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Capítulo Cinco

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Mari inspiró el aire cálido de la noche, impregnado de música de tambores. Aquellos sonidos le recordaban a su infancia, cuando sus padres estaban juntos en África.

Aquellos primeros siete años de su vida fueron idílicos. Ella había ignorado por completo los problemas que ya existían en el matrimonio. No había percibido la tensión provocada por las presiones del cargo real de su padre y por la nostalgia que su madre había tenido de su Estados Unidos natal.

Un año, mientras pasaba las vacaciones de Navidad con sus abuelos, había oído mencionar a su madre que pensaba comprarse una casa allí, en Estados Unidos. Después de aquellas fiestas, sus padres anunciaron que se divorciaban.

La Navidad nunca había vuelto a ser lo mismo para Mari, en ninguno de los dos continentes.

De pronto, la mirada de Rowan la sacó de sus pensamientos, haciendo que se paralizara.

–¿Por qué me estás mirando? Debo de estar hecha un desastre –dijo ella, mientras se ponía un mechón de pelo detrás de la oreja. Se colocó el pañuelo alrededor del cuello–. Ha sido un día muy largo. Y está refrescando.

¿Desde cuándo le importaba a ella su aspecto?, se reprendió a sí misma, obligándose a bajar las manos.

–Tienes una sonrisa preciosa –comentó él y señaló a su alrededor con ojos brillantes como estrellas–. Me admira la manera en que disfrutas de todo esto, la alegría con que aprecias los pequeños detalles…

¿Acaso intentaba coquetear con ella?, se dijo Mari con desconfianza.

–Estamos en el mes de la alegría, Rowan –repuso ella, esforzándose por pensar en algo rápido para cambiar de tema. Se sentía muy incómoda hablando de sí misma–. ¿Cómo solías celebrar la Navidad cuando eras niño?

–Con cosas normales, como poner un árbol, adornar la casa con felicitaciones y comer mucho –contestó él, sin dejar de absorberla con la mirada.

–¿Qué clase de comida? –inquirió ella, y movió un poco el carrito de Issa, que se acababa de despertar.

Él se encogió de hombros y se inclinó para ponerle el chupete a la niña.

–Lo típico.

–Vamos –insistió ella, admirada por la facilidad que tenía para ocuparse del bebé–. Cuéntamelo. Hay muchas maneras de celebrar la Navidad y lo que es típico en un sitio puede que no lo sea en otro. Además, yo crecí alimentada por cocineros profesionales. La cocina sigue siendo un fascinante misterio para mí.

–Es como hacer un experimento químico –opinó él, llevándose un pedazo de pez espada a la boca.

–Quizá, en teoría –replicó ella, y probó su zumo de fruta. Un delicioso sabor a coco la inundó. Desde que Rowan la había besado, sus sentidos estaban muy alerta–. Yo soy mejor científica que cocinera. Pero dime, ¿cuál era tu plato favorito de Navidad?

–Mi madre solía decorar galletas de azúcar y a mi hermano Dylan y a mí nos gustaba comernos toda la decoración y dejar las galletas.

La imagen los envolvió cómo una cálida manta en inverno.

–Suena bien. Yo siempre he querido tener hermanos para compartir con ellos momentos como ese. Cuéntame más. ¿Te regalaban trenes o camiones? ¿Bicicletas o jerséis horribles?

–No teníamos mucho dinero, así que mis padres solían ahorrar todo el año para podernos regalar algo. Les daba un poco de vergüenza no poder darnos más, pero nosotros éramos felices. Muchos de los niños con los que trabajo nunca tendrán lo que tuvimos mi hermano y yo.

–Suena como si hubieras tenido una familia muy unida. Ese es el mejor regalo –opinó ella.

Los ojos de Rowan se nublaron un instante.

–Alrededor de las tres y media en la mañana de Navidad, Dylan y yo nos levantábamos y bajábamos al salón para ver qué nos había traído Papá Noel –contó él, aunque su tono de voz parecía más constreñido que alegre–. Solíamos jugar con todo durante una hora o así y, luego, lo guardábamos otra vez en sus cajas. Subíamos de puntillas a nuestra habitación y esperábamos a que nuestros padres se levantaran. Entonces, siempre fingíamos que los juguetes nos habían sorprendido por completo.

–Tu hermano y tú compartís un vínculo especial, ¿no es así?

–Compartíamos –aclaró él con tono seco–. Dylan está muerto.

–Lo siento, Rowan –dijo ella, sin ocultar la conmoción–. No lo sabía.

–No tenías por qué saberlo. Murió en un accidente de coche cuando tenía veinte años.

–¿Cuántos años tenías tú? –preguntó ella, tras un momento de silencio.

–Dieciocho.

–Debió de ser horrible para ti y para tus padres.

