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II. PRIMEROS PASOS. Civilizaciones de Oriente Próximo: Mesopotamia y Egipto

Como muchos de los estudiantes de la antigua carrera de Geografía e Historia, me he preguntado en muchas ocasiones por qué ambas disciplinas iban siempre juntas, de la mano (hoy en día todavía muchas facultades universitarias en nuestro país lo son de Geografía e Historia), cuando sus objetos de estudio son, aparentemente, tan diferentes. Con el tiempo llegué a aprender una respuesta aceptable, aunque tal vez demasiado académica: las dos se encargan de buscar un mayor conocimiento de la realidad que rodea al hombre: la Geografía desde el espacio; la Historia desde el tiempo. No es que esto sea falso, ni mucho menos, pero hoy en día ya no creo tanto en esas grandilocuentes definiciones epistemológicas, que siempre son susceptibles de presentar alguna grave excepción que no casa muy bien con un concepto que se pretende general. Prefiero ir a lo más práctico, y ver, con mis propios ojos, qué estrecha relación pueden guardar en episodios puntuales, en aspectos concretos que no pueden explicarse correctamente sin recurrir a una perspectiva conjunta de las dos ciencias.

Es obvio que el hombre está influido por el medio natural, pero la acción conjunta de los hombres también condiciona el medio en el que viven. Y en pocos temas esto se ve tan claro como en el capítulo que ahora nos corresponde abordar. Tanto la mesopotámica que, como todo el mundo sabe, significa entre ríos como la egipcia, son civilizaciones que nacen y se desarrollan merced, sobre todo, al medio natural en que se encuentran, con unas condiciones favoravilísimas para ofrecer seguridades a los hombres y para que, con ellas, se desarrolle la civilización. De hecho, en el segundo caso, aunque me gustaría huir de la tan celebérrima como repetida frase de Heródoto, uno no puede por menos que resignarse a su concisa y absoluta verdad: “Egipto es un don del Nilo”. Sin esas condiciones, especialmente las fluviales, es casi seguro que los pueblos surgidos en estos espacios de la tierra hubieran pasado sin pena ni gloria por los caminos reivindicativos de la Historia. Y, sin embargo, hoy no se puede prescindir en absoluto de su condición, reconocida por todos, de espacios históricos en los que se van a dar los orígenes de la civilización.

Mesopotamia

La importancia del marco geográfico

Los ríos Tigris y Éufrates, fueron, pues, protagonistas fundamentales de la civilización que nace y se desarrolla en Mesopotamia, con un marco tan favorable como para que, mucho más recientemente que aquel genial griego, el alemán Wittfogel la denominara civilización hidráulica14. En un lugar que hoy en día se encuentra desgraciadamente en guerra (el Irak actual), los dos ríos llegan a desembocar juntos en el golfo Pérsico, pero se sabe que en la Antigüedad lo hacían por separado. Además de su extraordinario aprovechamiento agrícola, estos ríos servían como vías de comunicación que permitían acceder prácticamente a todas las direcciones adyacentes. Y en esta rica tierra se van a suceder un conjunto de civilizaciónes muy florecientes, que tienen su inicio en Sumer, en la zona más al sur. Zona que venía siendo habitada desde la Prehistoria por hombres que, sin tener unos criterios étnicos y culturales propios plenamente identificables, hablaban una lengua específica, el sumerio, y que se asentaban, ahora ya en las primeras épocas históricas (aparecida ya la escritura), en ciudades como Eridu, Ur, Lagash, Umma, Girsu y Nippur.

Más al Norte, donde se acercan los cauces de los dos ríos (al sur de la actual Bagdag), se encontraba, a partir del III milenio a.C., el llamado País de Akkad. En este territorio se encontraban las ciudades de Babilonia y Sippar; sin perjuicio de que también se llegara a llamar Babilonia no sólo a esta zona pantanosa, sino también a la fusión cultural de ambas regiones de Sumer y Akkad, que, sin duda, van a constituir el núcleo civilizador de toda Mesopotamia. A ello contribuyó su ubicación geográfica en el centro de otros pueblos, como los seminómadas de la estepa y los elemitas, que permitieron a Babilonia erigirse en núcleo abierto, cosmopolita, y, como hemos dicho, civilizador. En el norte, en la Alta Mesopotamia, se asentaba el país de Asiria, una zona mucho más seca y de no tanta influencia cultural, que sufría, pese al poder político que llegó a obtener, y a su expansionismo, la permanente ascendencia de lo babilónico.

Todos los impresionantes descubrimentos que se han dado sobre esta milenaria civilización mesopotámica, han tenido lugar a partir de arduos trabajos arqueológicos desarrollados en los dos últimos siglos. Ello se debe a que, al igual que otras civilizaciones, como la egipcia, la india o china de determinados periodos históricos, la civilización mesopotámica, a pesar de haber influido mucho en Occidente, no ha sobrevivido hasta nuestros días. La mayor parte de las excavaciones se han concentrado en la antigua Asiria, con un nombre propio que dio un gran impulso a esta ciencia (la llamada Asiriología): Robert Koldewey, que excavó nada menos que Babilonia a partir de 1889. Obviamente, para el estudio de esta civilización y sus áreas de incidencia, aparte de los testimonios arqueológicos, los documentos escritos son fundamentales, tanto por su número, como por la calidad del contenido, e incluso por su forma. Fundamentalmente son textos en escritura cuneiforme (incisiones en forma de cuña), contenida en millares de tablillas que se conservan como milenarios testigos del pasado. Pues bien, esta realidad tangible y tan expresiva, con informaciones variadas y, en muchas ocasiones, precisas, se considera, generalmente, el comienzo de la Historia. Y esto es así por la importancia que tiene el documento escrito, independientemente de otras fuentes históricas, que también ayudan, para el historiador. Son, en realidad, las fuentes primarias, es decir, las que provienen de la propia época y de los propios contemporáneos de los hechos, las que, analizadas con el suficiente rigor y contraste, van construyendo la Historia. Y, dentro de estas fuentes, no hace falta decir que la escritura se nos muestra, a todas luces, esencial.

Construyendo civilización: la sociedad mesopotámica

A pesar de los endémicos y convulsos cambios políticos, que, como veremos, jalonan la larga historia de Mesopotamia en la Edad Antigua, desde el punto de vista esencialmente cultural este conjunto histórico se puede entender como un todo. La babilónica era una cultura, como hemos anticipado, heredera grosso modo de Sumer y Akkad, y la asiria tuvo, como podremos comprobar, muchísimas influencias asimismo de la babilónica. Por ello, no es demasiado arriesgado enunciar una serie de características generales de organización de la sociedad que, con pocas variaciones, han permanecido estructuralmente estables a lo largo de su dilatada historia, y que nos dan algunas claves para comprender cómo se fue gestando la civilización.

