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II

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En la primera ocasión que se presentó, mi tío habló de sus tres yernos con muy poco miramiento. El uno era egoísta, el otro pobre y vanidoso, el tercero una mala persona. De confidencia en confidencia llegó hasta las más íntimas y delicadas, acusando á su esposa de precipitación en el casorio de las hijas. De esto colegí que mi tía Pilar, señora indolentísima y de cortos alcances, por quedarse libre y descansar del enfadoso papel de mamá casamentera, había entregado sus niñas al primer hombre que se presentó, llovido en paseos y teatros. También pudo ser que ellas se sobrepusieran á la disciplina paterna, apegándose al primer novio que les deparó la ilusión juvenil.

No habían pasado quince días de mi instalación cuando me puse malo. Desde niño padecía yo ciertos achaquillos de hipocondría, desórdenes nerviosos, que con los años habían perdido algo de su intensidad. Consistían en la ausencia completa del apetito y del sueño, en una perturbación inexplicable que más parecía moral que física, y cuyo principal síntoma era el terror angustioso, como cuando nos hallamos en presencia de inevitable y cercano peligro. Con intervalos de descanso melancólico, mi espíritu experimentaba aquel acceso de miedo inmenso que la razón no podía atenuar, ni la realidad visible combatir; miedo semejante al que sentiría el que, cayéndose sobre la vía férrea y no pudiendo levantarse, viera que el pesado tren se acercaba, le iba á pasar por encima... Cuando me ponía así, la vista de personas extrañas me excitaba más. Dábanme ganas de pegar á alguien ó de injuriar por lo menos á los que me visitaban, y padecía mucho conteniéndome. Por esta razón no quería recibir á nadie, y mi criado, que ya conoce bien este flaco mío y otros, no dejaba que llegase á mi presencia ni una mosca. Difícil era en Madrid extremar la consigna. Ni valían estos rigores con mi tío, el cual, atropellando la guardia, se colaba de rondón en mi gabinete. Y era que creía de buena fe llevarme en sus largos discursos la mejor medicina de mi mal; jactábase de conocerlo á fondo, y en vez de hablarme de cosas que engañosamente llevaran mi espíritu á esfera distinta de mi padecer, estimaba más eficaz encararlo con éste, hacerle meter la cabeza en él valientemente, como se corrige á los caballos espantadizos, acercándoles á los mismos objetos de que huyen. Díjome primero en su festivo exordio, que aquello era el mal del siglo, el cual, forzando la actividad cerebral, creaba una diátesis neuropática constitutiva en toda la humanidad. Esto se lo había dicho Augusto Miquis la noche antes. Por eso lo sabía y lo repetía como papagayo, sin entender una jota de medicina. En lo que principalmente hacía hincapié mi tío Rafael, era en dar á mi dolencia la importancia histórica de un mal de familia, que se perpetuaba y transmitía en ella como en otras el herpetismo ó la tisis hereditaria.

—Todos padecemos en mayor ó menor grado —me dijo amplificando mucho la relación que voy á extractar—, los efectos de una imperfeccioncilla nerviosa, cuyo origen se pierde en la crónica obscura de los primeros Buenos de Guzmán de que tengo noticia. En nuestra familia ha habido individuos dotados de cualidades eminentes, hombres de gran talento y virtudes; pero todos han tenido una flaqueza: llámala, si quieres, chifladura; bien pasión invencible que les ha descarrilado la vida, bien manía más ó menos rara que no afectaba á la conducta. A unos les ha tocado el daño en el cerebro, á otros en el corazón. En algunos se ha visto que tenían una organización admirable, pero que les faltaba, como se suele decir, la catalina. Por esto, abundando tanto en nuestra familia las altas prendas de entendimiento y de carácter, ha habido en ella tantos hombres desgraciados. No han faltado en la raza tragedias lastimosas, ni enfermedades crónicas graves, ni los manicomios han carecido en sus listas del apellido que llevamos. En cuanto á las mujeres, las ha habido ilustrísimas por la virtud, algunas heróicas; pero también las hemos tenido de temperamentos tan exaltados, que más vale no hablar de ellas.

Parecíame algo fantástico lo que me contaba aquel hablador sempiterno, que, por lucir el ingenio, era capaz de alimentar su facundia con materiales de invención.

—Usted hubiera sido un gran novelador —le dije; y él, acercándose más á mí, prosiguió de este modo:

—Recorre la historia de la familia en los individuos más cercanos, y verás cómo hay en ella una singularidad constitutiva que viene reproduciéndose de generación en generación, debilitándose al fin, pero sin extinguirse nunca. ¡Ah! nosotros los Buenos de Guzmán somos muy célebres. Si contara lo que sé de todos, no acabaría en tres meses. Sólo diré que mi abuelo, bisabuelo tuyo, era un hombre que á lo mejor se envolvía en una sábana y andaba de noche por las calles de Ronda haciendo de fantasma para asustar al pueblo.

»Tu abuelo, hermano de mi padre, se hizo construir un panteón magnífico para él solo, quiero decir, que ninguna otra persona de la familia se había de enterrar en él. Pero en el testamento dispuso que le fueran poniendo al lado los cuerpos de todos los niños pobres que se murieran en Ronda. Y así se hizo. En treinta años fueron sepultados allí más de doscientos cadáveres de ángeles. El tal tenía pasión por los niños ajenos. Acusábasele de haber aumentado considerablemente la raza humana, pues fué el primer galanteador de su tiempo.

»Tu tío Paco, hermano también de mi padre, no tuvo otra manía que criar gallinas y encuadernar. Coleccionaba papeletas de entierro y hacía libros con ellas.

