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PIENSA EN LA PELOTA


En 1991, Barry Bonds jugaba en el puesto de jardinero[14] en los Pirates de Pittsburgh. Era un jugador rápido y dinámico, pero no de físico imponente. Con 85 kilos y 1,85 de altura, tenía una complexión parecida a la de su padre Bobby, también jugador de béisbol profesional. Luego, en 1993, se fue a San Francisco a jugar para los Giants, y ocurrió algo. Se hizo grande. En los diez años siguientes, aumentó de peso casi en un 25 %. Y no era la típica barriga que va asomando con los años. Ganó musculatura. El esbelto campista se convirtió en un fornido jonronero[15] de 103 kilos, algo que le fue muy bien para su carrera. De 1991 a 2001, casi triplicó el número de jonrones, y en 2001 completó la mejor temporada ofensiva de la historia de este deporte, batiendo el récord anterior de 73 jonrones.

Tal vez le beneficiara el sol de California. O pudo ser algo en su alimentación —quizá descubrió que la col y el aguacate tienen propiedades estimulantes de la musculatura antes insospechadas—. Pero lo más probable, según la sabiduría popular al menos, fue que descubrió los esteroides anabólicos.

Los esteroides tienen una gran cantidad de posibles efectos secundarios no deseados. Pueden provocar acné, aumento de los pechos (en las mujeres y en los hombres) y atrofia testicular (solo en los hombres). Y además son ilegales. Sin embargo, los deportistas los siguen tomando y poniendo en peligro el cuerpo y su carrera. Les permiten entrenar mejor y recuperarse con mayor rapidez.[16] Y cuanto más puedes entrenar, probablemente mejor rindas en el campo. Para hacer más jonrones, conviene practicar miles de lanzamientos. Si en tenis quieres mejorar el servicio, debes sacar miles de pelotas. Para ser mejor lanzador de bolos, no dejes de practicar. Cuanto más entrenamiento, mejor.

Y eso era seguramente lo que Bonds quería. Y dio en el blanco. Pero en ese mismo momento, había un puñado de entrenadores que utilizaban un sistema distinto, un método que pensaban que mejoraría el golpe del bateador y la puntería del golfista, sin aumentar ni reducir nada de forma ilegal.

Comenzó en la década de 1980. Varios entrenadores empezaron a preguntarse si podían ayudar al deportista a mejorar sus habilidades utilizando una estrategia que no implicara ningún entrenamiento físico. Y los motivos eran muy simples. El entrenamiento tiene sus limitaciones. En primer lugar es caro, en el sentido de que se necesita un campo o una pista, equipamiento, entrenadores, etc. Además, quien lo practica, si se excede, se puede lesionar partes clave del cuerpo —músculos, articulaciones—. (De ahí el atractivo de los esteroides.) Así pues, ¿qué ocurriría, rumiaban, si el deportista entrenara menos y se dedicara a visualizar actuaciones en lugar de hacerlas él mismo? ¿Imaginar lanzamientos libres podría mejorar el porcentaje de lanzamientos reales? ¿Visualizar lanzamientos de bolos perfectos se traduciría en más plenos o strikes?

Así que le dijeron al tenista que dejara de servir, al lanzador, que soltara los bolos, y al jugador de baloncesto, que se tumbara en el suelo en el vestuario. Y los pusieron a visualizar.

Probablemente, al principio se encontraron con mucha resistencia. Al fin y al cabo, ¿cómo se podían mejorar el servicio y los tiros libres haciendo otra cosa que no fuera practicar? Si de lo que se trata es de golpear con la raqueta una pelota de color verde claro para que supere una red de 1,07 metros de altura y vaya a parar a la esquina del cajón de servicio opuesto, que se encuentra a una distancia de 18,28 metros, esto sería exactamente lo que cualquier persona sensata practicaría.

Pero resultaba que lo de sentarse en círculo funcionaba. Los deportistas que dedicaban más tiempo a visualizar acertaban más en los saques, hacían más plenos, y encestaban más tiros libres.[17] Siempre y cuando, claro está, que lo que visualizaran fueran actuaciones acertadas. Si imaginaban plenos en los bolos, era más probable que los consiguieran que si no visualizaban nada. Pero si lo que visualizaban eran los bolos que se perdían por el fondo, sus lanzamientos eran peores que en el caso de que no visualizaran nada.[18]

La visualización es hoy una parte habitual de la psicología del deporte. No sustituye a los esteroides anabólicos —no está claro, por ejemplo, que Barry Bonds hubiera alcanzado su mejor potencial de jonrones sin sustancias controladas—. No obstante, la visualización funciona. La pregunta es por qué. ¿Por qué si imagina que utiliza el cuerpo de una determinada forma a la persona le es más fácil moverlo de esa misma forma más tarde? La respuesta que veremos en este capítulo es extraordinariamente simple. Cuando visualizamos acciones —activando consciente e intencionadamente imágenes mentales— utilizamos exactamente las partes del cerebro que controlan los movimientos de nuestro cuerpo. Cuando imaginamos el juego de pies y piernas que realizamos al servir la pelota de tenis, la parte del cerebro que controla el movimiento de los pies empieza a activarse. Cuando pensamos en cómo sostenemos la pelota de baloncesto con las manos, se enciende la parte del cerebro que controla el movimiento de estas. En consecuencia, lo llamemos imaginería mental, visualización o ensayo mental, imaginar que se hacen cosas es extraordinariamente eficaz para asentar las habilidades motoras. Y esta es, en gran medida, la razón por la que cuando visualizamos, el cerebro hace lo mismo que haría en un entrenamiento real. Es verdad que nos perdemos cosas que podrían ser muy útiles, por ejemplo, la retroalimentación y el condicionamiento que se obtienen con la actuación real. Pero al mismo tiempo también nos evitamos costes y esfuerzos para el cuerpo. Lo importante es que visualizar una acción —en lo que a la actividad del cerebro se refiere— se parece mucho a realizar la acción.

Y la imagen que vamos a ampliar en este capítulo es que lo que ocurre con la visualización también ocurre con toda una diversidad de otras actividades mentales. Al imaginar o visualizar activamente una acción se reutilizan partes del cerebro que en realidad son las que controlan esas acciones imaginadas. También utilizamos los sistemas de acción y percepción del cerebro para recordar. Cuando recordamos sucesos, reconstruimos cómo los sentíamos, el aspecto que tenían, cómo sonaban, y esto a su vez utiliza partes del cerebro cuya principal función es, ante todo, permitirnos percibir o participar en sucesos de ese tipo. Y asimismo, cuando pensamos en las características de las cosas, para decidir si un objeto posee unas determinadas propiedades, por ejemplo, de qué color es el hocico del oso polar, utilizamos el sistema de la visión para construir una representación mental del aspecto que tiene la cara del oso polar. Todo esto equivale a decir que en muchas de las cosas que podemos hacer con el cerebro —cosas que no sean mover el cuerpo o percibir el mundo— utilizamos partes de él que son las principales responsables del movimiento del cuerpo o la percepción del mundo.