La sociedad mesopotámica estaba asentada a la vez sobre dos planteamientos de ocupación del espacio distintos: era sedentaria, pero también nómada, o, mejor dicho, seminómada. El nomadismo de Oriente Próximo tenía la importante peculiaridad de que, lejos de la idea convencional de una constante y lejana movilización, se da a partir de unos enclaves fijos, y los pastos se van alternando en ciclos de transhumancia relativamente regulares. Así, la población urbana y la nómada coexistían. Eso sí, despreciándose mutuamente y en una constante tensión que provocó no pocos conflictos violentos. Las incursiones de pueblos nómadas fueron muy numerosas y recurrentes, y la necesidad imperiosa de salvaguardar la seguridad física de sus habitantes obligó la construcción de defensas, como la muralla de 280 kilómetros de la época de Ur. Sin embargo, como una sutil paradoja, ambas formas de entender la ocupación del espacio se complementaban desde el punto de vista económico. De hecho, el nómada siempre tendió hacia la sedentarización, lo que fue provocando la intromisión de estructuras clánicas15 en el tejido social. Estas estructuras tenían un fuerte componente familiar en la organización social, e incluso en la política, como demuestra el hecho de que, precisamente, los momentos de mayor importancia de estas incursiones nómadas, son los que suponen las “fallas” políticas que dividen, como veremos, los periodos históricos. Por ejemplo, tanto las invasiones de los amorreos como las de los arameos (y mucho más tarde los árabes) van a poner fin a sus anteriores periodos históricos.

Si hablamos de sedentarismo, el papel de la cultura mesopotámica no puede ser más principal. Es la primera de carácter urbano de la Historia de la Humanidad, con esa integración, además, del nomadismo que configuraba un peculiar estilo de vida. Por supuesto, la ciudad desempeñaba importantes tareas en el terreno administrativo, así como otras funciones que hoy consideramos de carácter esencialmente urbano. Y fue sin duda la ciudad la que jugó un papel de primer orden en la dinámica política de todos estos siglos, y la que se puede considerar también como la base de los orígenes de la civilización.

Quizás la aportación más importante desde el punto de vista social por parte de los sumerios sea la regulación de la vida cotidiana dentro de las ciudades-estado y, por tanto, lo que podríamos llamar el nacimiento del Derecho. Fueron ellos los que crearon los primeros códigos legislativos (pese a la extendida creencia de que el primer código fue el del babilónico Hammurabi), teniendo como base los usos y costumbres ancestrales. Y fueron padres, además, de una serie de avances de la vida corriente que tendrán más trascendencia que los pretendidos adelantos sin igual de los egipcios. Incluso el Derecho sumerio, investigado a partir de las tablillas que contienen multitud de pleitos, se nos presenta más liberal que el de la época de aquel gran monarca babilonio. Por otro lado, es una época ésta en la que se hizo evidente la separación entre el poder civil y el religioso, y los magnates locales se convirtieron en gobernadores del Imperio.

La comunidad, que era la base humana de la ciudad, tenía conciencia de serlo, y la organización urbana se vertebraba en torno al conjunto de cabezas de familia que formaban esa comunidad. Los que ostentaban el poder eran los más ricos (a pesar de esa especie de democratismo primitivo del conjunto de la comunidad), y formaban un consejo bajo las órdenes de un mando superior de designación real. Casi por definición, no dejaban ningún grado de poder a las organizaciones de carácter clánico o tribal, a pesar de que los máximos dignatarios, el del templo y el del palacio, se consideran los cabezas de sus respectivas macrofamilias o casas.

En la llamada ciudad-templo (anterior a la ciudad-palacio) el edificio religioso más importante era el centro de la administración. Simbolizaba el lugar que podía ofrecer más seguridad espiritual a los hombres ante sus constantes preguntas sobre la muerte y el Más Allá, pero también permitía unas grandes dosis de seguridad material. En los tiempos protohistóricos en Sumer, el templo se hacía cada vez más potente económicamente, merced a los ingresos de sus explotaciones agrícolas y ganaderas. Su importancia le venía dada, por supuesto, por el papel esencial que jugaba la religión en toda Mesopotamia, formando parte activa de cualquier dimensión humana, ya fuera cultural, política o social, impregnando, pues, todos los aspectos de la vida. El panteón babilónico era bastante complejo y, en su imagen de poder y terror que inspiraban, los dioses eran seres personales, aunque tuvieran su origen en fenómenos de carácter natural. La creencia en el Más Allá, aunque no tanto como en Egipto, era algo crucial en la vida religiosa mesopotámica. Ya en la época arcaica de los sumerios, en la ciudad de Ur, se dieron grandes enterramientos de reyes, que se han descubierto en la actualidad. En el llamado Gran Pozo de la muerte se han encontrado 74 cadáveres de servidores y concubinas del harén de un rey que fueron asesinados y enterrados con él para servirle y hacerle compañía en la otra vida. El espíritu —vivo— del difunto había ido a lo que los sumerios denominaban el País sin retorno.

La religión sumeria, y también la acadia, se adaptaba a los componentes fundamentales de una sociedad agrícola, por lo que la naturaleza tenía extraordinaria importancia en la configuración del panteón mesopotámico. El germen de la vida era fundamental, y así, el agua (generadora de los campos) y la actividad sexual (de las bestias y de los propios hombres) tuvieron un papel muy destacado. La representación de sus dioses se hacía a partir de patrones antropomórficos y con un carácter localista a través de las ciudades-Estado. La tríada fundamental durante el perido sumerio-acadio se componía de An, dios del Cielo, Enlil, del Viento, y Enki, de la Sabiduría. Además, los dioses mayores eran los patronos específicos de alguna ciudad, como por ejemplo An, dios de Uruk, Enki, de Eridu, Nanna, el dios lunar, de Ur, y su hijo Utu, el dios solar, de Larsa. El dios o dingir, en sumerio, era la proyección perfecta del mandatario de la ciudad, y éste, a su vez, era el representante o el elegido del dios. El templo era el lugar donde se sacralizaban estas creencias.

Con el tiempo, nuevos y potentes dioses se fueron sucediendo en Mesopotamia, cuyo poder iba, la mayor parte de las veces, parejo al poderío político de sus adorantes. Los más primordiales llegaron a ser Marduk (característicamente representado por un dragón) e Isthar, de Babilonia, y, por supuesto, Assur, la famosa divinidad guerrera de Asiria, considerada como la valedora de la Monarquía y el Estado. No obstante, el primero de ellos, Marduk fue quizás el dios más importante de Mesopotamia. Se le concebía como protector y libertador del hombre, y se instaló como el gran dios del estado babilónico.

En el último tercio del III milenio a.C. con Akkad, y más tarde, Ur III (llamado así por los niveles de investigación arqueológica), la autoridad se puede decir que fue pasando, poco a poco, a manos del palacio, sobre todo en la medida en que los reyes iban ganando terreno como rectores de la economía. Así, la burocracia de los monarcas llegó a asumir, entre otras funciones, la gestión minuciosa de los bienes de los templos, convirtiéndose de esta forma el templo en una pieza más del aparato del Estado, dentro de una consideración del soberano como el elegido del dios y como persona santa. Se fue dando, pues, una connivencia entre la religión y el poder civil, que, como vamos a ver a lo largo de casi todos los capítulos de nuestra Historia, se va a repetir, casi mecánicamente, a lo largo de los siglos. Más adelante veremos por qué. De momento, aquí, en Mesopotamia, se va a cimentar esa alianza, sobre todo entre los servidores del templo y el gobierno concreto de una determinada época, apoyándose a su vez el rey en el templo para cimentar y consolidar su prestigio. No era extraño, entonces, que los altos funcionarios del templo participaran activamente en la vida económica. Incluso, en el norte, en Asiria, había una relación todavía más íntima que pasa de lo simplemente factual a lo normativo. El rey llegaba a ser “vicario” del dios nacional Assur (que era el verdadero rey), confundiéndose así las funciones y competencias entre el templo y el palacio.

