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LA NARIZ DEL OSO POLAR


A los osos polares les gusta la carne de foca, y les gusta que sea fresca. De modo que todo oso polar tendrá que averiguar cómo atrapar una foca. Cuando caza fuera del agua, el oso suele acechar a su presa casi como lo haría el gato, arrastrándose sobre el vientre para de repente erguirse y abalanzarse sobre ella, con las garras por delante y las fauces abiertas de par en par. El oso polar se funde casi por completo con el paisaje nevado y gélido que lo rodea, lo que de entrada le da ventaja sobre la foca, cuyo sentido de la vista es relativamente pobre. Pero las focas son rápidas. Los marinos que en el siglo XIX se encontraban con osos polares contaban que estos hacían algo muy inteligente para aumentar las probabilidades de comer caliente.[1] Según aquellas primeras noticias, cuando el oso se acercaba sigilosamente a su presa, a veces se tapaba el hocico con la pezuña, con lo que podía pasar más o menos desapercibido. Al parecer, el oso polar oculta su nariz.

La primera vez que supe por mis lecturas de esta ingeniosa conducta, me pareció fascinante.[2] ¿Posee el oso polar la flexibilidad mental para imaginar cómo lo ven los demás y la creatividad de concebir la manera de ocultarse? ¿O este taparse la nariz no es más que un truco que la evolución ha metido en la aljaba de conductas integradas del oso, un comportamiento extraño que resultó dar ventaja decisiva y, por consiguiente, fue seleccionada en el transcurso de miles de años?

Pero, bueno, aunque sin duda hay mucho más que decir sobre esta carismática megafauna, este libro no trata de osos polares. Trata del lector y, más en concreto, de cómo comprende el lenguaje. De modo que piense el lector, por favor, qué hizo al abrir este libro y empezar a leer el primer párrafo. Dirigió la vista a las letras que componían las palabras. Reconoció palabras que le son familiares, como «oso», «foca», «cazar» y «nevado». Parece algo muy claro, es lo que haría cualquier programa informático bien escrito o cualquier loro bien enseñado. Pero a continuación comenzó a hacer cosas un poco más profundas. Cuando supo qué palabras eran, empezó a encontrarles sentido. Supo a qué tipo de animales y objetos se referían los sustantivos y qué clase de sucesos describían los verbos. Pero no se detuvo en las palabras. Interpretó las frases que formaban, unas frases que estoy casi seguro que nunca había visto antes (a menos que esta no sea la primera vez que lee este libro). Y probablemente las cosas que las frases describían cobraron vida: el oso arrastrándose sobre el vientre por la nieve, y su forma ingeniosa pero extraña de taparse el hocico con la pezuña. Es posible que usted, lector, llegara incluso a «ver» esa escena ártica gracias a su capacidad de visualizar.

Y luego —y esto es lo realmente notable— usted como lector fue mucho más allá. Incorporó detalles que nunca se mencionaron de forma explícita. ¿Cómo lo sé? Resulta que el oso polar, como sin duda conjeturó usted como lector, oculta su hocico oscuro porque la gruesa piel que le cubre el cuerpo, incluidas las pezuñas pero no la nariz, es blanca. Y vive rodeado de hielo y nieve, que en su mayor parte son también de color blanco. Pero aquí está lo interesante. Yo no he dicho nada de los colores. Si el lector repasa de nuevo el primer párrafo de este capítulo, observará que la blancura de la nieve y del oso, y la negrura de su hocico, están completamente implícitas. Fue usted quien puso el color en la imagen. Y fue bueno que lo hiciera, porque, sin color, la historia no tiene sentido alguno. No existe ninguna otra razón por la que el oso polar se pueda tapar el hocico.

¿Cómo conseguimos hacer todo esto? ¿Cómo nos las arreglamos para tomar unos garabatos puestos sobre el papel o, para el caso, los chasquidos, zumbidos o silbidos del habla humana, y hacer que signifiquen algo, que nos digan algo? ¿Cómo sabemos lo que significan las palabras y las frases, y cómo llenamos los vacíos? ¿Cómo hacemos lo que en este preciso instante hace lector? Este es el misterio del significado. Y de esto trata de hecho este libro.


LOS PRODUCTORES DE SIGNIFICADO


Producir significado tal vez sea una de las cosas más importantes que hacemos. Para empezar, es algo que realizamos casi constantemente. Nadamos en un mar de palabras. Todos los días escuchamos y leemos decenas de miles de palabras. Y, de un modo u otro, entendemos la mayoría de ellas. Comprendemos a quién se refieren y qué situaciones describen. Deducimos cosas a las que no se hizo alusión y nos disponemos a responder adecuadamente. Quizá lo más asombroso es que apenas notamos que estamos haciendo algo. Bajo la superficie del cráneo hay en marcha unas operaciones profundas, rápidas y complejas, y pese a ello todo lo que experimentamos es una comprensión sin interrupciones.

El significado no solo es constante, también es decisivo. Usamos el lenguaje para comprender el mundo. Lo utilizamos casi siempre que interactuamos con otras personas, para flirtear, ordenar, suplicar y establecer vínculos sociales. Unas pocas palabras nos pueden hacer cambiar de opinión, de estado civil o de religión. Las palabras afectan a lo que somos. Como especie, el lenguaje es nuestra herramienta más potente y ubicua. Con él, podemos comunicar lo que pensamos y somos. Sin él, estaríamos aislados. No habría ficción, historia ni ciencia. Así pues, entender cómo funciona el significado equivale a comprender parte de lo que es ser humano.

