Читать книгу Engaño y seducción - Бренда Джойс - Страница 6

CAPÍTULO 3

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¿Acaso había pensado que estaba entre enemigos?

—He cuidado de vos toda una semana —dijo Julianne, y apartó su mano.

—Estoy seguro de que hubierais cuidado de cualquier hombre moribundo sin importar su país o sus ideas políticas.

—Desde luego.

—Soy francés. Vos sois inglesa. ¿Qué iba a pensar al despertarme?

Julianne comenzó a darse cuenta de la compleja situación en la que habría podido pensar que se encontraba.

—Estamos en el mismo bando. Sí, nuestros países están en guerra. Sí, soy inglesa y vos francés. Pero estoy orgullosa de apoyar la revolución de vuestro país. ¡Me sentí entusiasmada al saber que sois un oficial del ejército francés!

—Entonces sois una radical.

—Sí —sus miradas se encontraron. Los ojos de Charles ya no parecían tan duros, pero aun así se sentía incómoda, como si hubiera perdido el equilibrio, como si estuviese en un interrogatorio importante—. Aquí, en Penzance, tenemos una Sociedad de los Amigos del Pueblo. Yo soy una de las fundadoras.

Charles se recostó en su silla, parecía impresionado.

—Sois una mujer poco corriente.

Julianne no pudo sonreír.

—No permitiré que me dejen atrás por ser mujer, monsieur.

—Eso ya lo veo. Así que sois una auténtica simpatizante de los jacobinos.

Ella vaciló. ¿Estaba siendo interrogada? ¿Acaso podía culparlo?

—¿Creíais que estabais en una casa llena de enemigos?

—Claro que lo creía.

Julianne no tenía ni idea de su preocupación; él parecía un maestro a la hora de ocultar sus pensamientos y sus emociones.

—Estáis entre amigos. Soy vuestra amiga. A mis ojos sois un héroe de la revolución.

Él arqueó las cejas. Y entonces ella supo que se había relajado.

—¿Podría ser más afortunado por haber acabado a vuestro cuidado? —de pronto le agarró la mano—. ¿Estoy siendo demasiado directo, Julianne?

Ella se quedó quieta. Nunca antes la había llamado por su nombre; ni siquiera la había llamado «señorita Greystone». Siempre había sido mademoiselle. Aun así no protestó.

—No.

Y él supo que le había permitido cierta intimidad, y que quizá hubiera abierto la puerta para más intimidad.

No le soltó la mano. Era tarde, de noche y estaban a solas.

—Espero que no me tengáis miedo —dijo él.

Ella levantó la mirada lentamente.

—¿Por qué iba a teneros miedo?

—Héroe o no, soy un desconocido… y estamos a solas.

Julianne no sabía qué decir. Su mirada era firme e intensa.

—Disfruto con nuestra conversación, monsieur —dijo finalmente—. Tenemos muchas cosas en común.

—Sí, así es. Me alegra que pienses así de mí, Julianne.

—¿Qué otra cosa podría pensar? —preguntó ella con una sonrisa frágil—. Lucháis por la igualdad en Francia y por la libertad en todo el mundo. Habéis puesto vuestra vida en peligro por una causa universal. Habéis estado a punto de morir por la libertad.

Finalmente él le soltó la mano.

—Eres una romántica.

—Eso es cierto.

—Dime en qué estás pensando.

Hablaba en un murmullo, pero su voz había adquirido de nuevo ese tono autoritario. Julianne se sonrojó y logró mirar a la mesa que había entre ellos.

—Algunos pensamientos son privados.

—Sí, algunos. Yo estoy pensando que soy afortunado por haber acabado a tu cuidado. Y no porque seas jacobina.

Julianne lo miró entonces.

—Cuando me desperté la primera vez, recordé haber soñado con una mujer hermosa de pelo rojo que me cuidaba. Y entonces te vi y me di cuenta de que no era un sueño.

Acababa de cruzar la puerta que ella le había abierto…

—¿Estoy siendo demasiado directo? Estoy acostumbrado a hablar con franqueza, Julianne. En la guerra, uno aprende que el tiempo es muy preciado y que no hay que desperdiciar un solo momento.

—No. No estáis siendo demasiado directo —contestó ella, temblorosa. Charles sentía hacia ella la misma atracción que ella hacia él. Amelia se escandalizaría si supiera lo que estaba sucediendo; sus hermanos se pondrían furiosos.

—¿Y tu hermana piensa de mí lo mismo que tú?