Tanto en uno como en otro caso, la evolución del panorama político se fue dirigiendo hacia una monarquía absoluta de ideología patriarcal con un origen, como diríamos hoy en día, de derecho divino, aunque mucho menos divinizante y sí más humanizante (en función de los acontecimientos políticos circunstanciales) que la de Egipto. A pesar de que fueron pocos los reyes en Mesopotamia que reclamaron la divinización al ser considerados genios y héroes de su país (lo hicieron más bien en un plano personal-circunstancial), la autocracia más drástica se puso en marcha. Un estilo de gobierno que —casi sobra decirlo— sería absolutamente mayoritario en Oriente Próximo.

De todas formas, hay que tener en cuenta que la palabra rey no siempre significa, en este contexto mesopotámico, la idea que tenemos nosotros de un monarca con una autoridad central y un territorio unificado. Más bien, la autoridad, también a diferencia de Egipto, estuvo muy fragmentada, y, dependiendo de los momentos, se dieron bajo esa denominación diferentes formas de gobierno. El rey podía serlo de una ciudad o de un gran territorio, con una amplia gama de competencias dependiendo de los casos. Pero había una serie de preceptos de la figura regia que fueron cumplidos, más o menos, en todas las ocasiones: el carácter dinástico, el origen divino, la imagen de poder y la búsqueda del bienestar del pueblo (que se hacía manteniendo el culto y ganando guerras, entre otras cosas). Eso no impedía que se diera con cierta regularidad una abusiva colocación de los miembros de la familia real en los puestos clave de la administración civil y militar. Algo también repetidísimo, como bien sabemos, en todas las civilizaciones y en todas las épocas. Además, estuvo muy asimilada la idea de que el monarca era, en esencia, un patriarca, un pater familias que debía actuar con justicia evitando los abusos sociales. En este sentido, el rey es también el buen pastor, que tenía derecho a enriquecerse porque su opulencia era el reflejo de su poder. Debía velar por el equilibrio y el bienestar social y, desde mediados del II milenio a.C., acrecentar el poder del pueblo y el suyo propio recurriendo incluso a la guerra para hacer más grande al país. De esta forma, la guerra no sólo estaba justificada, sino que constituía una obligación para el soberano porque era el camino para obtener “gratis” nuevas formas de energía (a través de los esclavos) y para equilibrar los gastos públicos por la obtención de un botín. Así, fueron varios los monarcas y los momentos históricos en los que se llevó al pie de la letra esta sanguinaria ideología, pero particularmente importante fue, como veremos, el expansionista Imperio Neoasirio del I milenio a.C. A esto hay que añadir que, como en otras monarquías a lo largo de la Historia, la sucesión se podía convertir, y de hecho se convirtió aquí, en Mesopotamia, en un verdadero problema. Cuando el sistema de transmisión del trono se basaba en lo dinástico, lo normal era que sucediera el primogénito, lo que acarreó no pocas dificultades con otros hermanos que se rodeaban de sus respectivos partidarios. La guerra estaba detrás, prácticamente, de cada esquina.

En lo que se refiere a los condicionantes económicos, la premisa básica de la que debemos partir es que nos encontramos ante una economía claramente de subsistencia y de carácter autosuficiente. Las fuentes de ingresos de estas gentes estaban en función, como es natural, de su tipo de dedicación, bien en el sector público o bien en el sector privado. En el primer caso, los frutos de la producción se materializaban en las raciones con las que recompensaba el templo o el palacio; en el segundo, los rendimientos agrícolas alimentaban directamente a un amplísimo sector de la población. De cualquier forma, tanto en uno como en otro caso, el margen de ganancia de los excedentes del trabajo era muy escaso. La orientación de la agricultura hacia el mercado no estaba siquiera, aún siendo favorables las condiciones naturales, en la imaginación de los mesopotámicos. El marco económico era, pues, eminentemente local, con una cultura material verdaderamente escasa y de autofabricación: la modesta vivienda, la cerámica, el vestido, etc. Lo único que realmente se solía importar (y a través del sistema del trueque) era la madera del arado y de las herramientas agrícolas más comunes, y el metal (bronce) para su revestimiento.

Ahora bien, no se puede decir que el comercio estuviera completamente ausente de este sistema económico. Las instituciones poderosas (templo y palacio) y los grandes terratenientes podían invertir sus excedentes conseguidos a base de impuestos y rentas en el comercio realizado en especie mediante el trueque. Aunque las motivaciones para el enriquecimiento por estos medios se debían más bien a razones de prestigio social que de inversión económica. Además, también existía —excepcionalmente— la figura del mercader, que hacía su oficio en el comercio de grandes distancias por medio de caravanas y que incluso se convertía en ocasiones en prestamista.

En el marco esencialmente agrario, el riego era la vida de la actividad económica, y por ello estaba establecido un complejo sistema de canalizaciones con una conflictiva organización. Ya en estos tiempos el control del agua era también origen de muchas disputas. Los aperos de labranza eran sencillos y, entre ellos, el arado era normalmente de madera endurecida a fuego con un revestimiento, como mucho, de cobre o bronce. Por otro lado, los cereales, sobre todo la cebada, ocupaban el puesto más importante —aunque no el único— de la alimentación: la cerveza era la bebida más difundida en Mesopotamia. La carne y el pescado estaban reservados a las clases más poderosas. En cuanto a la ganadería, los animales dominantes eran ovejas y cabras, empleadas fundamentalmente para las reservas de lana y cuero, y no tanto como suministradores de recursos cárnicos o lácteos. El buey, el mulo y el asno eran los animales de tiro más recurridos, como se puede ver en numerosos testimonios artísticos. El cerdo y el caballo no fueron tan importantes como los anteriores, si bien este último fue cobrando cada vez más valor por su consideración militar (sobre todo para el tiro del carro de guerra). Todavía menos utilizados fueron el dromedario y el camello, que no estaban domesticados, salvo en algunas tribus nómadas.

Una de las características más señaladas de la civilización de Mesopotamia (quizás la principal por lo que de genérica y conceptual tiene) es que la organización social está en función de la posición económica que se ocupa. El dualismo rico-pobre juega así un papel esencial, y sólo existen los rangos (el sistema es completamente ajeno a la organización en castas) en la medida en que se refiere a alguna ocupación profesional. Al darse esta importancia de lo crematístico y estar inserto el sistema socio-económico dentro de una economía de subsistencia, con la agricultura como principal actividad económica, el acceso a la propiedad o usufructo de la tierra es fundamental. Y a partir de aquí se van creando, básicamente, las diferencias sociales.