Y no solo humano, sino exclusivamente humano. Ningún otro animal puede hacer lo que nosotros sabemos hacer con el lenguaje. Hay partes del lenguaje humano que tienen su equivalente en otros animales, por supuesto. Las personas hablamos deprisa, y las frases pueden ser extremadamente complicadas, pero los pinzones cebra emiten trinos que rivalizan con nuestra velocidad y complejidad. Los humanos podemos hablar y hablar monótonamente, pero ni el senador más hábil en tácticas dilatorias supera a la ballena jorobada, cuyos cantos se pueden prolongar horas y horas. La capacidad de combinar las palabras de formas nuevas parece exclusivamente humana, sin embargo, se observa a menor escala en las abejas, que con diversas danzas se transmiten mensajes en los que se mezclan informaciones sobre la orientación, la calidad y la distancia de las fuentes de alimento. Lo que tiene de especial el lenguaje humano, aquello que lo distingue de cualquier otra forma de comunicación natural en el universo conocido, es que lo sabemos emplear para manifestar prácticamente cualquier significado que queramos. La abeja puede mover el abdomen hasta caer exhausta, pero nunca comunicará nada que esté más allá de lo programado, no sabe decir que parece que vaya a escampar, que ha pasado una buena noche ni que tiene ganas de que llegue el fin de semana porque tiene una cita con una hortensia que promete mucho. El lenguaje humano, a diferencia de todos los demás sistemas de comunicación animal, es abierto. Podemos hablar de cosas que existen, por ejemplo, de los inexpresivos candidatos presidenciales y de las modelos delgadas como un fideo, o incluso de cosas que no existen, por ejemplo, de antropólogos marcianos o zombis vegetarianos. Y, en conjunto, las demás personas —al menos aquellas que hablan nuestra lengua y les funcionan con normalidad los sistemas cognitivos— nos pueden entender. Ningún otro animal puede hacerlo. Este grado de producción de significado es exclusivo de nuestra especie; por esta razón determinar cómo funciona nos acerca un paso más al conocimiento de qué es lo que nos distingue de los demás animales.

Hay otras razones más prácticas para emplearse en la ciencia del significado. Imaginemos sistemas informáticos que realmente nos entiendan cuando les hablamos (por ejemplo, les hablamos de esteroides a las aplicaciones Siri o Watson) o que puedan traducir automáticamente de una lengua humana a otra. Ningún futuro al estilo Star Trek razonable estaría completo sin ellos. Comprender cómo funciona el significado nos puede ayudar también a mejorar la enseñanza de las lenguas extranjeras. Y puede generar terapias y tecnologías de recuperación para personas que hayan sufrido alguna lesión cerebral que les incapacite para comprender o producir el lenguaje de forma significativa.

Por todas estas razones, a lo largo de la historia humana el lenguaje ha ocupado un lugar privilegiado en la ciencia y la filosofía. Los filósofos se han preguntado durante siglos qué tenemos los humanos que nuestros parientes de lengua amordazada no tienen, qué capacidades cognitivas nos ha dado la evolución que nos permiten comprender, y apreciar, sonetos y canciones, exhortaciones y explicaciones, periódicos y novelas. Y hay media docena de disciplinas académicas dedicadas a diferentes aspectos del lenguaje, de la lengua propia y las extranjeras, a las comunicaciones, la semántica, la psicolingüística, la lingüística cognitiva y la neurolingüística. Gracias a los estudios realizados en estos campos, hoy sabemos muchas cosas sobre la gramática de las oraciones, sobre cómo articulamos el habla y sobre la mejor forma de enseñar un idioma extranjero.

Pero, en general, no hemos conseguido responder la pregunta más importante de todas. El lenguaje nos importa porque es un vehículo para el significado, nos permite reunir en nuestros cerebros los deseos, las intenciones y las experiencias, y transmitir una señal a través del espacio que hace que esos pensamientos aparezcan en la cabeza de otra persona. No estudiamos francés para formar oraciones francesas perfectas, sino para comunicarnos. No leemos obras de ficción porque las palabras escritas sobre la página nos atraigan, sino por el flujo de imágenes, sonidos, lugares e ideas que la buena literatura evoca. Y sin embargo, casi nadie, ni el lego en la materia ni el lingüista, sabe realmente cómo funciona el significado.

Es decir, hasta hace poco. Estamos en la edad de la ciencia cognitiva. De haber nacido antes, es posible que estuviéramos explorando nuevos continentes. Si lo hubiésemos hecho más tarde, tal vez fuésemos callejeando por las estrellas. Pero en este momento, en esta época de la historia, el espacio vasto y tentador que pide ser descubierto es la mente humana. Y algunos científicos cognitivos, como yo mismo, hemos empezado a centrarnos en el significado. En los últimos diez años, unos pocos avances experimentales han elevado enseguida el significado a la categoría de «tema candente» de la ciencia cognitiva. Con mediciones precisas del tiempo de reacción, de la mirada del ojo y del movimiento de la mano, además de la imaginería cerebral y otras herramientas de última generación, hemos comenzado a escudriñar a los humanos en el acto de comunicación. Hoy podemos profundizar en la mente y con ello colocar el significado en el lugar que le corresponde, en el centro del estudio del lenguaje y la mente. Con estas nuevas herramientas, hemos conseguido captar el significado en acción, y el resultado es revolucionario. El funcionamiento del significado es mucho más rico, más complejo y más personal de lo que jamás hubiésemos previsto.

En este libro se cuenta la historia de lo que hemos descubierto hasta el momento.


LA TEORÍA TRADICIONAL DEL SIGNIFICADO


Científicos y filósofos llevan cientos de años intentando averiguar cómo funciona el significado. Pero ha sido muy difícil dar con buenas respuestas, mucho más que en otros aspectos del lenguaje. La lingüística y la psicología han realizado avances importantes en el estudio de cómo pronunciamos y percibimos las palabras, y las razones de que dentro de la frase las palabras sigan un determinado orden. Son aspectos del lenguaje que se pueden medir directamente: se puede decir con exactitud cuándo la lengua del hablante establece contacto con los alvéolos dentales para pronunciar un sonido oclusivo t. Pero, en comparación, el significado es más difícil, porque es algo que hacemos casi por completo en la mente. En consecuencia, es invisible a la observación directa, no se puede medir, contar ni pesar, lo que dificulta que se le puedan aplicar los medios habituales de la ciencia. Nadie discute los inmensos beneficios que puede reportar el descubrimiento de cómo funciona el significado, pero, durante la mayor parte de la historia humana, y pese a su atractivo, siempre se nos ha escapado de las manos. De modo que, aunque el lector pueda pensar lo contrario, el estudio científico del significado está aún en la infancia.