Julianne se quedó tan desconcertada que, por un momento, pensó que estaba preguntándole si Amelia también lo encontraba atractivo.

—Me da la impresión de que ella no me considera un héroe de guerra —añadió él.

A Julianne le resultaba difícil pensar en Amelia en aquellos momentos. Pero Charles estaba esperando una respuesta. Tomó aire. El cambio de tema había sido muy abrupto.

—No, no lo considera —contestó.

—¿No es tan radical como tú? —sugirió él.

Julianne tomó aliento para recuperar la compostura.

—No es radical en absoluto —no podía imaginar lo que estaba pensando o sintiendo. No quería preocuparle—. Pero es apolítica, y jamás os entregaría a las autoridades. Os lo prometo.

Él se quedó pensando en sus palabras durante unos segundos. Después, se frotó el cuello, como si le doliera. Antes de que ella pudiera preguntarle si estaba bien, dijo:

—¿Y has podido ayudar a nuestros aliados jacobinos en Francia? ¿Es fácil ponerse en contacto con ellos?

—No es fácil, pero hay mensajeros. Solo hay que pagar bien para lograr pasar un mensaje al otro lado del canal —¿desearía enviar una carta a Francia? Se tensó. ¿No querría que Nadine supiese que estaba vivo?

—¿Qué sucede?

Esa francesa tenía que ser una amante; no podía estar casado, no cuando había flirteado con ella de esa manera. Pero no quería estropear la velada preguntándole por ella. Tenía miedo de averiguar que aún la amaba. Así que sonrió fugazmente.

—Solo estaba pensando que ojalá pudiera ser de más ayuda para nuestros aliados en París. Hasta ahora solo hemos intercambiado algunas cartas e ideas.

Él le devolvió la sonrisa.

—¿Y cómo es tu hermano Lucas? Tendré que encontrar la manera de recompensarle por dejarme usar su ropa.

Ella lo miró fijamente y le dio la sensación de que quería preguntarle algo más.

—A Lucas no le importará que llevéis su ropa. Es un hombre generoso.

—¿Me entregaría a las autoridades?

Estaba preocupado, y tenía razón para estarlo. Julianne vaciló. Ella misma había temido que Lucas pudiera hacer justo eso. Era evidente que Charles estaba interrogándola.

—No —contestó al fin—. No lo haría —ella no lo permitiría.

—Entonces él es un radical, como tú.

—No.

—¿Julianne?

—Me temo que mi hermano Lucas es un patriota —explicó ella—. Es un conservador. Pero no tiene tiempo para la política. Lleva esta casa, monsieur, se encarga de su familia y tiene mucho que hacer todo el tiempo. Rara vez está aquí, y yo nunca le diría quién sois, en caso de que apareciera de pronto.

—¿Así que le ocultarías la verdad a tu propio hermano para protegerme?

—Sí, lo haría.

—Entonces crees que sí me entregaría.

—¡No! Al menos nunca podría hacerlo, porque no le diríamos quién sois.

—¿Esperáis que aparezca en un futuro próximo?

—Siempre envía una carta cuando va a regresar. No debéis preocuparos por él —pero Lucas no había enviado carta alguna la semana anterior; simplemente había aparecido. Decidió no decirle eso a Charles.

—¿Y tu otro hermano? —preguntó él.

—A Jack no le importa esta guerra.

—¿De verdad? —se mostraba incrédulo.

—Es un contrabandista. La guerra ha hecho subir el precio del whiskey, del tabaco y del té; de hecho ha subido el precio de muchos productos. Y dice que es bueno para su negocio.

Él volvió a frotarse el cuello y suspiró.

—Bien.

Julianne no le culpaba por sus preguntas. Era lógico que quisiera saber quiénes eran los miembros de su familia, y cuál era su tendencia política. Querría saber si estaba a salvo. Vio como se masajeaba el cuello. ¿Tanta era su tensión?

—He estado preguntándome por qué Jack os trajo aquí.

Charles la miró.

Pero no dijo nada, y ella no pudo descifrar aquella mirada directa.

—No he visto a Jack desde que os trajo aquí —explicó—. Va y viene de forma irregular. Y ya se había ido cuando llegué a la mansión y os encontré aquí. He estado pensando en ello. Lucas solo dijo que Jack os encontró desangrándoos en el muelle de Brest.

—Tengo que confesarte algo, Julianne. No recuerdo cómo llegué aquí.

—¿Y por qué no dijisteis nada? —preguntó ella.

