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Capítulo 1

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CASI una semana después, Laila estaba sentada en una mesa, en un rincón del Hitching Post. Tenía la mirada fija en la entrada del bar, mientras daba vueltas entre las manos al vaso de limonada que apenas había probado.

Tras numerosas tentativas, había conseguido hablar finalmente por teléfono con Cade y habían quedado allí esa noche para aclarar algunas cosas. Era la hora feliz, se servían bebidas a mitad de precio, y el bar estaba abarrotado de gente. En otro tiempo había sido un local de mala nota, pero ahora era simplemente un bar con un asador de carne.

Trató de ignorar las miradas que le dirigían los hombres, en su mayoría peones que acababan de terminar su trabajo.

Uno en particular, Duncan Brooks, que trabajaba en la hacienda del alcalde, Bo Clifton, no dejaba de mirarla. Era un hombre bastante corpulento, con bigote y aspecto de cowboy.

Ella estaba ya acostumbrada a esas miradas, aunque no le gustaban nada.

Miró a Duncan un segundo e inclinó levemente la cabeza para no parecer descortés, pero con un gesto lo bastante serio como para no darle a entender lo que no era.

Probó luego un sorbo de la limonada y observó el cuadro que había en la entrada. Era de la mismísima Shady Lady, la divina Lily, con un vaporoso y sugestivo vestido y una sonrisa tan misteriosa como la de la Gioconda. Mucho antes de que Thunder Canyon hubiera experimentado su boom turístico y hubiera pasado de ser un punto perdido en el mapa a convertirse en uno de los lugares más codiciados por el turismo, Lily había trabajado en aquel establecimiento, otrora de dudosa moral. Según los más viejos, había sido una mujer fatal, rompecorazones.

¿Sería eso mismo lo que Cade pensaría ahora de ella, después del desplante que le había dado la noche del certamen ante media ciudad?

¿Sería por eso por lo que había estado rehuyendo sus llamadas?

Pronto saldría de dudas: Cade Pritchett acababa de entrar en ese preciso momento y miraba a un lado y a otro tratando de localizarla.

Ella le hizo un señal con la mano y él se dirigió a ella, cabizbajo y con las manos caídas, tal como la noche del concurso de miss Frontier Days. Llevaba un chaquetón de piel de mouton, muy apropiado para el frío que estaba haciendo esos días de octubre.

Laila lo observó con un sentimiento de culpabilidad. Cade Pritchett era un hombre fuerte pero humilde, un héroe local que había colaborado activamente en el rescate de una niña que había estado a punto de ahogarse en el lago Silver Stallion el año anterior. Él, sin embargo, había declinado todo tipo de honores y medallas.

Era un gran tipo, una buena persona y un gran amigo. Al menos, hasta ahora.

Cade se quitó el chaquetón, lo dejó en el respaldo de la silla y se sentó. Ella, que ya le había pedido un refresco, le acercó el vaso en señal de paz.

—No estaba segura de que vinieras esta noche.

Cade permaneció callado, sin decir una palabra. Ella sabía, después de varios años de haber estado saliendo con él, que se pensaba muy bien las cosas antes de decirlas.

Sabía también que tenía una voz grave y profunda que haría estremecer a la mayoría de las mujeres y se preguntó por qué a ella no le había afectado nunca.

En realidad, solo había habido dos hombres en su vida por los que se había sentido realmente atraída. Le habían parecido, en un principio, muy interesantes, pero luego habían resultado ser vacíos e insulsos.

Le vino entonces a la memoria la figura de Jackson Traub, con sus ojos castaños tan seductores y su sonrisa igualmente devastadora.

Pero no era su tipo. Al menos, eso era lo que se había estado diciendo a lo largo de toda la semana.

—Últimamente he estado pensando mucho en nosotros dos —comenzó diciendo Cade—. Lo que voy a decirte no es fruto de la improvisación ni de un impulso del momento. Tenía pensado habértelo dicho antes incluso de la noche del certamen.

A Laila no le gustó mucho el cariz que estaba tomando la conversación.

—Creo que no entiendo bien de qué me estás hablando.