Sin embargo, aun a falta de sólidas pruebas empíricas, se han desarrollado, y han prosperado, teorías sobre cómo funciona el significado. Con los años, la mayoría de los lingüistas, filósofos y psicólogos cognitivos han llegado a centrarse en una historia determinada, que probablemente no sea tan distinta de la que la intuición nos dice acerca del significado. Cuando en la vida cotidiana nos fijamos en el significado, lo más probable es que lo hagamos porque nos preguntamos (o discutamos) qué significa una determinada palabra. Puede ser una palabra de nuestra propia lengua: ¿qué significa «estafermo»? (Persona que está parada y como embobada y sin acción.) ¿Y «pediluvio»? (Baño de pies tomado por medicina.) ¿O «procrastinar»? (Diferir, aplazar.) O puede ser una palabra de otra lengua: ¿qué significa la formidable palabra alemana Geschwindigkeitsbegrenzung? («Límite de velocidad».) En general, probablemente seamos más conscientes del significado cuando pensamos en las definiciones. También es el punto de partida de la teoría tradicional del significado: las palabras poseen significados que son como las definiciones de nuestra mente.

¿Qué pasaría si fuese así como funciona el significado? Si nos detenemos a pensarlo, un significado definitorio debería tener dos partes distintas. La primera es la propia definición, una descripción de lo que significa la palabra. Está descrita en una lengua determinada, por ejemplo, en inglés, y se supone que es una descripción utilizable del significado. Pero también hay una segunda parte, que está implícita. La definición describe algo que hay en el mundo. Así, «límite de velocidad» (o, si se prefiere, Geschwindigkeitsbegrenzung) en realidad se refiere a algo que existe en la vida real, con independencia de lo que sepamos de ello —sepamos o no que hay un límite de velocidad, o cuál es, o que nos pueden multar por ir a mayor velocidad de la que anuncia la señal—. De modo que tanto la definición mental como la cosa real del mundo a la que la palabra se refiere son partes fundamentales del significado de la palabra.

Muchos filósofos dan por supuesto que estas dos partes son todo lo que se necesita para describir el significado.[3] Y a continuación, y durante siglos, se han dedicado a debatir cuál de las dos es más importante, si la definición mental o el mundo real. Pero para nuestro propósito —comprender cómo nos entendemos las personas— la pregunta que nos importa es cómo una teoría definitoria del significado como esta podría explicar lo que hacemos con el lenguaje. ¿Realmente tenemos en la mente estas definiciones? De ser así, ¿de dónde proceden? ¿Cómo las podríamos emplear para planificar una secuencia de palabras? ¿Cómo podríamos utilizarlas para comprender algo que otra persona haya dicho?

Aquí es donde las cosas se empiezan a complicar un poco. Cabe suponer que nuestras definiciones mentales, como cualesquier otras, se deberían articular en alguna lengua. Pero ¿qué lengua? Lo primero que se nos ocurre tal vez sea que debiera ser en nuestra lengua materna, de manera que las palabras inglesas tienen definiciones mentales en inglés y las alemanas, definiciones en alemán. Pero, si se sigue con esta idea hasta su conclusión lógica, se plantea un problema. Si las palabras inglesas se definen en la mente con otras palabras inglesas, ¿cómo entiende el angloparlante las propias definiciones? Entramos en un círculo vicioso. Valga un ejemplo del problema, sacado de la vida real y que tal vez le resulte familiar al lector.[4] Suponga este que no habla japonés. Se encuentra en una estación de tren de Tokio y hay una señal cuyo significado quiere saber. Así que saca el diccionario y busca los caracteres, pero en ese momento se da cuenta, perplejo, de que por error en lugar del diccionario japonés-inglés se llevó uno monolingüe de japonés. ¡Vaya! En la señal aparece un carácter garabateado, con una línea horizontal y diversos puntos, así que mira en el diccionario, pero, lamentablemente, la definición es una tira de muchos más caracteres que tampoco reconoce. Podría intentar buscar cada uno de ellos, pero sería más de lo mismo. El problema es idéntico al que se nos plantearía si las definiciones mentales estuvieran expresadas en nuestra lengua materna. Las definiciones en una lengua determinada no significan nada si previamente no se conoce esa lengua. De manera que para entender las palabras «oso polar», por ejemplo, no serviría de nada seguir todo el proceso de activar una definición en español de «oso polar» que tuviéramos en la mente (oso grande, blanco y carnívoro que habita en el Ártico). Esa definición no tendría más sentido que «oso polar», nuestro punto de partida.

