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II

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Nací en Cádiz. Mi madre era inglesa católica, perteneciente á una de esas familias anglo-malagueñas, tan conocidas en el comercio de vinos, de pasas, y en la importación de hilados y de hierros. El apellido de mi madre había sido una de las primeras firmas de Gibraltar, plaza inglesa con tierra y luz españolas, donde se hermanan y confunden, aunque parezca imposible, el cecear andaluz y los chicheos de la pronunciación inglesa. Pasé mi niñez en un colegio de Gibraltar dirigido por el obispo católico. Después me llevaron á otro en las inmediaciones de Londres. Cuando vine á España, á los quince años, tuve que aprender el castellano, que había olvidado completamente. Más tarde volví á Inglaterra con mi madre, y viví con la familia de ésta en un sitio muy ameno que llaman Forest Hill, á poca distancia de Sydenham y del Palacio de Cristal. La familia de mi madre era muy rigorista. A donde quiera que volvía yo los ojos, lo mismo dentro de la casa que en nuestras relaciones, no hallaba más que ejemplos de intachable rectitud, la propiedad más pura en todas las acciones, la regularidad, la urbanidad y las buenas formas casi erigidas en religión. El que no conozca la vida inglesa apenas entenderá esto. Murió mi buena madre cuando yo tenía veinticinco años, y entonces me vine á Jerez, donde estaba establecido mi padre.

Era yo, pues, intachable en cuanto á principios. Los ejemplos que había visto en Inglaterra, aquella rigidez sajona que se traduce en los escrúpulos de la conversación y en los repulgos de un idioma riquísimo, cual ninguno, en fórmulas de buena crianza; aquel puritanismo en las costumbres, la sencillez cultísima, la libertad basada en el respeto mutuo, hicieron de mí uno de los jóvenes más juiciosos y comedidos que era posible hallar. Tenía yo cierta timidez, que en España era tomada por hipocresía.

Mi padre era un hombre de pasiones caprichosas, todo sinceridad, indiscreto á veces, de genio vivísimo y bastante opuesto á lo que él llamaba los remilgos británicos. Se reía de las perífrasis de la conversación inglesa, y hacía alarde de soltar las franquezas crudas del idioma español en medio de una tertulia de gente de Albión. A veces sus palabras eran como un petardo, y las señoras salían despavoridas. Al poco tiempo de vivir con él, noté que sus costumbres distaban mucho de acomodarse á mis principios. Mi padre tenía una querida en la propia vivienda. Un año después tenía tres: una en casa, otra en la ciudad y la tercera en Cádiz, á donde iba dos veces por semana. Debo decir que en vida de mi madre había sido muy hábil y decoroso mi padre en sus trapicheos, y por esta razón los disgustos que dió á su señora no fueron extremados.

Sin faltarle al respeto, emprendí una campaña contra aquellos desafueros paternos. Si no logré todo lo que pretendía, al menos conseguí que rindiera culto á las apariencias. La mujer que vivía en casa se trasladó á otra parte. Esto era un principio de reforma. Lo demás lo trajeron la vejez del delincuente y su invalidez para la galantería. En tanto yo daba viajes á Inglaterra, haciendo allí vida de soltero por espacio de tres ó cuatro meses. Sólo dos veces por semana iba á comer á Forest Hill, donde seguían viviendo las hermanas y sobrinas de mi madre, y el resto del tiempo lo pasaba bonitamente entre los amigos que tenía en la City y en el West. Me alojaba en Langham Hotel y pasaba los días y las noches muy entretenido. Frecuentaba la sociedad ligera sin abandonar la regular, y al volver á mi patria, notaba en mí síntomas de decadencia física que me alarmaban. Puesto que mis ideas eran siempre buenas, hacía propósito firme de practicarlas fundando una familia y volviendo la hoja á aquella soltería estéril, infructuosa y malsana.