En el sector público (las tierras son propiedad del palacio o del templo), las actividades estaban encaminadas a mantener la organización estatal o religiosa desde el punto de vista burocrático y de servicio de aquellas instituciones fundamentales. Para el templo y para el palacio trabajaban miles de personas por coacción física y también por convencimiento ideológico, ya que creían que atendían a una función social sagrada. Los que mejor trabajaban eran recompensados con lotes de tierra, lo que permitía al templo o al palacio no tener que hacerse cargo de las costosas tierras marginales. Al mismo tiempo, se daba la posibilidad de acceder a la propiedad privada a los que no tenían tierras; siendo, pues, un acicate social y económico importante para el propio desarrollo del Estado. Por el contrario, la iniciativa privada estuvo siempre más ligada a la organización político-social en macrofamilias (casas), con un modelo patriarcal. Los campesinos sujetos a esta organización (prestación de servicios a la comunidad, impuestos, servicio militar, etc.) estaban vinculados a ella de la misma manera que los asalariados del sector estatal a la suya, debiendo trabajar en servicio de la comunidad. No había un concepto verdaderamente exclusivo de propiedad de las tierras que trabajaban.

Ahora bien, en Mesopotamia había una cierta movilidad social. No existía algo parecido a la nobleza hereditaria de otras civilizaciones, y las distinciones se hacían fundamentalmente por voluntad de los dignatarios del Estado (en especial el rey), y en función de las circunstancias políticas y económicas, por lo que, aunque no era fácil, sí se podía cambiar de fortuna de acuerdo con algunas coyunturas. En cuanto a la tipología social más importante, y de acuerdo con esa referencia fundamental de la posición económica, hemos de tener en cuenta que dentro de los hombres libres había esencialmente dos grados de personas: el mezquino, y el hombre o ciudadano. El primero era un tipo social débil, aunque libre, que luchaba denodadamente por la mera subsistencia. Debía acudir siempre a la llamada del rey para realizar determinados servicios en función de unos lazos de dependencia. El hombre podía desenvolverse, en cambio, sin la ayuda económica de los demás y se dedicaba al mismo tiempo a ocupar cargos de tipo administrativo, comercial o artesano, así como a la explotación por su cuenta de determinados terrenos, con lo que estaba en disposición de progresar económicamente y, con ello, socialmente. Por lo que se refiere a los esclavos, eran una minoría y no se consideraban propiamente como integrantes del tejido social, por cuanto no tenían una función eminentemente productiva. En Mesopotamia, al contrario que en otras civilizaciones, tenían, no obstante, unas ciertas dosis de —relativa— libertad y de posibilidad de acceso a los medios de producción. Pese a todo, muchos de ellos no llegaban a este miserable estado por la fuerza, sino de forma voluntaria para saldar sus deudas.

Por su parte, la familia mesopotámica tenía una estructura bastante peculiar. El padre era la figura absolutamente fundamental, hasta el punto de que, según el derecho consuetudinario, tenía el poder de la vida y la muerte sobre todos los miembros de su familia. La estructura patriarcal de la familia hacía que las mujeres estuvieran, como en otras muchas civilizaciones (realmente, casi todas), doblemente sometidas: a la voluntad del padre y a la del marido. Por si fuera poco, las esposas debían admitir la presencia de una suplente (para cuando aquélla estuviera enferma o fuera estéril) o de alguna concubina, y los únicos que podían acceder a la herencia familiar eran los hijos varones.

Sin embargo, los adelantos de esta civilización fueron realmente espectaculares. Como ya vimos en el capítulo anterior, el Neolítico había sido especialmente interesante en esta región de Mesopotamia, donde se desarrollaron varias culturas de gran significación: Jarmo, Hassuna, Samarra, Halff, Ubaid, y, más tarde, Uruk y Jemdet-Nasr. Aquí se van a dar ya, como hechos más sobresalientes, la aparición de las primeras grandes ciudades (Eridu se considera la ciudad más antigua de Mesopotamia: entre 5000 y 4500 a.C.), así como el nacimiento de la escritura. Esta última, como sabemos, estuvo relacionada en un principio con la respuesta que se tuvo que dar a la creciente complejidad que llegaron a adquirir las transacciones comerciales, que necesitaban de unos registros explícitos y perdurables para una buena gestión. La escritura entendida de esta forma es algo así como la memoria de los hechos sociales, con un grado de eficacia que daba un enorme salto cualitativo para que determinadas acciones sociales fueran cada vez más funcionales. De hecho, todas las grandes civilizaciones antiguas que se preciaran de ello tuvieron el denominador común de la escritura como punto de referencia básico para el desarrollo cultural y social (Egipto, la India antigua, China, y, por supuesto, la Mesopotamia que nos ocupa). Así, con el empleo sistemático de la escritura, esta civilización mesopotámica entra, como pionera, por los senderos de la Historia, en Sumer, la zona más al sur de este territorio entre ríos.

Pues sí, la Historia empieza en Sumer. Y así se llama, precisamente, uno de los clásicos y más recurridos libros sobre ésta época, obra de Kramer16. Tan sugestivo título hace referencia a que fueron los sumerios quienes comenzaron a producir los primeros testimonios escritos, anticipándose en dos o tres siglos a la famosa escritura jeroglífica egipcia (a la que, por otra parte, no debía nada), en casi medio milenio a las culturas del valle del Indo, y en uno entero a la de China, donde tampoco hubo influencias claras de la escritura mesopotámica. La llamada escritura cuneiforme, aparecida en Uruk en la segunda mitad del IV milenio antes de Cristo y desarrollada en la cultura de Jemdet-Nasr, es el comienzo (posteriormente se extendería por todo el Próximo Oriente y duraría hasta el I milenio a.C.) de una serie de tablillas de arcilla que hoy se cuentan por centenares de millares y que constituyen el testimonio vivo de toda una civilización.

Esta civilización sólo puede calificarse de admirable si tenemos en cuenta los notabilísimos avances que produjo y que han condicionado la Historia mundial posterior. En muchas de aquellas tablillas se pueden leer textos escolares que contenían, por ejemplo, complicados problemas matemáticos. Es, incluso, bastante probable que los mesopotámicos conocieran ya teoremas fundamentales como el de Pitágoras, y que hubieran penetrado en el álgebra, aunque no pudieran racionalizar sus descubrimientos y, así, hacerlos universales. De hecho, entre el IV y III milenio a.C. los sumerios llevaron a cabo los primeros avances matemáticos y médicos, y la implantación del sistema sexagesimal. También destacaron los sumerios —y más tarde los acadios— en astrología y astronomía. Fueron capaces de predecir eclipses de luna y solares —cosa que achacaron a poderes demoníacos—, y los astrónomos babilonios fueron alabados por escritores griegos y latinos, como Plinio el Viejo, por mucho que la astronomía estuviera ligada, sobre todo, a la adivinación del futuro de los hombres. Sobresalieron también en geografía descriptiva, y, por supuesto, en la construcción. Edificaron grandes y pesados palacios y templos con adobe y ladrillo, y con pilastras y gruesos muros para sostener las cubiertas. Muy característicos y conocidos son los zigurat, grandes pirámides escalonadas de ladrillo que tenían en su cima un templo para grandes ceremonias. El mejor conservado de todos ellos el del dios Luna Nannar, en la ciudad de Ur. Además, los relieves y las esculturas de bulto redondo, junto con la orfebrería y la glíptica, denotarán el grado de desarrollo alcanzado por esta civilización. Pero quizás el avance más importante sea el descubrimiento de la rueda, a mediados del IV milenio a.C., que se empleó en los sistemas de transporte y, posteriormente, como herramienta de múltiples mecanismos.