Una solución a este problema es suponer que en la mente poseemos algún otro sistema, alguna forma de codificar ideas, pensamientos y razonamientos que no emplea el español, el inglés ni ninguna otra lengua. Este leguaje mental debería poseer mucho de lo que tiene una lengua real —debería poder referirse igualmente a las cosas del mundo y a las propiedades, las relaciones, las acciones, los sucesos y demás—, todo aquello que podamos imaginar y pensar sobre el lenguaje. En otras palabras, podríamos pensar, quizá, en algo así como un lenguaje del pensamiento o mentalés.[5] Dicho sencillamente, la hipótesis del lenguaje del pensamiento es que los significados de las palabras y las frases de cualquier lengua real se articulan en la mente de la persona en términos de esta otra lengua mental. Se supone que el mentalés es como una lengua auténtica, en el sentido de que hay palabras que significan cosas y se pueden combinar entre sí, pero, a diferencia de una lengua real, no suena ni se parece a nada. De modo que en mentalés tenemos una palabra que representa el límite de velocidad, otra para estafermo, otra para oso polar y así sucesivamente. Para entender una lengua real como la inglesa o la china, hemos de traducir al mentalés las palabras que oímos o leemos. Así que la hipótesis del lenguaje del pensamiento desgaja las definiciones mentales de su círculo autorreferencial, porque considera que la capacidad humana de producir significado equivale a emplear un diccionario bilingüe en lugar de uno monolingüe. Si nos hallamos en una estación de tren en Japón con un diccionario japonés-inglés, podremos entender qué significan los caracteres buscándolos en el diccionario, porque este los traduce a palabras de una lengua que ya conocemos. Y por analogía, la hipótesis del lenguaje del pensamiento establece que para cada palabra que sabemos tenemos una entrada mental que incluye una definición formulada en mentalés. Es una de las ideas más importantes e influyentes que se han concebido sobre el significado y la mente.

Pero el mentalés, aun en el caso de que nos saque del círculo vicioso de unas palabras definidas en términos de otras palabras, solo nos lleva a medio camino del significado. Y la razón es que no aborda la otra mitad de la teoría del significado: las cosas del mundo a las que las palabras del mentalés se refieren. Según la hipótesis del lenguaje del pensamiento, las palabras del mentalés están relacionadas con el mundo a través de una relación simbólica. Por ejemplo, si leemos las palabras «oso polar» y las traducimos a la palabra o las palabras mentalesas que sea que signifiquen oso polar —pongamos por caso 9us&’~ (para recordar que es impronunciable)— esas palabras poseen significado gracias al conjunto de cosas del mundo que son realmente osos polares. Así, una frase como «El oso polar se funde casi por completo con el paisaje nevado y gélido que lo rodea» posee significado porque describe una realidad del mundo en la que una cosa acertadamente llamada con el símbolo correspondiente a «oso polar» de hecho hace algo definido por nuestro símbolo para «se funde» en algo que designan nuestros símbolos para «paisaje nevado y gélido».

Esta ha sido durante siglos la idea fundamental de cómo funciona el significado. Las palabras tienen sentido porque poseemos de ellas unas definiciones mentales, articuladas en mentalés, que se corresponden con las cosas del mundo real.


LA SIMULACIÓN ENCARNADA


Pero si nos fijamos un poco más en la hipótesis del lenguaje del pensamiento, vemos que en realidad hay en ella algunas lagunas. La mayor es que el mentalés no resuelve realmente los problemas inherentes a una teoría definitoria del significado, simplemente los desplaza a otro nivel. El problema es similar al de la pregunta anterior de cómo podría tener significado una definición en inglés de una palabra inglesa. Es decir: ¿cómo sabemos qué significan las palabras del mentalés? ¿En qué lengua están definidos? ¿De qué modo la activación de una frase en mentalés crea auténtico significado? ¿Cómo podemos llegar a entenderla?

Una manera de abordar este problema es recurriendo a una versión de un experimento mental conocido como el argumento de la «habitación china».[6] Imaginemos que estamos sentados en una habitación completamente aislada del exterior salvo por dos ranuras. Por una de ellas, alguien de fuera introduce de vez en cuando una tarjeta escrita en caracteres chinos. No sabemos chino, pero nuestro trabajo consiste en buscar esos caracteres en un libro. En el libro hay otros caracteres además del que buscamos, y se supone que hemos de encontrar una tarjeta con esos otros caracteres y deslizarla al exterior de la habitación por la otra ranura. Como no sabemos chino, no tenemos ni idea de lo que dicen las tarjetas, pero quienes están fuera de la habitación, que sí saben chino, creen que quien está en la habitación ha de ser necesariamente hablante nativo de chino, porque las respuestas que llegan de dentro de la habitación se corresponden perfectamente con los mensajes que ellos deslizan a su interior. Naturalmente, eso solo es posible si el libro en el que buscamos las respuestas está realmente bien diseñado. Pero la pregunta es: ¿entendemos el chino? Imagino que el lector convendrá conmigo en que no, claro que no. Podemos aplicar el mismo razonamiento a la hipótesis del lenguaje del pensamiento como explicación de cómo funciona el significado. Los caracteres chinos del ejemplo son como las palabras del mentalés. Para producir significado no basta simplemente con identificar y disponer los símbolos de una lengua, aunque esos símbolos representen algo del mundo real. No es suficiente decir que hemos entendido algo.

Este es uno de los grandes problemas de la hipótesis del lenguaje del pensamiento. Y si se le aprietan las tuercas un poco más, empiezan a aparecer más grietas. Para empezar, ¿de dónde sale el mentalés? Si es algo que se aprende, desde luego no se puede aprender a través de la lengua materna, porque se crearía otro círculo vicioso: ¿cómo podemos aprender mentalés con el inglés si solo entendemos el inglés a través del mentalés? Por tanto, si no se puede aprender mentalés a partir de la lengua materna, significa que si el mentalés existe debe estar en nuestra mente antes incluso de que empecemos a aprender la lengua. Dicho de otro modo, para aprender las palabras «oso polar», debemos poseer previamente un símbolo mentalés que represente a los osos polares. Y esto también significa que todas las personas que hablan lenguas distintas deben poseer los mismos conceptos subyacentes: un oso polar es un oso polar es un oso polar. Hay buenas razones para cuestionar todos estos supuestos.