Así que los entrenadores que exploraban las posibilidades de la visualización dieron con algo que los psicólogos cognitivos llevaban muchos años estudiando. Al principio, estos se fijaban sobre todo en la imaginería visual, las imágenes del ojo de la mente. Y ahí es donde empezó todo, en un laboratorio de la Universidad Cornell, a principios del siglo XX.


EL EFECTO PERKY


En 1910, una psicóloga cognitiva estadounidense joven e innovadora llamada C. W. Perky experimentaba con una tecnología relativamente nueva, pasando luz a través de una película para proyectar imágenes sobre una pared blanca. La tecnología, evidentemente, iba a revolucionar el ocio en forma de imágenes en movimiento. Y resulta que hizo lo mismo con el estudio de la mente. Perky quería explorar qué pasaba en la mente de la persona mientras realizaba ejercicios de imaginería mental —mientras evocaba activa y conscientemente imágenes de cosas que realmente no tenía ante sí—.[19] Perky pedía a los participantes que imaginaran que veían un objeto (por ejemplo, un plátano o una hoja) mientras miraban una pared blanca. Al mismo tiempo, sin que los participantes en el experimento lo supieran, proyectaba en la pared una imagen real del objeto que se suponía que imaginaban. Al principio, la imagen proyectada estaba por debajo del umbral de posibilidad de que los participantes la percibieran conscientemente, pero la psicóloga poco a poco aumentaba la iluminación para que se fuera haciendo más y más visible. Descubrió que muchos participantes seguían pensando que aún imaginaban el plátano o la hoja, sin darse cuenta de que en la pared estaba proyectada una imagen real. Pero la investigadora sabía que la proyección era visible, porque si pedía a otros participantes que no estaban realizando el ejercicio de imaginería que miraran la pared, estos podían ver fácilmente la imagen amarilla o verde.

El experimento de Perky demostraba que el ejercicio de imaginería mental puede interferir en la verdadera percepción del mundo. El llamado «efecto Perky» aparece muchas veces en la vida cotidiana. Se produce, por ejemplo, cuando soñamos despiertos. En esta situación la persona está completamente despierta y con los ojos abiertos, pero imagina que está en otro lugar, haciendo otra cosa, viendo cosas que no están ahí. Quizá imagine hastiada el contenido de la nevera, o cómo va a simular una cena respetable con un par de tiras de beicon y una botella de kétchup. O imagina que le mira a la cara al jefe y le dice que le ha tocado la lotería y se muda a Hawái. Pero mientras hace todo esto, aunque tiene los ojos abiertos, deja de procesar gran parte del mundo visual que le rodea. Si está en clase, no ve lo que hay escrito en la pizarra. En el coche, es posible que no vea los otros coches ni las señales (por cierto, acaba de pasarse de la salida). La imaginería interfiere en la visión.

Naturalmente, la investigación sobre el efecto Perky no acabó con su descubrimiento en 1910. Estudios más recientes han empezado a dibujar una imagen de algún modo más detallada de cómo la imaginería interactúa con la visión. En primer lugar, lo que imaginamos afecta a lo que vemos.[20] Una persona mira al centro de la pantalla del ordenador e imagina una T, y a continuación se le muestra una T o una H en el centro de la misma pantalla, y resulta que es menos probable que detecte correctamente la letra mostrada si es una H que si es una T (y al revés, si se le dice que imagine una H). Y las consecuencias para el lector, si me permite decírselo, son muchas. Suponga usted, lector, que está buscando el móvil que acaba de estrenar, que es de color rojo, y que está un poco distraído, y lo que sucede es que en realidad contempla en la mente la imagen del teléfono viejo, que era negro. Como en la mente tiene una imagen mental de un móvil negro, le será relativamente difícil encontrar el nuevo, de color rojo, aunque lo tenga delante de sus narices. Pero en cuanto recuerde que tiene un teléfono nuevo rojo, la imagen mental deja de interferir en la detección del teléfono cuando se encuentra con él.

La cosa aún se complica más, porque lo que afecta a si la imaginería interfiere en la percepción no es solo lo que imaginamos, sino también dónde imaginamos que está.[21] Supongamos que estamos sentados ante la pantalla del ordenador y nos dicen que imaginemos un objeto, por ejemplo, la letra I. A continuación, en un punto de la pantalla aparece un asterisco, y en cuanto lo veamos hemos de pulsar un botón. Por el efecto Perky cabe prever que nos resultaría más difícil detectar el asterisco en la pantalla cuando imaginamos la I que cuando no la imaginamos —porque la I y el asterisco tienen formas distintas—. Pero ocurre que solo se da el caso cuando imaginamos la I en el mismo punto en que aparece el asterisco. Es decir, si nos dicen que imaginemos la I en la parte superior de la pantalla, es menos probable que detectemos correctamente un asterisco en la parte superior de la pantalla. Pero cuando las ubicaciones son distintas —cuando imaginamos una I en la parte superior de la pantalla y luego se nos muestra un asterisco en la parte inferior— detectamos el asterisco con la misma precisión que cuando no imaginamos nada.

Esta línea de investigación inspirada en el efecto Perky demuestra que la imaginería visual a veces interfiere en la visión —la visión de cosas distintas en el mismo punto—, pero a veces en realidad también puede mejorarla.[22] Cuando la imagen muestra lo mismo que imaginamos, está en el mismo sitio y tiene una forma y un tamaño compatibles, en realidad percibimos lo que tenemos delante mejor que cuando no realizamos ninguna imaginería: si imaginamos (correctamente) el teléfono nuevo rojo, y se nos pone ante los ojos, lo veremos antes que si no tuviéramos de él ninguna imagen.