Otro signo distintivo de avance claro de la cultura material, como es sabido, es el empleo de la metalurgia. Por la época en que aparece la escritura en Mesopotamia también aquí nos podemos encontrar con una metalurgia de cierto nivel, que sirvió para fabricar herramientas, objetos de decoración y, por supuesto, armas. Entre las diversas aleaciones que se llevaron a cabo, la más importante fue la de cobre y estaño, resultando de ella, como es sabido, el bronce, que sería aplicado a aquellas utilidades mencionadas a partir de unas técnicas de fundición asombrosamente adelantadas para la época. Por último, hay que destacar también otra actividad con una dimensión artística importante y que, para los arqueólogos, constituye un punto de referencia esencial para determinar los sucesivos periodos históricos: la cerámica. En el IV milenio a.C. se conocía ya el torno rápido, lo que llevó no sólo a un perfeccionamiento de la cultura material, sino a la aparición del alfarero como tipo profesional.

La evolución histórica

Si hacemos un recorrido —forzosamente breve— por los distintos periodos históricos de Mesopotamia, el primer gran momento que hemos de tener en cuenta es el de la aparición y desarrollo de las ciudades-Estado de Sumer, dentro de un gran periodo que algunos autores han denominado como “El clasicismo de Eridu y Kish” (desde fines del IV milenio hasta aproximadamente el 2000 a.C.). En ese primer gran momento histórico, la zona geográfica protagonista de la civilización es la de los sumerios, cuyo origen es todavía hoy objeto de discusión historiográfica17.

Las fuentes de esta época —escritos cuneiformes como la famosa Lista Real— se refieren a los tiempos míticos (anteriores al Diluvio Universal) y a los llamados propiamente históricos18, y nos hablan ya de una época de ciudades-Estado independientes, de población mayoritariamente semítica, que muchas veces llegan a guerrear entre sí: Kish, Ur, Eridu, Uruk… A partir de 2600 a.C., las ciudades se rodean de murallas. Aparecen y se suceden los primeros personajes históricos: el rey Mesalim de Kish (2630 a 2600 a.C.), y, más adelante, el famoso Lugalzagesi (2342 a 2318 a.C.), que quiso superar la organización de ciudades-Estado y crear un intento de primer Imperio Sumerio, pero fue derrotado por el semita Sargón en su propia ciudad de Uruk.

Dentro de una civilización, como sabemos bien, esencialmente agraria, las disputas por la tierra y por el agua, fueron el origen, por estos tiempos, de la tendencia a la aparición de estados suprarregionales, más o menos extensos. Hacía falta el dominio de una autoridad superior, reconocida por todos, y que fuera capaz de dirimir los conflictos. Surgen así los nuevos periodos históricos de Akkad y de Ur III (2334 a 2000 a.C.). El primero de estos grandes estados unificados y —relativamente— estables es, pues, Akkad, con población semita, y que va a ser fundado por el mencionado Sargón (2334 a 2279 a.C.). En la ciudad de Kish, este semita de origen humilde se sublevó contra su rey y fundó una nueva dinastía. Pasó a engrosar la lista de los héroes y reyes míticos con grandes leyendas a sus espaldas, como —cuan Moisés mesopotámico— la de haber sido salvado de las aguas. Depués de vencer a las más poderosas ciudades, Sargón creó todo un Imperio, con la particularidad de que se propuso tolerar la cultura de los sumerios y la intención de crear grandes redes comerciales. Su capital será la ciudad de Akkad, y su autoridad se va a extender por toda Mesopotamia y grandes territorios adyacentes, entre los que destacan las rutas hacia Egipto. De sus relaciones con la cultura tenemos pocas noticias, salvo el hecho de que la hija de Sargón, Enkheduanna, nombrada por su padre sacerdotisa de Ur, tradicionalmente es considerada la primera persona a la que se le puede atribuir un texto literario.

Entre los sucesores de Sargón destacó Naram-Sin (2254 a 2218 a.C.), el famoso Rey de las Cuatro Zonas. Triunfó en numerosas campañas militares (de las que es paradigmática muestra la famosa estela de la Victoria, conservada en el Louvre) y se llegó a considerar como una divinidad. Pero, a pesar de que fueron un pueblo mucho más guerrero que los propiamente sumerios, los acadios van a ver también cómo se acabaría su experiencia de estabilidad con la invasión de los guteos (o qutu, pueblo del que se sabe realmente muy poco) en 2150 a.C.

Con el tiempo, el sur retoma su papel principal y los sumerios vuelven a alcanzar gran protagonismo. Todavía con la presencia de los guteos, la ciudad de Lagash va a tener ahora una gran importancia a partir del reinado, entre 2141 y 2122 a.C., del famoso Gudea, que sería muy representado en la estatuaria mesopotámica. Poco después, en Ur, una vez que los guteos fueron expulsados completamente de Mesopotamia, Urnammu instauró una nueva dinastía (la III) y va a denominarse Rey de Ur, de Summer y de Akkad. Estableció así un nuevo Imperio aglutinando esta vez a sumerios y acadios, con un eficaz aparato administrativo.

Desde su capital en la propia Ur, ordenó la realización de un catastro, la unificación de pesos y medidas, y la elaboración de un calendario común. Todo ello provocó el nacimiento del estado centralista llamado Ur III (para distinguirlo de los periodos protodinásticos anteriores II y III de las ciudades-estado). Se da, pues, a partir del siglo XXI a.C., un estado neosumerio autoritario, centralista (llega a unificar también toda Mesopotamia), con una sólida burocracia y economía, y grandes relaciones comerciales. El rey estaba al frente de un complejo sistema administrativo del que era la cúspide, y con un carácter sagrado por lo que tenía de mediador entre lo divino y lo humano.

Además, se dan en este periodo III las primeras composiciones literarias sumerias, dentro ya de la época madura de la escritura cuneiforme. En este periodo la cultura mesopotámica se fundamenta de acuerdo con los patrones sumerios y semíticos. Maduran el derecho civil y las técnicas de administración pública, lo que va a servir de modelo para los siguientes siglos de los distintos reinos mesopotámicos. El famoso poema del rey atribulado por la muerte y el más allá, Gilgamés (obra considerada como la más antigua epopeya de la Humanidad), es de este periodo.

