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II

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Llegó el verano. La familia de mi tío tenía casa tomada en San Juan de Luz. Eloísa fué con su marido á Biarritz, de donde pasarían á París á consulta de médicos. En París me planté yo, para esperarles, y no tuve tiempo de impacientarme, pues mi prima acudió puntual á la cita. El pobre Pepe estaba delicadísimo y no podía invertir su tiempo más que en dejarse ver y examinar de las eminencias médicas, en someterse á tratamientos fastidiosos y en pasear algún rato, absteniéndose de salir de noche y de todo regalo en las comidas. Vivían en el Hotel de la calle de Scribe. Yo estaba, como siempre, en el de Helder. Fácil nos era á mi prima y á mí vernos y citarnos en la ilimitada libertad parisiense y aun hacer algunas excursiones cortas á las inmediaciones. En los cuatro días que Carrillo estuvo sin más compañía que la de un camarero, en los baños de Enghien, disfrutamos los pecadores de una independencia que hasta entonces no habíamos conocido. Eloísa iba á mi hotel. Estábamos como en nuestra casa, libres, solos, haciendo lo que se nos antojaba, almorzando en la mesilla de mi gabinete, ella sin peinarse, á medio vestir; yo vestido también con el mayor abandono; ambos irreflexivos, indolentes, gozando de la vida como los seres más autónomos y más enamorados de la creación. En nuestros coloquios, amenizados por constante reir, nos comparábamos con las dichosas parejas del barrio latino, el estudiante y la griseta, el pintor y su modelo, viviendo al día con dos ó tres francos y una ración inmensa de amor sin cuidados. Nosotros éramos mucho más felices porque teníamos dinero y podríamos paladear mejor tanta dicha. Para gozar á nuestras anchas de la libertad parisiense, tomábamos el tren en San Lázaro y nos íbamos á San Germán, almorzábamos en la Terraza, paseábamos por el bosque, corríamos, nos acostábamos sobre la hierba... ¡Qué horas tan dulces! Como quien se contempla en un espejo, nos recreábamos en las muchas parejas que veíamos semejantes á nosotros. Componíanse de algún extranjero, ávido de echar una cana al aire, y de alguna bulevardista, por lo general de buen parecer y modales un tanto desenvueltos. En otras parejas se advertía una confianza, una intimidad que no son propias de las relaciones de un día. Eran amantes, como nosotros, que hacían una escapatoria como la nuestra, para burlar con delirante satisfacción la insoportable vigilancia de las leyes divinas y humanas. Veíamos hombres de semblante inquieto y fatigado; mujeres guapas, guapísimas, vestidas con una elegancia que cautivaba á Eloísa. Esta se fijaba en la manera de vestir de aquella gente, y en la originalidad de sus atavíos. Eran como anuncio vivo de los modistos, que por tal procedimiento hacían público reclamo de las novedades de la estación próxima.

Por la noche nos metíamos en los teatros y cafés cantantes más depravados. Era preciso verlo todo, sin perjuicio de ir por la mañana á las misas aristocráticas de la Magdalena y de la Capilla Expiatoria... El resto del día lo empleábamos en las tiendas. Eloísa quería surtirse con tiempo de muchas cosas que en Madrid habían de costarle el doble. Compraba, pues, por economía. Los grandes almacenes y los establecimientos más de moda recibían nuestra visita. También solía llevarme á casa de los célebres anticuarios de la calle Real, y á los depósitos de artículos de China, Persia, Japón y Siam. Lo japonés abundaba poco en Madrid todavía, mientras que en París estaba al alcance de todas las fortunas. ¿Cómo no apresurarse á llevar un surtido de telas, vasos, estantillos, dos ó tres biombos, lacas, y hasta las ínfimas baratijas de papel y cartón que declaran el maravilloso sentimiento artístico de aquella gente asiática, sólo igualada por la clásica Grecia? Al propio tiempo la señora de Carrillo no podía, ya que felizmente estaba en la capital de la moda, dejar de equiparse para el próximo invierno. Su amor propio pedíale no ser de las últimas en la introducción de las novedades, mejor dicho, la incitaba á ser la primera. En casa de Worth se encontró á la de San Salomó; á donde quiera que iba tropezaba con la siempre inquieta y bulliciosa marquesa, y esto mismo estimulaba en mi prima los deseos de superarla. Cada una quería hacer pinitos sobre la otra, anticipándose á llevar á Madrid lo mejor, lo más bonito y nuevo... Pronto perdí la cuenta de las cajas que mi primita expidió para Irún en los últimos días de Septiembre.

Pero á falta de este dato, otros más exactos me permitían apreciar numéricamente los entusiasmos de Eloísa. En la primavera anterior había ordenado yo á mi banquero de París que me vendiera los títulos de 4½ por 100 que tenía en su poder, cuyo valor ascendía próximamente á unos ciento setenta y cinco mil francos. Era mi intención traer á España aquel dinero para emplearlo con otras sumas en inmuebles urbanos ó en los títulos creados por Camacho. Cuando fuí á París, Mitjans había hecho la venta y tenía en su caja, á disposición mía, el líquido de la realización. Díjele que lo retuviese en su casa, que yo tomaría para mis gastos lo que necesitara, y el resto me lo daría en letras sobre Madrid á la conclusión de la temporada. Tales sangrías dí á aquel depósito, que cuando fuí á liquidar, sólo me restaban siete mil francos, que Mitjans me dió en una carta-orden. Y no paró aquí mi desgracia, pues el día de la marcha sobrevinieron no sé qué olvidadas cuentas de mi prima Eloísa, y tuve que ir á última hora, echando los bofes, á casa de Mitjans á pedirle un préstamo de cuatro mil francos para poder volver á España.

Este acontecimiento causóme sobresalto. Era la primera vez en mi vida que me sorprendía en flagrante delito contra las augustas leyes de la Aritmética. Hasta entonces mi mente no había sufrido una distracción tan profunda y sostenida. En las ocasiones de mayor ceguera había percibido siempre la salvadora claridad de los números; que de algo ¡vive Dios! habían de valerme los quince años pasados en el saludable ejercicio mental de un escritorio. ¿Y unos cuantos meses de loco desatino podían destruir los efectos de mi educación económica? No, seguramente no. Mi espíritu, habituado á la contabilidad, resurgía valiente, sacudía la modorra, trataba de romper la nube de la ofuscación que lo envolvía con efectos semejantes á los de un narcótico. Ví la clara imagen de la diosa Cantidad, alta, severa, con una luz en la mano que al modo de faro me alumbraba para que no naufragase.

Fuí educado en los negocios y respiré en mi niñez el aire espeso, sombrío de la práctica Inglaterra, que con el humo que introduce en nuestros pulmones parece que nos infiltra en el cuerpo la costumbre de la exactitud en todas las cosas. Mi juventud desarrollóse también en la gimnasia de la cantidad, así como la de otros crece en los placeres frívolos. Yo tenía, pues, en mí una virtualidad redentora, el tanto, el verbo inglés, dócil á las órdenes de mi razón; el número, sí, no menos grande y fecundo que la idea, como energía anímica. Al verificarse en mí aquel despertamiento, halléme en terreno firme y dije con resolución: «No, niña mía, esto no puede seguir así.»

Lo prohibido

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