—Del futuro, Laila, del futuro. Tú no eres la única que ha entrado en una nueva fase de su vida. Cuando una persona llega a una cierta edad, tiende a replantearse lo que ha sido su vida y cómo le gustaría que fuera la que le queda por vivir —dijo Cade, mirándola fijamente con sus profundos ojos azules—. Laila, no estaba bromeando la otra noche cuando te pedí que te casaras conmigo.

Ella, a pesar de que esperaba esas palabras, se sintió algo desconcertada.

—Cade, no era mi intención avergonzarte en público rechazando abiertamente tu amable proposición, pero ya sabes mi opinión sobre el matrimonio.

—Sí, ya sé cuál ha sido tu opinión hasta ahora —replicó él.

Laila estaba realmente confusa. ¿Habría dicho o hecho algo que le hubiera inducido a pensar que había cambiado su forma de ver las cosas? Siempre había dejado muy clara su intención de quedarse soltera.

—Cade…

—Escucha un momento… Sé muy bien que no estás enamorada de mí, pero tenemos muchas cosas en común que ofrecernos el uno al otro…

Cade hizo una pausa que ella aprovechó para tratar de leer sus pensamientos. Había una expresión triste en los ojos de aquel hombre. Tal vez tuviera algo que ver con el dolor que podía sentir por la pérdida de la mujer con la había estado a punto de casarse unos años atrás.

Quizá por eso, después de aquel desgraciado suceso, Laila había sido para él como una amiga, más que otra cosa. Tras la muerte de su prometida, él se había cerrado emocionalmente y había visto en ella a la persona ideal con la que podría conversar sin involucrarse sentimentalmente.

No era que ella no pudiera enamorarse de nadie, pero había luchado siempre por mantener su independencia y llegar a ocupar un puesto directivo en el banco local de la ciudad.

Cade se enderezó en su silla, expectante, como si pensara que ella estaba tomando muy en cuenta sus palabras. De hecho parecía estar mucho más seguro que al entrar.

—Justo antes del concurso de miss Frontier Days, había tenido una larga charla con mis hermanos —dijo Cade.

—¿Y supongo que también con tu otro amigo, Jack Daniels?

Cade se puso colorado como un tomate.

—Está bien, lo admito. Pensé que un poco de whisky no me vendría mal si con ello conseguía, de una vez por todas, una respuesta tuya sobre nuestro futuro. No me arrepiento de nada, Laila, ni siquiera de haber hecho el ridículo delante de tanta gente. Mi propio hermano se apiadó de mí y tuvo la nobleza de pedirte también en matrimonio para provocar las risas de la gente y hacer que mi acto de locura pasara así como una broma.

Leila deseó poder escapar en aquel momento por algún agujero secreto que hubiera en el suelo para no verse obligada a responder a aquellas cuestiones tan delicadas.

—Yo…

—Espera, necesito terminar lo que he venido a decirte.

Cade había levantado la voz. Ella vio a Duncan Brooks con el rabillo del ojo. Parecía estar muy atento a la conversación que estaban teniendo y había fruncido el ceño, receloso del tono de voz de Cade. Laila le sonrió de forma tranquilizadora para hacerle ver que todo iba bien.

Duncan se volvió de nuevo hacia la barra y echó un trago de su jarra de cerveza.

—Estoy cansado de estar solo —dijo Cade—. ¿No te pasa a ti igual?

—No —replicó ella, frunciendo el ceño, disgustada por la pregunta—. Sabes que me gusta la vida que llevo. Me encanta regresar a mi apartamento por la noche después del trabajo, comer cuando me apetece y ver la televisión si me interesa. Hacer, en suma, lo que quiero, sin depender de nadie.

—¿No te sientes nunca sola? ¿No te despiertas nunca por la noche y te preguntas, al ver tu cama vacía, si no te gustaría tener a alguien a tu lado?

Ella no supo qué contestar, porque, en efecto, había veces que sentía la casa vacía y le hubiera gustado encontrar a alguien esperándola al volver del trabajo.

Sin embargo, tenía buenas razones para no pensar en el matrimonio. Y la principal de todas era la frustración que había visto en su madre. Había sido una madre ejemplar con sus seis hijos, pero ella la había visto más de una vez ojeando, con nostalgia, los catálogos de la universidad a la que le hubiera gustado ir cuando creía que todos estaban durmiendo en sus camas. Su madre le había dicho también en más de una ocasión que para una mujer, igual que para un hombre, era más importante desarrollar el cerebro que el físico.