–Lo fue –admitió él, jugueteando con las gafas de sol sobre la mesa.

Un incómodo silencio cayó sobre ellos, mientras los villancicos callejeros seguían escuchándose en la distancia.

–¿Cuándo pasó, estabas en el reformatorio militar todavía? –preguntó ella, echando mano de lo primero que le pasó por la cabeza.

–Estaba en mi semana de vacaciones, después de mi graduación.

A Mari se le encogió el corazón al pensar en todo lo que había perdido Rowan, sobre todo, en un momento en que debía de haber estado celebrando el haber terminado las clases en aquel reformatorio.

Sin pensarlo, ella le tomó la mano.

–Rowan, no sé qué decir.

–No hay nada que decir –negó él, acariciándole la muñeca con el dedo pulgar–. Solo quiero que sepas que te he confiado una parte de mi pasado de la que no suelo hablar.

A Mari le subió la temperatura al sentir su contacto.

–¿Me estás hablando de ti mismo para…?

–Para acercarme a ti –reconoció él con ojos ardientes–. Para que sepas que ese beso no fue un accidente. No soy el santo que la prensa dice que soy.

No había estado imaginándose cosas, caviló Mari. Rowan Boothe la deseaba.

Y ella quería acostarse con él.

El sonido de un camión dando marcha atrás sacó a Rowan de aquel momento mágico. Miró a su alrededor para comprobar que los guardaespaldas siguieran en sus puestos. Vio a dos enamorados sentándose en la mesa de al lado. La pareja de turistas con los que habían hablado antes estaba pagando la cuenta para irse. Una familia llenaba una larga mesa contigua.

Allí estaban tan seguros como podrían estar en cualquier lugar público.

Él sabía que no podía mantener a Mari y a Issa bajo llave. Esperaba que, con la protección adecuada, Mari pudiera disfrutar de salir en público. Al imaginársela acosada durante el resto de sus días, apretó los dientes frustrado. Ella se merecía algo mejor que tener que vivir en las sombras.

Por otra parte, Rowan se dijo que le debía mucho a Issa por haberlos unido. Le conmovía el lado sensible de Mari, la inesperada dulzura que latía bajo su cerebro de científica y sus genes reales.

Con la ayuda de Salvatore, encontrarían a la familia de Issa o le buscarían un hogar adoptivo donde pudiera ser feliz.

Sin embargo, no estaba tan seguro de cómo terminaría aquella situación con Mari. Sin duda, ella lo deseaba. Aunque también sentía desconfianza hacia él.

Una retirada táctica era lo más adecuado, pensó, al menos, hasta que encontrara el momento apropiado para avanzar.

–Tú debes de haber disfrutado de fiestas de Navidad muy lujosas con tu padre –comentó él, sirviendo café para los dos.

Mari bajó la vista.

–Mi padre suele ser bastante discreto. La economía del país se está estabilizando gracias a las exportaciones de cacao, pero el tesoro nacional no está sobrado de efectivo. Me criaron para tener en cuenta mi responsabilidad hacia el pueblo.

–No tienes hermanos con quienes compartir esa responsabilidad.

Rowan habló sin pensarlo, quizá porque el recuerdo de su hermano estaba demasiado fresco en su memoria. Se sentía culpable por haberle fallado a Dylan. Si sus decisiones hubieran sido diferentes…

–Mis dos padres se volvieron a casar y se volvieron a divorciar, pero no han tenido más hijos –explicó ella–. Así que yo soy la única. El futuro de mi país está en mis manos.

–No suenas muy entusiasmada.

–Solo creo que debe de haber alguien mejor preparado que yo –indicó ella, y tomó un trago–. ¿Por qué me miras tan sorprendido? No pensarás que soy la mejor opción para mi pueblo, ¿verdad? Prefiero encerrarme en el laboratorio con una cafetera antes que tener algo que ver con el mundo del poder.

–Creo que harás bien cualquier cosa que te propongas –aseguró él. ¿Cómo era posible que tuviera tan poca confianza en sí misma?, se preguntó–. Cuando entras en una habitación, iluminas todo con tu presencia. Eres como una estrella.

Ella agachó la cabeza hacia su taza, sin dejar de mirarlo.

–Gracias por tu voto de confianza. Pero yo prefiero hechos concretos y tangibles. Soy una científica.

–Yo diría que mucha gente apreciaría la lógica y el pensamiento racional en su líder.

Ella apartó la vista.

–No he sido siempre así.

–¿Cómo?

–Tan precisa –explicó ella, y le lanzó una rápida mirada por el rabillo del ojo–. De niña, era bastante descerebrada. Perdía los lazos del pelo en los hoteles, me dejaba las muñecas y los libros en los aviones. Siempre me quedaba dormida más de la cuenta por las mañanas y llegaba tarde a los sitios. Los criados tenían órdenes de despertarme media hora antes de lo necesario, por si acaso.