Incluso las mejores virtudes de la hipótesis del lenguaje del pensamiento —la simplicidad de los símbolos mentaleses— se consiguen a un alto precio. La idea de que los símbolos mentaleses puedan cargar con el peso del significado tiene mucha fuerza y atractivo, porque serían símbolos muy simples. Los símbolos son indicadores que se limitan a hablarnos de las cosas del mundo a las que se refieren. Entender qué significan las palabras «oso polar» supone poseer el símbolo 9us&’~ que se refiere a los osos polares reales que hay en el mundo. Entender qué significa la palabra «perro» supone poseer otro símbolo, tal vez THX1138. Pero la única forma posible de que esos símbolos sean así de simples es prescindir de la mayoría de los detalles. El hecho es que probablemente sepamos mucho sobre los osos polares: su color, cómo se mueven, el miedo que les debemos tener, el tipo de refresco que supuestamente prefieren en las vacaciones de invierno, etc. Es mucho saber, en especial si se trata de los osos polares, de los que, en comparación con otras cosas, sabemos muy poco. Pensemos en algo de lo que sepamos mucho más, por ejemplo, los perros. Seguramente sabemos el aspecto que tienen (y los hay de muchas razas y edades), y a qué huelen (esto también varía, según la humedad, si el perro ha estado hace poco en contacto con pescado, etc.), pero también que evolucionaron a partir del lobo, y que se los puede enganchar al trineo para que tiren de él y que les gusta que se les rasque el lomo. Pero las palabras mentalesas de «oso polar» y «perro» no serían más que simples símbolos de equivalencia que se refieren a la categoría de osos polares o perros y dejan de lado todo ese saber variable y detallado. El símbolo mentalés del perro no es el conjunto de recuerdos que tenemos de nuestra interacción con perros ni del cachorro que esperamos que nos regalen para nuestro cumpleaños. Al contrario, no es más que un símbolo que apunta a toda la diversidad de cosas del mundo que de hecho son perros. El significado es simple, limpio, lógico y eficiente. En consecuencia, en esta teoría del significado no hay lugar para los detalles.

Es evidente que pensar en el significado en términos de símbolos mentaleses tiene algunas limitaciones. Pero hasta hace poco, era la mejor opción. Nuestra mejor apuesta era imperfecta, pero no disponíamos de pruebas empíricas que explicaran la realidad.

Este contexto no impidió que a lo largo de los años diversas personas se dieran cuenta de que el emperador, si bien no iba desnudo por completo, mostraba parcialmente sus partes pudendas. A partir ya de principios de la década de 1970, algunos sociólogos cognitivos, filósofos y lingüistas comenzaron a preguntarse si el significado no era algo totalmente distinto de un lenguaje del pensamiento. Apuntaron que el significado, más que símbolos abstractos, en realidad pudiera ser algo mucho más tupidamente entretejido con nuestras experiencias reales en el mundo, con el cuerpo que tenemos. Empezó a cobrar forma como movimiento autoconsciente, y se puso un nombre, «encarnación», que comenzó por referirse a la idea de que el significado podría ser algo que no se produce al margen de nuestras experiencias corporales, sino que, al contrario, está fuertemente unido a ellas. Para el lector, la palabra «perro» puede tener un significado rico y profundo que implica su manera de interactuar físicamente con los perros: el aspecto que tienen, cómo huelen y qué sienten. Pero el significado de «oso polar» sería completamente distinto, porque lo más probable es que el lector no tenga esas mismas experiencias de interacción directa. Si el significado se basa en nuestras experiencias en nuestro cuerpo particular, en las situaciones concretas en que las hemos vivido, entonces el significado podría ser completamente personal. Esto, a su vez, lo convertiría en variable entre las personas y las culturas. La encarnación evolucionó hacia un objeto de estudio verdaderamente interdisciplinar, hasta que a finales del siglo XX encontró el punto de apoyo en la lingüística, en especial en la obra de George Lakoff, lingüista de la Universidad de California en Berkeley, y otros;[7] en la filosofía, en especial en la obra de Mark Johnson, filósofo de la Universidad de Oregón, entre otros;[8] y en la psicología cognitiva, con Eleanor Rosch, psicóloga de la Universidad de California en Berkeley, a la cabeza.[9]

La idea de la encarnación era muy atractiva. Pero también le faltaba algo. En concreto, un mecanismo. El mentalés, con todas sus limitaciones, es un supuesto concreto sobre la maquinaria que tal vez empleamos las personas para producir significado. La encarnación tenía más de idea, de concepto. Podría estar en lo cierto en sentido general, pero era difícil de determinar, porque no se traducía necesariamente en supuestos concretos sobre cómo funciona realmente el significado en las personas reales y en el tiempo real. De modo que quedó en desuso, y como idea rectora no se impuso a la hipótesis del lenguaje del pensamiento en la ciencia cognitiva del significado.

Y entonces alguien tuvo una idea.

No está claro quién la tuvo primero, pero a mediados de la pasada década de 1990 al menos tres grupos convergieron en el mismo pensamiento. Uno fue el de un psicólogo cognitivo, Larry Barsalou, y sus alumnos de la Universidad de Emory, en Georgia.[10] El segundo fue un grupo de neurocientíficos de Parma.[11] Y el tercero, un grupo de científicos cognitivos del Instituto Internacional de Ciencias Computacionales de Berkeley, donde yo trabajaba como alumno de posgrado.[12] Estaba claro que algo había en el ambiente, un zeitgeist. La idea era la hipótesis de la simulación encarnada, una proposición que concretaba la idea de la encarnación lo suficiente para competir con el mentalés. Dicho en pocas palabras:


Para entender el lenguaje, tal vez simulamos en la mente lo que sería experimentar las cosas que el lenguaje describe.