—Nos acabamos de conocer.

Julianne no entendía aquella explicación. ¿Por qué no le habría preguntado cómo había llegado a la mansión si no se acordaba? ¡Qué extraño! Pero se sentía muy mal por él.

—¿Qué recordáis? ¿Tenéis más lagunas en la memoria?

—Recuerdo que me hirieron en una batalla —dijo—. Estábamos luchando contra los monárquicos de La Vendée. En cuanto sentí el proyectil en mi espalda, supe que estaba en peligro. Todo se volvió doloroso y después solo hubo oscuridad.

¡Había participado en esa gran batalla contra los monárquicos de La Vendée! Cuando le había dado la noticia sobre la derrota, ni siquiera había parpadeado. Se preguntaba por qué no habría revelado lo contento que estaba; pues sin duda su derrota debía de alegrarle. Le parecía extraño que recibiera la noticia de su última batalla con un comportamiento tan impasible.

—¿Pero Nantes no está en el interior?

Él se quedó mirando la mesa.

—Supongo que mis hombres me llevaron a Brest. Ojalá pudiera acordarme. Puede que estuvieran buscando un cirujano. Siempre estamos escasos de cirujanos. Tal vez nos separamos de nuestra tropa. Tal vez desertaron. Hay diversas posibilidades. Puede que incluso decidieran dejarme atrás cuando llegaron a Brest.

Ella estaba conmovida. ¿Cómo podían sus hombres haberlo dejado morir? ¿Tan cobardes eran?

—¡Gracias a Dios que Jack os encontró! No entendía por qué os había traído a Cornualles, pero tal vez os confundió con otro contrabandista. Conociendo a mi hermano, probablemente tuviera prisa por desembarcar. Siempre va huyendo de un ejército u otro. Supongo que, en vez de dejaros morir, simplemente os trajo aquí en su barco. Lucas también debió de pensar que erais un contrabandista.

—No importa lo que ocurriera. Soy muy afortunado. Si Jack no me hubiera rescatado, ahora no estaría aquí, contigo.

—Yo me alegro mucho de que os rescatara —contestó ella—. Jack volverá, tarde o temprano, y entonces podremos averiguar qué pasó realmente.

Charles estiró el brazo por encima de la mesa y le dio la mano.

—El destino me ha puesto en tus manos —dijo—. ¿Eso no es suficiente por ahora? Me has salvado la vida.

Su voz suave provocó una gran tensión en su interior.

Mientras lo observaba, él suspiró, le soltó la mano y volvió a frotarse el cuello.

—Gracias a Dios que apareció Jack —dijo suavemente.

Julianne lo observó frotarse el cuello.

Él se dio cuenta y puso cara de dolor.

—Me parece que he estado demasiado tiempo en cama. Tengo el cuello terriblemente agarrotado.

La tensión dentro de ella aumentó. Podría ayudarlo… si se atrevía.

—¿Os duele?

—Un poco.

Deseaba aliviarlo. Pero más aún, deseaba tocarlo.

Lo había lavado mientras estaba inconsciente. Sabía cómo era el tacto de su piel, cómo eran sus músculos. En pocos segundos se quedó sin aliento.

Se puso en pie lentamente, apenas capaz de creer lo que iba a hacer. Se sentía una mujer diferente, alguien mayor, más sabia y con más experiencia. La Julianne que ella conocía, que conocían sus familiares y amigos, jamás haría lo que iba a hacer en ese momento.

—¿Puedo ayudaros a aliviar el dolor? —preguntó.

Oui —contestó él mirándola a los ojos.

Julianne bordeó la mesa hacia él. Se colocó detrás, casi como hechizada. Y comenzó a masajearle el cuello.

Él emitió un sonido profundo y gutural. Era terriblemente masculino y sensual.

El deseo se activó de nuevo. Dejó de pensar en todo lo demás y empezó a aumentar la presión de sus pulgares sobre los músculos agarrotados de su cuello, intentando no temblar, intentando no respirar. Y, mientras lo hacía, sintió los músculos relajarse ligeramente; Charles echó la cabeza hacia atrás.

Si sabía que acababa de apoyar la cabeza en sus pechos, no dijo nada.

Julianne ya había ido a ver a Charles varias veces aquella mañana, pero siempre estaba dormido. Aun así, se estaba recuperando de un disparo y la consiguiente infección, y ella no había abandonado su habitación hasta las diez y media la noche anterior.