»Tu papaíto, hijo de el del panteón, merece capítulo aparte. Fué el hombre más guapo de Andalucía. A él has salido tú, y llevas su retrato en la cara. Fué también el primer enamorado de su tiempo, y jamás puso defecto á ninguna mujer, porque le gustaban todas, y en todas encontraba algún incitativo melindre, que dijo el otro. Cuando se casó con la inglesa, tu madre, creímos que se corregiría; pero ¡quiá! tu mamá pasó muchas amarguras. Demasiado lo sabes.

»Vamos ahora á mi rama. Mi padre se sabía el Quijote de memoria, y hacía con aquel texto incomparable las citas más oportunas. No había refrán de Sancho ni sentencia de su ilustre amo que él no sacase á relucir oportuna y gallardamente, poniéndolos en la conversación, como ponen los pintores un toque de luz en sus cuadros. Cito esto porque también corrobora lo que voy contando. Hacía excelentes cometas y compuso una obra sobre los alfajores de la tierra.

»De mis hermanos algo sabes tú; pero algo puedo añadir á tus noticias. Javier fué la esperanza de mi padre. Era precocísimo; tuvo, como tú, esas melancolías, ese temor de que se le caía encima un monte. De pronto le entró la manía mística, dando en la flor de tener éxtasis y visiones. Mi padre, que quería fuese marino, se disgustó. No había más remedio que meterle en la Iglesia. Estudió en el Seminario de Baeza cuatro años, hasta que... Ya sabes que se fugó del Seminario y se casó con una aldeana. Fué dichoso, tuvo después mucha salud y no padecía más que unos fuertes ataques de dentera que le hacían sufrir mucho. Su mujer paría siempre gemelos.

»Mi hermano Enrique tenía un carácter grave, prodigiosa habilidad mecánica, delicadezas de mujer y un horror invencible á las aceitunas. Sólo de verlas se ponía malo. Hizo de corcho el famoso Tajo y el puente de Ronda. Mi padre quería que fuese á estudiar á Sevilla; pero repugnábanle los libros. Enamoróse perdidamente de una joven de buena familia. Eran novios y no había inconveniente en que se casaran. Pero de la noche á la mañana, Enrique empezó á caer en melancolías. Le acometió la idea de que no podía casarse, por carecer de facultades varoniles. ¡Pobre Enrique! Acabó en el manicomio de Sevilla á fines del 54.

»Mi hermana Rosario no dió más señales de la infección hereditaria que el tener toda su vida violentísimo odio á los perros. No los podía ver, y lo mismo era oir un ladrido que ponerse á temblar. Casó con Delgado, y en su hijo Jesús aparece pujante el mal. Tú no le has visto. Es un sér inocentísimo, que se pasa la vida escribiéndose cartas á sí mismo.

»De mis hermanos sólo quedamos Serafín y yo. Serafín fué siempre el más robusto de todos. Era un mocetón, la gala de Ronda y el primer alborotador de sus calles de noche y de día. Por su vigorosa salud y su constante buen humor, parecía tener completos los tornillos de la cabeza. Pusiéronle á estudiar marina en San Fernando, y se distinguió por su aplicación y laboriosidad. Salió á oficial el 43, y su carrera ha sido muy brillante. Estuvo en Abtao, en el desembarco de Africa, en el Pacífico. Hoy es brigadier retirado y vive en Madrid, donde no hace más que pasearse. Tú le conoces. ¿Pero á que no sabes todavía en qué consiste y de qué manera tan extraña se ha manifestado en él, al cabo de la vejez, esa maldita quisicosa que no ha perdonado á ningún Bueno de Guzmán? Te lo diré en confianza. Cuando le trates más, verás en Serafín el hombre más completo que puedes figurarte, el tipo del caballero atento, discreto y cumplido, el veterano valiente y pundonoroso, y seguirás teniéndolo en el más elevado concepto hasta que descubras su flaco, el cual es de tal naturaleza, que casi me da vergüenza hablar de él. Pues Serafín ha adquirido la maña... no me atrevo á llamarla de otro modo... de coger con disimulo tal ó cual objeto que ve en las casas que visita, metérselo en el bolsillo... ¡y llevárselo! No sabes los disgustos que hemos tenido... Nada: no te lo explicas, ni yo tampoco, ni él mismo sabe dar cuenta de cómo lo hace y por qué lo hace. Es un misterio de la Naturaleza, una aberración cerebral... Veo que te pasmas... Pues, nada: entra mi hombre en una librería, acecha el momento en que los dependientes están distraídos, agarra un libro, se lo guarda en el bolsillo del carrik, y abur. En varias casas ha cogido chucherías de esas que ahora se estila poner sobre los muebles, y hasta perillas de picaportes, aldabas de puertas, tapones de botellas... Me ha confesado que siente un placer inmenso en esto; que no sabe por qué lo hace; que es cosa de las manos... qué sé yo... mil desatinos que no entiendo.

Bien podría ser la relación de mi tío, como he dicho antes, puramente fantástica, una de esas improvisaciones que acreditan el numen de los grandes habladores; pero fuese verdad ó mentira, á mí me entretenía y agradaba en extremo. Pendiente de sus palabras, sentía yo que éstas se acabasen y con ellas la historia, cuyos pormenores referentes á dolencias ajenas eran eficaz bálsamo de la mía. Parecíame que faltaba aún lo más interesante, esto es, saber en qué grado estaban mi propio tío y su descendencia tocados del mal de familia, ó si por ventura se habían librado ya de tan pertinaz enemigo. Echóse á reir llorando cuando le manifesté esta curiosidad, y prosiguió de este modo:

Lo prohibido

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