Vamos a desarrollar un poco más esta idea, qué significa simular algo en la mente. En realidad simulamos continuamente. Lo hacemos cuando imaginamos la cara de nuestros padres, o, en una partida de póquer, cuando empleamos toda la capacidad de visualizar las posibilidades de las cartas que nos acaban de dar. Simulamos cuando imaginamos en la mente sonidos sin que ninguna onda sonora nos llegue al oído, ya sea el del bajo de Seven Nation Army de White Stripes o el de las ruedas del coche al chirriar. Y seguramente el lector sabrá simular el sabor de las fresas con nata o el olor de la lavanda. También podemos simular acciones. Pensemos en el sentido en que giramos el pomo de la puerta. Es probable que simulemos visualmente la imagen de la mano, pero si hacemos lo que le gente suele hacer, hacemos mucho más que esto. Probablemente sintamos virtualmente lo que supone mover la mano en el sentido correcto, asir el pomo (con la fuerza suficiente para provocar la fricción necesaria para moverlo con la mano) y girar la mano sobre la muñeca (¿en el sentido de las manecillas de reloj?). O el esquiador puede imaginar no solo lo que es un descenso por la pista, sino también lo que se siente al desplazar el peso del cuerpo a un lado y otro al ir sorteando las puertas u obstáculos.

En todos estos casos, consciente e inconscientemente nos sacamos simulaciones de la manga. Es la llamada «imaginería mental». La idea de simulación es algo mucho más profundo, La simulación es un iceberg. Mediante la reflexión consciente, tal como hemos acabado de hacer, podemos ver la punta, la imaginería intencional y consciente. Pero muchos de los mismos procesos mentales se desarrollan, de forma invisible y sin que lo sepamos, por debajo de la superficie durante la mayor parte de los momentos de vigilia y de sueño. La simulación es la creación de experiencias mentales de percepción y acción sin que se produzca su manifestación exterior. Es decir, es tener la experiencia de ver sin que las vistas estén realmente ahí, o tener la experiencia de actuar sin realmente moverse. Cuando somos conscientes de ellas, estas experiencias de simulación parecen cualitativamente iguales que la percepción real; los colores aparecen como cuando se perciben directamente, y las acciones se ven como cuando las realizamos de verdad. La teoría postula que la simulación encarnada utiliza las mismas partes del cerebro que se emplean para interactuar directamente con el mundo. Cuando simulamos ver, usamos las partes del cerebro que nos permiten ver el mundo; cuando simulamos realizar una acción, se activan las partes del cerebro que dirigen la actuación física. La idea es que la simulación genera en el cerebro ecos de experiencias previas, resonancias atenuadas de patrones cerebrales que estuvieron activos durante experiencias perceptivas y motoras anteriores. Utilizamos el cerebro para simular percepciones y acciones sin realmente percibir ni actuar.

Fuera del ámbito del estudio del lenguaje, las personas utilizamos la simulación cuando realizamos muchas diferentes tareas, desde recordar hechos hasta enumerar propiedades de los objetos o coreografiar una danza. Estas conductas aciertan al emplear la simulación encarnada. Es más fácil acordarse de dónde dejamos las llaves si imaginamos el último lugar en que las vimos. Es más fácil determinar en qué lado del coche está el depósito si imaginamos que estamos repostando. Es más fácil crear una nueva serie de movimientos si antes imaginamos que nosotros mismos los realizamos. El uso de la simulación encarnada para ensayar incluso nos ayuda a mejorar tareas repetitivas, por ejemplo los tiros libres en baloncesto o los lanzamientos de los bolos. Las personas simulamos constantemente.

En este contexto, la hipótesis de la simulación encarnada no parece ningún gran salto. Postula que el lenguaje es como esas otras funciones cognitivas, en el sentido de que también depende de la simulación encarnada. Cuando escuchamos o leemos frases, simulamos que vemos las escenas y que realizamos las acciones que describen. Y lo hacemos utilizando los sistemas motor y perceptivo, y posiblemente otros sistemas cerebrales, como los que se emplean en la emoción. Por ejemplo, pensemos en qué pudimos simular al leer la siguiente frase hace un momento:


Cuando caza fuera del agua, el oso suele acechar a su presa casi como lo haría el gato, arrastrándose sobre el vientre para de repente erguirse y abalanzarse sobre ella, con las garras por delante y las fauces abiertas de par en par.


Para entender lo que significa, según la hipótesis de la simulación encarnada, hemos de activar el sistema de visión del cerebro para crear una experiencia visual del aspecto que tendría un oso polar que estuviera cazando. Podríamos emplear el sistema auditivo para oír virtualmente lo que sería un oso polar que se deslizara por el hielo y la nieve. Y tal vez debiéramos incluso utilizar el sistema motor del cerebro, que controla la acción, para simular lo que sería moverse a un lado, erguirse, levantar los brazos, abrir las fauces y abalanzarse. La idea es que producimos significado porque nos creamos experiencias que, si acertamos, reflejan las experiencias que el hablante, o en este caso el escritor, pretendía describir. El significado, según la hipótesis de la simulación encarnada, no son simples símbolos mentales abstractos; es un proceso creativo, en el que las personas construimos experiencias virtuales —simulaciones encarnadas— con nuestra capacidad de visualizar.

Si todo esto es cierto, el significado es algo totalmente distinto del modelo definitorio con el que empezamos. Si el significado se basa en la experiencia con el mundo, en las acciones y las percepciones específicas que la persona haya tenido, entonces es posible que varíe de un individuo a otro y de una cultura a otra. Y también sería profundamente personal: lo que «oso polar» o «perro» signifique para mí podría ser diferente por completo de lo que signifique para el lector. Además, si para comprender empleamos los sistemas cerebrales de la percepción y la acción, entonces los procesos del significado son dinámicos y constructivos. No se trata de activar el símbolo correcto, sino de construir dinámicamente la experiencia mental correcta de la escena.

Más aún, si realmente producimos significado mediante la simulación de visiones, sonidos y acciones, querrá decir que nuestra capacidad de dar significado se basa en otros sistemas, unos sistemas que evolucionaron más directamente de la percepción y la acción. Y esto significaría a su vez que la capacidad para el lenguaje específica de nuestra especie nace de sistemas que en realidad compartimos en gran parte con otras especies.