Tal vez su madre se había casado demasiado joven.

Por eso, ella se había prometido tratar de conseguir una posición sólida en la vida antes de tener una relación seria con un hombre.

Apartó a un lado el vaso de limonada y apoyó los codos en la mesa.

—La soledad no es una razón suficiente para casarse, Cade.

—Con el tiempo, podríamos llegar a amarnos el uno al otro… y tener hijos antes de que sea demasiado tarde.

¡Uf! Esas palabras le llegaron al fondo del alma.

Se preguntó si su discurso la noche del certamen de miss Frontier Days había sido realmente sincero. Si más allá de las arrugas y las bolsas en los ojos, no había algo más profundo que ella trataba de ocultarse a sí misma… Si no habría participado en el concurso de belleza por última vez, porque necesitaba la confirmación de que aún era lo suficientemente joven como para seguir siendo deseable a los ojos de un hombre y que aún no tenía necesidad de cambiar su estilo de vida casándose y teniendo hijos.

Sintió un nudo en la garganta. No le gustaba el giro que estaba tomando aquella conversación. Pero, ¿cómo podía decirle que ella no sentía por él más que una buena amistad?

Justo cuando estaba deseando de nuevo tener un agujero cerca por el que poder desaparecer, vio a Jackson Traub entrando en la zona del bar con aire parsimonioso. Llevaba un chaquetón de algodón de entretiempo y un sombrero Stetson calado hasta las cejas.

Sintió un fuego intenso abrasándole todo el cuerpo. Algo que desde luego no sentía ni había sentido nunca por Cade.

Jackson debió de darse cuenta de la forma en que lo miraba porque, tras pedir una copa al camarero, se echó hacia atrás el sombrero y clavó los ojos en ella.

Laila esperó que le dedicara una de sus irresistibles sonrisas y le hiciera un guiño en recuerdo de la proposición que tan alegremente le había hecho aquella noche.

Pero él se volvió tranquilamente y tomó el vaso de whisky sin agua y sin hielo que acababa de servirle el camarero. Se lo bebió de un solo trago y pidió otro, sin siquiera mirarla.

Ella bajó la vista, avergonzada y desconcertada.

¿Por qué se estaría comportando así con ella?

Sin duda, era un seductor que estaba jugando sus cartas. Ella no era ninguna ingenua. Había estado saliendo con chicos desde los dieciséis años y sabía cuando un hombre estaba interesado en ella.

Alzó la vista para ver si Jackson Traub se había vuelto para mirarla. Pero no, seguía en la barra saboreando su segundo whisky.

—¿Laila? —exclamó Cade, claramente ofendido de que ella no prestara atención a sus palabras.

Laila miró a Cade y deseó más que nunca tener a su disposición aquel agujero secreto por el que escapar sin ser vista, librándose así de todas las grandes verdades que él, sin duda, iba a revelarle.

Jackson era un hombre paciente, pero a la vez bastante perspicaz. Sabía muy bien cuando una mujer, aunque fuese una reina de la belleza como Laila Cates, estaba pendiente de él.

Mientras apuraba su segundo whisky, saludó con la cabeza al hombre que estaba en el otro extremo de la barra. Era Woody Paulson, el dueño del LipSmackin’ Ribs, el restaurante de costillas a la barbacoa, rival del Rib Shack de DJ, el primo de Jackson.

Woody le devolvió el saludo, pero Jackson tenía toda la atención puesta en Laila. Se preguntó si seguiría mirándolo, aunque se abstuvo de volver la cabeza para comprobarlo. Se la imaginó con su traje largo blanco, tal como la había visto aquella noche en el escenario como reina de la belleza de Thunder Canyon, con su pelo rubio largo y sedoso bajo la corona de miss Frontier Days, sus brillantes ojos azules y su cara de porcelana.

Era un verdadero reto para un hombre como él. La deseaba con todas sus fuerzas.

La primera vez que había ido a Thunder Canyon había sido con motivo de la boda de su hermano Corey. Había organizado un buen escándalo durante el banquete y luego había regresado a su lujoso rancho de Midland, Texas, donde trabajaba en la empresa petrolífera de su familia y pasaba los fines de semana en su suite de la ciudad.

