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IV

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El barbián solía dormirse, y el ama se lo llevaba. Acostábanle á veces en mi lecho, y lo cubrían con mi tapabocas. Con ser tan pequeño en la superficie de mi ancha cama, parecía que llenaba la casa, pues todas las miradas fijábanse con respeto y cariño en aquel bulto que respiraba. Se le sentía como se siente un reloj, y en el momento de despertar parecía que iba á dar la hora.

Eloísa me hablaba de sus proyectos, de lo que pensaba hacer en su nueva casa, de las personas á quienes recibiría, de sus criados, de sus coches, de su servicio, montado con tanta inteligencia como orden. Dábame por admirar cuanto decía, fuera lo que fuese, y por buscar nuevos aspectos al tema de nuestra conversación para ver cómo los trataba y hasta dónde iban los vuelos de un talento que se me antojaba superior. Empezando por hablar de una sillería ó del presupuesto de cocheras, de lo que cuesta una buena planchadora, ó de lo que valen doce docenas de botellas de Château Laffitte, concluíamos por tratar de cosas hondas, como política, religión. Eloísa hablaba con sencillez, sin pretensiones ni aun de buen sentido, pues el buen sentido, cuando quiere aguzarse mucho, tiene pedanterías tan insufribles como las de la erudición; expresaba lo que sentía, claro, sincero y con gracia. Y lo que ella decía parecíame trasunto fiel del sentimiento general; no chocaba por su originalidad ni por su vulgaridad. Observé que sus ideas religiosas venían á ser poco más ó menos como las mías, débiles, tornadizas, convencionales y completamente adaptadas al temperamento tolerante, á este pacto provisional en que vivimos para poder vivir. Sobre otros temas mostróme pensamientos más originales, de los cuales hablaré á su tiempo.

Una noche me pasó una cosa muy rara, digo mal, no fué cosa rara; antes bien lo considero natural, atendidas las circunstancias. Es el caso que aquel maldito Raimundo me contaba todos los días un nuevo desenfreno de su imaginación violentada. Su vida artificial y sonambulesca le ofrecía á cada momento ratos de soñado placer y aun satisfacciones del amor propio.

—Mira, chico, anoche me acosté pensando que era alcalde de Madrid, no un alcaldillo de tres al cuarto, sino un auténtico Barón Haussmann. Me quité de cuentos. Madrid necesita grandes reformas. Como disponía de mucha guita, mandé abrir la gran vía de Norte á Sur, que está reclamando hace tiempo esta apelmazada Villa. ¿Ves lo que se ha hecho en la calle de Sevilla? Pues lo mismito se hizo en la calle del Príncipe, es decir, demolición completa de todo el lado de los pares. Después rompimiento de la misma calle hasta la de Atocha... hasta la de la Magdalena... Por el otro lado, varié la dirección de la calle de Sevilla, y enfrente, en la casa donde está el Veloz-Club, hice otro rompimiento hasta la Red de San Luis. El desnivel es muy poca cosa... Siguieron luego los derribos: ¡qué nube de polvo!... siete mil obreros... aire, luz, higiene... En fin, cuando me dormí, ya estaba abierta la magnífica vía de treinta metros de anchura desde la calle del Ave-María hasta el Hospicio...

Y cuando no entraba con esta monserga de la urbanización, venía con otra semejante.

—Mira, chico, anoche me acosté pensando que era yo Sullivan. Venía del teatro, de verlo representar...

O bien:

—Me acosté pensando que había descubierto la dirección de los globos...

En mi estado de debilidad, nada tenía de extraño que estos ajetreos de la mente, este vivir imaginativo fuera contagioso; es decir, que se me pegó la maña de pensar y figurarme cosas y sucesos ideales, si bien nunca completamente absurdos. Yo no estaba, como el pobre Raimundo, trigonométricamente trastrocado; quiero decir, que mi imaginación no iba ni con mucho tan lejos como la de mi primo, en quien el imaginar era una especie de vicio solitario, nacido de la flojera orgánica, fomentado por la holganza y convertido por la costumbre en imperiosa necesidad. Las tonterías que yo pensaba, las acciones y fábulas que forjaba en mi mente, harto parecidas á los argumentos de las novelas más sosas, aburrirían al que esto lee, si tuviera yo la humorada de contarlas aquí. Carecían de aquel encanto pintoresco y de aquel viso de realidad que tenían las volteretas cerebrales de mi primo, atleta eminente, trabajando sin cesar en el triple trapecio del vacío.

