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Capítulo 3

NACIMIENTO, NUTRICIÓN Y AMOR

Dios creó al hijo, es decir, tu hambre, para que llorara, para que viniera la leche.

YALAL AD-DIN RUMI

Si en nuestra infancia no experimentamos plenamente el amor incondicional, total, sin juicios, nuestras almas lo anhelarán siempre. Es una necesidad muy profunda, un hambre muy profunda. La mayoría hemos vivido momentos así cuando éramos bebes o niños pequeños: momentos especiales con nuestros padres, con un pariente especial… momentos en los que nos sentíamos absolutamente seguros, en los que sentíamos que Todo estaba Bien.

Lamentablemente, en otros momentos tuvimos experiencias distintas. Recibíamos afecto cuando éramos “buenos” y castigos cuando éramos “malos”. En ocasiones, las expresiones enjuiciadoras de nuestros padres nos hacían sentir que teníamos que ser algo diferente a lo que éramos. Nos hacíamos conscientes de los mensajes de nuestros iguales, de los medios, del colegio, de la iglesia, que nos decían: “No eres como deberías ser”. Nuestro entorno de iguales nos enseñaba a amoldarnos ocultando o alterando nuestro ser verdadero; los medios creaban necesidades artificiales y nos prometían la felicidad si las colmábamos; la escuela ponía el trabajo por encima del juego y nos inculcaba la idea de que la autoestima es algo condicionado, por medio de las calificaciones; la iglesia nos decía que nuestros pensamientos y deseos naturales estaban impregnados de pecado. De mil maneras, nos decían: “No está bien ser como eres: tu cuerpo debería tener este aspecto, tu mente no debería tener esos pensamientos”.

Y así, todos nosotros, en mayor o menor grado, adquirimos el hábito de la automejora. La idea de que hay que mejorarse a uno mismo es atractiva pero maligna, pues supone un turbador rechazo de nuestra bondad innata. Viene a decir que hemos aceptado e interiorizado esos mensajes acerca de nuestra deficiencia, holgazanería y pecaminosidad. A veces, las personas hacen dietas estrictas porque quieren ser buenas, dignas o puras, estableciendo así una tendencia a negarse lo que realmente quieren o necesitan. E incluso sin esa tendencia, como las recomendaciones dietéticas convencionales son un batiburrillo confuso de “debería” y “no debería”, que al parecer tiene poco que ver con nuestros deseos tal y como se expresan en el cuerpo, una dieta de automejora se convierte inevitablemente en una dieta de sacrificio y autonegación.

Pero el sacrificio nos hace anhelar todavía más ese amor. Cuando la experiencia del amor incondicional y el bienestar no se ha interiorizado, el alma los busca en el exterior, por ejemplo, en la comida. Los alimentos, una expresión del amor y la generosidad de la Madre Naturaleza, nos hacen sentirnos queridos y nutridos. La comida es el recordatorio principal de que el mundo es bueno, de que el mundo nos proveerá con su abundancia.

Todos nosotros comenzamos la vida con una experiencia de separación: nuestra expulsión del útero. Antes de ese momento, habíamos pasado una eternidad de nueve meses en el Edén, en el paraíso, donde todas nuestras necesidades se cubrían sin esfuerzo. Pero entonces el paraíso se volvió restrictivo, crecíamos contra los límites del entorno materno. Finalmente, ese antiguo Edén, que ya no era un paraíso, se volvió contra nosotros, nos expulsó con gran fuerza y determinación a un mundo completamente desconocido. Ese viaje es uno de los grandes arquetipos de la psique humana: el viaje del héroe, la trascendencia y el renacimiento. ¿Cómo termina la historia? Con una llegada al hogar, un regreso al Uno, pero en un nivel más alto de conciencia. Para el niño, este toma la forma del pecho. La madre. Sí, la reconexión primaria con el Uno procede de la experiencia de ser amamantados por nuestra madre. El universo se ha vuelto del revés, pero todavía nos alimenta: todo irá bien.5

La experiencia de alimentarse, por tanto, se relaciona a un nivel absolutamente fundamental con nuestra sensación de seguridad y confort. En circunstancias ideales, el niño aprende que el universo es fundamentalmente nutritivo y amoroso; que el crecimiento, el cambio y la trascendencia no implican peligro; que no hay necesidad de aferrarse al útero o a las condiciones familiares cuando estas se han vuelto restrictivas, cuando llega el momento de avanzar hacia otro lugar. El bebé está seguro sabiendo que el mundo provee. Podemos imaginar lo que sucede cuando, en lugar del suave y cálido pecho, la primera experiencia del bebé tras el viaje del nacimiento es un mundo frío y duro donde se le azota, se le pincha con agujas y se le deposita en la soledad de la sala de neonatos, sujeto a una dolorosa mutilación sin anestesia (si es varón), y alimentado de una botella impersonal no cuando tiene hambre, sino según unos horarios arbitrarios. De hecho, para muchos de nosotros no es necesario “imaginar” lo que sucede, porque nos ha sucedido. El resultado de estas experiencias es un ansia insaciable de seguridad, una inquietud existencial en nuestra relación con el mundo, un miedo al crecimiento y al cambio, y una relación con la comida profundamente problemática y antinatural.

Recuerde que el amor y la atención son necesidades humanas genuinas. Combatir necesidades insatisfechas a base de fuerza de voluntad es ingenuo e inútil. Solo cuando sanamos la herida de la separación y nos aceptamos y nos amamos sin juzgarnos empieza a apagarse gradualmente nuestra necesidad de atenciones y cuidados externos. Una de las formas que tiene esto de manifestarse es en la dieta. Su relación con la comida cambiará sin que tenga que recurrir a la fuerza de voluntad, al sacrificio, a la autocoacción y a los “debería” y “no debería”.

No subestime la necesidad de atención y cuidado en el mundo actual. Incluso si usted proviene del seno de una familia unida y amorosa; si se ha ahorrado el trauma del nacimiento en un hospital; si creció en un pueblecito idílico, alejado de los efectos alienantes de la vida en la ciudad; si el mensaje “no eres como tendrías que ser” nunca alcanzó sus oídos; incluso dándose todas esas condiciones, esa intensa necesidad de amor y cuidado tal vez siga grabada en su bioquímica. Cualquier ser que haya nacido ha pasado por una experiencia de separación y, por lo tanto, al principio, tendrá como mínimo alguna necesidad de atención externa, de asegurarse la conexión con la fuente de donde proviene su alimento y su cuidado. Algunos nacemos mucho más necesitados emocionalmente que otros. El karma que encarnamos, según se expresa a través de nuestros genes y circunstancias, suele limitar en gran medida los cambios bioquímicos que podemos atravesar en una vida.

Nuestro hambre de amor, cuidados, y atención procede de un lugar mucho más profundo que la personalidad consciente y no se mitiga hasta que no comenzamos a sanar esa fragmentación y esa separación de nuestro propio ser, que es su origen.

El yoga del comer

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