Durante los últimos meses había estado pensando en el alboroto que había causado en Montana durante la boda de Corey. Había llegado a la conclusión de que tal vez hubiera tenido un mal día, propiciado por algunas copas de champán de más, al ver cómo sus hermanos habían ido cayendo uno tras otro en las redes del matrimonio. Unas redes en las que él no estaba dispuesto a dejarse atrapar.

Había dicho en público, ante todos los invitados de la boda, que el matrimonio era la mejor forma de arruinar una relación. Y, como si no hubiera tenido bastante con eso, había calificado luego a sus dos hermanos casados de gallinas y calzonazos y había jurado solemnemente que él nunca sacrificaría su libertad por una mujer.

Huelga decir que sus hermanos no recibieron sus insultos con mucha cordialidad y que tuvo que abandonar Thunder Canyon al día siguiente con la cara señalada por algún que otro puñetazo. Había tratado durante todo ese tiempo de hallar la forma de reconciliarse con su familia y conseguir que olvidaran aquel desgraciado incidente. Y no solo eso, había pasado revista a lo que había sido su vida a lo largo de sus treinta y cuatro años y no le había gustado demasiado.

Por eso, cuando su hermano Ethan le contó su proyecto de abrir unas nuevas oficinas en Thunder Canyon para llevar a cabo un novedoso sistema de explotación petrolífera, Jackson vio en ello no solo una oportunidad de entrar a formar parte del negocio sino también de congraciarse con sus hermanos.

A pesar de sus defectos, él amaba a su familia más que a nada y quería demostrar a todos que era algo más que un camorrista que iba provocando peleas en las bodas.

Por eso había vuelto a Thunder Canyon, para poner su talento al servicio de la nueva agencia que la empresa de su familia, la Traub Oil Industries, había abierto allí para poner en práctica un nuevo método de explotación petrolífera más respetuoso con el medio ambiente. Y había convencido a su hermano Ethan para que le encargase de tratar con los rancheros y propietarios a los que la compañía había comprado los derechos de explotación de sus tierras.

Jackson estaba dispuesto a dejar constancia de su responsabilidad en el trabajo, pero eso no quitaba para que buscara un poco de diversión en sus ratos libres.

Miró de soslayo a Laila Cates y vio que se había puesto a hablar de nuevo con Cade Pritchett. Sentía una cierta simpatía por aquel hombre que había tenido el valor de declararse ante cientos de personas. Recordaba cómo había llegado después su hermano en su ayuda, haciendo a Laila una nueva oferta de matrimonio y cómo luego él había irrumpido en el escenario para echarle un cable, no a Cade Pritchett, sino a ella. Porque, tras aquella fachada de sonrisas, había adivinado que estaba pasando un mal trago, y él tendría sus defectos, pero no podía ver sufrir a una mujer sin acudir en su ayuda. Y Laila Cates estaba pasando sin duda un mal rato con aquellas declaraciones inesperadas, hechas en público ante tanta gente.

Estaba convencido de que una mujer como ella estaría acostumbrada a que los hombres se enamorasen de ella, pero tal vez no a que se lo demostrasen de aquella manera.

Pero él no iba a ser como los demás.

Mirándola ahora, sentada frente a Cade Pritchett, le pareció verla tan incómoda como aquella noche. Podría asegurar que estaba pidiendo al cielo que le enviara algún ángel salvador para rescatarla y para interrumpir aquella conversación tan incómoda.

Pero él no hubiera hecho lo que hizo después, si ella no le hubiera dado con la mirada una prueba de que necesitaba su ayuda. Si la hubiera visto hablando acaramelada con un hombre no se le habría ocurrido ni acercarse a ella.

Dejó la copa de whisky en la barra y se dirigió, con el corazón acelerado, a la mesa donde ella estaba con Cade Pritchett.

Iba vestida como si acabara de salir del trabajo. Llevaba un elegante traje gris oscuro de raya diplomática, y un peinado que hacía que los mechones de su espléndido pelo rubio le cayeran por alrededor del óvalo de la cara. Tenía un aspecto tan sedoso que uno tenía que resistirse para no acercarse a tocarlo con las manos. Y la cara…

Era, sin duda, la de una auténtica reina de la belleza: pómulos altos, labios rojos y carnosos, pestañas largas y negras, cejas suavemente delineadas…

Ahora era algo más que el corazón lo que parecía vibrar en su cuerpo.

