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Capítulo 2

CUERPO Y ALMA

El cuerpo no es diferente del alma, pues es parte de ella; y ambos son partes del Todo.

FARID AL DIN ATTAR

El hombre no tiene un Cuerpo distinto de su Alma; porque ese llamado Cuerpo es una porción del Alma que se aprecia por los cinco sentidos, los principales accesos del Alma en esta era.

WILLIAM BLAKE

Los antiguos yoguis creían que comer es un acto sagrado, mediante el cual una parte de la naturaleza absorbe e integra a otra. En la era de la comida rápida, comer parece de todo menos sagrado: un vulgar acto fisiológico para sostener el cuerpo pero, desde luego, no el alma. Pensamos que la nutrición física y el placer corporal son reminiscencias de nuestra parte animal, mientras que el espíritu es algo mucho más refinado.

Pensamos así porque la cosmología dominante en nuestra sociedad, en su vertiente científica y también religiosa, sostiene que la materia está separada del espíritu y que el cuerpo está separado del alma. La ciencia afirma esto último categóricamente, mientras que la religión considera el cuerpo un vehículo o carcasa del alma, que lo anima durante un tiempo y después se marcha para habitar otro reino. La visión científica en su forma más pura fue expresada por Richard Dawkins: “El universo que observamos tiene exactamente las propiedades que deberíamos esperar que tenga si, en el fondo, no hay ningún diseño, ningún propósito, no hay bien ni mal; no hay nada más que una indiferencia ciega e implacable”.1 Según esta visión, incluso si existiera el espíritu, no tendría nada que ver con el mundo terrenal. Por lo que respecta a la visión religiosa dominante, se entiende que el espíritu es un reino separado, más elevado, y que las cosas terrenales son una distracción de la espiritualidad. En otras palabras, el mundo material apenas tiene nada que ver con el espíritu. La ciencia y la religión están de acuerdo.

La distinción entre cuerpo y alma es un reflejo de otra distinción: la que se establece entre hombre y naturaleza. Igual que el alma habita el cuerpo, consideramos que nosotros habitamos nuestro entorno: de alguna manera, estamos separados de él en esencia, aunque tal vez dependamos de él para cubrir ciertas necesidades prácticas. De hecho, muchas personas sueñan con que, algún día, abandonaremos la Tierra para colonizar otros planetas, de la misma manera que un alma abandona el cuerpo al morir. Mientras tanto, creyendo que estamos por encima de la naturaleza, suponemos que somos capaces de gestionarla y mejorarla; una idea que influye profundamente sobre las prácticas médicas actuales.

No siempre ha sido así. La distinción entre hombre y naturaleza comenzó probablemente con la aparición de la agricultura, cuando empezamos a manipular la naturaleza para que nos proporcionara alimentos en lugar de recolectar lo que ya estaba ahí. La leyenda del Edén podría codificar un recuerdo de esa transición: en el origen, todo estaba ahí para tomarlo, y no decidíamos qué plantas y qué animales debían crecer y cuáles no. Con la llegada de la agricultura, participamos del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal: los cultivos y los animales domésticos eran buenos, mientras que las malas hierbas y los depredadores eran malos. Supusimos que sabíamos mejor que la naturaleza lo que debía o no crecer en un determinado lugar.2 Y, por supuesto, sacar a la tierra de su estado natural de reposo requiere esfuerzo: la expulsión del paraíso a un mundo de trabajo duro.

La distinción entre la materia y el espíritu comparte un origen similar, pero solo alcanzó su conclusión lógica con la revolución científica. Antes de ese momento había poca distinción entre Dios y la Naturaleza. Los planetas se desplazaban en el cielo porque Dios los movía. Los animales vivían porque Dios les daba vida. Dios dirigía la meteorología y el clima. Pero, comenzando con Galileo, Newton y Descartes, los misterios de la naturaleza sucumbieron a una explicación racional, o eso parecía, y Dios se volvió innecesario y fue abstraído y confinado al reino celestial. Dios ya no era un participante en la naturaleza; en su lugar, teníamos a las “ciencias naturales”.