Se mordió el labio. Era pronto. Cuando se detuvo frente a su puerta, el corazón le latía aceleradamente como si fuera una colegiala. ¿Se lo había imaginado, o estaba ocurriendo algo maravilloso? Charles la encontraba hermosa; se lo había dicho varias veces. Parecía tan consciente de ella como ella de él. Y ambos eran revolucionarios apasionados. ¿Y si estaban enamorándose?

Si tan solo tuviera un poco más de experiencia… Nunca antes había estado tan interesada en alguien. ¡Los sentimientos que tenía no podían ser unidireccionales!

Pero iba a tener que preguntarle por Nadine. Tenía que averiguar cosas sobre su relación con la otra mujer.

Asomó la cabeza por la puerta y sonrió nerviosa. Charles estaba de pie junto a la ventana. No llevaba camisa y miraba hacia el exterior. Durante unos segundos, Julianne se quedó contemplando sus hombros anchos y su cintura estrecha. Se le secó la boca y se le aceleró el pulso.

Monsieur? Bonjour.

—Buenos días, Julianne —dijo con una sonrisa al darse la vuelta. Obviamente había sabido que estaba allí.

El corazón le dio un vuelco. La manera en que la miraba indicaba que tenía que estar pensando en la velada que habían compartido la noche anterior. Significaba que estaba tan interesado como ella en él.

La miró de arriba abajo y se fijó en el hecho de que se había rizado el pelo alrededor de la cara. Lo llevaba suelto y liso por la espalda, como marcaba la moda. Llevaba otro vestido de muselina de color marfil, pero ese tenía un escote redondeado y la falda más abombada. Se fijó en su escote antes de bajar la mirada y acercarse a la silla donde había colgado su camisa. La recogió.

Julianne quería apartar la mirada, pero lo observó mientras se la ponía. Los músculos de su torso y de sus brazos se tensaron. Charles levantó la cabeza y la pilló mirando. En esa ocasión, no sonrió.

El deseo la hacía sentirse mareada. Rezó para no sonrojarse. Se obligó a sonreír.

—¿Cómo os sentís hoy? —se dio cuenta de que estaba agarrada al pomo de la puerta, como si eso la mantuviera de pie.

—Mejor —contestó él—. Te has cambiado el pelo.

—Puede que esta tarde tenga que ir a Penzance —mintió.

—¿No te lo has cambiado por mí?

Julianne se quedó muy quieta.

—Sí, me lo he cambiado por vos.

—Me alegro. Creo que me encuentro suficientemente bien para ir al piso de abajo, si no te importa. Caminar me vendrá bien.

—Claro que no me importa —pero se preguntó si podría bajar las escaleras, que eran bastante estrechas e inclinadas.

—Estas cuatro paredes van a volverme loco —añadió él mientras terminaba de abrocharse la camisa.

Julianne observó sus dedos largos deslizando los botones en los ojales. La noche anterior sus manos habían estado en los brazos de la silla mientras ella le daba el masaje en el cuello. Al final había visto que los nudillos se le ponían blancos. Aún no podía creer su osadía, ni lo alterada que se había sentido al tocarlo.

Charles se sentó y comenzó a ponerse las medias.

Ella quería preguntarle por su familia, pero dijo:

—¿Puedo ayudaros?

—¿No me habéis ayudado ya suficiente? —sonaba irónico.

Debía de saber que estaba tan nerviosa y excitada como una debutante.

—¿Dónde vive vuestra familia?

—Mi familia es del Loira —contestó él poniéndose en pie—. La tienda de mi padre estaba en Nantes —extendió el brazo con una sonrisa—. ¿Quieres caminar conmigo, Julianne? No hay nada que me apetezca más.

Julianne aceptó su brazo.

—Sois muy galante. Claro que caminaré con vos. Solo espero que no estemos precipitándonos y que eso afecte a vuestra recuperación.

—Disfruto con tu preocupación —deslizó la mirada sobre sus rasgos y se fijó en su boca.

Ella se olvidó por completo de su bienestar. Estaba pensando en besarla.

—Me sentiría afligido si no te preocuparas por mí.

Julianne no logró sonreír. Él hizo un gesto y atravesaron el pasillo en silencio. Ella deseaba poder saber exactamente en qué estaría pensando. Sin duda estaría pensando en ella.

De pronto se dio cuenta de que Charles respiraba con dificultad.

Monsieur?

Él se detuvo y se apoyó en la pared.

—Estoy bien.