Ella le miró como si hubiera sabido de antemano que iba a ir a su mesa aun antes de que él lo hubiera decidido.

—¡Vaya! ¡Qué casualidad! —exclamó Jackson, antes de que ella dijera nada, dispuesto a marcharse inmediatamente de allí si ella le daba la menor indicación de que la estaba molestando—. No me gustaría interrumpir…

Laila y Cade, como si se hubieran puesto de acuerdo, respondieron al mismo tiempo.

—Pues lo está haciendo —dijo Cade.

—No, no interrumpe nada —dijo ella.

Jackson sonrió, consciente de que había dado en el clavo con sus suposiciones. Y muy especialmente, cuando vio a Laila apartar con el pie la silla de al lado para que se sentase con ellos.

Tal vez, Cade Pritchett estuviera reiterando su proposición de matrimonio a aquella mujer que había manifestado en público su deseo de no casarse nunca.

¿Era eso por lo que parecía un cervatillo asustado?

Cade había visto también cómo ella había empujado la silla disimuladamente con el pie.

Jackson se quitó el sombrero e hizo con él un gesto de saludo a los dos. Luego tomó asiento, sonrió cordialmente e hizo una señal a la camarera para que se acercara a la mesa.

—¿Qué desea? —preguntó la chica.

—Una ronda de cervezas —dijo Jackson—. Yo pago.

Cuando la camarera se fue a por las cervezas, Jackson echó una ojeada al bar y vio que la mayoría de los hombres lo estaban mirando con cara de envidia al verle junto a Laila. Muy en particular uno con bigotes y aspecto de cowboy, que lucía una gruesa hebilla de plata en el cinturón de sus pantalones vaqueros.

—Esta noche no, Traub —dijo Cade con voz solemne.

Jackson miró a Laila, que sonreía de manera forzada, y creyó leer en sus ojos el deseo de que no se marchara de allí, pasase lo que pasase. Luego observó a Cade. El hombre parecía estar muy tenso, con los puños apretados sobre la mesa. Era el momento de calmar la situación.

—Me presentaré primero —dijo él, extendiendo la mano a modo de saludo—. Soy Jackson.

—Sé muy bien quién eres —replicó Cade mirando luego a Laila con una expresión que parecía decir: «¿Vas a hacer algo para que se vaya o tendré que irme yo?».

Pero Laila se limitó a tomar un sorbo de su vaso de limonada. Entonces Cade se levantó, sacó unos billetes de la cartera y los dejó sobre la mesa.

—Piensa en lo que te he dicho —dijo Cade inclinándose hacia Leila, en un tono de voz bastante más reposado del que Jackson hubiera pensado.

Luego abandonó el local mientras unos hombres tarareaban las canciones country de Merle Haggard que sonaban en la máquina de discos.

La camarera se acercó con las cervezas y Jackson pensó que si Cade no estaba allí para beberse la suya, él se encargaría de dar buena cuenta de ella.

La chica le dirigió una mirada atrevida al servirle, pero él echó un trago de la jarra, se reclinó luego hacia atrás en la silla y sonrió a Laila.

Ella tenía un pequeño lunar en la comisura de los labios, y él sintió deseos de verla sonreír de la misma forma tan encantadora como lo había hecho aquella noche en el escenario. Pero no tuvo esa suerte, ella se limitó a pasar el dedo por la gota de limonada que se había caído en la mesa.

—Creo que me equivoqué al venir a sentarme aquí —afirmó Jackson.

—No, todo lo contrario. Te agradezco que lo hicieras. Estaba en medio de una de esas conversaciones que una nunca querría tener en un bar como este.

—Me alegra haberte servido de ayuda —dijo él, mientras ella seguía dibujando con el dedo unas figuras invisibles en la mesa—. Si vuelve a molestarte, no tienes más que avisarme. Ese Cade es bastante corpulento pero creo que sabré hacerme con él. Sé como manejar a esos tipos —añadió él, complacido al verla por fin sonreír—. Además, tengo un hermano gemelo que está siempre dispuesto a salir también en defensa de una mujer.

—¡No me digas! No me puedo creer que exista otro hombre igual que tú.

—Me temo que sí —replicó él con una sonrisa, apoyando la bota del pie derecho sobre la rodilla izquierda—. Pero Jason es bastante más sensato que yo. Al menos, eso es lo que dice todo el mundo.

