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Capítulo 4

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CUANDO el jet aterrizó en Agon, Helena cerró los ojos con fuerza. Si no miraba por la ventana podría fingir que seguía en Londres y que aquella pesadilla no era real.

El último viaje a la isla fue tan tranquilo como el primero que hizo. La llevaron en un avión privado, luego en un coche carísimo y, finalmente, en un yate de lujo por el Mediterráneo.

Después de una hora navegando, la tierra apareció en el horizonte.

Sidiro. La isla más mágica del mundo.

Helena notó que se le aceleraba el corazón y que los recuerdos la invadían. Respiró hondo y se alegró de que su teléfono móvil comenzara a vibrar. Tenía dos mensajes. El primero era de su madre, deseándole suerte. Desde que Theo había aparecido en casa de Helena, ella solo había podido reunirse un rato con su madre en una cafetería. Helena le había contado todo a su madre y la había tranquilizado diciéndole que, si ella no le hubiera dado la dirección a Theo, él la habría encontrado de otro modo. Helena sospechaba que Theo había ido a pedirle la dirección a su madre para indagar sobre ella. Su madre, con mirada triste, le había pedido que tuviera mucho cuidado. A cambio, Helena le había hecho prometer que se replanteara separarse de su padre. No tenía muchas esperanzas, pero debía intentarlo. Nada más irse a vivir a su casa, Helena le dio una llave a su madre con la esperanza de que algún día la utilizara.

Una esperanza perdida hasta el momento.

El otro mensaje era de Stanley, preguntándole cómo le había ido el viaje. Su amabilidad provocó que a Helena se le encogiera el corazón, como siempre. ¿Qué diferente habría sido su vida, y ella, si se hubiera criado con un hombre como Stanley como padre? Un padre cuyo único objetivo era el bienestar y la felicidad de sus hijos, y no un padre que quería moldear a sus hijos según su versión de la perfección, igual que había hecho con su esposa.

Aunque desear haber tenido un padre distinto era como desear borrar otros aspectos de su pasado.

Durante las tres semanas que había estado planificando el traslado, cada vez que Sidiro aparecía en su mente, ella había respirado hondo para contrarrestar el dolor y borrar el recuerdo.

Sidiro era un pequeño punto en el mapa que tenía forma de herradura. Una isla que apenas se acercaba a los dos mil habitantes y que solo era conocida por su queso. La mayoría de su población era ganadera y criaba cabras para elaborar y exportar el queso.

Sin embargo, Sidiro tenía un secreto. El hecho de que estuviera casi aislada, sus playas de arena blanca y agua cristalina, las rocas que adquirían un color naranja bajo las impresionantes puestas de sol, la habían convertido en la meca para parejas ricas que cada verano viajaban allí desde todas partes para disfrutar del ocio de aquel paraíso. Uno de los fundadores de las noches de ocio era Theo Nikolaidis, y su madre había nacido en la isla.

Pocas semanas después de conocerse, Theo había llevado a Helena a Sidiro para pasar un fin de semana largo, que terminó convirtiéndose en un mes.

Había sido en aquel paraíso cuando él mencionó por primera vez que soñaba con convertir aquella isla de tres kilómetros cuadrados, que se encontraba a cinco minutos en barco de la punta este de Sidiro, en una casa familiar. El lugar había sido abandonado hacía muchos años por la familia de su madre, cuando se mudaron a Agon en busca de mejores oportunidades, pero las tierras abandonadas seguían perteneciendo a la familia.

Ella recordaba haber explorado la península con él. Theo la había llevado a una cabaña abandonada situada en el lugar perfecto, con unas espectaculares vistas del Mediterráneo y al resguardo de los peores de los elementos. Ese era el lugar donde ellos construirían su casa y formarían una familia.

Al recordar todo aquello, Helena no pudo contener las lágrimas.

¿Cómo era posible que el sol brillara tanto en aquel cielo azul? Debería estar oculto tras grandes nubes grises como las que ella había visto durante las tres últimas semanas.

Se sentía como si estuviera en un sueño que hacía tiempo había olvidado. Se suponía que eso era lo que estaba haciendo. Hubo un tiempo en la que ella compartía el mismo sueño, pero ya sabía que los sueños no eran reales. No tenían fundamento.