En el último reinado de esta dinastía, el de Ibbi-Sin (2028 a 2004 a.C.) esta entidad política de Ur III se vendría abajo, fundamentalmente por la irrupción de clanes seminómadas, con estructuras macrofamiliares (concretamente el pueblo de los amorreos, entre otros), que inician un periodo intermedio al estilo de los hicsos en Egipto. Pero muy poco después, a la altura de comienzos del siglo XX a.C., comienza un nuevo gran periodo en la historia de Mesopotamia, que algunos autores han denominado como el Neoclasicismo babilónico: iría ya desde esta fecha hasta el momento de la dominación helenística, es decir, hasta el siglo IV a.C. El primer momento importante dentro de este gran periodo se corresponde con la llamada Época Paleobabilónica; es decir, la primera vez que Babilonia va a tener un papel político y cultural muy destacado en toda Mesopotamia.

En efecto, a partir del 2000 a.C. se producen una serie de luchas entre las ciudades-Estado, especialmente entre Isin y Larsa, por controlar el centro y el sur de Mesopotamia, dándose lo que se ha venido en llamar Época de los Reinos Combatientes. Por su parte, desde 1894 a.C., Babilonia, ciudad en la que se habían instalado amorreos y que anteriormente no había tenido ningún protagonismo en la evolución histórica de la región, comienza a ser un gran centro político que empieza a dominar a los demás estados amorreos a partir del reinado de Sumu-Abum (1894 a 1881 a.C.), que será el fundador de la primera dinastía babilónica. Con sus sucesores, Babilonia va a ser el reino más importante de todo Oriente Próximo y se llegará convertir en el centro del mundo, y no sólo por la belleza de sus construcciones; especialmente con el celebérrimo Hammurabi, que unificó territorialmente todo el país.

Conocemos relativamente bien este largo (más de cuarenta años) y estabilizador reinado, que convirtió a Babilonia en una verdadera potencia, gracias a diversas fuentes, entre las que destaca el archivo del palacio de Mari, descubierto a mediados del siglo pasado. En Babilonia se había restablecido lo mejor de la cultura sumero-semita anterior y el acadio, con su variante babilónica, va a ser ya, para todo lo que queda de Mesopotamia Antigua, la lengua y la cultura más utilizada. La clave de esta pujanza de Babilonia está en buena medida en la política de Hammurabi (1792 a 1750 a.C.), que extendió notablemente sus dominios, pero, sobre todo, supo compaginar su poderío militar con un gobierno justo a partir de una burocracia centralizada. Su famoso código es un auténtico monumento (teniendo en cuenta la época, claro) para corregir los abusos que trae consigo la desigualdad social y la insolidaridad de los poderosos; aunque es, ante todo, la aplicación explícita de la Ley del Talión, la del tan famoso como deleznable “ojo por ojo, diente por diente”. Artísticamente, es ciertamente notable la célebre representación del código en un espléndido basalto, que muestra al dios Shamash dictando las leyes (incluidas en la parte inferior del mismo) al gran rey.

La economía, la agricultura y la ganadería tomarían un gran impulso en este reinado, con unos grandes rendimientos cerealísticos y frutícolas. En el terreno mercantil también hubo grandes avances, a pesar de no utilizar la moneda (aunque sí avanzados instrumentos de cambio como fianzas u órdenes de pago), y de que los valores de cambio fueran el cereal y/o la plata. En cuanto a la vida cotidiana, además de la afición favorita por la caza de leones y toros salvajes, es interesante mencionar que la tan representada y característica barba de los babilonios respondía a la necesidad de hacer públicas diferenciaciones sociales tan importantes como la edad y la posición social. Igualmente importante —y todavía más deleznable— era la costumbre llamada ordalía del río, consistente en arrojar a la esposa adultera al río (para el adúltero no se contemplaba ningún castigo) esperando a que la corriente la ahogara o la salvara, decidiendo así las aguas su culpabilidad. Muy diferente fue la gran labor cultural (no sólo en literatura, sino también en astronomía, matemáticas o gramática) de esta época. Y se crearon también las bases teológicas de la religión asirio-babilónica (con los dioses nacionales Marduk, de Babilonia y Assur, de Asiria, a la cabeza). Los hititas acabarían, no obstante, con este gran poder babilónico, cuando uno de los sucesores de Hammurabi, Samsuditana (1625 a 1595 a.C.) no pudo impedir que este pueblo del interior de la península de Anatolia saqueara por completo la ciudad y destruyera el reino.

Los hititas se retiraron pronto, pero el vacío de poder resultante fue aprovechado por los Pueblos del Mar que, por aquella época, estuvieron invadiendo, como vamos a ver, distintas civilizaciones del Mediterráneo. De cualquier forma, esa nueva invasión sería también efímera, puesto que, ante la presión de los cassitas (procedentes de Khana) se instauró en Babilonia una dinastía que duró varios siglos, hasta el 1150 a.C. Durante esta dinastía se establecieron importantes relaciones con Egipto, como lo demuestra el hecho de que una princesa cassita estuviera unida en matrimonio con el gran Amenofis III.

Asiria había jugado ya para entonces algún papel importante, especialmente desde que los amorreos se adueñaron de la zona en el siglo XIX a.C. De hecho, los asirios habían dominado por completo el norte de Mesopotamia y su único rival había sido el babilonio Hammurabi. Con la decadencia de los cassitas, los asirios ocuparon Babilonia y la administraron a partir de gobernadores, que, por otra parte, no pudieron impedir un nuevo ataque, esta vez de los elamitas (gobernarían la Baja Mesopotamia durante poco tiempo), ni que se diera un tiempo de inestabilidad. Una etapa superada, no obstante, a partir de un nuevo periodo de esplendor que se iniciará con la IV dinastía de Babilonia, en la que Nabucodonosor I (1124 a 1103 a.C.) va a jugar un papel importante para que se consolide la llamada Época Babilónica media (que durará hasta el siglo VII a.C.). Aunque, desde el siglo X a.C., los babilonios, sin llegar a desaparecer, van a sufrir un claro declive de su poder, sobre todo a partir de los asirios, que se habían convertido para entonces en la potencia más importante de todo el Oriente Próximo.

A partir del siglo XIV a.C. a Asiria se la podía considerar ya una potencia internacional, sobre todo porque los pueblos limítrofes (entre ellos los babilonios y los hititas) no podían luchar por la hegemonía. Los asirios19 comenzaron entonces un periodo de enorme expansión basado en un gran poderío militar, que, a comienzos del I milenio a.C., les va a llevar hasta el Mediterráneo. Y ello a pesar de los graves conflictos internos que se desarrollaban en su propio territorio por la inestabilidad política creada a partir de la sucesión de cada rey. En el siglo IX a.C. en Asiria, una vez superada la denominada Época Asiria Media (desde el siglo XIV a.C.), va a tener lugar la llamada Gran Época Neoasiria (que durará hasta el 609 a.C.), con los importantes primeros reinados de Asurnasirpal (883 a 859 a.C.) y Salmanasar II (858 a 824 a.C.). Con el primero, Asiria ya volvió a tener gran riqueza y poder a partir de las campañas militares contra las ciudades fenicias y las tierras de los arameos. La política fue, pues, claramente imperialista, con gravosos tributos y duras condiciones para los pueblos vencidos, entre los que se encontró Israel-Sumaria, que cayó en 721 a.C. bajo Sargón II. Éste último fue, sin duda, el más emblemático de los monarcas asirios, que había heredado de los acadios no sólo el nombre, sino su espíritu guerrero y la admiración por su cultura y tradiciones. No fue extraño que casara a su hijo y heredero, el que sería terrible Senaquerib, con una princesa babilónica.

