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Introducción

Cuando Baumgarten empezó a darle forma a una scientia cognitionis sensitivae, gnoseologia inferior no encontró un lugar para lo maravilloso. Su viva presencia en el lenguaje cotidiano y en las artes no había sido argumento suficiente para incorporar esta idea tan antigua como las sirenas al pensamiento sistemático. El momento de gestación de esa disciplina nueva que era la Estética fue desaprovechado. Las razones de esa ausencia en el saber ver en las bellas artes son diversas, aunque básicamente han de señalarse dos. Una, la proximidad de su campo semántico con el de otros conceptos de enorme prestigio y larga tradición, como lo bello o lo sublime. La otra, esa suerte de degradación que se asocia a lo emocional y subjetivo.1 Y mientras aquellos conceptos, lo bello y lo sublime, venían a monopolizar el desarrollo de ideas morales, lo maravilloso quedaba relegado, en este sentido estético, a los ámbitos perceptivos de la naturaleza y el arte. Reducido a esa suerte de poesía de lo inverosímil, se le hurtó toda posibilidad de extraer conocimiento trascendente alguno. Aun así, y pese a tanto silencio y marginalidad, puede ciertamente articularse un sugestivo corpus teórico de lo maravilloso a través de las aportaciones directas o indirectas de algunos textos o de la conceptualización de aquellos espacios que algunos autores han ido dejando vacíos. Se trata, en efecto, de reflexiones enjundiosas, hechas especialmente desde el ámbito de la Estética, aunque no el único, como se verá al final.

Lo maravilloso forma parte de las corrientes movedizas y diversas de la existencia. Se mueve entre la idealidad y esa zona difusa entre naturaleza y cultura. Su carácter ilusorio no le resta potencialidades efectivas en el amplísimo marco que va desde el puro entretenimiento a la experiencia trascendente. «Una ilusión sobre sí misma y una ilusión sobre el mundo».2 Implica, en general, una visión festiva de los sentidos, de las emociones, de la vida, porque si no, deviene en otra cosa. Su naturaleza es accidental. Sus giros, inesperados. Su carácter, el de un encuentro fortuito. Tiene de estímulo, de impulso de nuevos significados, de nuevas ideas y nuevas creaciones. Hay en él, muchas veces, un culto a lo novedoso, y cuando es fruto de nuestros esfuerzos, de estrategias de seducción, de fascinación, de creatividad, de manipulación. Considerado desde el punto de vista narrativo de nuestras vidas y a diferencia de otros acontecimientos emocionales, su presencia no hace tanto «avanzar la acción» o provocar desenlaces, como generar paralelismos y enlaces. Lo maravilloso es una suerte de aforismo factual que ilumina la existencia. «Un buen aforismo es un relámpago en las tinieblas», dirá Ramón Eder en La vida ondulante (2012). Su condición íntima y social, si bien lo liga a un determinado contexto cultural, en lo fundamental presenta rasgos de universalidad. Más manifiesta todavía si consideramos que, en ocasiones, el fenómeno de lo maravilloso adquiere una dimensión sobrehumana que nos conecta con fuerzas primitivas, telúricas, con experiencias físicas de nuestros sentidos que habíamos olvidado.

Los objetos maravillosos son infinitos, pero sus cualidades de seducción y fascinación están más directamente relacionadas con la predisposición sensitiva del sujeto que lo percibe, que con el objeto en sí. Así pues, no se trata tanto de hallar elementos comunes dentro de esa multiplicidad de objetos, como de identificar patrones, modelos o paradigmas perceptivos en los sujetos. Estos modelos, en cuanto producto cultural y aunque mantienen rasgos comunes prácticamente inalterados a lo largo del tiempo, experimentan, no obstante, pequeños cambios de orden formal y simbólico en lo que resulta una suerte de selección natural, de Paradigmenkampf, como consecuencia de nuevas circunstancias y nuevos imaginarios resultantes del devenir histórico.

Desde mi encuentro hace unos años con Esteban de Arteaga y sus «Riflessioni sul maraviglioso», en Le Rivoluzioni del Teatro Musicale Italiano (1783), he tratado de darle forma al concepto. Para ello, a pesar de ser una expresión tan común, hube de indagar en su significación, no solo en la casuística de sus manifestaciones, en su naturaleza profunda y no en sus contingencias. Después de todo, como acertadamente señalara Christian Metz «un concepte se signifie, une chose s’exprime» (1971: 82).