Utilizamos estos sistemas de percepción y acción de forma distinta, por supuesto. Lo sabemos porque los demás animales no poseen nuestra capacidad de simulación. Volviendo al oso polar, debo darle al lector una mala noticia. Desde que se empezó a hablar de su táctica de ocultar la nariz, se ha observado mucho a los osos polares, en cautividad y en libertad. Y, pese a tanto bombo, platillo y despliegue de medios, resulta que no existe prueba alguna realmente nueva sobre esa conducta de ocultación del hocico. Siento decepcionar al lector.[13] A pesar de ello, la lección que de ahí deriva es mucho más profunda. El oso polar, a diferencia del ser humano, probablemente no sabe simular cómo lo ve quien va a servirle de alimento. La capacidad de simulación abierta es algo mucho más humano que osuno, no solo en el lenguaje, sino en completamente todo lo que hacemos con la mente. Sabríamos simular el aspecto que tendríamos si nos ocultáramos la nariz con la mano, con la misma facilidad con que podemos simular lo que pareceríamos si tuviésemos dos cabezas o, en lugar de pierna derecha, un palo saltador. Si la simulación es lo que hace especial a nuestra capacidad para el lenguaje, averiguar cómo la utilizamos nos dirá muchas cosas sobre qué es lo que nos hace únicos como humanos, sobre qué tipo de animal somos y sobre cómo llegamos a serlo.


CERDOS VOLADORES


Una de las innovaciones importantes de la hipótesis de la simulación encarnada, y que la distingue de la hipótesis del lenguaje del pensamiento, es que postula que el significado es algo que construimos en la mente, basado en nuestra propia experiencia. Si el significado realmente se genera en la mente, deberíamos poder comprender el lenguaje no solo que trata de cosas que existen en el mundo real, como los osos polares, sino también el que trata de cosas que en realidad no existen, por ejemplo, cerdos voladores. De modo que comprender un lenguaje que se refiere a cosas que no existen nos puede explicar en alto grado cómo funciona el significado.

Pensemos en el caso de los «cerdos voladores». Apuesto a que «cerdos voladores» significa muchas cosas para el lector, aun sin detenerse mucho a pensarlo. Llevo años preguntando a muchas personas, de modo informal, qué significa para ellas «cerdos voladores». (Uno de los lujos de ser profesor universitario es que la gente, en general, no se sorprende lo más mínimo si les haces preguntas del tipo «¿Cuántas alas tiene un cerdo volador?».) Según mi encuesta totalmente acientífica, realizada mayoritariamente entre poblaciones de gente con tiempo y una copa en la mano, cuando la mayoría de las personas oyen o leen las palabras «cerdo volador», piensan en un animal cuyo aspecto es en todos los sentidos como el del cerdo, pero con alas. El escritor John Steinbeck imaginó a ese cerdo (pig) volador y lo llamó Pigasus. Hasta lo utilizó como sello personal. ¿Qué sabemos de nuestro Pigasus personal? Probablemente tenga dos alas (no tres ni siete ni doce), de forma muy similar a las de los pájaros. Sin que tengamos que detenernos a pensarlo, también sabemos en qué lugar del cuerpo de Pigasus están: pegadas simétricamente a los omóplatos. Y aunque tenga alas como las aves, la mayoría de las personas piensa que Pigasus muestra también una serie de características porcinas: tiene hocico, no pico, y pezuñas, no garras.

Del ejemplo se pueden señalar algunas cosas. En primer lugar, parece que «cerdos voladores» significa algo para todo el mundo. Y esto es importante, porque en el mundo no existe nada que sea un cerdo que vuele. De hecho, parte del significado de «cerdos voladores» es precisamente que los cerdos voladores no existen. Lo que significa todo esto —y no quisiera dármelas de listo— es que la teoría mentalesa de que el significado consiste en la relación de las definiciones con las cosas reales del mundo solo funcionaría si los cerdos volaran.

Segundo, si el lector es una persona corriente, lo que hizo al entender «cerdos voladores» probablemente se asemejara mucho a la imaginería mental. Uno se podría preguntar: ¿experimenté en la mente imágenes visuales de un cerdo volando? ¿Eran unas imágenes vívidas? ¿Tenían mucho detalle? Experimentar visualmente la imaginería visual es, por supuesto, solo una forma de emplear la simulación —también podemos simular sin tener acceso consciente a las imágenes—. Pero donde hay humo simulado, es posible que haya fuego simulado. La persona común, cuando simula un cerdo volador, con su capacidad de visualizar probablemente ve el hocico y las alas, puede ver detalles como el color o la textura, incluso al cerdo moviéndose por el are. Las palabras «cerdos voladores» no son las únicas que evocan conscientemente detalles visuales accesibles. Lo mismo ocurre con muchas expresiones del lenguaje, tanto si lo que se describe es imposible como «cerdos voladores» o algo completamente habitual como «ceros de colores», o algo intermedio como «la nariz del oso polar».

Tercero —y no espero que se le ocurriera al lector solo porque yo lo viera claro después de muchas investigaciones—, «cerdos voladores» no evoca en todas las personas algo del tipo Pigasus. Para algunas, los cerdos voladores no usan alas para impulsarse, sino que tienen superpoderes. Si el cerdo volador del lector es de este tipo —vamos a llamarlo Supercochino— probablemente lleve capa. Quizá también visto un mono elástico ajustado de colores vivos, con algún símbolo en el pecho, por ejemplo, un rabo ensortijado de cerdo o, mejor aún, una loncha de beicon frito. Y, sobre todo, cuando Supercochino vuela, su postura y su movimiento son distintos de los del cerdo con alas. Este mantiene las patas debajo del cuerpo, pegadas a la barriga o colgando, en cambio, Supercochino alarga las patas delanteras, a lo Superman (véase la figura 1).

