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III

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He dicho que en Enero del 81 dió á luz Eloísa el primer nieto que tuvieron mis tíos. El tal absorbía por completo la atención de toda la familia. Abuelos, tías y madre eran pocos para mimarle. Las funciones de su organismo nuevecito, al estrenar la vida y ensayarse en los procederes elementales del egoísmo humano, preocupaban hondamente á todos los de casa.

A las inocentes brutalidades de aquel cachorro de hombre se les daba la importancia de verdaderas acciones humanas. No hay para qué hablar de la fama que tenía. Había corrido la voz de que era un rollo de manteca, y además muy mala persona, es decir, que ya tenía sus malicias, y se valía de ingeniosas tretas para hacer su gusto. Todos los recién nacidos gozan de esta opinión desde que respiran; todos son guapos, robustos y muy pillos. Y, sin embargo, todos son lo mismo: feos, flácidos, colorados, más torpes que los niños de los animales y siempre mucho menos graciosos. Del de Eloísa se contaban maravillas. Era un granuja. A los dos meses ya protestaba contra las horas metódicas á que le daba el pecho el ama, y quería atracarse sin orden ni tasa. Era, pues, un gastrónomo y un libertino. A los cuatro meses mostraba su desagrado á algunas personas, y pataleaba cuando quería que le paseasen. Tenía la poca vergüenza de reirse de todo, y cuando le ponían un reloj en la oreja, se la echaba de listo, como diciendo: «Ya, ya sé lo que es eso: á mí no me la dan ustedes.» A los cinco meses era realmente una preciosidad. Se parecía á su mamá. Salía á los Buenos de Guzmán en la figura y en el carácter. El ama relataba mil incidentes y malicias que indicaban el talento que iba á sacar. Algunas noches había conciertos, á que felizmente no asistía yo. Para impedirle que durmiera de día, le paseaban por la casa, le bajaban alguna que otra vez á la mía, y procuraban entretenerle haciéndole fijar la vista en objetos de colores vivos. Cuando se cansaba, restregábase el hocico con los puños cerrados, que parecían dos rosas sin abrir, y á veces me obsequiaba con una sonata de las mejores suyas. Alguna vez le cogía yo en mis brazos y le paseaba, procurando que se fijara en una lámpara colgante, objeto al cual repetidas veces consagraba una atención profunda como de persona inteligente. Parecía decir: «Vean ustedes... éstas son las cosas que á mí me gustan...» No sé en qué consistía que en mis brazos se tranquilizaba casi siempre. Sin duda sentía hacia mí una respetuosa estimación que no le inspiraba el ama. Mirábame con atónita dulzura, mascando sosegadamente un aro de goma y arrojando sobre mi pecho las babas que no podía recoger su babero. Con aquella muda saliva me decía sin duda: «Estoy pensando, aquí para mis babas, que usted y yo vamos á ser muy buenos amigos.»

Todos le querían mucho, y yo también, correspondiendo á la confianza y consideración que le merecía. Ved aquí cuán fácilmente me asimilaba los sentimientos de la familia, porque mi carácter fué siempre, salvo en las ocasiones de mal nervioso, refractario á la soledad. No me gustaba vivir en lo interior de aquella república, pero sí en sus agradables cercanías. Poco á poco fuí acostumbrándome al calor lejano de aquel hogar. Así lo quería yo: bastante cerca para matar el frío, bastante lejos para que no me sofocara. Mis tíos, mis primas, los maridos de mis primas y el retoño aquél baboso me interesaban ya y eran necesarios en cierto grado á mi existencia.

Pero he de confesar que Eloísa era, de todos ellos, la que se llevaba la mejor parte de mis afectos. Solía consultarme sobre cosas de su exclusivo interés; y yo, que todo el invierno lo empleé en instalarme bien y cómodamente, pues era muy tardo y dificultoso en elegir los muebles, le pedía un día y otro el concurso de su buen juicio y de su gusto supremo para aquel fin. Entre paréntesis, diré que yo decoraba mi casa con lujo, adquiriendo todo lo bonito y elegante que encontraba en las tiendas, y haciendo traer directamente algunos objetos de París y Londres. Soltero, rico y sin obligaciones, bien podía darme el gusto de engalanar suntuosamente mi vivienda, y ser, conforme lo exigía mi posición social, amparo de las artes y la industria. Desconfiando siempre de mí mismo en materia de gusto artístico, me sometía al parecer de Eloísa, y nada se ponía en las paredes de mi casa sin que antes pasase por la prueba de su entendida crítica. Comprendí que ella gozaba extraordinariamente en ello, y como había tela de donde cortar, yo adquiría, adquiría cada vez mejores y más escogidas cosas.