¿Qué se puede deducir de que la imaginería y la percepción interactúen? Pueden ocurrir dos cosas. La primera es que la imaginería visual y la percepción visual las puedan realizar las mismas partes del cerebro, lo que provocaría una interferencia, porque se sabe que no podemos utilizar el mismo tejido cerebral para hacer dos cosas al mismo tiempo. Es una idea fascinante —que utilicemos las partes del cerebro que realizan la visión también para «ver» con el ojo de la mente—. Sin embargo, otra posibilidad es que nuestra capacidad para la imaginería y la visión la ejerzan dos sistemas muy estrechamente unidos pero distintos, y que cuando estos dos sistemas trabajan al alimón salen airosos, pero cuando no están sincronizados, no funcionan tan bien. Y si a nosotros no nos importa por qué el cerebro no nos deja ver el teléfono que estamos buscando si lo tenemos ante las propias narices, a quien desee saber cómo funciona la imaginería mental sí le importa.

Afortunadamente, Perky informa de un segundo hallazgo en su estudio original que ayuda a distinguir entre estas dos posibilidades. Cuando Perky les pedía a los participantes en el experimento que describieran sus imágenes mentales de los plátanos y las hojas, decían que imaginaban objetos que se ajustaban a la forma y la orientación de las imágenes que la investigadora había estado proyectando en la pantalla, lo cual es muy sorprendente, ya que los participantes habían dicho que no habían visto las imágenes. De modo que si Perky mostraba una sombra amarilla alargada en sentido vertical mientras los sujetos imaginaban un plátano, estos decían después que habían imaginado un plátano en posición vertical. Si la sombra amarilla proyectada estaba en posición horizontal, los sujetos decían que habían imaginado el plátano en esta misma posición. En otras palabras, los participantes del experimento de Perky no decían que realmente hubieran visto un plátano proyectado en la pantalla, no obstante integraban lo que sí habían visto proyectado en ella a la imaginería mental que estaban construyendo.

Investigaciones más recientes demuestran con mayor claridad aún que las personas integramos lo que imaginamos a lo que vemos. En un estudio, se pedía a los participantes que imaginaran la silueta de la ciudad de Nueva York mientras miraban a una pantalla.[23] Al mismo tiempo, quienes dirigían el experimento proyectaban en esta un círculo borroso de color rojo. La borrosidad era suficiente (y la fuerza del efecto Perky también) para que los participantes no dijeran que veían el círculo rojo. Sin embargo, algunos de ellos decían que habían construido una imagen mental de Nueva York durante la puesta del sol.

Lo que demuestran estos hallazgos es que las cosas que vemos se pueden confundir con las imágenes visuales que fabricamos, e integrarlas a ellas. La manera más sencilla de interpretar estos hechos es que en la imaginería visual y en la percepción visual intervienen sistemas cerebrales que no están, ni mucho menos, simplemente relacionados. Para que lo que se ve se confunda con lo que se imagina —para que la persona piense realmente que lo que de verdad ve es meramente el contenido de su imaginación— debe haber al menos algún solapamiento entre los sistemas del cerebro que la persona emplea para realizar las dos actividades distintas. Más adelante en este mismo capítulo, hablaremos de estudios sobre las imágenes cerebrales que permiten ver claramente la magnitud de ese solapamiento entre la visión y la imaginación, y dónde se ubica en el cerebro.[24]


LOS GIROS MENTALES


Si para imaginar y percibir objetos en reposo, por ejemplo, plátanos y hojas, se utilizan los mismos sistemas cerebrales, entonces es posible emplear los mismos sistemas para imaginar y para percibir los objetos cuando están en movimiento. Es un hecho que demostró de forma particularmente sugestiva uno de los estudios clásicos sobre psicología cognitiva.[25] Fijémonos en cada uno de los pares de objetos de la figura 2. Cada pareja (por ejemplo, las dos figuras de A) son o el mismo objeto, girado de forma distinta, o dos objetos distintos que son sus mutuas imágenes especulares. La tarea consiste en decidir con la mayor rapidez posible si son el mismo objeto o imágenes especulares de objetos distintos.

¿Son, pues, las dos figuras de A el mismo objeto, girado, u objetos derivados de imágenes especulares? ¿Y B o C? (La respuesta, en esta nota.)[26]



FIGURA 2.


Merece la pena detenerse a pensar un momento en cómo lo averiguamos. Lo que los psicólogos observan en este experimento y en otros similares, con letras[27] o con figuras complejas,[28] es que el tiempo que la persona tarda en responder que las dos imágenes son versiones giradas del mismo objeto aumenta linealmente con el grado de la diferencia rotacional entre ellos. Es decir, si para dos objetos cuya diferencia rotacional es de cuarenta grados tardamos dos segundos, y para una diferencia de sesenta tardamos tres segundos, nos costará cuatro segundos en el caso de que la diferencia sea de ochenta grados, y así sucesivamente. La mejor explicación de este fenómeno —y la respuesta intuitiva que la mayoría de los participantes dan cuando se les pregunta cómo compararon los objetos— es que imaginamos que giramos un objeto para ver si se acopla con el otro. Resulta que la rotación mental funciona a un ritmo constante —medido en grados mentales por segundo—, lo que explica que nos cueste progresivamente más responder cuanto más tengamos que girar nuestra imagen mental del objeto.

Hay otra analogía entre el movimiento percibido y el movimiento imaginado. Supongamos que volamos en helicóptero y miramos una isla que está debajo, que puede ser como la que se muestra en la figura 3. Vemos una cabaña, un pozo, unos árboles, un lago, hierba, una playa y quizá algunos otros puntos de referencia. Si nos fijamos en la cabaña del sur, por ejemplo, y a continuación queremos mirar el pozo, no nos cuesta mucho tiempo llevar allá los ojos en comparación, digamos, con pasar la vista de la cabaña a las hierbas de muy al norte. Cuanto más lejos tengamos que llevar la vista, más tiempo nos cuesta y, como ocurre con la rotación mental, la relación entre la distancia y el tiempo es lineal; los movimientos más largos requieren proporcionalmente más tiempo que los más cortos. Supongamos ahora que no estamos mirando la isla, sino simplemente repasando una imagen mental de la isla al recordarla. Si centramos el ojo de la mente en un punto, por ejemplo, otra vez en la cabaña, y luego pasamos la vista al pozo, también nos cuesta menos tiempo llegar al pozo que llegar, por ejemplo, a las hierbas del norte. De hecho, la relación entre la «distancia» que recorren los ojos en la imagen mental y el tiempo que se tarda en llegar al punto en cuestión también es lineal.[29] Escanear una imagen mental es funcionalmente como escanear el mundo real.



FIGURA 3.