Julianne lo agarró con fuerza del brazo para sujetarlo y presionó su bíceps contra sus pechos. Sus miradas se encontraron.

Y entonces él se dobló, como si no le aguantaran las rodillas. Julianne le colocó ambos brazos alrededor de la cintura por miedo a que se cayese por las escaleras. Lo abrazó y presionó la cara contra su torso.

—Estáis demasiado débil para esto —lo acusó sin aliento. Podía oír su corazón latiendo bajo su oreja.

Él se quedó callado, respirando con dificultad, y Julianne sintió que el ánimo de él cambiaba. Charles la agarró por la cintura y presionó la barbilla contra su sien.

Estaban el uno en brazos del otro.

Respirar era casi imposible. Ella sentía su corazón acelerado. Se quedó muy quieta. Levantó la mirada y vio el calor en su mirada.

—Julianne —dijo él—. Eres demasiado tentadora.

Monsieur —se humedeció los labios. ¿Se atrevería a decirle que estaba tan tentada como él?

—Llámame Charles —dijo él suavemente—. Eres tan hermosa…

Eres tan amable.

Julianne apenas podía pensar. Casi todo su cuerpo permanecía pegado al suyo. Sus pechos estaban aprisionados contra su torso. Le tapaba las piernas con su falda. Sentía sus rodillas contra los muslos. Charles estaba frotándose contra ella, una sensación que nunca había experimentado. Quería decirle que no le importaría si pensaba besarla. Quería que la besara; deseaba besarlo desesperadamente.

De pronto él cambió de posición y fue ella la que se encontró contra la pared. Charles le miró la boca, pero la soltó y dio un paso atrás.

—No quiero aprovecharme de ti.

Julianne no creía haberse sentido tan decepcionada en toda su vida.

—No sería así.

Él arqueó una ceja con escepticismo.

—Eres una mujer sin experiencia.

—He tenido muchas experiencias —dijo ella.

—No me refiero a las asambleas y a los debates, Julianne.

Ella no sabía qué decir.

—Me han cortejado. Tom Treyton está enamorado de mí.

Él se quedó mirándola.

—Vayamos abajo. Ahora estoy decidido.

Julianne se sentía afligida. ¿Por qué no la había besado? ¿Y acaso le daba igual lo de Tom? Pasaron unos segundos hasta que fue capaz de hablar.

—¿Estás seguro? Estás más débil de lo que pensábamos.

—Estoy seguro —contestó él— de que debo recuperar mi fuerza, cosa que no podré hacer tumbado en la cama contigo cuidando de mí —de pronto se apartó de ella, se agarró al pasamanos y comenzó a bajar las escaleras.

A Julianne no le quedó más remedio que seguirlo.

Cuando llegó al recibidor, Charles hizo una pausa sin soltar el pasamanos y miró a su alrededor.

Por un momento Julianne casi tuvo la sensación de que estaba memorizando los detalles de la casa.

—Tal vez debamos sentarnos frente al fuego —dijo ella señalando los dos sillones burdeos que allí había.

—¿Eso es la sala? —preguntó él, mirando hacia unas puertas cerradas.

—Es la biblioteca. La sala es la estancia más cercana a la puerta principal.

Charles se quedó mirando más allá de la biblioteca.

—Eso es el comedor —explicó ella. Charles estaba pálido. No debía haber bajado aún.

Se giró para mirarla.

—¿Dónde están tu madre y tu hermana?

¿Quería saber si estaban a solas?

—Amelia se ha llevado a mamá a su paseo diario. Volverán pronto, porque mamá no puede ir muy lejos.

—Esperaba que me hicieras una visita guiada —finalmente Charles sonrió, pero no pareció una sonrisa sincera, y a ella le pareció extraño, hasta que se dio cuenta de que estaba inusualmente pálido. Además tenía la frente empapada en sudor.

—Tú tampoco puedes ir lejos. Tu visita tendrá que esperar.

Él arqueó las cejas.

—Vamos a volver arriba —insistió ella—. No eres el único capaz de dar órdenes. ¡Sigues estando enfermo!

Charles la miró. Parecía estar divirtiéndose.

—Estás muy preocupada por mí. Echaré de menos tus cuidados cuando me marche.

Julianne se quedó quieta. Casi había olvidado que, algún día, volvería a Francia. Pero seguramente para eso quedaran semanas, o incluso meses.

—Has estado a punto de caerte por las escaleras —continuó.

Él sonrió.

—¿Y si me hubiera caído? Disfrutaría con tus atenciones después de una caída como esa, Julianne.