La península tenía un pequeño puerto y allí fue donde terminó la primera aventura en barco que Helena había tenido en tres años. Cargaron sus maletas y equipo de trabajo en un carro de golf, el único transporte permitido en la isla aparte de los taxis y los servicios de reparto del ferry que llegaba dos veces por semana. Mientras Helena observaba cómo se llevaban sus posesiones, una imagen en la distancia provocó que se le erizara el vello de la nuca.

Sin apartar la vista de la moto que se acercaba, notó que se le aceleraba el corazón.

Theo detuvo la moto y sonrió. Había observado la llegada de Helena desde lo alto de la colina y experimentado una mezcla de emociones. La más potente de todas había sido la satisfacción, seguida por una inmensa amargura. Nunca le había contado que su abuela, entusiasmada por la idea de que su único nieto viviera en la isla donde ella había nacido, había firmado que traspasaría las escrituras de la península a su nieto como regalo de boda. La intención de Theo había sido darle la sorpresa a Helena el día de la boda.

Su abuela estaba encantada de que por fin fuera a construir en la isla. Ella adoraba a Helena y se quedó destrozada cuando lo dejó plantado, algo por lo que él nunca la perdonaría.

Theo no quería aprender sobre el perdón. Quería pasar página.

No había anticipado lo mucho que le afectaría ver a Helena otra vez. No a nivel emocional, sino a nivel físico, como si inhalar su aroma hubiera hecho que se sintiera como el hombre que había sido antes de que lo dejaran plantado. Sentía energía en sus venas, tenía más hambre y se pavoneaba al andar. Además, tenía que esforzarse para no perder la concentración. Theo tenía un gran equipo, perfectamente capaz de hacer funcionar los negocios cuando no estaba él, pero cuando estaba, necesitaba su liderazgo. Él necesitaba tomar mucha cafeína para mantenerse despierto y evitar pensar en otras cosas. En realidad, le resultaba delicioso imaginar a Helena volviéndose loca para hacer los preparativos del viaje que la llevaría de vuelta a su lado.

Él sabía que ella deseaba rechazar el proyecto y cerrarle la puerta en las narices.

La imagen de la última discusión apareció en su cabeza. Había sucedido justo antes de ir a comer con los padres de Helena, se suponía que iba a ser la última comida antes de separarse de cara a la noche, para evitar la mala suerte que afectaba a los prometidos si se veían antes de intercambiar los votos. Era una tradición que él había decidido respetar porque Helena así lo deseaba.

Ella había regresado a la casa con él para recoger sus cosas para pasar la noche y, según pensaba él, para pasar unos momentos de intimidad antes de separarse. El vestido de novia se había enviado directamente al hotel donde Helena y su familia iban a pasar la noche. Theo había reservado toda la planta superior para ellos.

En lugar de escuchar promesas y palabras de amor, ella le habló de un comentario sin importancia que él le había hecho al padre de ella sobre los bebés. Theo le había enseñado a Helena a discutir durante el tiempo que habían pasado juntos y le encantaba ver a su prometida haciéndolo.

–¡Quieres que deje de trabajar! Quieres verme descalza, en la cocina y embarazada…

La idea provocó que él soltara una carcajada. ¿Helena en la cocina?

–¿Te parece divertido? –preguntó ella–. ¡Nada de esto es divertido! Pensé que apoyarías mi carrera

–¡Y lo hago! –gritó él, sin darse cuenta de que era su relación lo que se venía abajo. ¿No había enmarcado el dibujo del palacio que tanto admiraba? ¿No le había dicho que quería que fuera ella la que diseñara la casa cuando la península fuera suya? ¿No había buscado información para que pudiera terminar su máster en Grecia? ¿No le había buscado el estudio perfecto para que pudiera hacer las prácticas finales en Agon? ¿Qué más apoyo podía darle?

–¿Entonces por qué le dijiste a mi padre que en cuanto obtenga mi titulación, me dejarás embarazada y no me perderás de vista? ¡Te oí!

–Por supuesto que me oíste. Te guiñé el ojo nada más decirlo. Estaba bromeando –repitió él por cuarta vez–. Fue un mal intento de acercarme a tu padre. Ojalá no me hubiera molestado.

–Yo también lo pienso. Bromeando se dicen muchas verdades. No estoy preparada para tener hijos.

–¡Dijiste que querías tenerlos!

–Y puede que los tenga en un futuro, pero todavía no. Soy muy joven, hay muchas cosas que quiero hacer

–Así que solo se trata de ti, ¿no? ¿Qué hay de los planes que ya habíamos hecho?