Como una media hora estuve aquella noche hablando con Eloísa. Después creo que me quedé aletargado en el sillón. Escasa luz había en mi gabinete, no sé por qué. Paréceme recordar que llevaron la lámpara á la alcoba, donde estaba el pequeñuelo. Medio dormido oí la voz del ama y la de Juliana. Eloísa hablaba también, siendo el tono de las tres como de personas que tenían muchas ganas de reirse. Creí comprender que estaban mudando la ropa de mi cama, mojada por el barbián, y alguna de ellas le reprendió graciosamente por su falta de respeto al lugar en que reposaba. A mi lado, una respiración arrastrada y penosa hacíame comprender que mi tía Pilar estaba más profundamente dormida que yo.

Veía yo la alcoba iluminada y mi cama de nogal, grande como las de matrimonio; oía las voces de las tres mujeres que se reían quedito como si me supusieran dormido; luego los rebullicios y cacareos del chiquillo, protestando contra las malas intenciones que se le atribuían. Por último, el ama le tapaba la boca con el biberón vivo y se oían sus chupidos... después silencio profundo. Todo esto se presentaba á mi mente como la cosa más natural del mundo, sin causarle ninguna extrañeza, cual si fuera suceso común y rutinario que había ocurrido el día anterior y que ocurriría también en el venidero. Del fondo de mi alma salían dos fenómenos espirituales: aprobación afectuosa de lo que veía, y certidumbre de que lo que pasaba debía pasar y no podía ser de otra manera. Cada persona estaba en su sitio, y yo también en el mío.

Un ratito después, creo que me hundí un poco en el sueño. Pero resurgí pronto viendo á Eloísa que entraba por la puerta de la alcoba. Vestía de color claro, bata de seda ó no sé qué. Acercábase acompañada de un rumorcillo muy bonito, de un tin-tin gracioso que me daba en el corazón, causándome embriaguez de júbilo. Traía en la mano izquierda una taza de té y en la derecha una cucharilla, con la cual agitaba el líquido caliente para disolver el azúcar. Ved aquí el origen de tan linda música. Avanzó, pues, á lo largo de mi gabinete, que estaba, como he dicho, medio á obscuras, y se acercó á mi persona inclinándose para ver si dormía... Pues bien: en aquel instante, hallándome tan despierto como ahora y en el pleno uso de mis facultades, creí firmemente que Eloísa era mi mujer.

Y no fué tan corto aquel momento. El craso error tardó algún tiempo en desvanecerse, y la desilusión me hizo lanzar una queja. Eloísa se reía de mi aturdimiento y de mi torpeza para coger la taza y beber del contenido de ella. A mí me embargaba el temor de haber dicho alguna tontería en el medio minuto aquél de mi engaño. Temía que el poder de la idea hubiera sido bastante grande para mover la lengua, y que ésta, sin encomendarse á Dios ni al Diablo, hubiera pronunciado dos ó tres palabras contrarias á todo razonable discurso. Dudaba yo de mi propia discreción en aquel breve lapso de irresponsabilidad, y me atormentaba la sospecha de haberme puesto en ridículo ó de haber ofendido á mi prima en su dignidad, que conceptuaba quisquillosa. Y como la veía reirse de mí, la preguntaba azorado, al tomar de sus manos la taza:

—¿Pero he dicho algo, he dicho algo?

—¿Pero qué tienes, qué te pasa? Eres como mamá, que se enfada cuando suponemos que tiene sueño.

—No, no es eso. Háblame con franqueza. ¿He dicho algún disparate?... Es que, la verdad, temo haber dicho alguna majadería, alguna estupidez hace un momento, cuando...

—No has hecho más que dar un suspiro tan grande que... (¡cómo se reía!) tan grande que creí caerme de espaldas. En cuanto á la majadería, no dudo que la habrás pensado; pero ten por cierto que no la has dicho.

Lo prohibido

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