Todo esto significa que percibimos el movimiento de las imágenes mentales del mismo modo que percibimos el movimiento real del mundo; lo que en este requiere más tiempo también lo requiere en la mente. El movimiento mental, por ser como el real, es de gran utilidad. Por ejemplo, supongamos que queremos planificar una excursión por la isla, visitando diversos puntos importantes. Si previamente imaginamos un par de itinerarios distintos, nos podemos hacer un cálculo muy aproximado del tiempo que nos va a costar cada uno, con lo que nos lo ahorraremos cuando nos pongamos en marcha. Al dejar que la mente recorra el camino, la imaginería mental nos ahorra tiempo.


SONIDOS ESTIMULANTES


Hace más de un siglo que los neurocientíficos saben que determinadas zonas del cerebro son responsables de determinadas funciones cognitivas. Los frenólogos del siglo XIX pensaban no solo que los diferentes aspectos de la psique humana estaban localizados en distintos puntos del cerebro, sino que, además, la forma del cráneo de la persona era también una medida de lo desarrolladas que estaban esas zonas del cerebro, y, por consiguiente, daba una idea de la disposición psicológica de la persona.[30] Se ha demostrado que la segunda parte no es verdad —no se puede juzgar el cerebro por lo que lo envuelve— pero en la primera hay algo que sí lo es. Partes específicas del cerebro tienen mayor tendencia a realizar determinadas funciones.

Es una realidad que nunca se demostró de forma más impresionante que en la obra del neurocirujano Wilder Penfield. Penfield trabajaba con personas que padecían epilepsia grave, personas cuyos ataques las sumían en una extrema debilidad y amenazaban su bienestar y el de quienes las rodeaban. Fue el primero en aplicar en la década de 1930 un tratamiento tan revelador como traumático, y empleo ambos adjetivos en su sentido literal. En primer lugar abría el cráneo del paciente y dejaba su cerebro al descubierto. La imagen de la figura 4 corresponde al cerebro de un paciente identificado como D. F.[31] A continuación buscaba en el cerebro la zona lesionada que provocaba los ataques epilépticos, aplicando para ello una débil descarga eléctrica a diversas partes. La clave está en que para poder determinar qué función realizaba cada parte del cerebro, Penfield necesitaba que el paciente estuviera despierto, de modo que solo se le aplicaba anestesia local. Penfield aplicaba el estímulo eléctrico a una zona determinada, como las que aparecen numeradas en la imagen, y observaba la reacción del enfermo.

Lo que descubrió, y de forma constante en todos los pacientes, es que las mismas regiones del cerebro producían los mismos tipos de efectos. Por ejemplo, la estimulación de las zonas de la derecha de la línea de puntos vertical de la figura, como las señaladas con los números 11, 2, 12 y 13, provocaba que determinadas partes del cuerpo del paciente se movieran o se agitaran. Había encontrado la corteza motora, la zona responsable de enviar señales eléctricas a los músculos del cuerpo. La estimulación de las zonas de la izquierda, como la 10, la 8 y la 16, hacían que el paciente sintiera hormigueo o entumecimiento en diferentes partes del cuerpo. Se trata de la corteza somatosensorial, donde el cerebro reúne la información que le llega de la piel y los músculos con el sentido del tacto.



FIGURA 4. Cerebro expuesto del paciente D. F.


Pero tal vez lo más sorprendente era lo que ocurría cuando aplicaba la corriente eléctrica a un punto situado entre la zona 21 y la 18. Al preguntarle al paciente D. F. qué sentía, este decía que oía música. Y no cualquier música, sino una determinada orquesta interpretando una obra concreta, con tanta claridad, decía, como si la estuviera escuchando en la radio. Cada vez que Penfield cortaba el estímulo eléctrico y volvía a repetirlo, el paciente oía la misma pieza de música, a partir del mismo sitio y con el mismo tempo. Otros pacientes tenían experiencias auditivas similares cuando se les estimulaba esta misma parte del lóbulo temporal, aunque no oían la misma canción. Penfield había hallado una de las regiones del cerebro dedicadas a la audición. Cuando oímos sonidos reales, la señal pasa por esta zona, una zona que cuando se le aplica corriente eléctrica recrea la experiencia de oír.

Afortunadamente para los interesados en entender cómo funciona la imaginería auditiva, esta también se puede inducir con procedimientos mucho menos agresivos. Por ejemplo, en un estudio reciente se utilizó un ingenioso sistema.[32] Los participantes oían piezas de música, por ejemplo, Satisfaction de los Rolling Stones o el tema de La pantera rosa. Al mismo tiempo, se les escaneaba el flujo sanguíneo del cerebro con una máquina de producción de imágenes por resonancia magnética funcional, una máquina que permite seguir la actividad hemodinámica del cerebro, lo que indirectamente indica dónde se activan las neuronas mientras la persona realiza las tareas que se le piden. De esta forma, los investigadores podían identificar qué partes del cerebro funcionaban mientras las personas escuchaban. Pero lo que les interesaba no solo era cómo oímos, sino cómo imaginamos que oímos, de ahí que le dieran un giro al experimento. Sustituyeron segmentos cortos de la música, entre dos y cinco segundos a la vez, por silencio. El lector que haya conducido por un túnel mientras escucha la radio sabe que, si la canción que escuchamos la conocemos, cuando se corta la música, espontáneamente la «oímos» con el oído de la mente, por encima del ronroneo de la radio. Las mediciones de la actividad cerebral que los experimentadores hicieron durante los períodos de silencio demostraban, como era de esperar por el descubrimiento de Penfield, que se activaban las zonas del cerebro responsables de la audición, incluida la que, al estimularla, creaba una experiencia de imaginería musical en el paciente D. F. Las partes exactas del sistema auditivo que estaban activas durante los períodos de silencio dependían de lo conocida que la música en cuestión fuera para el participante y de si iba acompañada de letra —del mismo modo que utilizamos zonas del cerebro diferentes pero relacionadas para oír distintos tipos de sonidos, empleamos diferentes zonas para imaginar el sonido—. En los últimos años, otros estudios han repetido los mismos hallazgos básicos con una técnica más directa. Cuando a la persona se le dice explícitamente que imagine unos sonidos determinados, se activan una vez más las regiones auditivas del cerebro.[33] La conclusión es que al imaginar los sonidos empleamos las mismas zonas del cerebro que nos permiten oír los sonidos reales.


