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Introducción

La voluminosa obra que tiene en sus manos el lector no está destinada al especialista ni al historiador profesional. Pero tampoco a quien no esté algo iniciado en el campo de la Historia; o al menos, a quien no tenga la suficiente curiosidad intelectual como para comprender alguna de las muchas grandezas de esta milenaria disciplina. Se dirigen estas páginas, sobre todo, a aquellos que se sienten atraídos por el pasado porque lo consideran la más fiel explicación de nuestro presente y buscan en él mensajes en los que encontrarse a sí mismos. Esto hay que tenerlo bien claro desde el principio, porque llevar a cabo este tipo de obra tan inmensamente generalista es, como probablemente opinarán algunos de mis colegas, una osadía. El intento de recoger en una síntesis de un solo volumen lo más importante de la Historia Universal implica, necesariamente, la toma de decisiones que son bastante desagradables. Sobre todo, por lo que se ha de quedar por fuerza al margen de unos límites extraordinariamente constrictivos.

Pero a pesar de obligadas limitaciones como éstas y otras muchas, he creído desde el principio, sinceramente, que no sólo era posible sino muy recomendable llevar a cabo semejante trabajo. Los historiadores nos hemos alejado con frecuencia, con nuestras interminables notas a pie de página y nuestro afán por demostrar el conocimiento de los debates historiográficos más vanguardistas, de la mayoría de los ciudadanos. Además, paralelamente a este limitativo proceso, los niveles de enseñanza —por razones que está de más explicar aquí— han caído a unos mínimos que la recapitulación es casi obligada hoy para muchísimas mentes inquietas y ansiosas de saber. Quiero decir que se hace necesaria, en más casos de lo deseable, la sistematización de los conocimientos dispersos para poner un poco de orden sobre lo que sabemos del pasado. Y al mismo tiempo preguntarse, al aproximarse a los tiempos pretéritos, por qué el mundo es como es.

Es evidente que somos nosotros quienes lo hemos ido modelando —el mundo, digo— a través de la Historia. Y cuanto más conozcamos los pormenores de ese singular y trascendente proceso, mejor disposición tendremos para afrontar el futuro. Los filósofos, que, a veces, dicen que los historiadores sólo pensamos con una parte —superficial— del cerebro, suelen pasar por alto que a nosotros nos interesan, en definitiva, las mismas cosas que a ellos. Lo que ocurre es que el camino para encontrar las respuestas es mucho menos abstracto e intrincado, ya que se basa en hechos, en acciones, en aspectos materiales y tangibles que utilizamos para llegar a la verdad. Pero, no lo olvidemos, esta vía descriptiva del historiador sólo es el método, el camino, el medio… La razón de su ciencia sigue siendo el fondo de las cosas, y sobre todo, responder como el filósofo a la pregunta “por qué”. Esta es la gran pregunta de la Historia. El dónde, el cúando, el cómo y el qué son importantes —e incluso ocupan la mayor parte del discurso del historiador—, pero siempre en la medida que tienden a responder el “por qué”.

La Historia no es lo que la gente normalmente cree. No es todo lo que ha acontecido hasta hoy. Ni siquiera el conjunto de hechos —más grande o más pequeño, dependiendo de la profundidad del conocimiento— que nos ha traído a nuestro presente. Eso es, sencillamente, el pasado. Un pasado que tiene infinitas caras, porque infinitos son los caminos que se han recorrido por los miles de millones de hombres y mujeres que nos han precedido. Pues bien, la Historia es la porción de ese pasado —minúscula, comparada con el total— que los historiadores andan rescatando en sus escritos o disertaciones públicas para poder explicar nuestro presente. Porque es el presente, y no el pasado, por contradictorio que parezca, el verdadero núcleo de la obra del historiador. El pasado, si bien es el terreno o el medio en que hace su trabajo, es sólo una herramienta que se pretende lo más fiel y bella posible, para que tenga sentido desde la propia experiencia humana el mundo en el que vivimos. En consonancia con estas ideas he intentado en todo momento en este libro ver la Historia desde el presente, profundizando en aquellos hechos históricos que he juzgado cruciales para entender el mundo actual.