—Que vuelvas a hacerte daño no es divertido en absoluto. ¿Has olvidado lo enfermo que has estado?

—De hecho, no lo he olvidado —contestó él tras abandonar su sonrisa.

Julianne lo agarró del brazo y lo condujo de nuevo hacia las escaleras.

—¿Estoy siendo demasiado regañona?

—Nunca podrías ser regañona. De hecho creo que me gusta que me des órdenes.

Ella sonrió.

—Creí que las mujeres pálidas, frágiles y quejumbrosas estaban de moda.

Él se carcajeó. Comenzaron a subir las escaleras, en esa ocasión lado a lado. Julianne no tenía intención de soltarlo, y Charles se apoyó en ella de nuevo.

—No me importan las modas. Y nunca me han gustado las mujeres que se desmayan.

Julianne se alegraba de no haberse desmayado ni una sola vez en su vida. Atravesaron el pasillo en silencio.

—¿Y vas a ordenarme que me meta en la cama? —preguntó él cuando entraron en la habitación.

Julianne vio el humor en sus ojos. Pero también le parecía que sus palabras llevaban otro significado. Tuvo miedo de mirar hacia la cama.

Se humedeció los labios y consiguió sonar enérgica.

—Puedes sentarte a la mesa si quieres y yo traeré algo de comer.

—Tal vez sea mejor que me tumbe —dijo él con un traspié.

Julianne corrió a ayudarlo.

Pocas horas más tarde, Julianne vaciló frente a la puerta de Charles. Cuando le había llevado la comida antes, lo había encontrado profundamente dormido. Había dejado la bandeja sobre la mesa, lo había tapado con una manta fina y se había marchado.

La puerta estaba entreabierta y, por si acaso seguía durmiendo, ella no llamó. Asomó la cabeza y lo vio sentado a la mesa, comiéndose el estofado que le había dejado.

—Hola —dijo ella.

—Me había quedado dormido —exclamó él.

—Sí, así es. Obviamente nuestro pequeño paseo ha sido demasiado cansado para ti. Y veo que has disfrutado de la comida.

—Eres una cocinera excelente.

—Charles, yo quemo todo lo que toco; no se me permite cocinar. Es una norma en esta casa.

Él se rio.

—Veo que te sientes mejor.

—Sí. Ven y siéntate conmigo.

Ella obedeció.

—Espero no haber sido tan testarudo como recuerdo, al exigir bajar las escaleras.

—No has sido demasiado testarudo —bromeó ella, remarcando el «demasiado»—. ¿Tienes prisa por recuperarte del todo? —vaciló y recordó que abandonaría la mansión y volvería a Francia cuando estuviera bien.

—Por mucho que disfrute de tus atenciones, prefiero ser capaz de cuidarme solo. No estoy acostumbrado a estar débil. Y estoy habituado a cuidar de aquellos que están a mi alrededor.

—Esto debe de ser incómodo para ti.

—Lo es. Mañana tendremos que intentar volver a salir.

Su tono era autoritario, y Julianne supo que no se negaría.

—Sin embargo, tú eres la única cosa buena en esta circunstancia difícil. Me gusta estar aquí contigo, Julianne. No me arrepiento.

Ella deseaba decirle que se alegraba de tenerlo allí, y que tampoco se arrepentía. En vez de eso, vaciló.

—Cuando te preocupas, te muerdes el labio —dijo él—. ¿Soy una carga terrible? Debe de ser agotador tener que cuidar de un desconocido día sí y día también. Estoy ocupando todo tu tiempo.

Julianne le agarró la mano sin pensar.

—Nunca serías una carga. Estoy encantada de cuidar de ti. No me importa en absoluto —y sintió como si acabara de admitir todos sus sentimientos hacia él.

Sus ojos verdes se oscurecieron y le devolvió el apretón.

—Eso es lo que deseaba oír.

Julianne se quedó mirándolo a los ojos, que parecían arder lentamente.

—A veces pienso que deliberadamente me llevas a hacer confesiones —dijo casi sin aliento.

—Nuestras conversaciones fluyen libremente. Es tu imaginación, Julianne.

—Sí, supongo que sí.

—Me pregunto si alguna vez podré devolverte todo lo que estás haciendo por mí.

Cuando la miraba de ese modo, Julianne sentía como si se estuviera derritiendo.

—Nunca lo aceptaría. Cuando estés bien de nuevo, tomarás las armas en nombre de la revolución. ¡Esa es toda la gratitud que necesito! —volvió a tocarle la mano.