LA IMAGINERÍA ES ÚTIL


Hemos visto, pues, que los sistemas cerebrales que se emplean para ver y oír se reutilizan al imaginar, respectivamente, imágenes y sonidos. Pero volvamos a la acciones. Pensemos en algunas acciones que realizamos de forma regular. ¿Cuánto sabemos de ellas? Por ejemplo, cuando escribimos con el lápiz, ¿lo sostenemos con el dedo anular? Antes de proseguir, decidamos una respuesta. Otra pregunta: ¿en qué sentido giramos la llave al abrir la puerta de casa? Demos también una respuesta antes de seguir adelante.

Si somos como la mayoría de la gente, respondemos estas preguntas de una de dos formas posibles. Una es probando con la mano o simulando que asimos el lápiz o giramos la llave hasta que vemos y sentimos realmente la respuesta. Es decir, podemos representar las acciones en las que pensamos. Pero es posible que tengamos otras cosas mejores que hacer con las manos, por ejemplo, sostener este libro, o simplemente que nos dé pereza hacer determinados movimientos y, en consecuencia, en vez de emplear los músculos de la mano y el brazo, podemos sencillamente imaginar que asimos el lápiz o giramos la llave. En otras palabras, quizá construyamos imágenes motoras. Es difícil concebir qué es una imagen motora. La mayoría de las personas tenemos buena intuición para las imágenes visuales —nos basta con decir «cerdos voladores» para despegar—. Pero las imágenes motoras son difíciles de atrapar, por decirlo de algún modo, porque no se parecen a nada. Por eso he preguntado al lector por el lápiz y la llave. Algunas personas dicen que la imaginería motora se siente como un hormigueo en los músculos que imaginan que se mueven, y otras, en cambio, hablan de cierta desazón psicológica tanto si intentan moverse como si quieren quedarse quietas. Y otras hablan más de imaginería somatosensorial que motora. La imaginería somatosensorial es una recreación interna del hecho de sentir el propio cuerpo, por ejemplo, la presión sobre la piel, o el movimiento o la tensión de los músculos. Pero todas estas diferentes experiencias conscientes derivan de la imaginería motora.

Del mismo modo que la imaginería auditiva la realizan los sistemas cerebrales dedicados principalmente a oír, la imaginería motora emplea las partes del cerebro que nos mueven el cuerpo. Algunas de las pruebas más convincentes proceden de estudios sobre imaginería cerebral. Los participantes aprenden en primer lugar a realizar una determinada acción, por ejemplo, la de presionar los cuatro dedos de una mano contra el pulgar en un determinado orden (por ejemplo, índice, corazón, anular, meñique, índice, corazón, anular, meñique, etc.) A continuación aprenden a imaginar que ejecutan la misma acción sin mover de verdad el cuerpo en modo alguno. A continuación se les coloca en una máquina de imaginería cerebral, por ejemplo, una de resonancia magnética funcional, y realizan la propia acción y luego su imagen motora. Los experimentadores determinan a continuación las zonas del cerebro que durante estas actividades están significativamente más activas que al realizar alguna tarea de control (por ejemplo, la de imaginar que se contempla un paisaje familiar). Lo que descubren es que tanto en la realización de las acciones como en su imaginación interviene la zona clave responsable de enviar señales a los músculos para moverlos: la corteza motora primaria, que se muestra en la figura 5. Tal vez no haya que extrañarse de que la activación de esta zona suela ser más fuerte en el caso de la acción real que en el de la imaginada, que en cierto sentido es una débil sombra de la realidad.[34]



FIGURA 5. Zonas implicadas en el control motor, mostradas en el hemisferio izquierdo del cerebro.


Ocurre que la corteza motora primaria no es homogénea. Tiene una organización topográfica, por partes del cuerpo. En esencia, en la superficie del cerebro hay un mapa de nuestro cuerpo. El truco está en que el cuerpo está representado en la corteza motora de forma desproporcionada: las zonas que mejor controlamos disponen de una porción mayor de la corteza motora. La figura 6 representa esta organización. Como se puede ver, la mano, la cara, la boca, la lengua y la laringe ocupan mucho más espacio del que cabría suponer por el tamaño de estas partes del cuerpo.



FIGURA 6.


Esta organización de la banda motora de acuerdo con las partes del cuerpo resulta ser muy útil para los estudios de las imágenes cerebrales. Con la persona realizando imaginería motora en un escáner cerebral, se puede determinar si las partes específicas de la banda motora que están activas son las que se dedican a ejecutar determinadas acciones utilizando la parte del cuerpo que la persona está imaginando. En un estudio se pedía a los participantes en primer lugar que tensaran las manos, los pies o la lengua dentro del escáner. De este modo los investigadores podían mapear las bandas motoras particulares de los participantes. A continuación se les pedía que solo imaginaran que realizaban esas mismas acciones.[35] Como en el estudio anterior, los resultados demostraban que la corteza motora primaria estaba activa tanto durante la acción real como en la imaginada, pero el resultado nuevo y fascinante fue que esta activación de la corteza motora se ajustaba a la parte específica del cuerpo en cuestión. Es decir, cuando los participantes imaginaban que doblaban los pies, se encendía la parte superior de su corteza motora (¡la parte que controla las acciones de los pies!), pero mientras imaginaban que movían la mano o la lengua, se activaban, respectivamente, la parte media y la inferior de la corteza motora.

Ahora bien, como veíamos cuando imaginábamos en qué sentido girábamos la llave de la puerta, no es fácil impedir que el cuerpo se mueva al imaginar que realizamos la acción. ¿Es posible que los resultados de estos dos estudios no se deban a la imaginería motora, sino a un movimiento real, aunque no intencionado? Tal vez cuando se suponía que los participantes se limitaban a imaginar las acciones, sin darse cuenta movían las manos, los pies o la lengua. Para abordar esta objeción razonable, en otro estudio se recurrió a la retroalimentación para asegurar que los participantes no se movían.[36] En primer lugar, los experimentadores enseñaban a los participantes a cerrar el puño y abrirlo, de forma repetida, una vez por segundo. Luego les entrenaban para que simplemente imaginaran que ejecutaban la acción. Y se les ocurrió una forma muy inteligente de asegurar que mientras los participantes se dedicaban a las imágenes motoras no movieran lo más mínimo las manos. Utilizaron una cosa llamada electromiografía, que en esencia es la lectura de la actividad eléctrica de los músculos. Colocaban unos electrodos en las manos de los participantes y les mostraban en tiempo real las lecturas electromiográficas de lo que estaban haciendo los músculos de sus manos. De esta forma los participantes podían ver literalmente por la fluctuación de la lectura electromiográfica si los músculos que actúan al cerrar el puño se movían o no, aunque fuera de forma casi imperceptible, mientras imaginaban que cerraban el puño. Con esta retroalimentación, los participantes podían entrenarse ellos mismos para crear imágenes motoras del puño al cerrase sin emplear en modo alguno los músculos. Una vez que lo hacían bien, los investigadores utilizaban la resonancia magnética funcional para localizar las partes del cerebro que los participantes usaban para cerrar de verdad el puño, y las que usaban cuando imaginaban que lo cerraban. Descubrieron tres áreas fundamentales de superposición y, lo más importante, que tanto en la imaginación como en la ejecución de las acciones intervenían las principales partes del cerebro que controlan la acción. Lo que esto demuestra es que la imaginería motora implica el uso de la corteza motora, incluso cuando la persona no se mueve.