–¿Eso te pasaba en casa de tu madre o de tu padre?

–En los dos sitios. Mi reloj interno no entendía de despertadores ni de horarios –confesó ella. Solo había sido una niña intentando sobrellevar un estilo de vida transcontinental, las presiones de pertenecer a la realeza y la dificultad de ir cinco cursos por delante de los niños de su edad.

–A mí me parece que has viajado mucho en tu vida. Seguro que sabes que perder cosas durante los viajes es algo tan común como el jet lag, incluso para los adultos.

–Eres muy amable –repuso ella, encogiéndose de hombros–. Yo aprendí a hacer listas y a estructurar mi mundo de forma meticulosa.

–¿Cómo? –quiso saber él, de pronto, tan interesado por su forma de ser como por besarla una segunda vez.

–Siempre me siento en el mismo asiento de un avión. He creado una rutina para los trayectos trasatlánticos, siempre viajo a la misma hora, por ejemplo. Así el mundo me resulta menos confuso.

–¿Confuso?

–Olvídalo.

–Demasiado tarde. Recuerdo todo lo que dices –afirmó él y era cierto.

–Ah, eres una de esas personas con memoria fotográfica. Imagino que es útil en tu trabajo.

–Mmm… –murmuró él. No tenía memoria fotográfica con todo, sino solo con ella. Pero no iba a confesárselo.

–Apuesto a que mis rutinas te suenan un poco excesivas. Pero la vida me resulta una locura la mayoría de las veces. Soy una princesa. No puedo escapar a eso –señaló, y dejó su taza sobre la mesa–. Tengo que aceptar que, por muchas listas que haga, mi mundo nunca será predecible.

–A veces, que algo sea impredecible tiene sus ventajas también –comentó él, ansiando acariciarle su hermosa cara.

Mari tragó saliva.

–¿Es ahora cuando me sorprendes con otro beso?

–Esta vez, podrías sorprenderme y dármelo tú.

Ella se quedó mirándolo en silencio, tanto tiempo que Rowan pensó que iba a reírse en su cara. Sin embargo, justo cuando creía que iba a mandarlo al diablo…

Mari lo besó. Acercó su rostro y posó sus labios sobre los de él, al mismo tiempo que le daba la mano encima de la mesa. Embriagado por su sabor, él se sintió poseído por el deseo. Era increíble lo que un simple beso podía provocarle.

Entonces, al instante, Mari se apartó, dejándose caer de nuevo en su silla.

–Eso no era… No pretendía… –balbució ella, sonrojada.

–Shh –murmuró él, posando un dedo en sus labios–. Algunas cosas no necesitan explicación. Terminemos de cenar para poder volver al hotel.

–¿Me estás haciendo una proposición deshonesta?

–¿Por qué dices eso? –preguntó el, levantando las manos con una maliciosa sonrisa–. Quiero volver pronto. Es tu turno de pasar la noche con el bebé.

Relajándose un poco, Mari sonrió. Cielos, aquella mujer era increíble, se dijo él, mientras le daba la mano.

Entonces, un grito desde la mesa vecina los sobresaltó.

–¡Es ella! –exclamaba una mujer, tirándole de la manga a su novio–. Esa princesa… ¡Mariama! Quiero tomarme una foto con ella. Hazme una foto, por favor, cariño.

Al parecer, no iban a poder seguir pasando desapercibidos. Pronto, todo el mundo sabría que estaban cuidando de un bebé… juntos.

Dos horas después, Mari dejó a Issa en su cuna. La pequeña descansaba plácidamente, tras haberse terminado el biberón.

Estaba sola con ella en su habitación, en la suite que compartía con Rowan.

Cuando aquella mujer había anunciado a los cuatro vientos que había una princesa en la mesa del lago, todos los móviles comenzaron a disparar fotos.

Rowan se había ocupado de hablar con las masas de curiosos dándoles la explicación de que estaban cuidando del bebé de forma temporal. Les había dicho que, al día siguiente, daría más detalles en una rueda de prensa.

Por otra parte, Mari seguía sin saber de dónde habían salido tantos guardaespaldas. Pensaba preguntárselo a su padre después y averiguar por qué había decidido ignorar su petición.

Aunque entendía que tener protección era lo más adecuado, por el bien de Issa. Ella misma pensaba haber contratado a un equipo de seguridad al día siguiente, aunque a menor escala. Esa noche, los guardaespaldas habían escoltado a Rowan, Issa y a ella hasta el hotel desde el restaurante. Mientras, a su lado, Rowan se había limitado a repetir a los curiosos que no harían más comentarios.