Si en Elementos para una teoría de lo maravilloso abordo la cuestión desde una perspectiva fenomenológica, en Coloquio de los centauros lo hago desde un punto de vista teórico conceptual. Pero sin duda su título necesita ser explicado. Podría pensarse que es deudor de un comentario epistolar de Nietzsche a su amigo el helenista Erwin Rohde: «Cuando llegue el tiempo, quiero hablar con toda la franqueza de que sea capaz. Ciencia, arte y filosofía crecen ahora tan juntos dentro de mí que en todo caso pariré centauros».3 Aunque, subyaciendo un fondo común, el título responde a un registro muy distinto. Como habrá adivinado el lector, está tomado del poema homónimo incluido en las Prosas profanas de Rubén Darío, la más musical y sensual de sus obras, también la más hermética. Octavio Paz (1964: 10) dice a propósito de ella que «a veces recuerda una tienda de anticuarios repleta de objetos art nouveau, con todos sus esplendores y rarezas de gusto dudoso (y que hoy empieza a gustarnos tanto)». Para añadir poco después: «No todo lo que contiene ese libro es cacharro de coleccionista. Aparte de varios poemas perfectos y de muchos fragmentos inolvidables, hay en Prosas profanas una gracia y una vitalidad que todavía nos arrebatan». «Coloquio de los centauros» se reveló como el enunciado más adecuado por cuanto sugería. Como título, sus dos términos se adecuaban a lo que quería ser este libro, al tiempo que, con economía de medios, establecía su tono. Lo concebía como una animada reunión de personajes ilustrados, donde sus opiniones, de un modo u otro, tenían como horizonte la cuestión de lo maravilloso. La primera parte del título se ajustaba, por tanto, a su fin. La segunda, claro está, no podía dejar de tener un carácter simbólico. El mismo Darío (1985: 455) se describió a sí mismo como «un semi-centauro, / de semblante avieso y duro, / que remedo a Minotauro / y me copio de Epicuro». Cierto que en los centauros hay una triple naturaleza, animal, humana y divina y que la naturaleza de nuestros autores, pese a sus capacidades, no deja de ser unidimensional. Pero bien puede decirse que los adornan algunos de los atributos de aquellos seres míticos, pues «escuchan sus orejas los ecos más sutiles» y «sus ojos atraviesan las intrincadas hojas», afanándose, como el viejo maestro Quirón, en desvelar los enigmas de la naturaleza (del arte). Ellos, como los centauros, tienen también algo de visionarios.

En cierto modo este libro breviario es una historia teórica de lo maravilloso, no tanto lineal como de modelos narrativos o tendencias. Ofrece seis aproximaciones a la cuestión, poniendo cada una de ellas el énfasis en un determinado aspecto. Comienza al modo aquiniano, «ex ipsorum actuum qualitate», tratando de inferir desde las poéticas lo maravilloso y su naturaleza estética a través de las acciones de las que es causa y origen. Da cuenta de la singularidad de las Riflessioni sul maraviglioso de Esteban de Arteaga, el primer texto que intenta profundizar en la cuestión e indaga sobre la historicidad de su fenomenología, su naturaleza emotiva y su dimensión estética. Sitúa lo maravilloso en un espacio de reflexión estética patrimonializado por lo bello y lo sublime. Trata de aquellos discursos estéticos que hacen de lo maravilloso un elemento central, subrayando la carga subversiva que supuestamente encierra. Otorgan a lo insólito una capacidad transformadora de la realidad, y tratan de desenmascarar el orden cotidiano, de despertar el espíritu crítico de los individuos, llevados a la perplejidad a través del contraste de imágenes y el uso de un lenguaje onírico. Aborda esa, en la feliz expresión nietzschiana, llamada «metafísica del artista» que surge de la fuerza mistérica también conocida como energía, furia creadora, naturaleza demoníaca, dionisíaco, duende, sonidos negros. Un raro suceso vivencial, un fenómeno que se da en algunos individuos escogidos, artistas o no, y que, cuando esto ocurre, exaltados, llegados a una situación límite, parecen adentrarse en el territorio de la clarividencia, terminando por transportar, en ocasiones, a otros individuos al reino de las verdades profundas, a esos paisajes de naturaleza espiritual que hacen inútiles los códigos de comunicación ordinarios y donde la intuición puede más que la razón. Por último, se rastrea la presencia de lo maravilloso en el pensamiento sistemático de la modernidad, donde la reflexión estética parece perder peso específico en favor de una multidisciplinareidad significativa y acorde con el sentido de los tiempos.

Seis maneras de aproximarnos a lo maravilloso desde el punto de vista de los teóricos, que no dejan de constituir un escalón intermedio entre nuestro yo y el mundo, entre la lógica material y la profunda necesidad de vivir fascinados.

1. Con todo, Francesco Milizia (1823: 22) define la Estética como «ciencia de los sentimientos», pero es revelador su juicio al tratar estas cuestiones según los principios de Sulzer y de Mengs: «no abraza los del tacto, del paladar, ni del olfato, los cuales al paso que obran en nosotros con mayor fuerza, son demasiado groseros y no convienen a las bellas artes, porque no mejoran nuestra razón; al contrario el paraíso de Mahoma sería el verdadero parnaso, y los perfumadores y cocineros serían los principales artistas. Es verdad que también son apreciables estas profesiones, [...] pero no va[n] sino indirectamente al entendimiento. Las bellas artes son para el oído y para la vista en las que, si bien causan impresiones menos fuertes, son sin embargo más estendidas [sic], más multiplicadas y confinan cuasi con el entendimiento puro» («Escultura: Reflecciones [sic]», § 27).

2. Aunque referido a la mentalidad primitiva, las palabras de Godelier (1974: 372) son extrapolables a la universalidad de la experiencia emotiva de lo maravilloso. Para este se trata de «una ilusión sobre sí misma porque el pensamiento dota a las idealidades que espontáneamente genera de una existencia fuera del hombre e independientemente de él, con lo cual se extraña de sí mismo en sus propias imágenes del mundo, y una ilusión sobre el mundo, al que puebla de seres imaginarios análogos al hombre, que pueden responder a sus plegarias atendiéndolas o rechazándolas». Para los nexos entre el mundo social y el mundo subjetivo véase también Habermas (1992, I: 73 y ss.).

3. Febrero de 1870. Cito de la introducción de Andrés Sánchez Pascual en Nietzsche (2004: 12).

Coloquio de los centauros

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