Mi afecto hacia ella era de una pureza intachable; tan así, que gozaba oyéndola elogiar á su marido. Díjome un día:

—El pobre Pepe vale bastante más de lo que creen papá... y los amigos de casa. Tiene inteligencia; pero la pobreza y su poca salud le acobardan mucho.

Otro día me dijo con acento bastante triste que estaba hastiada de vivir en casa de sus padres; que además de la idea de serles gravosa, le mortificaba la falta de independencia; que deseaba ardientemente tener su casa, casa propia, sus cuatro paredes, para vivir solita con su marido y con su hijo. Con la renta de Pepe no había que contar para este propósito tan honrado y tan legítimo, pues la paga del ministerio y el producto de unos foros gallegos que además disfrutaba, apenas eran suficientes para vestirse ambos y para el ama y algunas menudencias.

—Oye lo que ocurre —me dijo otro día, en ocasión que subí á su casa para que me hiciera el favor de elegirme unas alfombras—. A ver qué opinas. El ministro de Ultramar, que es muy amigo nuestro... anoche comieron él y papá en casa de la de San Salomó... ha ofrecido á Pepe un buen destino en Cuba. Dice papá que si tiene arreglo, puede sacar en un par de años cien mil duros... sin hacer cosas malas, se entiende. Otros han traído más en mucho menos tiempo. ¿Te parece que debe aceptar? En toda la noche he podido dormir pensando en esto, pues si por un lado quisiera resolver este acertijo de nuestro modo de vivir, por otro no me haría maldita gracia separarme de mi marido... Y lo que es irme yo á América... al pensarlo, no son plumas, sino nidos de avestruces lo que siento en mi garganta. El pobre Pepe no tiene salud para aquellos climas... y al mismo tiempo no sé... ¡La idea de verle entrar en casa acompañado de cien mil duros!... Es terrible alternativa ésta, ¿no es verdad? Parece que la marquesa de Cícero está ahora muy fuerte. ¿Qué opinas tú? ¿Debemos aceptar el destino?

Esta inesperada consulta me puso en gran perplejidad. Pero mi buen juicio y mi conciencia, que, teóricamente al menos, estaba llena de rectitud, inspiráronme pronto la respuesta. No: Pepe no debía exponerse á los peligros de la fiebre amarilla... no faltaba más. ¡Qué sería de su pobrecita mujer, sola y muerta de pena en Madrid!... Por ningún caso. Estaría siempre en un puro afán, pensando si le daba ó no le daba el vómito, y de correo en correo su vida sería un martirio de incertidumbre... ¿Y todo por qué? Por una riqueza ilusoria... Pepe era decente y honrado, y no sabría centuplicar, como otros, los gajes de su empleo.

—Ríete —le dije— de esas ganancias, sin hacer cosas malas. Pepe se volverá á España con las manos tan limpias como su conciencia, y los bolsillos más limpios aún...

Añadí que la Providencia se encargaría de arreglar aquel asunto mejor que el ministro de Ultramar. Por más que dijeran, Angelita Caballero no podía ya vivir mucho. Yo la había visto el día antes en su carruaje, hecha una hoz, tan encorvada que parecía estar besándose las rodillas... Paciencia, paciencia y calma.

Esto ocurría en Mayo: lo recuerdo, porque después de aquella conferencia fuimos todos, Camila inclusive, á casa de María Juana, á ver pasar la gran procesión del Centenario de Calderón. Los prudentes consejos que dí á Eloísa fueron bien acogidos por ella y aceptados con alma. Aquel día y los siguientes estuve pensando cuán fácil me sería realizar el noble sueño de mi prima, pues con parte de lo que yo gastaba en superfluidades, habría bastado para que ella tuviese aquellas cuatro paredes suyas que la traían tan desazonada. Pero esto era tan irregular y contravenía de tal modo las leyes sociales, que no era posible expresarlo ni aun como un ofrecimiento de pura fórmula, de esos que previamente sabemos no serán aceptados. Hablar de tal cosa habría sido imperdonable falta de delicadeza. Calléme, pues, repitiendo para mi sayo una cosa que más de una vez había oído de labios de la propia Eloísa en sus horas de tristeza, y era que los bienes de la tierra están muy mal repartidos.

Lo prohibido

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