—Ya había oído hablar de tus hazañas, antes incluso de que subieras la otra noche al escenario a organizar ese revuelo. Thunder Canyon es como un pueblo y aquí se entera uno de todo aunque no quiera.

—Lo sé. Por eso te hice esa proposición de matrimonio. Había oído que eras la mujer perfecta para mí —dijo Jackson, y luego añadió al ver su radiante sonrisa—. No, no tienes que volver a repetirme eso de que nunca te casarás. Lo dejaste bien claro la noche del certamen.

Ella suspiró aliviada, como si se hubiera quitado un peso de encima. Sin embargo, pensó que tal vez la declaración de Cade de aquella noche podía haber sido algo más que un impulso del momento y lamentó haberle despreciado en público.

¿Estaba realmente decidida a quedarse sola toda la vida?

—Pienso exactamente lo mismo que tú sobre el matrimonio —prosiguió diciendo Jackson—. No acierto a comprender que clase de atractivos puede ver la gente en él.

—Pregunta a tus hermanos, Corey y Dillon. Estoy segura de que ellos podrán aclarártelo.

—No, gracias. Ya tengo bastante con que Ethan acabe de comprometerse también. Nunca pensé verlo atado a una bola de acero con una cadena. La única esperanza que me queda es que Jason y mi hermana, Rose, sigan mis pasos y no se contagien de sus otros hermanos.

—Hablas como si el resto de tu familia te hubiera abandonado o algo parecido.

Jackson se quedó pensativo. Nunca había visto las cosas de ese modo, pero, en realidad, eso era lo que había sentido durante la boda de Corey. Había tenido la sensación de haberse quedado en una estación, como un pasmarote, viendo cómo sus hermanos y el resto de los viajeros se marchaban en un tren que les conduciría hacia una vida más feliz y plena.

Ella pareció darse cuenta de que había llegado con sus palabras a un lugar muy profundo de su corazón, aunque él tratara de disimularlo.

—O tal vez seas un rebelde innato —añadió ella ante su silencio—. Me pareció advertir algo así en cuanto te vi subir al escenario esa noche.

—Solo estaba tratando de relajar un poco la tensión del momento. Me pareció que estabas en una situación comprometida y que vendría bien una nota de humor.

—Está bien, demos el caso por cerrado.

Jackson alzó su jarra de cerveza y brindó por ello.

Laila se quedó mirándolo con sus maravillosos ojos lapislázuli, ahora entornados, tratando de encontrar respuesta a los cientos de preguntas que le daban vueltas por la cabeza.

Él, desde luego, no estaba dispuesto a facilitarle esas respuestas. Lo único que deseaba era seguir flirteando con ella. No había conocido a nadie en Thunder Canyon que le hubiera despejado aquellas dudas que le habían asaltado después de la boda de su hermano Corey y tampoco quería iniciar con ella una conversación que les llevase por esos derroteros.

Apoyó los codos en la mesa y dirigió a Laila una de sus irresistibles sonrisas.

—Si estás pensando en hacerme preguntas, por favor, no lo hagas.

—¿A qué preguntas te refieres? —preguntó ella.

—Sobre cosas serias. Ya sabes, ese tipo de preguntas que vienen después de la primera cita.

Ella se echó a reír. Parecía como si él tuviese una línea trazada que no estuviese dispuesto a atravesar.

—¿Pretendes decirme que esto es una cita?

—No —dijo él en voz baja—, pero quiero dejar bien claras algunas reglas básicas para cuando tengamos nuestra primera cita. No quiero que hagas ninguna de esas preguntas profundas mientras me miras con los ojos entornados.

Ella pareció nerviosa. Él nunca lo hubiera imaginado de una mujer tan segura de sí como Laila Cates.

—¿Cuando tengamos…?

—Nuestra primera cita —apostilló él con un gesto de satisfacción.

Jackson Traub siempre conseguía lo que quería con las mujeres, y Cates Laila no iba a ser una excepción.

—No recuerdo haber dicho nada sobre eso.

—No hacía falta. Sabes tan bien como yo que acabaremos saliendo juntos —dijo él arqueando una ceja, con aire arrogante—. Es solo cuestión de tiempo.

Déjame quererte

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