Pero que no se asuste el lector. Lo que sigue no es un conjunto de elucubraciones personales sobre mi propia visión del pasado como configurador de nuestro presente. Esta obra no pretende ser brillante en sus juicios, ni excesivamente interpretativa, porque lo que se busca es el conocimiento “convencional” pero seguro, por mucho que la palabra convencional pueda tener un sentido que parece —sólo parece— hacerse sinónimo de mediocridad. Se debe entender aquí como lo que se atiene a las normas mayoritariamente observadas. Y así, estas páginas se centran en el conjunto de conocimientos históricos que son considerados tales por la mayoría de los historiadores y asimilados ampliamente por la sociedad. Aunque bien es cierto que se detienen, especialmente, en los nuevos e importantes descubrimientos que ésta última todavía no ha recibido con la suficiente amplitud. Sin perjuicio todo ello, claro está, de que se manifieste con claridad mi propia visión de la Historia de la Humanidad —como ya debe saber el lector, la objetividad total y absoluta es imposible en Historia—, aunque sólo sea por la propia selección de los contenidos.

La Historia no es algo cerrado, con unos límites finitos. No entraña un conocimiento que —como suponen algunos— se domina mejor o peor en función de la cantidad de acontecimientos o datos que se sepan dentro de esos límites. Eso sólo vale para los concursos televisivos, los exámenes de cultura general en las oposiciones u otras pruebas de semejante calibre. La Historia, como se han cansado de repetir muchos teóricos de nuestro tiempo, es una ciencia en construcción. Un conocimiento dinámico y, esencialmente, interpretativo. Eso sí, a partir de unos hechos que se denominan históricos y que se han tratado de poner de relieve en este libro.

Como es obvio, una Historia Universal es esencialmente inmensa. Pero incluso en este maremágnum de datos del pasado que son susceptibles de ser tomados en consideración, puede —y debe— existir la interpretación —no conozco otra forma de construir la Historia—. De hecho, como cuando escogemos ésta o aquélla porción del pasado ya estamos realizando, por ese sólo hecho, una acción subjetiva por cuanto el que escribe lo considera trascendente para explicar el presente y realizar así su interpretación del pasado, de acuerdo con unos argumentos que sean lo más objetivos posibles. Esto último es lo que hace que esa visión del pasado se comparta o no.

La reflexión es íntima compañera de la Historia, tanto para el que la escribe como para el que la lee. Lo que encierran las páginas que siguen es un ejercicio constante de reflexión que, a su vez, pretende, al final del camino, y a lo largo de todo él, que el lector medite sobre algo tan sustancial como el alma humana. Una reflexión que, por otra parte, estará hecha sobre la base quizás más sólida que existe en este campo filosófico tan lleno de inseguridades constantes y recurrentes. Me refiero, lógicamente, a la experiencia vivida por los hombres.

Desde luego, tampoco intenta este libro crear una nueva teoría sobre el sentido del devenir histórico. Puede respirar aliviado también el lector porque no estamos ante un denso discurso de Filosofía de la Historia. Mucho de lo que sigue es, sencillamente, el producto de unos cuantos años de investigación de un historiador profesional, y sobre todo, de las ideas globales y claras a las que ha podido llegar después de dedicar muchos más de su vida, que ya va siendo larga, a estudiar el comportamiento de las sociedades humanas en el pasado. Este historiador ha creído que podría ser muy provechoso compartir estas ideas con algunas personas, de las muchísimas que hay apasionadas por la Historia y que, por diversas circunstancias, no han podido llevar a cabo un estudio sistemático, y/o con una perspectiva amplia de la misma.

En estos últimos años he recorrido los largos y múltiples caminos de la Historia. Y he pretendido ver el pasado como es, con sus asperezas y también, con sus rayos de esperanza —que los hay—. Con esta posibilidad de enfoque tan global —y tan poco corriente en el mundo de los historiadores—, he tenido la oportunidad de considerar una serie de pautas que se repiten, independientemente del marco temporal o espacial, en todos aquellos caminos. Esta Historia es, desde esta óptica, la de una “única civilización”, la constituida por la especie humana, que en su comportamiento social ha tenido y tiene una serie de características más o menos comunes a toda ella. Y en estos aspectos de unidad, más que de diferencia, se ha basado esta síntesis que, desde luego, tiene como base los desnudos hechos históricos.