Antes de la revolución científica, la religión trataba de algo más que la vida interior del espíritu; solía incluir la cosmología, es decir, la explicación de cómo es el mundo. La ciencia ha usurpado esas funciones, y la religión se ha retirado ante el avance de la ciencia, que explica cómo funciona el mundo por medio del experimento y la razón. El reino del espíritu, por tanto, ha pasado a designar aquello que no pertenece al mundo terrenal.

Atendiendo a la creencia de que la naturaleza y el cuerpo son mera materia, no es de extrañar que, en gran medida, en nuestra cultura se haya separado la religión de la vida material, de la vida del mundo terrenal.3 Incluso la palabra “espiritualidad” implica que hay partes no espirituales de la vida, negando que la vida en sí misma sea un empeño espiritual. Clasificar las actividades en espirituales y mundanas refuerza precisamente esa fragmentación que el impulso hacia la espiritualidad pretende remediar. Dicho esto, por falta de una palabra mejor y por conveniencia, a lo largo de este libro seguiré hablando de “lo espiritual”.

La separación del cuerpo y del espíritu —y del hombre y la naturaleza— se ha convertido en un veneno para el mundo. Relegar el espíritu a un rincón intangible e hipotético de la vida hace que el resto de ella, la vida terrenal, carezca de consecuencias espirituales. Puesto que consideramos la materia esencialmente carente de alma, vemos el cuerpo como algo profano y creemos que “terrenal” y “mundano” son antónimos de “sagrado”. Y entonces, sin ningún reparo, destrozamos nuestros cuerpos y nuestro planeta. Al no considerarlos sagrados, nuestro abuso solo se encuentra con los límites que plantean las cuestiones prácticas. Lo cual supone una practicidad muy limitada y de miras muy cortas.

La desacralización del cuerpo y de lo físico no solo son un veneno para el mundo, sino que además suponen también una profunda incerteza. Porque el cuerpo no es la casa del espíritu, es el espíritu que ha tomado forma física. Y el mundo no es la creación de la divinidad, es la divinidad presente ante nuestros sentidos. Al menos esa es una hipótesis esencial de este libro. Aquello que tiene que ver con el autocuidado, la autoconfianza y la conciencia plena, incluso en el “vulgar y físico” ámbito de la comida, resuena con una importancia espiritual. Esto es así porque la vida es un viaje sagrado, y los asuntos de la carne tienen el potencial de convertirse en un vehículo para la transformación espiritual.

Según esta premisa, la crisis de salud que atraviesa el mundo moderno es una crisis espiritual, y también una valiosa oportunidad. El dolor y la enfermedad del cuerpo pueden arrojar luz sobre aquello que es importante en la vida, y ayudarnos a percibir lo valiosa y preciosa que es la vida en sí misma. El dolor y la enfermedad nos hacen regresar a nosotros mismos. La mala salud también puede ser un mensaje a muchos niveles de que algo no está bien. Desde la perspectiva de la ciencia mecanicista, el cuerpo es una máquina defectuosa y hace falta un experto que la repare; se trata de una actitud análoga a la de quienes promueven soluciones tecnológicas como respuesta a los problemas ambientales, enfoque muy criticado por los ecologistas. Pero si el cuerpo y el alma no están separados, sanar el cuerpo al nivel más profundo es un trabajo del alma, y escuchar y aprender del cuerpo es acercarse al propio Ser.4

La distinción convencional entre cuerpo y espíritu es una necesidad temporal, nacida de una idea de su aparente separación. A medida que exploramos la relación entre el cuerpo y el espíritu, su unidad subyacente se hace cada vez más obvia. Si el cuerpo es de hecho el espíritu hecho carne, y no solo su vehículo, entonces comer es sin duda un asunto espiritual. Comer define una relación primaria entre el ser y el mundo, la recepción del sustento y el alimento. Es la encarnación tangible de las relaciones elementales entre el dar y el tomar. Por medio de dichas relaciones, podemos responder a las preguntas: “¿Cómo decido estar en el mundo?” y “¿Cómo decido ser?”

El yoga del comer

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