Por otro lado, las ingentes riquezas que llegó a adquirir el gran Sargón II le permitieron construir la extraordinaria ciudad de Khorsabad (con sus grandes tesoros artísticos, especialmente los famosos toros alados), en sus más de 100.000 metros cuadrados, y proclamarse Rey de la Totalidad. Algo de razón no le faltaba. El Imperio Asirio con el tiempo va a extenderse desde los montes Zagros hasta Egipto, y desde el sur del Cáucaso hasta el golfo Pérsico, merced a un ejército bien organizado (sólida infantería, con unidades de carros y de caballería) y especialmente efectivo en la guerra de asedio. En la llamada Época Sargónida (la de sus sucesores) se daría otra gran ampliación del Imperio, a pesar de que, con Senaquerib (704 a 681 a.C.), se hubo de trasladar la capital a Nínive ante la presión de la nobleza y los sacerdotes. En esta ciudad construiría este —parece ser— despiadado monarca asirio el primer acueducto de la Historia20. Con el conquistador Assurbanipal (668 a 627 a.C.) caerían nada menos que Anatolia y Egipto.

Las dotes organizativas de los asirios fueron poco comunes para la época. El Estado se asentaba sobre una compleja organización administrativa a cuyo frente estaba el gran visir. De él dependían el general en jefe, el gran intendente, el heraldo de palacio y el copero mayor. Asimismo, los eunucos de palacio llegaron a tener gran poder e influencia por cuanto conocían la lujosa vida privada de los monarcas y la familia real. Los extensos territorios conquistados del Imperio fueron divididos en dos categorías: los estados vasallos y los territorios provinciales, éstos últimos con un control militar menos férreo. Se ha dicho en múltiples ocasiones que los asirios enaltecieron la guerra y los valores guerreros hasta el extremo, y, así, fue representado este mundo en múltiples expresiones artísticas. Se concebía en un plano más bien religioso, como la lucha del Bien (los deseos de Assur) contra el Mal (el enemigo de turno). Así, los relatos de la campañas recogen increíbles crueldades cometidas por los soldados asirios sobre sus enemigos, con el despellejamiento como una práctica bastante habitual. Además, la guerra se había convertido en un buen caudal de recursos económicos.

A pesar de todo ello, este estereotipo clásico de la afición desmedida de los asirios a la guerra y sus extremas crueldades últimamente está siendo algo discutido. En parte, por la evidente tendencia a la resolución de problemas por la política y la diplomacia que se ha observado en su evolución histórica. Pero, sobre todo, porque un análisis de mayor calado de las fuentes de que disponemos permiten establecer importantes matizaciones. Para empezar, hay que tener en cuenta que la mala fama de Asiria se debe, en gran medida, a la Biblia, ya que los reinos de Judá e Israel hubieron de sufrir en sus carnes la dominación imperialista asiria, especialmente en lo que se refiere a la deportación y a una dominación que engendraba odio y más odio; y esta imagen se transmitiría con el tiempo a la cultura occidental. Pero, para ser honestos, las prácticas de los asirios no eran muy diferentes de las que se venían manteniendo durante siglos en la región de Oriente Próximo. Además, que la moderna investigación está desvelando que la cuidadosa disposición de las imágenes de crueldad en los relieves, y demás manifestaciones artísiticas asirias en determinadas dependencias de sus palacios, revelan, ante todo, la intención de amedrentar a los visitantes y embajadores extranjeros, dentro de un pensado realismo político.

Por otro lado, a pesar de aquellas pretendidas inclinaciones guerreras, también el comercio fue una destacadísima actividad económica de este pueblo. De hecho, Senaquerib empezó a utilizar sistemáticamente la moneda, acuñando piezas de bronce. Además, Asiria llegó a tener un extraordinario florecimiento cultural, como se demuestra con los grandes palacios (como el de Nínive), las famosas figuras de los toros alados, la gran biblioteca de Assurbanipal, con todo el saber babilónico, y, en general, el florecimiento del arte. Sus relieves, elaborados con una gran técnica (como se puede apreciar en la increíble Leona herida) nos dan, al mismo tiempo, abundantes noticias sobre la corte y el mundo que rodeaba a los soberanos, así como sobre la ciencia y la literatura de la época. No era pequeña cosa este saber. Fue con mucho la cultura dominante, y eso a pesar de las distintas dominaciones políticas. Baste decir que los asirios fueron nada menos que los inspiradores del entramado político y administrativo del Imperio Persa.

Sin embargo, tampoco duró tanto este gran esplendor. Había unas debilidades intrínsecas que, a decir de muchos historiadores, convertían a este gigante asirio en un ser con pies de barro, especialmente las recurrentes ambiciones nobiliarias, con todos sus efectos; y luego algo también que se repite a lo largo de la Historia: la debilidad del sistema sucesorio. A finales del siglo VII a.C., una serie de guerras civiles y los ataques de diversos pueblos, como caldeos, medos y escitas, dieron al traste con tanto esplendor. Parece que los enemigos se cebaron entonces, ante tanto odio y rabia acumulada, e hicieron desaparecer a Asiria y sus temibles ciudades de la faz de la Tierra (la destrucción de Nínive, por ejemplo, fue absoluta).

Pero todavía quedará un importantísimo momento en el que una civilización autóctona mesopotámica va a jugar un papel de relieve en la zona. Es la llamada Época Neobabilónica, que comenzará por esas fechas y terminará a mediados del siglo VI a.C. El dominio de los asirios había fomentado la resistencia de los caldeos o babilonios, pueblo instalado en Babilonia a partir de las invasiones arameas. Un jeque caldeo, Nabopolasar (que, reinando entre 625 a.C. y 605 a.C., sería el fundador de la dinastía neobabilónica), se alió con los medos (de las montañas iraníes), y en 612 a.C. llegó a conquistar Nínive, poniendo fin para siempre al Imperio Neoasirio. El monarca más importante a partir de entonces fue Nabucodonosor II (604 a 562 a.C.), que, a parte de sus grandes dotes políticas y administrativas, se anexionó militarmente gran parte de Oriente Próximo, incluyendo las dos tomas de Jerusalén (con lo que llegaron las célebres deportaciones) e hizo incursiones, aunque no lo conquistó totalmente, en el propio Egipto (570 a.C.). Llegó incluso a ser más grande el Imperio Neobabilónico que el Neoasirio.

Babilonia se convirtió por aquel entonces en la verdadera capital del mundo, con sus templos, sus palacios, con la famosa puerta de Isthar (la más hermosa de cuantas daban entrada a la ciudad), y con el zigurat que inspiró el mito de la torre de Babel. Las imponentes casas de las clases superiores, con sus no menos impresionantes jardines (entre ellos, los celebérrimos jardines colgantes), y el famoso puente de 123 metros que era el más grande del mundo, son alguno de los elementos que han dado tanta fama a esta renombrada ciudad. Las ciencias también conocerían un gran impulso, y, cómo no, el reconocimiento universal del dios Marduk. En fin, Asiria había sido la dueña de Babilonia en el terreno político, pero siempre sería su vasalla en el terreno cultural. En los tiempos de Nabucodonosor II se hizo esto más verdad que nunca.

