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PRÓLOGO

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1 de julio, 1793. Cerca de Brest, Francia

—¿Está vivo?

Aquella voz le sorprendió. Sonaba lejana. E incluso mientras oía al inglés, el dolor le consumía la espalda y los hombros, como uñas que se le clavaran en el cuerpo, como si estuvieran crucificándolo. El dolor era tan horrible que no podía hablar, pero maldijo en silencio. ¿Qué había ocurrido?

Estaba ardiendo. Incluso peor, se preguntaba si estaría ahogándose. Apenas podía respirar. Un terrible peso parecía estar empujándolo hacia abajo. Y estaba completamente a oscuras…

Pero su mente comenzaba a funcionar. El hombre que acababa de hablar era inglés, pero eso era imposible. ¿Dónde estaba? ¿Qué diablos había ocurrido?

Y las imágenes comenzaron a pasar ante sus ojos a una velocidad alarmante, acompañadas de sonidos horribles; los gritos de los heridos y de los moribundos entre el ruido de los mosquetes y los cañones, el río que fluía de color rojo con la sangre francesa de campesinos, monjes, nobles y soldados…

Gimió. No podía recordar cómo le habían herido, y tenía miedo de estar muriéndose. ¿Qué le había sucedido?

Alguien habló, y la voz le resultó familiar.

—Apenas está vivo, Lucas. Ha perdido mucha sangre y lleva inconsciente desde la medianoche. Mi cirujano no sabe si vivirá.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó otro inglés.

—Sufrimos una terrible derrota en Nantes, messieurs. Una derrota de los franceses bajo las órdenes del general Biron, pero Dominic no fue herido en esa batalla. Fue asaltado por un asesino frente a mis aposentos anoche.

Y entonces se dio cuenta de que era su amigo de toda la vida, Michel Jacquelyn, quien hablaba. Alguien había tratado de asesinarlo, porque alguien sabía que era un espía.

—Dios —dijo el segundo inglés.

Dominic logró abrir los ojos con gran esfuerzo. Estaba tumbado sobre un camastro en la playa, tapado con mantas. La espuma de las olas golpeaba la orilla y las estrellas brillaban sobre su cabeza. Había tres hombres a su alrededor, vestidos con chaquetas, pantalones y botas. Tenía la visión borrosa, pero pudo distinguirlos a duras penas. Michel era bajito y moreno, tenía la ropa manchada de sangre y el pelo recogido con una coleta. Los ingleses eran altos y rubios y llevaban el pelo suelto. Todos iban armados con pistolas y dagas. Oyó entonces el crujir de los mástiles de madera y el sonido del viento golpeando las velas. Y ya no pudo mantener los ojos abiertos. Agotado, los cerró.

Iba a perder el conocimiento…

—¿Os han seguido? —preguntó el tal Lucas.

—No, pero la gendarmerie está por todas partes, mes amis. Debemos darnos prisa. Los franceses bloquean la costa; habréis de tener cuidado para esquivar sus barcos. El otro inglés habló en ese momento, y parecía alegre.

—No temáis. Nadie puede dejar atrás a la armada como yo. El capitán Jack Greystone, monsieur, a vuestro servicio en esta noche tan interesante. Y creo que ya conocéis a mi hermano, Lucas.

—Así es. Debéis llevarlo a Londres, messieurs —dijo Michel—. Immédiatement.

—No llegará vivo a Londres —respondió Jack.

—Lo llevaremos a Greystone —dijo Lucas—. Está cerca y es seguro. Y, si tiene suerte, vivirá para poder luchar un día más.

—Bien. Mantenedlo a salvo. En La Vendée lo necesitamos de vuelta. Que Dios os acompañe.

Engaño y seducción

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