Soy el primero en admitir que las respectivas características de Pigasus y Supercochino no tienen, en sí ni por sí mismas, gran valor científico ni interés público. Pero revelan algo sobre cómo las personas entendemos los significados de las palabras. Simulamos como reacción al lenguaje, pero parece que nuestras simulaciones varían sustancialmente. Uno puede ser el tipo de persona que automáticamente imagina a Supercochino, o puede preferir decididamente algo más común como Pigasus. Esta variación individual se observa no solo en el caso de los «cerdos voladores», sino en cualquier fragmento de lenguaje. La primera imagen que nos viene a la cabeza al oír o leer «perro ladrador» puede ser la de un dóberman gigante y feroz, o la de un chihuahua pequeñito y muy ladrador. Si leemos «aparato de tortura», podemos pensar en la doncella de hierro o en un aparato gimnástico nuevo. La variación en las cosas a las que creemos que se refieren las palabras es importante, porque significa que en la construcción de significado utilizamos nuestros recursos mentales idiosincrásicos. Todos tenemos experiencias, expectativas e intereses distintos, de modo que pintamos los significados que creamos para el lenguaje del color que nos es propio.

Y por último, «cerdos voladores» revela que cuando empleamos el sistema visual en la comprensión del lenguaje, lo hacemos de forma creativa y constructiva. Podemos tomar percepciones (por ejemplo, el aspecto que tiene el cerdo) o acciones (por ejemplo, la de volar) de las que ya tenemos experiencia, y a partir de ellas formar combinaciones nuevas. Lo que signifique «cerdos voladores» depende de mezclar experiencias independientes, porque seguramente nunca hemos experimentado nada en el mundo real que se corresponda con «cerdos voladores» (a no ser que en la década de 1970 fuéramos asiduos de los conciertos de Pink Floyd). Esto convierte a los cerdos voladores en un caso extremo, pero incluso cuando el lenguaje se refiere a un ente que tenga su correspondencia en el mundo real —aun en los casos más cotidianos— tenemos que construir una simulación de forma creativa. Pensemos en la absolutamente desaborida expresión «gorra amarilla». Seguro que en el mundo hay gorras amarillas. Probablemente hayamos visto alguna, nos sintiéramos o no tan emocionados por la experiencia como para recordarla. Pero si no tenemos almacenada una representación concreta de una gorra amarilla determinada, las imágenes mentales que evocamos al interpretar esta sucesión de palabras corrientes hay que fabricarlas sobre la marcha. Y para ello, combinamos nuestra representación mental de «gorra» con los efectos visuales relevantes de la palabra «amarilla». Cuando se combinan las palabras —existan o no en el mundo real las cosas que representan—, los usuarios del lenguaje casan mentalmente sus correspondientes representaciones mentales.



FIGURA 1. Pigasus (izquierda) y Supercochino (derecha).


LA NUEVA CIENCIA DEL SIGNIFICADO


El siguiente paso es colocar la idea de simulación encarnada bajo el microscopio y someterla a pruebas. Pero ¿cómo? La moneda de cambio de la ciencia es la observación visible y repetible que confirme o rebata las predicciones, pero, como decía antes, el significado no se presta por sí mismo a este tipo de enfoque, porque es muy difícil de observar. ¿Qué hacer entonces? Es un dilema que nos sitúa más o menos donde se encontraba el campo de la ciencia cognitiva hacia el año 2000. Existía esa idea apasionante y potencialmente rompedora sobre la simulación y el significado, pero no sabíamos aún cómo probarla.

Y ahí fue cuando cambió la base. Justo en ese mismo momento, un puñado de científicos pioneros comenzaron a desarrollar herramientas experimentales para investigar empíricamente la hipótesis de la simulación encarnada. Proyectaban imágenes ante la mirada de las personas, hacían que estas se agarraran a unas asas de forma exótica, las deslizaban dentro de escáneres de resonancia magnética funcional, y utilizaban cámaras de alta velocidad para seguirles el movimiento de los ojos. Algunos de estos experimentos fueron un completo fracaso. Pero los que funcionaron lanzaron el significado a la primera página de la ciencia cognitiva. Y nos dieron los instrumentos con que hoy podemos escudriñar a las personas en el acto de producir significado.

Los diez capítulos que siguen componen un recorrido por esta ciencia nueva y fascinante que está desvelando cómo funciona la mente. Para avanzar hacia una respuesta, en primer lugar nos fijaremos en cómo empleamos la simulación cuando no usamos el lenguaje, por ejemplo, cuando simplemente imaginamos situaciones hipotéticas o recordamos experiencias pasadas. Nos detendremos a observar a jugadores de bolos mientras visualizan el lanzamiento y a campeones de la memoria mientras recuerdan montones de cartas barajadas al azar, y descubriremos cómo piensan las personas al simular las visiones, los sonidos y las acciones en las que están pensando. A continuación, trasladaremos esta observación al lenguaje y nos fijaremos en las pruebas que demuestran que las personas hacemos lo mismo con las visiones, los sonidos y las acciones que oímos o sobre las que leemos. En los capítulos siguientes, estudiaremos los detalles: cómo entendemos las personas el lenguaje sobre las cosas que no podemos ver ni oír, por ejemplo las ideas o el tiempo, cómo afecta la gramática de una frase al significado que extraemos de ella, cómo difiere el significado de una cultura a otra, y cómo las personas con experiencias distintas entienden de forma diferente las mismas palabras y frases. El resultado es una exposición de cómo, al comprender el lenguaje, hacemos uso de los diversos sistemas cognitivos de que disponemos, para crear activamente una interpretación de las palabras que escuchamos. Dicho de otro modo, esta es la historia de cómo nos las arreglamos para entender lo que sea que oigamos o leamos. La historia de cómo insuflamos vida a nuestro propio Pigasus, y la historia de cómo deducimos por qué el oso polar se tapa el hocico.

El cerebro y el lenguaje

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