Cuando mi padre se retiró de los negocios, dejando todo á mi cargo, mis viajes á Inglaterra fueron menos frecuentes y muy breves. En quince días ó veinte entraba por Dover y salía por Liverpool ó viceversa. Murió repentinamente mi padre cuando ya empezaba á curarse de sus funestas manías mujeriegas, y entonces, falto de todo calor en Jerez, sin familia, con pocos amigos, y viendo también que entraba en un período de gran decadencia el tráfico de vinos, realicé, como he dicho al principio, y me establecí en Madrid.

Pero aún falta un dato que, por ser muy principal, he dejado para lo último. Tuve una novia. Acaeció esto en la época en que, por cansancio de mi padre, estaba yo al frente de la casa. Era también de raza mestiza, como yo; española por el lado materno, inglesa católica por su padre, el cual había tenido comercio en Tánger y á la sazón era dueño de los grandes depósitos de carbón de Gibraltar. Además recibía órdenes de casas de Málaga y trabajaba en la banca. Llamábase mi novia Catalina. Le decían Kitty. Habíase criado en Inglaterra, con lo cual dicho se está que su educación era perfecta, sus maneras distinguidísimas. Prendéme de ella rápida y calurosamente un día en que, hallándome de paso en Gibraltar, me convidó á comer su padre. Su belleza no era notable; pero tenía una dulzura, una tristeza angelical que me enamoraban. La pedí y me la concedieron. Mi padre y el suyo se congratulaban de nuestra unión...

¡Maldita sea mi suerte! Aquel verano, cuando Kitty volvió con su padre de una breve excursión á Londres, la encontré muy desmejorada. La pobrecilla luchaba con un mal profundo que el régimen y la ciencia disimulaban sin curarlo. Octubre la vió decaer día por día. Noviembre la llamaba á la fría tierra con susurro de hojas caídas y secas. Yo iba todas las semanas á Gibraltar. Un lunes, cuando más descuidado estaba, porque el viernes precedente la había visto mejor, recibí un telegrama alarmante. Corrí á Cádiz; el vapor había salido; fleté uno, y cuando me dirigía al muelle para embarcarme, un amigo de la casa salióme al encuentro en Puerta de Mar, y echándome su brazo por encima del hombro, me dijo con mucho cariño y tono muy lúgubre que no fuera á Gibraltar. Comprendí que la pobre Kitty había muerto. Se me representó fría y marmórea, su mirar triste apagado para siempre. Mi dolor fué inmenso. Tuve horribles tristezas, dolencias que me agobiaron, ruidos de oídos que me enloquecieron. El tiempo me fué curando con la pausada sucesión de los días, con el rodar de las ocupaciones y de los negocios. Cuando vine á Madrid habían pasado cinco años de esta desgracia, que truncó mis soberbios planes domésticos, dió á mi vida giros inesperados y á mi conciencia direcciones nuevas.

Eloísa no se parecía nada á Kitty. La pobre inglesa difunta era graciosa, modesta, descolorida, de voz tenue y ojos claros que revelaban ingenuidad y delicadeza; mi prima era arrogante, hermosa, tenía coloración enérgica en la tez y el cabello, y sus ojos quemaban. No obstante esta radical diferencia, yo había dado en creer que el alma de Kitty se había colado en el cuerpo de Eloísa y se asomaba á los ojos de ésta para mirarme. ¡Qué simpleza la mía! Era esto quizás una nueva manifestación de las manías de nuestra raza, tan bien monografiadas por mi tío, porque bien me sabía yo que las almas no juegan á la gallina ciega, y mis ideas respecto á la transmigración eran tan juiciosas como las de cualquier contemporáneo. Pero no lo podía remediar. Echaba la vista sobre Eloísa y veía en sus ojos el cariño apacible y confiado de Kitty. Era ella, la mismísima, reencarnada, como las diosas á quien los antiguos suponían persiguiendo un fin humano entre los mortales; y asomada á la expresión de aquel semblante y de aquellos ojos, me decía: «Aquí estoy otra vez: soy yo, tu pobrecita Kítty. Pero ahora tampoco me tendrás. Antes te lo vedó la muerte; ahora la ley.»

Lo prohibido

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