En este punto, el lector se podrá preguntar: si utilizamos las neuronas motoras del cerebro para imaginar que realizamos acciones, ¿cómo se explica que no estemos en un estado permanente de espasmo corporal cada vez que imaginamos una acción física? Bien, para empezar, la activación motora que se observa durante la imaginería motora nunca es tan fuerte como la que se produce durante la acción real. En consecuencia, la señal que consigue llegar a los músculos es más débil, por lo que hay menos peligro de que realicemos las acciones que simplemente imaginamos. Pero, además, el último estudio en realidad hizo un descubrimiento asombroso sobre una diferencia entre la imaginería y la acción. Durante ambas tareas se encienden diversas partes del cerebro asociadas con la acción, incluidas la corteza motora primaria, de la que hemos estado hablando, y otras que organizan el control motor de nivel superior, como la corteza prefrontal y el área motora suplementaria. Pero entre actuar e imaginar la acción existe una diferencia a destacable. Se trata del cerebelo —el «pequeño cerebro» de la parte inferior del cerebro—, que estaba activo durante la ejecución de la acción pero no al imaginarla. La diferencia es importante porque el cerebelo interviene en la coordinación de los movimientos (aunque su función exacta sigue siendo objeto de debate). Una forma en que la imaginería motora podría diferir de la acción motora es que la ausencia de actividad en el cerebelo pudiera bloquear la acción real, de modo que las otras áreas motoras puedan seguir imaginando que realizan acciones sin que por ello se agite el cuerpo.


LA MEMORIA


La imaginería se asienta en la maquinaria cerebral que utilizamos constantemente para percibir y actuar en el mundo, por esto tiene cierta fiabilidad. Y esto la hace extremadamente útil, no solo para mejorar los golpes cortos en el golf. Los antiguos griegos descubrieron una forma ingeniosa de sacar provecho de la imaginería. A los griegos —a los filósofos, en última instancia— les gustaba mucho hablar. Contaban historias, unas historias muy, muy largas. Pensemos en Homero. Les gustaba la historia, el debate, la filosofía. Pero la cuestión es que la mayoría de ellos no sabían leer ni escribir. Y ni siquiera quienes sí sabían pensaban necesariamente que les ayudara mucho a hablar en público. Pensemos, por ejemplo, en quien quisiera lucirse en su clase sobre por qué el éter es el mejor de los cinco elementos. Como griego antiguo que era, no disponía del lujo de una Blackberry o un iPad en que hubiese cargado la charla, y no era lo más oportuno arrastrar una pila de rollos por lo que pudiera pasar. Por todo ello, los antiguos griegos necesitaban formas de recordar montones de cosas sin disponer de ninguna ayuda visual.

Una de sus innovaciones mnemotécnicas de mayor éxito fue algo que hoy llamamos el método de los loci (sitios), o palacio de los recuerdos. Su funcionamiento es mucho más sencillo que un poema épico de Homero o un tratado sobre física antigua. Supongamos que tenemos que recordar una secuencia aleatoria de diez palabras, como la siguiente:


agua

cuadro

cuchillo

bosque

corazón

café

barca

nariz

radio

llave


Una posibilidad es memorizarlas a base de repetirlas una y otra vez, hasta que se convierta en un proceso automático. Y, con un poco de esfuerzo, podría funcionar. Pero el método de los loci funciona de forma distinta y mucho más profunda. Empecemos por imaginar un entorno que conozcamos muy bien, por ejemplo, nuestra casa. En casa hay muchos lugares distintos, por ejemplo, la puerta de entrada, la cocina, el dormitorio, el aseo, etc., y seguramente podemos imaginarnos en cada uno de ellos. Ahora imaginemos que seguimos un itinerario por la casa y, en cada punto más destacado, imaginemos que vemos, en orden sucesivo, un elemento de la secuencia de palabras anterior. Imaginemos, por ejemplo, que en la entrada vemos un vaso de agua. Pasamos al recibidor y vemos un cuadro (ayuda que los objetos sean especialmente vistosos, evocadores, incluso llamativos). Luego vamos a la sala de estar, donde vemos un cuchillo en la mesa. Y así sucesivamente. Si conocemos el lugar lo suficiente, si el camino que escogemos es lo bastante previsible para poderlo reproducir sin fallo, y si las asociaciones que hacemos entre los objetos y el sitio en que se encuentran son lo bastante expresivas, podremos reconstruir fácilmente la lista de palabras en el mismo orden en que las memorizamos, solo utilizando la imaginería para seguir mentalmente el mismo itinerario.

Evidentemente, si lo que memorizamos es algo más abstracto que una lista de palabras, tendremos que dar con imágenes para cada parte importante. Pero el método de los loci es un ejemplo muy claro de lo útil que puede ser la imaginería mental para recordar cosas.[37] Tanto es así, que los mejores memorizadores actuales del mundo utilizan variantes del mismo método para competir en los Campeonatos Mundiales de Memoria, el equivalente a las Olimpíadas en el deporte de recordar información inútil.[38] La razón de que el método de los loci funcione tan bien es que la imaginería mental es previsible. Funciona de forma muy parecida a como lo hace la percepción, porque cuando recordamos objetos, sitios, sucesos y demás, revivimos visiones de lo que hemos visto y acciones que hemos realizado, usando los mismos sistemas cerebrales que intervinieron cuando anteriormente vimos lo que vimos e hicimos lo que hicimos.