Todo historiador está obligado a penetrar en el universo mental de cada momento del pasado en el que pone su atención. Es, entonces, muy difícil encontrar un hilo conductor que engarce todas las épocas. Pero aunque es una tarea compleja y un tanto ambiciosa, he procurado averiguar cuál podía ser el hilo conductor de esta obra a partir de las diversas estancias del pasado por las que he transitado. O si se quiere, cuál podría ser la interpretación que se pudiera considerar general para toda la obra. Y en esta especie de viaje por casi todas las épocas históricas, si bien no he llegado a visitar cada uno de sus infinitos rincones, he tenido siempre en la mente esa trascendental pregunta: “por qué”. Siempre había una respuesta, o mejor dicho, una posibilidad de respuesta, en el pasado. Tanto si era fruto de las estructuras históricas existentes, del simple azar, —algo que también es importante en la Historia— o, incluso, de la conjunción de ambos factores, lo que suele ser más usual. Había que buscar, entonces, si quería encontrar un hilo interpetativo general de la obra, la pregunta sin retorno, es decir, aquella en la que no pudiera existir ya una nueva posibilidad de plantear la cuestión de la misma manera. Creía que esa búsqueda me debía llevar a la propia naturaleza del ser humano. Y así, a la pregunta de “por qué es así”, debía encontrar, simplemente, un “porque es así”. Y desde mi punto de vista, esa posición de partida, para la que no existen ya preguntas con retorno, tiene mucho que ver con la debilidad del alma humana.

Me explico. Estoy convencido de que el hombre es un ser frágil, más de lo que solemos pensar, y la Historia, por lo menos hasta ahora, lo demuestra. Los hombres siempre han tenido la necesidad de estar seguros, y creo sinceramente que las grandes civilizaciones se han ido forjando —aunque no sólo— en la medida en la que fueron capaces de satisfacer necesidades de seguridad en sus diferentes manifestaciones. Tanto si se trataba de la seguridad física —que entrañaba la conservación de la propia integridad de los individuos—, como de la material —su seguridad económica—, o la espiritual —la idea de la vida después de la muerte—, los hombres han puesto en ello, si se mira bien, la mayor parte de sus empeños. Por ejemplo, Egipto, con su religión que aseguraba la vida en el Más Allá, su disposición geográfica, en medio de desiertos, que invitaba a la seguridad física y sus recursos materiales, que aseguraban la subsistencia, pudo mantenerse como tal civilización potente durante cuatro milenios. Otro ejemplo mucho más actual: el hecho de la condición isleña de Inglaterra creo que le ayudó siempre a cumplir de un modo poco habitual con la satisfacción de la integridad física de sus habitantes, además de que su disposición geográfica y una voluntad constante de prosperidad pudieron impulsar generosamente las posibilidades de seguridad material, a partir del desarrollo del comercio. Por lo demás, su fe inquebrantable en el sistema democrático, que empieza a ser relativamente estable —seguro— ya a partir del siglo XVII, es, junto con todo lo anterior, lo que le permitió su condición de potencia verdaderamente mundial, con su gigantesco influjo posterior durante tantos años. Por no hablar, en una etapa anterior, del no menos colosal Imperio Hispánico, que tuvo en los caudales de Indias sus buenas dosis de seguridad para perpetuarse —junto con otros elementos— por tres largos siglos. Y el ejemplo más actual de todos. A veces se nos olvida que el presidente Bush fue elegido con una mayoría más que sobrada, a pesar de no haber ni siquiera localizado a Bin Laden con los mejores medios del planeta a su disposición. El pueblo norteamericano, en el debate actual de libertad versus seguridad, no cabe duda de que tomó partido por esta última. Lo que no quiere decir, a pesar de todo lo anterior, que tenga que ser necesariamente así en el futuro, sobre todo si tenemos en cuenta el carácter también abierto e independiente del devenir histórico.

De momento, las llamadas “mentalidades”, aunque muy difíciles de medir por parte de los historiadores, son muy importantes. Estoy convencido de que la sensación de un pueblo de sentirse seguro es un elemento bastante definitorio para procurarse un futuro próspero, aunque sea a corto plazo. Y es con lo que mejor se puede emprender un sólido proyecto común, tenga o no tenga utilidad para los años venideros. Al fin y al cabo es, precisamente, el ansia de seguridad lo que ha llevado al hombre a la mayor construcción que ha realizado a lo largo de su Historia: la gran muralla china... Una vez que están cubiertas esas necesidades, el hombre se lanza creativamente a la expansión, pero con la aparición de nuevas inseguridades parece que todo se vuelve a trastocar dentro de un ritmo cíclico de la Historia que, en el fondo, es tan característico de la propia vida humana.

