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III

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Mi tío me acompañaba poco, porque sus ocupaciones se lo impedían; pero siempre, al entrar y salir, pasaba á decirme alguna palabra consoladora. Mi tía Pilar bajaba algunas veces á inspeccionar mi casa y criados, cuidando de que no me faltase nada. Mas como la pobre señora estaba muy obesa y bastante torpe de las piernas, sus visitas fueron menos frecuentes en el período de mi convalecencia, y su hija Eloísa la sustituía en aquella cariñosa obligación, que tan vivamente agradecía yo. Aún no había mi prima arreglado su casa y continuaba viviendo en la de sus padres: érale, pues, fácil vigilar la mía, mantener en ella el orden y la limpieza y no perder de vista á mis criados. La casa de un soltero enfermo exige solicitudes y vigilancias extremadas para que no se convierta en una leonera, y gracias á Eloísa, todo marchó en la mía con el orden más perfecto. Verdad que mi prima tenía, á mi parecer, dotes singulares para disponer y arreglar todo lo concerniente á una casa en las circunstancias difíciles como en las ordinarias. Ella era quien gobernaba la morada de sus padres. Desde el salón á la cocina, todo estaba bajo su mando; era, si así puede decirse, el alma de la casa, la autoridad, el poder ejecutivo, lo mismo en lo referente á la compra y á los ínfimos detalles de cocina y despensa, que á las más altas determinaciones de la etiqueta y del mueblaje.

—El día en que yo falte de aquí —me decía—, ya se conocerá mi ausencia.

La compañía de Eloísa era la más agradable de todas para mí; digo mal, érame en altísimo grado consoladora. Por las noches, cuando mis amigos estaban presentes, yo les decía: «me voy á dormir», para que se fueran y me dejaran solo con la familia, generalmente representada por mi prima, su madre y el pequeñuelo con el ama. Eloísa me animaba con su sola presencia, y hablándome seriamente de cualquier asunto trivial me hacía más feliz que Raimundo con sus agudezas. Gracias también á su bondad y á su saber doméstico, mi rebelde estómago iba poco á poco entrando en caja. Valíase ella para esto de esas mañas que sólo puede usar quien posee secretos culinarios y la suficiente delicadeza de paladar para entender el caprichoso apetito de un enfermo. Del principal me enviaban cositas raras, sabrosas y al mismo tiempo sanas, de cuya invención no era capaz el talento rutinario, aunque sólido, de mi cocinera. Otras veces las frioleras se condimentaban en mi propia casa, entre risas y discusiones de cocina. Bastaba que Eloísa tomase parte en ellas y pusiera sus manos en la obra, para que á mí me pareciese de perlas, y me gustaba más aún si era ella quien me lo servía.

Aún me parece estar en aquél mi gabinete bajo, con ventana al paseo. No me apartaba del sillón colocado junto á los cristales, y cuando no tenía visitas leía periódicos y novelas. Los ruidos de la calle, lejos de molestarme, me distraían, apagando en cierto modo la música doliente de mi propio cerebro. Me agradaba ver pasar cada cinco minutos el tranvía, siempre de derecha á izquierda, con las plataformas llenas de gente; me gustaba ver las hojas secas arrancadas de los árboles por el viento y esparcidas por todo el paseo, barridas luego por los operarios de la Villa y hacinadas en el hueco de los alcorques. Me acompañaban los carros que á todas horas pasaban, y el grito de los carreteros, aquel incomprensible ¡ues... que! de extraño acento y significación desconocida. Me entretenían los simones, la gente dominguera que por las tardes invadía la acera de enfrente, pollería de ambos sexos, alquiladores varios de las sillas de hierro. Pasaba ratos buenos observando el público especial de los puestos de agua; público sobrio, compuesto de los bebedores más inofensivos, y las tertulias que se forman en aquellos bancos, colocados á manera de estrado entre los evonymus del paseo. Observaba también las conjunciones de personas diversas en las distintas horas del día, la aguadora y el barrendero de la Villa, el manguero y la beata que sale de la iglesia, el sargento y el ama de cría, la niñera y el mozo de tienda, y otros grupos de difícil clasificación. Las fiestas religiosas de San Pascual animaban por las tardes el paseo. Al mediodía, la comida de los albañiles que trabajaban en diferentes obras era un pintoresco cuadro. Yo envidiaba su apetito, y habría dado quizás mi posición por poder comer con ellos, sentado al sol, aquel cocido de color de canario y aquel racimo de tintillo aragonés.

Por las noches disminuía el bullicio. Desde las cinco estaba yo esperando al que enciende los faroles para verle dar luz á los mecheros, corriendo de uno á otro y tocándolos con un palo. Poco á poco se iba estrellando el suelo, formando una constelación, cuyo hormigueo lejano se perdía en la polvorosa soledad del Prado. Los ruidos eran menos variados que por el día. Cada cinco minutos, trepidación sorda anunciaba el tranvía, y toda la noche un monólogo de vapor, con resoplidos de válvula y vértigo de volante, acusaba la máquina instalada en el Ministerio de la Guerra para producir la luz eléctrica. Los toques canónicos de las monjas rompían á ciertas horas este uniforme canto llano de la noche con notas metálicas, claras, frías, que agujereaban el oído como un estilete de acero. Un pobre hombre que pregonaba café hasta muy tarde con perezosa y obscura voz, me hacía pensar en la enormísima diversidad de los destinos humanos.

Mi tía Pilar tenía la bendita costumbre de apoltronarse en un sillón y quedarse dormida, después de protestar enérgicamente contra la suposición de que pudiera tener algo de sueño. Eloísa tomaba el barbián (yo le llamaba así) de manos del ama (la cual se iba adentro á charlar con Juliana, mi cocinera, y con Ramón, mi ayuda de cámara), y poniéndomele delante le excitaba á repetir en mi presencia todas las gracias que sabía. Estas eran muchas. La más mona era estornudar. Pero cuando se le mandaba hacer el estornudito, no había medio de que obedeciera. Verdadero artista, no quería quitar al arte su condición primera, que es la espontaneidad. Por el mismo principio negábase á saludar con la mano, á repetir los cinco lobitos y la pandereta. No hacía más que asombrarse de todo, besarme, llenarme de hilos de saliva, abrazarse á mi cuello, cogerme la nariz, tirarme de la barba y echar unas carcajadas locas, mostrándome su bocaza encendida, húmeda, gelatinosa, y sus tumefactas encías, en las cuales empezaban á retoñar esos huesos que, al decir de un chusco, son como los cuernos, pues duelen cuando nacen y después se come con ellos.

Lo prohibido

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