Él se la estrechó y la llevó de pronto contra su pecho. Ella se quedó quieta. Por un momento, estuvo segura de que iba a darle un beso en la palma. En vez de eso, la miró fijamente.

—¿Qué harían tus vecinos si supieran que estoy aquí?

—¡Nunca deben saber que estás aquí! —exclamó ella—. Tienes la costumbre de cambiar de temas de repente.

—Supongo que es así. Deduzco que tus vecinos no comparten tus simpatías —dijo antes de soltarla.

—No, no las comparten. Hay algunos radicales en el distrito, pero desde que Gran Bretaña entró en guerra con Francia, el patriotismo ha invadido casi todo Cornualles. Será mejor que mis vecinos no sepan que estás aquí… o que estuviste aquí.

Era como si no la hubiese oído.

—¿Y puedo preguntar quiénes son tus vecinos y a qué distancia están de esta casa?

Estaba interrogándola de nuevo, pero no podía culparlo. Si estuviera en su posición, le haría las mismas preguntas.

—El pueblo de Sennen está a un corto paseo de la casa, y está mucho más cerca que las granjas que bordean Greystone. Estamos bastante aislados.

—¿Y a qué distancia está la granja más cercana?

¿Realmente creía que tenía algo que temer de sus vecinos?

—El señor Jones le alquila sus tierras a lord Rutledge, y está a unas dos horas de camino de aquí. Hay otros dos granjeros que alquilan sus tierras al conde de St. Just, pero están a unos cincuenta kilómetros de distancia. Penrose tiene muchos terrenos al este, pero son terrenos yermos y desiertos. Los terrenos de Greystone también son yermos; no tenemos arrendatarios.

—¿Y el señor Jones viene de visita? ¿O Rutledge?

—La única vez que ha venido Jones fue cuando su esposa estaba terriblemente enferma. Rutledge es un grosero y un ermitaño.

Él asintió.

—¿Y St. Just?

—St. Just lleva años lejos de aquí. Se mueve en los círculos torys en Londres, al igual que Penrose, que rara vez viene al distrito. Creo que son amigos. Ninguno de los dos vendría a visitarnos, aunque estuvieran aquí.

—¿A qué distancia está St. Just? ¿Y Penrose?

—La mansión de St. Just está a hora de aquí, a caballo y con buen tiempo. La finca de Penrose está más lejos. Y el tiempo en el sur rara vez es bueno —estiró el brazo por encima de la mano para agarrarle la mano—. No te culpo por hacer tantas preguntas. Pero no quiero que te preocupes. Quiero que descanses y te recuperes.

—Simplemente estoy siendo cauteloso. ¿Dónde estamos exactamente, Julianne? —miró su mano como si no deseara que lo tocara en ese momento y la apartó—. ¿Puedes enseñarme algunos mapas?

—Estamos en la cala Sennen —dijo Julianne intentando disimular lo dolida que estaba—. ¡Estás más preocupado de lo que creía!

Charles no respondió a eso.

—¿A qué distancia estamos de Penzance?

—A una hora en carruaje.

—¿Y el canal? Estamos en el Atlántico, ¿verdad? ¿A qué distancia estamos a pie del punto de partida más cercano?

Ya estaba pensando en regresar a Francia. Pero estaba débil. No podría marcharse aún.

—Si caminas hasta el Fin de la Tierra, cosa que yo puedo hacer en quince minutos, estarás frente a la porción más meridional del canal.

—¿Tan cerca estamos del Fin de la Tierra? —parecía sorprendido y complacido—. ¿Y dónde está el puesto naval más cercano?

Ella se cruzó de brazos. Sin duda era así cuando estaba al mando de sus tropas. Se mostraba tan autoritario que sería difícil negarle nada, aunque no tenía ninguna razón para no responderle.

—Normalmente hay un barco de la armada en St. Ives o en Penzance para ayudar a los de aduanas. Desde que comenzó la guerra, nuestra armada ha sido desviada al canal. Pero de vez en cuando viene alguna embarcación.

Charles juntó las manos y apoyó la frente en ellas.

—¿Cuándo te marcharás? —preguntó ella.

—Obviamente no estoy en condiciones de ir a ninguna parte —contestó él mirándola—. ¿Les has hablado de mí a los jacobinos de París?

—No, aún no.

—Te pido que no me menciones. No quiero que mi familia se entere de que me han herido. No quiero preocuparlos.