Sin duda, la prensa del corazón publicaría la noticia a la mañana siguiente. ¿Sería eso lo que tenía Rowan en mente cuando se habían besado? Quizá él, como mucha gente que había conocido en su vida, solo pretendiera utilizarla.

Por una parte, tenía la certeza de que Rowan la deseaba. Por otra, no podía entender por qué.

Por el momento, hasta que no pudiera reunir respuestas, Mari no pensaba llevar las cosas más lejos con él. Además, tenía que cuidar a la niña esa noche y hacer una llamada de teléfono.

Tomó el móvil y marcó el número.

–Papá, tenemos que hablar… –dijo ella, en cuanto su padre respondió.

La risa de su padre la inundó desde el otro lado del auricular.

–¿Del novio y del bebé que me has estado ocultando?

Mari cerró los ojos, imaginándose a su padre en su sillón de cuero favorito en su casa de campo. Suspirando, se masajeó las sienes con los dedos.

–¿Cómo has sabido lo de Rowan e Issa? ¿Tienes espías vigilándome? ¿Y por qué me has puesto guardaespaldas sin consultarme?

–Son demasiadas preguntas, hija querida. Primero, supe de tu asociación con el doctor Boothe y la niña por Internet. Segundo, no espío a mi familia o, al menos, no lo hago a menudo. Y tercero, esos guardaespaldas de los que hablas no son míos. Supongo que serán cosa de tu novio.

–No es mi novio –negó ella. A pesar de que se habían besado y lo había disfrutado como loca–. Y el bebé no es nuestro. Es una niña abandonada –añadió.

–Sé que el bebé no es tuyo, Mariama.

–¿También lo has averiguado por Internet? –replicó ella, tumbándose en la cama y abrazándose a una almohada.

–Te sigo de cerca, querida hija. No has estado embarazada y nunca te había gustado demasiado el doctor Boothe.

–La niña fue abandonada en la habitación del doctor y los dos estamos cuidándola hasta que las autoridades encuentren a sus familiares –explicó ella–. Ya sabes que los orfanatos africanos están saturados. No queríamos dejarla en uno de ellos, ya que tenemos la capacidad de ayudarla.

–Hmm –murmuró su padre, al mismo tiempo que pulsaba el teclado de su ordenador–. ¿Y por qué estás colaborando con un hombre al que no soportas para cuidar de una niña que no conoces? Podía haberse ocupado él solo.

–¿Será que me gusta ayudar?

–Eso es verdad –admitió su padre–. También eres muy mala mentirosa. ¿Cómo es que has acabado haciéndote responsable de la niña?

Mari nunca había podido ocultarle nada a su astuto padre.

–Intentaba escaparme de un grupo de turistas que querían hacerme una foto. Agarré un carrito del servicio de habitaciones y lo llevé a su destino. Resultó que la suite era de Rowan Boothe y que había una niña abandonada dentro del carrito. No hay nada entre nosotros.

En ese momento, Issa protestó, sobresaltándola. Mari se inclinó para acariciarle la espalda y ayudarla a dormirse de nuevo. Un instante después, escuchó abrirse la puerta de la habitación contigua. Cubrió el auricular con la mano. Rowan asomó la cabeza por la puerta.

–¿Va todo bien?

–Sí –afirmó ella y destapó el auricular–. Papá, tengo que irme.

–Mari, querida, creo que eres cada vez mejor mentirosa –señaló su padre al otro lado de la línea–. Parece que hay muchas cosas de tu vida de las que no tengo ni idea.

A ella se le aceleró el pulso. Su padre tenía razón. No solo se trataba de Issa. Se estaba mintiendo a sí misma al decirse que no había nada entre Rowan y ella.

Pero debía cambiar de tema, se dijo Mari. Sobre todo, cuando el objeto de su confusión estaba parado a un par de metros, mirándola con ojos ardientes.

–Papá, deberías estar contento. Todo esto nos dará publicidad positiva, una buena historia para que tu gabinete de prensa difunda durante las Navidades. Por una vez, estoy haciendo las cosas bien.

–Mari, querida, siempre has hecho las cosas bien –aseguró su padre.

–Eres peor mentiroso que yo, papá –repuso ella con una sonrisa agridulce–. Pero te quiero de todas maneras. Buenas noches.

Mari colgó y se levantó de la cama. Estaba hecha un manojo de nervios por la conversación con su padre… por no mencionar el remolino de emociones que le había suscitado besar a Rowan.

Sin embargo, aunque él seguía mirándola con deseo desde la puerta, Mari se dijo que no era momento para dar ningún paso en falso. Había demasiadas cosas en juego, como el bienestar de una niña…

Y su propia tranquilidad.

Profunda atracción - Nuestra noche de pasión

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