Читать книгу Autobiografía de mi padre - Damián Noguera B. - Страница 14

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Murió mi abuela. No sé si tengo que estar triste. Cuando mi mamá me dio la noticia lo único que pensé fue en esa indecisión.

Sí. Tal vez debería estar triste. Pero ahora siento curiosidad. Para mí la muerte no es algo definitivo aún, es solo un estado que, cuando pasa el tiempo, mi mamá se encarga de explicar.

Mis tíos se pasean nerviosos a lo largo del pasillo del segundo piso. Se preguntan, quizás, qué van a hacer con mi abuelo ahora que mi abuela no está y las casas de la calle Londres parecieran ser una carcaza de lo que alguna vez fueron. Se acaba de morir el único mito originario que los mantenía aquí, la imagen nostálgica de una edad dorada que parece desvanecerse. Mi mamá me toma de la mano y me saca a pasear para que no sienta la tristeza que parece invadir la casa de nuevo, o tal vez porque nosotros no deberíamos ser parte de las decisiones que esta familia va a tomar ahora que mi abuela ha muerto.

Caminamos por el parque Forestal a lo largo de una laguna que está al frente del Museo de Bellas Artes. Puedo intuir la tristeza de mi mamá y saber que esa tristeza nada tiene que ver con la muerte de mi abuela. Lo sé porque la he visto así antes, o quizás no es tristeza y es tan solo un contraste lo que logro percibir, el contraste entre la manera en que se comporta cuando está con mis abuelos y la manera en que se comporta cuando estamos nosotros dos solos. Quizás también se está preguntando a sí misma si acaso debería estar triste o no.

Volvemos a la calle Londres. Subimos las escaleras de la puerta principal y cruzamos el gran pasillo. Las puertas del salón dorado se abren por primera vez. Todos los muebles son dorados. Huele a una pieza que no se ha abierto en mucho tiempo, huele a humedad, a polvo atrapado en todo el terciopelo. Se desplazó el brasero de bronce y se colocó allí el ataúd con el crucifijo junto a los faroles de pie y las flores de la pérgola. Algún tío desconocido me toma de improviso de la cintura y me alza para ver el rostro muerto de Manuela.

Mis abuelos tenían la costumbre de rezar el rosario cada mañana aún acostados en sus camas contiguas. Cuando mi mamá está ocupada, voy al segundo piso y veo a mi abuelo solo. No me acostumbro a esa escena, como si algo en todo esto no calzara. Escucho el eco solitario de su voz cuando al final de cada plegaria dice: «Ya voy, Manuela».

Mis tíos se están mudando poco a poco del tercer piso para vivir con sus matrimonios en casas particulares en el sector oriente de Santiago. Toda la calle parece querer irse. Ya nos dimos cuenta que las frágiles razones que justificaban nuestra estadía en la casa de Londres se desvanecieron con la muerte de mi abuela. Mi mamá y yo nos mudamos a un departamento en Teatinos 20. Es uno de los edificios del barrio cívico que rodean el Palacio de la Moneda. Es un edificio moderno. Tiene ascensores. Nuestro departamento tiene un refrigerador. Se puede hacer hielo ahí dentro. Eso significa que también se pueden hacer helados.

Todas sus ventanas dan hacia un patio interior en donde se ven las paredes oscurecidas de los otros edificios que muestran cocinas o piezas de servicio. Por eso salgo hacia los pasillos comunes, me siento entre los pilares de la baranda de bronce que rodean las escaleras y miro hacia abajo desde el quinto piso. Veo mis piernas colgando y siento el vértigo en mi estómago. «A don Alfredo no le gustó el departamento», me dijo mi mamá cuando mi abuelo nos visitó. «No le gustó que no tuviéramos vista». Su presencia se sintió sorpresiva y extemporánea a pesar de que la calle Londres quedara solo a un par de cuadras. Quizás porque el mundo de mi abuelo, o mi percepción de su mundo, siempre lo sentí muy pequeño. Demasiado señorial en este entorno tan republicano.

Al final mi abuelo fue trasladado al barrio El Golf, obligado a habitar el mismo terreno que habitan los nuevos advenedizos. Falleció pocos meses después.

La calle Londres, a medida que pasaba el tiempo, empezó a llenarse de moteles parejeros y prostíbulos. A fines de los años setenta, cuando hacía clases de Historia del Teatro en la Universidad Católica, supe que una de las casas antiguas de la calle Londres, construida a principios de los años veinte, era ahora un centro de tortura.

Autobiografía de mi padre

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