LA SIMULACIÓN ENCARNADA


La imaginería es útil e iluminadora. Pero al mismo tiempo es una capacidad cognitiva muy especializada. Es intencional; si queremos, la podemos activar nosotros mismos. Es consciente, a diferencia de la mayor parte de lo que hace el cerebro. Y es una especie de capacidad nicho, no algo que hagamos con la misma frecuencia que otras tareas rutinarias que realizamos con la mente, como pensar en conceptos, razonar, recordar, etc. ¿En qué grado, pues, representa la imaginería mental el modo general de funcionamiento de la mente? Es evidente que las personas usamos el sistema visual cuando consciente e intencionadamente imaginamos cosas visibles, pero ¿qué ocurre cuando solo pensamos en objetos, sin intención de realizar ningún tipo de imaginería? Está claro que podemos usar la imaginería para recordar largas listas de cosas, pero ¿y cuando solo intentamos recordar dónde dejamos las llaves? ¿Existe algo análogo inconsciente, no intencionado y omnipresente a la imaginería?

En una palabra: sí.

Ya que acabamos de hablar de la memoria, empecemos por ahí. Cuando recordamos cosas, incluso cuando no realizamos imaginería mental de forma intencionada ni consciente, reactivamos en primer lugar los mismos circuitos cerebrales que usamos originariamente para codificar las imágenes, los sonidos, los olores y las sensaciones de los recuerdos. Sabemos esto gracias a los estudios sobre imaginería cerebral.

Por ejemplo, en un temprano estudio con resonancia magnética funcional se hacía que las personas memorizaran veinte palabras, todas asociadas a un sonido o una imagen.[39] Una persona tenía que memorizar, por ejemplo, la palabra «vaca» junto con el sonido de la vaca y la palabra «gallo» junto con una fotografía de un gallo, mientras que otra persona lo memorizaba al revés. Al día siguiente se colocaba a los participantes en el escáner de resonancia magnética funcional y se les mostraban de nuevo las palabras, pero esta vez sin imágenes ni sonidos. En el escáner, tenían que pulsar uno de dos botones para indicar, para cada palabra que vieran, si previamente habían memorizado un sonido o una imagen de esa palabra. El objetivo era medir qué partes del cerebro se activaban cuando las personas recordaban los sonidos o las imágenes —si las zonas del cerebro activas cuando las personas recordaban los sonidos o las imágenes eran las mismas que anteriormente habían intervenido en el hecho real de oír o ver los estímulos—. De modo que, para localizar estas partes del cerebro, a continuación se reproducían todos los sonidos y se mostraban todas las imágenes a los participantes mientras estaban tumbados en la máquina de resonancia magnética funcional. La cuestión era si las personas utilizaban las mismas partes del cerebro al escuchar los sonidos y al recordarlos; si utilizaban las mismas partes del cerebro al ver las imágenes y al recordarlas.



FIGURA 7.


Los resultados son asombrosos, como se puede ver en las imágenes de la figura 7. En todas las imágenes, la parte posterior del cerebro está en la parte inferior. A la izquierda, se muestran las zonas del cerebro que están activas durante la percepción. Las manchas oscuras de las ilustraciones (a) y (c) son las zonas activas durante la percepción de las imágenes —se ve que están predominantemente en la parte posterior del cerebro, en el lóbulo occipital, que es el responsable de la visión—. (La fila superior y la segunda muestran la misma medida a distintas profundidades del cerebro.) Las manchas claras de la imagen (e) son las zonas activas durante la percepción de los sonidos —en este caso se encuentran sobre todo a los lados del cerebro, en el lóbulo temporal—. Ahora comparemos las imágenes de la izquierda con las de la derecha, tomadas durante la tarea de recordar. Se puede observar que las regiones activadas en la columna de la derecha son partes de las zonas cerebrales activas para las respectivas tareas de la izquierda. En otras palabras, al recordar las imágenes se utiliza una parte de las zonas que intervienen en la visión real, del mismo modo que al recordar sonidos se activa parte de la zona dedicada a oír los sonidos. Y así se observa en una tarea en que las personas no hacen más que recordar si vieron una imagen o un sonido; cuando no se les pedía que realizaran ninguna imaginería mental.

Recordar imágenes y sonidos activa zonas del cerebro específicas de la percepción, y del mismo modo recordar acciones activa aquellas partes del cerebro que son responsables de ejecutar esas mismas acciones. Veamos un estudio con tomografía por emisión de positrones (TEP) —otra forma de imaginería cerebral— que demuestra todo esto con claridad.[40] Mientras estaban en el escáner TEP, los participantes oían descripciones de acciones, por ejemplo «cerrar el puño», y tenían que realizarlas. A continuación, en una segunda ronda, oían los verbos (en este caso «cerrar») y debían decir el sustantivo que los acompañaba («el puño»). Los datos de las imágenes cerebrales mostraban una serie de áreas que estaban selectivamente activas cuando las personas realizaban las acciones, como se puede ver en la imagen de la izquierda de la figura 8. Hay una zona extensa de activación hacia la parte superior del cerebro. La parte posterior de esta zona —hacia la izquierda de la imagen— es la corteza somatosensorial, que detecta el tacto y el movimiento del cuerpo. La parte anterior de esta mancha es la corteza motora, que, como decíamos antes, es responsable de enviar señales eléctricas a los músculos del cuerpo para que se activen. Obsérvese que durante el recuerdo, en la imagen de la derecha, partes de esta misma mancha también están activas. Se puede ver asimismo que hay varias islas de activación esparcidas por delante y debajo de esta zona. Están en regiones que también son en gran medida responsables de la coordinación de las acciones físicas, y se puede ver que las zonas activas durante la acción y el recuerdo son bastante parecidas.



Codificación de las acciones Recuerdo de las acciones


FIGURA 8.


Lo que destacan estos estudios es que al recordar hechos, por ejemplo, si una palabra iba emparejada con una imagen o un sonido, o qué sustantivo acompañaba a un verbo de acción, se emplean sistemas cerebrales dedicados a la percepción y la acción. Esto es importante, porque indica que la reutilización de los sistemas cerebrales para otras funciones cognitivas podría no estar limitada a la imaginería mental intencionada y consciente. Al contrario, podría ser un principio organizativo del modo de funcionar de la mente.

En esta idea se asienta la hipótesis de la simulación encarnada. Muchas de nuestras capacidades mentales son atribuibles a la simulación. Evocar una imagen mental es una manera de acceder consciente e intencionadamente a una simulación encarnada. Pero los comportamientos como la memoria —y otros, como veremos más adelante— también emplean la simulación mental. Lo hacen de un modo más encubierto; es posible que ni siquiera seamos conscientes de que estamos simulando mentalmente. La razón es que, como ocurre con la mayor parte de todo lo demás que hace el cerebro, la simulación encarnada no es necesariamente intencional, ni está necesariamente al alcance para la introspección consciente. No obstante, se puede desvelar utilizando algunas de las mismas herramientas de la experimentación científica que desvelaron su función en la imaginería. De modo que la hipótesis de la simulación encarnada conduce a una predicción bastante clara y verificable. En conductas cognitivas distintas de la imaginería y el recuerdo, las personas utilizaríamos los sistemas perceptuales y motores para simular: para recrear experiencias de percepción y de control motor.


