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II

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Pronto hube de suspender estas funciones de asesor, porque caí enfermo... No sé qué fué aquello. Mi médico sostenía que había en mi mal algo de paludismo, y que ya lo traía de los Pirineos. Pero la fiebre fué poco intensa, si bien tan rebelde á la quinina, que hubo de pasar un mes antes de que el termómetro me indicara la temperatura normal. La convalecencia fué el cuento de nunca acabar. A los días de alivio sucedían otros de alarmante recaída; pero Moreno Rubio estaba tranquilo y me recetaba dosis de paciencia. Según Raimundo, que en todo metía su cucharada, las lentitudes de mi restablecimiento eran, lo mismo que mi enfermedad, una manifestación del estado adinámico, carácter patológico del siglo XIX en las grandes poblaciones. Poca fuerza febril primero, poca fuerza reparatriz después, debilidad siempre: tal era mi naturaleza en la enfermedad y en la convalecencia. Molestábame sobre todo, al recobrar á sorbos la salud, mi lamentable estado nervioso, la pícara desazón crónica, que apareció con sus síntomas castizos. ¡Otra vez en mí aquel terror inexplicable, aquel azoramiento, aquella previsión fatigosa de peligros irremediables! ¡Qué esfuerzos hacían mi voluntad y mi razón para vencer esta tontería! «¿Pero á qué tengo yo miedo, á qué? vamos á ver», me decía tratando de corregirme y aun de avergonzarme como si hablara con un chiquillo. Nada conseguía con este sermoneo de maestro de escuela. No era la razón, según el médico, sino la nutrición, la que debía equilibrarme. No discurriendo, sino digiriendo, debía recobrar yo mi estado normal; mas el bergante de mi estómago se había declarado en huelga y hacía lo que le daba su real gana. Casi tanto como aquel indefinible temor me mortificaba otro fenómeno, una tontería también, pero tontería que me sacaba de quicio, llevándome al abatimiento, á la desesperación. Era un pertinaz ruido de oídos que no me dejaba un momento y que resistía á toda medicación. Dijéronme que era efecto de la quinina; mas yo no lo creía, pues de muy antiguo había observado en mí aquel zumbar del cerebro, unas veces á consecuencia de debilitación, otras sin causa conocida. Es en mí un mal constitutivo que aparece caprichosa y traidoramente para mi martirio, y que yo juzgaba entonces compensación de los muchos beneficios que me había concedido el Cielo. En cuanto me siento atacado de esta desazón insoportable, me entra un desasosiego tal, que no sé lo que me pasa. En aquella ocasión padecí tanto, que necesitaba del auxilio de mi dignidad para no llorar. El zumbido no cesaba un instante, haciendo tristísimas mis horas todas del día y de la noche. En mi cerebro se anidaba un insecto que batía sus alas sin descansar un punto, y si algunos ratos parecía más tranquilo, pronto volvía á su trabajo infame. A veces el rumor formidable crecía hasta tal punto, que se me figuraba estar junto al mar irritado. Otras veces era el estridente, insufrible ruido que se arma en un muelle donde están descargando carriles, vibración monstruosa de las grandes piezas de acero, en cierto modo semejante al vértigo acústico que produce en nuestros oídos una racha de Nordeste frío, continuo y penetrante. Creía librarme de aquel martirio poniéndome un turbante á lo moro y rodeándome de almohadas; pero cuanto más me tapaba más oía. El insomnio era la consecuencia de semejante estado, y pasaba unas noches crueles, oyendo, oyendo sin cesar. Por fin, no eran runrunes de insectos ni ecos del profundo mar, sino voces humanas, á veces un extraño coro, del cual nada podía sacar en claro; á veces un solo acento tan limpio, sonoro y expresivo, que llegaba á producirme alucinación de la realidad.

Excuso decir que en las horas tristes de aquella larga convalecencia me acompañaban mis amigos y la familia de mi tío. Mi estado débil habíame llevado á aquel grado de impertinencia en el cual recibimos de un modo parcial y caprichoso las atenciones de nuestros íntimos; quiero decir, que no todas las personas que iban á hacerme compañía me eran igualmente gratas. Sin saber por qué, algunas despertaban en mí vehementes antipatías que procuraba disimular. Su presencia irritaba mis males. Ni Camila ni María Juana me hacían maldita gracia, y lo mismo digo de mi amigo Manolito Peña, cuya suficiencia y desparpajo me encocoraban. Pero la persona cuya presencia me molestaba más era Carrillo, el marido de Eloísa. Y no porque él fuese poco amable ó enfadoso. Al contrario, mostrándose cariñosísimo, atento y grandemente interesado en mi salud, parecía recomendarse más que ningún otro á mi benevolencia. Y, sin embargo, yo no le podía sufrir. No era antipatía, era algo más: era como un respeto cargante. Me cohibía, me azoraba. Lo mismo era verle entrar, que se agravaban considerablemente los fenómenos de mi dolencia. Aumentaba el ruido, aquel pavor estúpido, y el estruendo de mi tímpano crecía de un modo desesperante.

Raimundo y Severiano me entretenían mucho, éste contándome realidades graciosas, aquél con los juegos malabares de su ingenio. Imitaba á Martos y á Castelar con tal perfección, que no cabía más. Después nos contaba con deliciosa ingenuidad los grandes consuelos que obtenía de la fuerza de su imaginación y de la vida artificial que por este medio se labraba, contrarrestando así las miserias de la vida afectiva.

—Cada noche —nos decía— me acuesto pensando en una cosa con tanta energía, y me caldeo tanto el cerebro, que llego á figurarme que es verdad lo que pienso. Gracias que me duermo, que si no haría mil disparates. Anteanoche me acosté pensando que era Presidente del Consejo de Ministros. A eso de la una ya había resuelto en el Congreso, charla que te charla, una cuestión grave. Los decretos me salían á docenas... Y conferencia va, conferencia viene, con el Nuncio, con el embajador de Francia, con el gobernador, con mis compañeros de Gabinete... Luego iba á la firma con Su Majestad, mandaba sueltos á los periódicos, y... Por fin, me dormí cuando estaba hablando por teléfono con el Ministro de la Guerra para ver de sofocar una sublevación militar. Anoche me dió por ser director de orquesta del Teatro Real. Cuando me quitaba la ropa para acostarme, estaban los oboes comenzando detrás de mí el preludio de Los Hugonotes, el gran coral protestante. A mi izquierda los primeros violines, á mi derecha los segundos, á un extremo el metal, á otro las arpas... Ñi, ñi... ¡Qué bien! En aquel rifi-rafe de la cuerda no se me escapó una nota... En fin, que dijeron el preludio admirablemente. Luego, al arrebujarme en las sábanas, tiré del timbre, empezó á subir lento y majestuoso el telón. Nevers y el coro aparecieron delante de mí... después Raúl, que, por ser debutante, venía muy turbado. Pusimos gran cuidado en la romanza... Más tarde, cuando me dormía, ya no era yo el director: yo era Marcello, y estaba cantando el pif-paf... El director era el señor de Meyerbeer, buena persona, que había resucitado para oirme cantar...

Y por aquí seguía. ¡Pobre Raimundo!

Lo prohibido

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