe no era solo una gripe, sino que era una bronquitis. Y allí comencé a vivir en una burbuja; por ejemplo, dejé de viajar en transporte público del colegio a mi casa, sino que tenía un transporte privado. Y sentí que eran medidas que cerraban mi libertad y comencé a sentirme como un hámster rodando en su ruedita.

¿Recuerdan la caída por las escaleras? Esa caída me dejó dos regalos, Uno de esos regalos fue algo que no me vine a dar cuenta hasta mucho después. Me pasaba mucho que sentía dolor al sentarme en el pupitre de la escuela, pensaba que era porque estaba hecho de madera, así que no le tomé mayor importancia. Pero, en unas vacaciones tuvimos que viajar a un lugar que estaba a unas 5 horas de mi ciudad en auto. El viaje de ida fue duro, pero el de vuelta fue como una muerte en cámara lenta, me dolía muchísimo. Al volver a mi ciudad me llevaron donde una traumatóloga y le comento que tengo dolor al sentarme. Ante esta afirmación ella me pregunta “¿Has tenido alguna vez una caída fuerte? Y de forma inmediata le digo que me he desmayado muchas veces, pero que no recuerdo haberme caído alguna vez de “pompis directamente. Hasta que recuerdo ese suceso por las escaleras y le digo a la traumatóloga que sí había tenido una caída fuerte. Entonces, ella me dice “hagamos una placa y vemos; obviamente me hicieron la placa y para sorpresa tenía una fractura en el coxis, por lo que me mandó a usar un asiento especial y además me dijo que tenía que hacerme una operación para quitarme el coxis. Mientras se programaba la operación y luego de esta, pasé de ser la niña que se desmayaba, a ser la niña que se desmayaba y usaba un aro para sentarse, el cual tenía que llevarlo y traerlo todos los días. Por desgracia el aro no entraba en mi mochila, así que me tocaba meter el brazo por el aro de la “dona en donde me sentaba. Como para seguir pasando desapercibida, ¿no? El segundo regalo que me dejó esa caída más adelante se los cuento.

Al tener un diagnóstico a una edad temprana y que en vez de controlarse empeore, te manda a tener un acompañamiento psicológico, cosa que jamás me gustó. Si eres psicólogo y lees estas líneas me disculpo de antemano, pero siempre pensé y sigo pensando que el ir a un psicólogo o psiquiatra debe nacer de ti. Tu yo interior te lo debe indicar y no te pueden obligar, porque si no, no funciona. Y... adivinen qué, a mí varias veces me obligaron a ir y es algo entendible porque como papás a veces no tienes todas las herramientas para ayudar a tu hijo. Esta situación me lleva a esta anécdota; luego de varios intentos fallidos me topé con una psicóloga que entendió que no quería estar allí pero que, al mismo tiempo usó sus habilidades y me enseñó algo que desde ese instante utilizo muchísimo, y es que debemos darles nombres a las sensaciones. Por ejemplo, golpearse el dedo del pie te puede molestar, y puedes creer que tu vida es un desastre, porque estamos molestos con la situación. Decir que te da molestia es poco, tienes que decir que te da rabia o que te frustra y gritarlo al cielo, al espejo o a lo que tú quieras. Pero la idea es sacar esa sensación de ti. Esta psicóloga me enseñó que cuando minimizas las cosas por decir una palabra suave, no sale de nuestro organismo; no nos liberamos de ese sentimiento y de esa sensación que estamos atravesando. Esto, obviamente, también funciona al revés; si algo te gusta, pero en realidad te explotó la cabeza de lo genial que es, di libremente “me encanta, me fascina que tus palabras y tus sentimientos vayan de la mano. Desde que esta psicóloga me hizo hacerlo, logró que viera que tengo que reconocer mis emociones, y por eso me empecé a sentir mejor.

Luego de todos estos procesos, psicológicos, médicos y de luchas internas, llegamos a un punto en declive donde no avanzamos y en donde nada terminaba de despegar ni de caerse. Fue esta psiquiatra, de hecho, la que nos comentó sobre un médico en la capital (que estaba a 4 horas de donde yo vivía) y nos mencionó que este médico era excelente y que intentáramos, como familia, hacer el sacrificio para que me viera el Dr. FL. Con mi familia comenzamos a analizar esta propuesta que la psicóloga había sacado de la nada y llegamos a la conclusión de que las coincidencias no existen, porque a veces la vida, el universo o Dios te encaminan a eso. Pienso que las casualidades no existen, que todo está en ti, que hay señales y debemos seguirlas o dejarlas pasar. En ese momento, esa terapia fue una señal para nosotros; fue la señal de arrancar y seguir. Ya que el Dr. EH nos había propuesto empezar una medicación con esteroides, a lo cual mi mamá se negó, porque yo era muy joven; apenas tenía 17 años.

Los colores de una verdad

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