¿TIENEN NARIZ LOS GORILAS?


Podemos comprobar la predicción anterior considerando otras tareas cognitivas comunes y corrientes y preguntando si parece que la persona está utilizando también en este caso la simulación. Por ejemplo, uno de los aspectos básicos de la cognición humana es que sabemos cosas de los objetos; no solo sabemos el aspecto que tienen y cómo usarlos, sino que, más en general, conocemos sus propiedades. Una tarea común en los experimentos sobre psicología cognitiva que se ocupan de este tipo de conocimientos consiste en pedir a la persona que diga si determinados objetos poseen ciertas propiedades. Por ejemplo: ¿tienen nariz los gorilas?, ¿tienen melena los ponis? Es muy posible que, para responder preguntas como estas, usemos el sistema de la visión para simular mentalmente el objeto, y utilicemos esa simulación encarnada para intentar encontrar la propiedad descrita. Y lo podríamos hacer de forma totalmente inconsciente y no intencionada.

Veamos una forma inteligente de averiguar si esta es en efecto la estrategia que adoptamos. Si realmente utilizamos la simulación encarnada para detectar narices de gorila o melenas de ponis, entonces cuanto más fácil sea de detectar visualmente la propiedad, más fácil nos debería resultar determinar que el objeto posee esa propiedad. ¿Qué es lo que hace que las propiedades sean más fáciles de detectar visualmente? Bien, lo más evidente es el tamaño. Una parte grande del objeto es más fácil de detectar que una parte pequeña —es más fácil ver la cara del gorila que su nariz—. De modo que, si los sujetos objeto de la prueba verifican con mayor facilidad que el gorila tiene cara que nariz, indica que el medio con que las personas llegan a sus decisiones es similar a la visión. En un estudio se daba a los participantes partes grandes y pequeñas de objetos para que las comprobaran, y se medía tanto lo que tardaban en hacerlo como la precisión con que lo hacían.[41] Como predice la hipótesis de la simulación encarnada, el tamaño de las partes del objeto era un sólido predictor de la rapidez y la exactitud con que las personas las confirmaban. En igualdad de condiciones, las personas somos más rápidas y precisas al comprobar partes grandes, como la cara, que pequeñas, como la nariz.

Una prueba más. Supongamos que nos piden de nuevo que comprobemos si los objetos poseen determinadas propiedades. Por ejemplo, nos dan un par de palabras como «batidora» y «ruidosa» y tenemos que decir si la segunda es una propiedad de la primera. ¿Qué puede incidir en la rapidez con que decidamos? En un estudio se partía de la hipótesis de que si pensar en las propiedades de los objetos realmente implica los sistemas perceptuales específicos a los que esas propiedades pertenecen —es decir, si decidir si la batidora es ruidosa implica realizar una simulación auditiva— entonces deberíamos verificar las características sonoras con mayor rapidez si ya estuviéramos pensando en el sonido.[42] Así fue como se comprobó. Los investigadores hicieron una lista de parejas de objeto-propiedad. Cada una de las propiedades pertenecía a una única modalidad: es decir, al sonido, la visión, el gusto, el olor, el tacto o el control motor. Y a continuación se variaba el orden en que se presentaban esas parejas de objeto-propiedad. Para algunos participantes en el experimento, batidora-ruidosa iba a continuación de una pareja de objeto-propiedad de la misma modalidad, por ejemplo hojas-crujir, que también está relacionada implícitamente con el sonido. Para otros participantes, iba a continuación de una pareja de otra modalidad, por ejemplo, la del gusto: arándanos-ácidos. Los investigadores medían lo que las personas tardaban en decidir que un objeto tenía una característica en estas dos situaciones —cuando iba a continuación de una pareja que usaba la misma modalidad o de otra de una modalidad distinta—. El resultado fue que las personas tardaban más en decir que la batidora era ruidosa cuando acababan de decidir que los arándanos eran ácidos (diferente modalidad) que cuando acababan de determinar que las hojas crujen (la misma modalidad).

Así pues, parece que las actividades mentales rutinarias, como la de decidir si el gorila tiene nariz o si la batidora hace ruido, implican las partes específicas del cerebro dedicadas a los diferentes modos de percepción y acción. La simulación abunda.


DE VUELTA AL ENTRENAMIENTO MENTAL


Volvamos, pues, al punto de partida. El notable éxito que experimenta el deportista cuando entrena sirviéndose únicamente de la cabeza nos debería parecer ahora menos asombroso. La maquinaria mental que utilizamos al pensar que lanzamos los bolos o encestamos es la misma que usamos para realizar realmente esas mismas acciones y para conseguir retroalimentación perceptual sobre cómo funcionan. Cuando imaginamos que lanzamos los bolos, el cerebro, en cierto sentido, piensa que realmente los está lanzando. Esto explica no solo por qué mejoramos el rendimiento con la práctica mental, sino también por qué solo la buena práctica da resultados positivos, mientras que la práctica de técnicas fallidas produce un menor rendimiento. La imaginería, al igual que la memoria, la verificación de propiedades y otras habilidades cognitivas complejas de las que con razón nos sentimos orgullosos, derivan de sistemas cerebrales evolutivamente más antiguos que nos permiten percibir el mundo y actuar en él.

Y no cabe extrañarse de que así sea. La evolución es en muchos sentidos remienda, el mejor remendón biológico conocido. Pero poco se la podría elogiar por su oficio si, después de haber ido perfeccionando un sistema de visión completo durante decenas de millones de años —y unos sistemas motor y auditivo durante aún más tiempo— después decidiera volver al banco de trabajo para construir una maquinaria completamente nueva e independiente para pensar en el ver, oír y actuar. El uso de la imaginería visual, auditiva y motora para otras funciones cognitivas es el resultado inevitable de las presiones de la eficiencia, las limitaciones de la mutación y las exigencias de la ecología. Con los sistemas de percepción y acción ya en su lugar, ¿qué mejor cosa podría hacer la selección natural que construir sobre ellos e integrado en ellos un sistema para otras funciones cognitivas?

El cerebro y el lenguaje

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