–¡Querrás decir de los planes que tú hiciste! No paras de pisotearme…

–Consulto todo contigo…

–¡Después de hacerlo! Oyes solo lo que quieres oír. Cuando dije que quería tener hijos no quería decir que los quisiera ya mismo.

–No ahora mismo, matia mou –dijo tratando de tranquilizarla–, sino cuando tengas tu titulación. Podemos disfrutar el uno del otro durante un par de años más y después…

–Después yo estaré bajo tu control.

El resto de la discusión era una nebulosa, pero Theo recordaba con claridad el momento en que ella se quitó el anillo y se lo lanzó.

–Pensaba que eras diferente –le había gritado Helena. Él recordaba el color de su rostro, la furia en su mirada –. Pero no lo eres. Eres igual que mi padre y no pienso casarme con un hombre que desea controlarme y tomar las decisiones por mí. Puedes tirar el anillo allí donde no brille el sol. ¡Yo me voy! Y no me sigas. ¡No quiero volver a verte!

Theo se había reído de ella. Incluso había cerrado la puerta del coche que la alejaría de allí y se había despedido de ella con la mano. No había pensado que hablara en serio. Había creído que entraría en razón al cabo de unas horas. Él había llevado el anillo a la catedral en el bolsillo del pantalón, preparado para colocarlo en su dedo cuando ella se reuniera con él en el altar.

Theo nunca imaginó que el momento en el que ella le lanzó el anillo al pecho sería el último contacto que tendrían en tres años.

La parte que más había disfrutado durante las últimas semanas era tumbarse en la cama de noche, consciente de que Helena estaría en la suya pensando en él. Le gustara o no, él había vuelto a irrumpir en su pensamiento y sumido en el caos la vida que llevaba.

Ella no podría marcharse hasta que él lo dijera. Theo era el que tenía el poder, y pensaba divertirse todo lo posible.

La miró de arriba abajo y se fijó en la ropa que llevaba. Una falda hasta la rodilla y una blusa negra con la que debía pasar mucho calor. Él sonrió. Pobre Helena. Era evidente que se había vestido así para no resultarle atractiva, pero daba igual lo que se pusiera, siempre sería lo bastante apetecible como para saborearla. Solo con recordar su sabor, empezó a hervirle la sangre. Daría cualquier cosa por quitarle la ropa y redescubrir su piel cremosa y todas sus sorpresas ocultas.

–¿Has tenido un buen viaje? –preguntó él al cabo de un momento.

Ella entornó los ojos y se encogió de hombros.

–Podría haber sido peor.

Él se rio y se acercó a ella.

–Ya sabes lo que hay que hacer.

–No pienso montar en ese trasto.

–Antes no te importaba.

–Entonces era joven y estúpida –contestó ella.

–La madurez es una cualidad sobrevalorada.

–Si tú lo dices. No pienso montar sin casco.

Él contuvo una carcajada y comentó:

–Hay uno en el maletín.

–Y tienes un traje de cuero para mí.

–No hay tráfico y la moto se queja si la pongo a más de veinte kilómetros por hora.

–Entiendo que eso es un no –se cruzó de brazos–. Esperaré a que regrese el carrito de golf.

Él negó con la cabeza.

–No va a regresar.

–Muy bien. Iré andando.

–¿Con esos zapatos? –Helena llevaba un par de zapatos negros de tazón que no servían para caminar.

–Sí.

Él señaló hacia un tejado azul que había en una colina lejana.

–Allí es donde has de llegar.

Ella sonrió para evitar poner cara de sorpresa.

–Muy bien. Te veré allí.

–¿Estás segura de que no quieres que te lleve?

–Completamente segura.

–Muy bien. Disfruta del paseo –tras esas palabras, hizo un cambio de sentido y se marchó.

–Deberías ponerte un casco –gritó Helena–. No vaya a ser que te caigas y te vuelvas más sensato.

Se oyó la risa de Theo antes de que pegara un acelerón.

Blasfemando en voz baja, Helena comenzó a caminar siguiendo la huella de la moto de Theo.

Si hubiese sabido que iba a tener que caminar habría sacado las deportivas de la maleta antes de que se la llevaran. También habría sacado una gorra y se hubiera puesto crema solar.

Era tarde, pero el sol todavía brillaba con fuerza. Ella sentía sus rayos penetrando bajo el cuero cabelludo y pensó que tener una insolación sería un maravilloso comienzo.