—Claro que no —dijo ella con comprensión.

Finalmente Charles se relajó. Le tomó la mano y la sorprendió al besarla.

—Lo siento. Tú has sido amable conmigo y yo acabo de interrogarte. Pero necesito saber dónde están mis enemigos, Julianne, igual que necesito saber dónde estoy, por si alguna vez tengo que escapar.

—Lo comprendo —el corazón le latía con tanta fuerza que apenas podía pensar. Un beso así de sencillo y ya estaba perdida.

—No, Julianne, no puedes comprender lo que es estar rodeado de enemigos, y temer que te descubran a cada instante.

Se llevó su mano al pecho. Ella intentó respirar, intentó pensar.

—Yo te protegeré.

—¿Y cómo harás eso? —parecía sorprendido, pero le apretó la mano con más fuerza. Y Julianne acabó con los nudillos aprisionados contra la piel desnuda que quedaba al descubierto por encima de los botones abiertos de su camisa—. Eres una mujer muy pequeña.

—Asegurándome de que nadie sepa de tu existencia.

Sus ojos se oscurecieron. Su sonrisa se esfumó.

—Amelia lo sabe. Lucas lo sabe. Jack lo sabe.

—Solo Amelia sabe quién eres, y nunca me traicionaría.

—«Nunca» —repitió él— es un concepto peligroso.

—Si viniera algún vecino, no se daría cuenta de que tú estás arriba, en esta habitación —insistió ella.

—Confío en ti.

Sus miradas se encontraron. Él se llevó su mano a los labios, pero lentamente. Julianne se quedó helada. Sin dejar de mirarla, Charles le dio un beso en la mano, por debajo de los nudillos. En esa ocasión el beso fue completamente diferente. No fue un beso ligero, inocente y breve. Deslizó la boca sobre sus nudillos y entre el pulgar y el índice. Después cerró los ojos y siguió besándola una y otra vez.

Mientras la besaba, a Julianne se le desbocó el corazón. Sintió su boca sobre la piel otra vez, con más fervor, y todo su cuerpo se tensó. Cerró los ojos también. Su boca era cada vez más insistente y feroz, como si disfrutara con el sabor de su piel, como si hubiera mucho más por llegar. Finalmente Julianne abrió la boca y emitió un suave gemido. Charles le separó los dedos e introdujo la lengua entre medias.

—¿Hay armas en la casa?

Julianne abrió los ojos de golpe y lo miró.

—¿Julianne?

Estaba temblando. El deseo hacía que le resultase casi imposible hablar.

—Sí —respondió tras humedecerse los labios. Tomó aire. Todo su cuerpo palpitaba.

—¿Dónde?

—Hay un armario con armas en la biblioteca.

Charles siguió mirándola. Después le levantó la mano, se la besó y la soltó. Entonces se puso en pie abruptamente.

Julianne pensaba que, si alguna vez la besaba de verdad con toda esa pasión, perdería todo su sentido común.

—¿Sabes usar una pistola? —le preguntó—. ¿Un mosquete?

—Claro que sé —respondió ella—. Tengo muy buena puntería… No te sientes a salvo.

Charles la miró a los ojos.

—No me siento a salvo aquí, no.

Julianne se levantó lentamente. Él la observó, y ella no se atrevía a hablar. Así que se dio la vuelta y abandonó la habitación. Bajó las escaleras preguntándose si debía besarlo. Estaba segura de que él lo permitiría.

Se detuvo en la biblioteca y se descubrió a sí misma mirando a través de las puertas de cristal del armario de las armas.

Había tres pistolas y tres mosquetes. No estaba cerrado con llave. Nunca lo estaba. Sacó una pistola y cerró la puerta de nuevo. Sacó después la pólvora y el pedernal de un cajón antes de regresar al piso de arriba.

Charles estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia la puerta, esperando su regreso. Pareció sorprendido al verla con la pistola.

Sus miradas se encontraron. Julianne cruzó la habitación, le entregó el arma y dijo:

—Dudo que tengas que usarla.

Él se metió la pistola en los pantalones. Julianne le entregó también el pedernal y la pólvora. Después Charles la abrazó, pero no la besó.

—Espero que no.

Temblorosa, ella deslizó las manos por sus bíceps, que se flexionaron bajo sus palmas.

Charles no sonrió. Deslizó los dedos por su mejilla y le colocó el pelo detrás de las orejas.

—Gracias.

Julianne asintió… y entonces la soltó.

Engaño y seducción

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