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Mi prima Eloísa era tan guapa como su hermana mayor, y mucho, pero mucho más linda. María Juana era una belleza marmórea; mas Eloísa parecióme obra maestra de la carne mortal, pues en su perfección física creí ver impresos los signos más hermosos del alma humana: sentimiento, piedad, querer y soñar. Desde que la ví me gustó mucho, y la tuve por mujer sin par, lo que todos soñamos y no poseemos nunca, el bien que encontramos tarde y cuando ya no podemos cogerlo, en una vuelta inesperada del camino. Cuando ví aquella fruta sabrosa, otro la tenía ya en la mano y le había hincado el diente.

Al poco tiempo de tratarla mis simpatías se avivaron, y me confirmé en la idea de que sus hechizos personales eran simplemente el engaste de mil galas inestimables del orden espiritual. Figuréme hallar en su cara no sé qué expresión de dolor tranquilo, ó bien cierto desconsuelo por verse condenada á la existencia terrestre. Parecía estar diciendo con los ojos: «¡Qué lástima que yo sea mortal!» Al menos así me lo hacía ver mi exaltada admiración. Pronto creí notar en ella un gusto exquisito, un discernimiento admirable para juzgar casi todas las cosas, sin pedantería ni sabiduría, tan natural y peregrinamente como cantan los pájaros, no entendiendo de música. Igual admiración me produjo el sentido práctico que á mi parecer mostraba en las cuestiones y disputas con su mamá y hermanas. Quizás estaba yo alucinado al creer que Eloísa tenía siempre razón.

La diligencia con que sabía atender al aseo, al arreglo y á la apropiada colocación de todas las cosas, me cautivaba más. A medida que iba yo teniendo más confianza con ella, mostrábame nuevas notas de su carácter, en consonancia con las armonías del mío. En su ropero y en una hermosa cómoda antigua tenía colecciones bonitísimas de encajes, de abanicos, de estampas y algunas alhajas de mérito artístico. Al enseñarme aquellos tesoros con tanto amor guardados, solía dejar entrever desconsuelo de que no fueran mejores y de no tener objetos sobresalientes por la riqueza del material y el primor de la obra. El «si yo fuera rica», esa expresión, esa queja universal que sale de los labios de toda persona de nuestros días (y de estos alientos se forma la atmósfera moral que respiramos), brotaba de los suyos con entonación tan patética, que me causaba pena. Por otras conversaciones que tuvimos hube de atribuirle notable aptitud para apreciar el valor de las acciones humanas, teniendo, por tanto, andada la mitad del camino de la virtud. Todo esto pensaba yo en mi entusiasmo caballeresco y silencioso por aquella perla de las primas. Habríame parecido un ideal humanado, criatura superior á las realidades terrestres, si éstas no estuvieran por aquellos meses inscriptas y como estampadas en su contextura mortal. Cuando aquella divinidad me fué conocida, se hallaba en estado interesante. No sé decir si me parecía que ganaba ó perdía en ello su carácter ideal. Creo que á ratos la rebajaba á mis ojos, y á ratos la enaltecía, aquella prueba evidente de la reproducción de sus gracias en otro sér.

Una mañana, á los cuatro meses de vivir yo en Madrid, mi criado, al despertarme, díjome que aquella noche la señorita Eloísa había dado á luz un robusto niño con toda felicidad. Grande alegría en la casa. Yo también me alegré mucho. Sentía hacia la que ya era mamá un cariño leal y respetuoso, verdadero cariño de familia, sin mezcla de maldad alguna.

El marido de mi prima Eloísa era noble, quiero decir, aristócrata. Pertenecía á una de esas familias históricas que con los dispendios de tres generaciones han concluído en punta. Pepe Carrillo (Carrillo de Albornoz) había venido haciendo monos á mi primita desde que ella estaba en el colegio y él en la Universidad. Si se amaron ó no formalmente, no lo sabía yo entonces. Sólo me consta que fueron novios más ó menos entusiasmados como unos ocho años, y que cumplieron todo el programa de cartitas, soserías y de telegrafía pavisosa en teatros y paseos. Carrillo era pobre por sí; pero tenía en perspectiva la herencia de su tía materna, Angelita Caballero, marquesa de Cícero, que era muy anciana y estaba ciega y medio baldada. Esta condición de presunto heredero de un título y de un capital le hizo interesante á los ojos de mis tíos. Casó con Eloísa cuando ésta había cumplido veinticuatro años. Cuando le conocí, estaba el infeliz atenido á un triste sueldo en el ministerio de Estado; pero la esperanza de la herencia le daba alientos para conllevar su vida obscura.

Tenía buena estampa, fisonomía agradable, maneras distinguidísimas; pero una salud tan delicada y una naturaleza tan quebradiza, que la mitad del año estaba enfermo. Respecto á su saber intelectual y moral, debo decir que mis primeras impresiones le fueron muy favorables. Carrillo era un joven estudioso, discreto, y que anhelaba sin duda honrar la clase á que pertenecía. Quería contarse entre esa docena de personas tituladas que, no satisfechas con saber leer y escribir, aspiran á reconstituir la nobleza como una fuerza social y á rehacer esta importante rueda para engranarla en la mecánica política de la Nación. Carrillo, en sus horas de soledad doliente, leía á Erskine May y á Macaulay, deseando saciar en tan ricas fuentes su sed del conocimiento de un sistema admirable, que entre nosotros es pura comedia. Su conversación me declaraba un juicio claro, con pocas ideas propias, pero con aprovechada asimilación de las ajenas.

Pronto hube de observar contraste chocante entre aquel marido de una de mis primas y el marido de la otra, Cristóbal Medina. Este mostraba simpatías hacia instituciones contrarias en absoluto á la humildad de su origen, y dejaba entrever exagerados respetos hacia las clases históricas y castizamente conservadoras, mientras que Carrillo, aristócrata de sangre, no ocultaba su querencia á los sistemas cuyo verbo es la sanción popular. Su mujer le daba alas para esto, poniendo el sello simpático de la aprobación femenina á un orden de ideas que, aun fundadas más bien en lecturas recientes que en añeja convicción, siempre son generosas. Alguien afirmaba que aquel liberalismo del buen Carrillo era un fenómeno de pobreza y señal de lo mucho que tardaba en morirse la marquesa de Cícero, siendo muy probable que todo cambiaría cuando hubiera cuartos que conservar. En aquellos días yo no había podido juzgar aún por mí mismo de asunto tan importante.

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