Creo también que, si lo observamos con la suficiente profundidad, son las masas las que van guiando los grandes cambios de la Historia. Las élites, por supuesto son importantes, pero en la medida en que saben encauzar las demandas de las masas para darles lo que más desean, y también, cómo no, en su propio beneficio. Esta es una perspectiva que no sólo es cierta, sino que es bastante más atractiva para la Historia, porque nos hace a nosotros, a los hombres “normales y corrientes” los protagonistas de ella. En realidad, pienso que la Historia se mueve a partir de cómo las élites son capaces de conducir —o reconducir— los anhelos de seguridad de las masas. Y existe una constante dialéctica entre las primeras y las segundas —cuyo efecto más aparente es lo que se ha llamado, comúnmente, la lucha por el poder—. De esa dialéctica surge el hilo de la Historia, que está salpicado, también como la propia vida humana, de luces y de sombras, de momentos brillantes y lúcidos y de auténticas tragedias y sinsentidos.

El conjunto de datos y hechos históricos que se exponen en este libro creo que no sólo ayudan a tener una idea de conjunto de los principales acontecimientos de la Historia Universal, sino que corroboran este planteamiento general. En todo caso, está en manos del lector el juzgar si con los argumentos empleados, el camino ha sido bien interpretado.

Permitánseme, antes, algunas advertencias. Procurando erosionar lo más escasamente posible la idea de compendio global, se han incluido, sobre todo, aquellos temas que versan sobre aspectos comunes a muchos países, pretendiendo, ante todo, mantener una dimensión universal. Mientras que otros temas de carácter más nacional se han omitido, pese a tener sus evidentes ramificiones en la Historia Universal: por ejemplo, no se ha considerado un tema en sí mismo el de la Francia de Napoleón III.

Por otro lado, se ha querido introducir también en estas páginas algunas cuestiones elementales, pero también cruciales, de la teoría y metodología de la Historia, que siempre he considerado fundamentales para su comprensión efectiva. Este intento de mostrar “lo que hay detrás de la cámara”, es decir, el universo en el que trabaja metodológicamente el historiador, permite, entre otras muchas cosas, la consideración y valoración de los conceptos puramente historiográficos. Esos conceptos que utilizan los historiadores en sus obras y forman parte de su “oficio” como por ejemplo el de “sistema feudal”. Es seguro que, con estos fundamentos conceptuales, el lector dispondrá también de un buen bagaje para lecturas posteriores.

Sólo con el ánimo de ampliar conocimientos en el futuro, se ha procurado acercar al lector a las fuentes de la Historia a partir de unas notas a pie de página que contienen libros, a mi juicio, fundamentales de los temas tratados. Siguiendo con mi idea primigenia de que primara lo didáctico sin mella de lo científico, he procurado consignar las obras de más fácil acceso para el lector español, aunque en algún caso —excepcional— dada su inexistencia, no se ha podido evitar algún título en inglés o en francés. Estas obras aparecen en la bibliografía de las páginas finales que contiene, asimismo, otras muchos trabajos que pueden ayudar al lector como referencia para lecturas posteriores. Aunque también en este aspecto he tenido que moverme en unos límites muy estrechos para que la obra fuera realmente manejable, creo que no ha habido ninguna merma en el objetivo de que el lector dispusiera de un buen punto de partida para la profundización en los diversos temas.

Por último, no quisiera terminar estas páginas introductorias sin dirigir mi más profundo agradecimiento a quienes me ayudan siempre —ellos saben quiénes son—, y que también han hecho posible este libro. A mis alumnos de la titulación de Mayores de la Universidad Carlos III de Madrid. De su cariñoso y fructífero trato han salido muchos planteamientos de esta obra. A Ramiro Domínguez, a Cristina Pineda y a la editorial Sílex. A mi familia —madrileña y canaria— a mis amigos y a mis compañeros, que dan sentido mi vida. A mi imprescindible Raquel, que ha colaborado en la redacción del último capítulo. A Marta, Natalia y a los pequeños Jaime y David, con los que creo llegaré al siglo XXII. Para entonces, ¿se podrá tener la misma perspectiva general de la Historia?…

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