Minutos más tarde se enrolló la falda en la cintura, se desabrochó los tres botones de arriba de la blusa y se anudó la parte de abajo a la altura del ombligo antes de enrollarse las mangas.

Seguía amonestándose por ser tan cabezota cuando oyó el ruido de la moto en la distancia.

Theo se detuvo frente a ella otra vez. Ella estaba segura de que su aspecto mostraba exactamente cómo se sentía, como si se estuviera derritiendo por dentro, mientras que Theo parecía recién duchado y vestido. Sus pantalones cortos de color negro y el polo de color caqui no tenían una mota de polvo.

Al cabo de un largo silencio, él ladeó la cabeza y la miró fijamente, como diciéndole que se estaba comportando como una niña pequeña.

–¿Vas a aceptar que te lleve? ¿O primero tengo que dar otra vuelta a la península?

A Helena le dolían los pies y había estado a punto de quitarse los zapatos y caminar descalza. Tenía la garganta seca. Toda la humedad de su cuerpo se estaba evaporando a través de la piel.

Sin embargo, en realidad no quería subirse a esa moto.

Tres años antes había pasado un mes en esa isla viajando en moto a todos sitios, con el rostro apoyado en la espalda de Theo y rodeándolo por la cintura con los brazos. Había disfrutado de cada minuto.

–Última oportunidad –le advirtió él arqueando una ceja.

Ella puso una mueca al sentir que tenía una ampolla en el talón del pie derecho.

Theo la vio hacer la mueca y negó con la cabeza:

–Es increíble cómo las personas más inteligentes son siempre las más cabezotas.

–Tu cociente intelectual debe ser altísimo –murmuró ella.

Él sonrió.

–Te agradezco el cumplido.

–No era un… –ella suspiró y al sentir el aire caliente se calló.

Helena lo miró un instante, se quitó los zapatos y los sustituyó por el casco que había en el transportín. Solo cuando se colocó bien el casco, intentó subirse a la moto.

¿Por qué había elegido esa falda tan estrecha? Para poder separar las piernas debía subírsela hasta las caderas.

–¿Puedes mirar a otro lado, por favor? –preguntó ella.

Theo la miró divertido, pero obedeció.

Helena se levantó la falda y se subió a la moto. Eso era el primer reto. El segundo era agarrarse sin tocar a Theo.

–Has de agarrarte a mí, agapi mou, como hacías antes –comentó él, como si le hubiera leído la mente.

Apretando los dientes, ella colocó las manos levemente en su cintura.

–No muerdo –dijo él–. No, a menos que me lo pidas.

Helena no tuvo tiempo de contestar, puesto que Theo aceleró y se pusieron en movimiento. Asustada por la posibilidad de caerse, Helena se pegó a la espalda de Theo y se agarró con fuerza.

Él recorrió los caminos evitando los baches y cada vez que giraba ella apretaba los muslos contra su cuerpo. ¿Cuándo había entrelazado los dedos sobre el vientre musculoso de Theo? No podía agarrarse con más fuerza, y el aroma a colonia que desprendía la piel de Theo inundaba sus sentidos.

Helena cerró los ojos y trató de ignorar las sensaciones, pero le resultó imposible. Las vibraciones de la moto y el calor del cuerpo de Theo la habían transportado al verano en que ella…

–Ya puedes soltarme.

Helena abrió un ojo despacio. Habían llegado a la vivienda que él le había señalado antes. Y ella seguía agarrada a él. El pánico se apoderó de ella. Retiró las manos de su cintura y bajó de la moto. Si Theo no la hubiera agarrado, se habría caído de bruces contra el suelo.

Y habría sido preferible.

El impacto del contacto con Theo fue inmediato. Una fuerte corriente eléctrica recorrió su cuerpo, provocó que se le acelerara el corazón y que se le entrecortara la respiración.

Y después, Helena quedó atrapada por la mirada intensa de sus ojos azules. Era como si el tiempo se hubiese detenido.

Ella no podía apartar la mirada, y tampoco deseaba hacerlo. Sus ojos estaban sedientos por absorber el rostro del hombre al que había amado con todo su corazón. Allí seguía la marca de su frente, provocada por el accidente de bicicleta que Theo había tenido durante su infancia, y que había sido muy parecido al que tuvo Helena, solo que las heridas resultantes fueron diferentes. También, su boca sonriente y sus pupilas dilatadas…

E-Pack Bianca y Deseo octubre 2021

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