Pero, a la muerte de este poderoso soberano, las intrigas de los sacerdotes de Marduk y el descrédito del sucesor Nabónido (el Rey Loco) dieron al traste con tanto esplendor. No se pudo impedir que el persa Ciro se presentase en 539 a.C. como el salvador de la situación, y fuera elevado a rey de Babilonia, inaugurando así un nuevo periodo, esta vez de dominación extranjera, que duraría dos siglos. Los importantes pueblos de Irán (los medos, con capital en Ec-Batana, y los persas, en Susa), se van a hacer, en efecto, señores del mundo antiguo. Con sus geniales monarcas Ciro II, Cambises (que conquistaría también Egipto), Darío I, y Jerjes I; con su sólida religión del mazdeísmo y su dios Zoroastro (o Zaratustra), con sus fabulosas capitales de Pasagarda, Persépolis y la propia Susa, y con su eficaz administración territorial basada en las satrapías, fueron dueños del mundo hasta la irrupción del gran Alejandro, el macedonio, a finales del siglo IV a.C. Así, sólo los griegos (en las mal llamadas guerras médicas) pudieron contenerlos y, con Alejandro y el subsiguiente dominio helenístico, dominarlos.

Para entonces, toda la sucesión de grandes civilizaciones que se desarrollaron en Mesopotamia habían mirado a Occidente con intención, directa o indirecta, de transmitir su cultura; y no cabe duda de que, tanto hebreos como griegos y romanos, van a tomar muchos aportes basados en su ciencia y en su capacidad para la mejora de las condiciones de la vida cotidiana. Algunos de los cuales ya los hemos mencionado, y, en su conjunto, sorprenden maravillosamente a quien se acerca a este grandísimo foco de civilización de la Antigüedad. Ahora bien, hay que tener en cuenta que, pese a haber alcanzado cotas de esplendor admirables en astronomía, matemáticas o medicina, y, sobre todo, pese al intento que se hace de ordenar y clasificar el universo, a diferencia de los griegos, la ciencia en Mesopotamia siempre estuvo ligada a la magia y la religión, reafirmando constantemente la dependencia del ser humano a las fuerzas sobrenaturales. Por ello, no había una separación funcional entre teoría y práctica, con lo que no se desarrollaron principios teóricos que hubieran resultado trascendentales. Su saber era eminentemente práctico, aplicado a la vida corriente, y no contemplaban la división entre las distintas ciencias o campos del saber. Un ejemplo muy claro de lo que estamos viendo es el concepto que tenían, generalmente, de la enfermedad: era un castigo de los dioses por la comisión de algún delito o por realizar cualquier tipo de transgresión social, y la primera forma de combatirla era empleando la magia o los sacrificios y plegarias. No obstante, también había algún margen para los grandes conocedores del cuerpo humano, que supieron ver la influencia de determinados factores como la suciedad, la comida, el polvo, etc. como causantes de las enfermedades. Por ello, este conjunto de saberes fue, a pesar de las evidentes limitaciones, una buena base para que se dieran las grandes reformas en la medicina que vendrían a partir del griego Hipócrates.

Vista en su conjunto, la impresión que se tiene de la evolución histórica mesopotámica es de pequeños avances de la cultura y de la organización social, resultantes de las largas y recurrentes convulsiones políticas, y de las circunstancias económicas. Unos avances que llegan a ser asombrosamente complejos para la época. Las civilizaciones —o, mejor dicho, los Imperios— van cayendo, pero van dejando sus legados, cuyos logros más importantes van a ser recogidos por los siguientes, de tal forma que los griegos no van a partir, ni mucho menos, de cero para instalarse en el punto de partida de la llamada civilización occidental. De hecho, siempre se ha dicho que Mesopotamia tiene más influjo en ésta que Egipto; a pesar de esa grandiosidad que cautiva a todo aquel que se acerca, como le toca ahora al lector, a las míticas páginas de su Historia.

Egipto faraónico

La vida y la muerte: el Nilo y el desierto

Todo es singular en Egipto. Egipto sí que es diferente; desde la aventura de cruzar las transitadas y anárquicas calles de El Cairo hasta el contraste extremo entre el plácido crucero por el Nilo y el desfile vertiginoso por los vivos testimonios de una civilización milenaria que desbordan nuestra mirada. Las autoridades oficiales y la mayor parte de los guías insisten en que conozcamos tanto el legado del lejano pasado faraónico como el presente, la civilización musulmana, pero los occidentales vamos derechos, como atraídos por un imán especial, hacia el Egipto de las pirámides y los templos, de los jeroglíficos y los obeliscos, como si fuera el Egipto más “auténtico”.

También es muy singular el hecho de que el Nilo sea el único gran río del planeta que discurra de Sur a Norte, lo que plantea, aunque parezca algo infantil, múltiples problemas de orientación para el viajero. Pero, sobre todo, es especial su longitud y el derroche de vida que todavía hoy (a pesar de la presa de Assuán) va sembrando a su paso. Hay un infinito contraste entre los márgenes del río (alimentados durante siglos por el fertilizador limo que arrastra la crecida y que enriquece extraordinariamente los campos) y el cruel desierto circundante. Esa gloriosa y también singular crecida (se da en pleno verano, merced a las lluvias monzónicas que, a finales de la primavera, caen en las mesetas abisinias) permitía grandes beneficios. Entre ellos, y, a pesar de las inundaciones, conseguir hasta dos y tres cosechas al año y, además, sin tener que dar reposo al suelo; simplemente, porque no lo necesitaba. Hubo un tiempo en que se consideraba este fenómeno como misterioso y milagroso. Lo que propiciaba el hecho, bastante más mundano, de que los sacerdotes recurrieran a los nilómetros (especie de pozos con marcas de altura que medían el nivel de las aguas) para averiguar hasta dónde se iba a extender la fértil abundancia que repartía el río, con objeto de saber cuántos impuestos iban a ser capaces de demandar y obtener.

Para los egipcios antiguos, el Nilo, con sus verdes campos a sus márgenes, significaba la esencia de la vida, mientras que el desierto, tanto el líbico, en el margen occidental, como el arábigo, en el oriental, la muerte. No se paraban a pensar que, incluso el desierto, cumplía su función en ese marco privilegiado donde va a florecer la civilización. Su disposición a ambos márgenes del río suponía una barrera natural para posibles invasiones, lo que permitía una seguridad física a sus habitantes a partir de la cual se pudieron emprender grandes logros. Además, como normalmente la sociedad se gobernaba desde instancias políticas autoritarias, los recursos infinitos que ofrecía la naturaleza en un lugar tan concentrado se empeñaban en un proyecto común centralizado. Y, por si este cúmulo de circunstancia favorables fuera poco, la navegación del río se podía hacer fácilmente de Sur a Norte, dejándose llevar por la corriente, y también de Norte a Sur, ya que el viento dominante soplaba en este sentido.

Así pues, el Nilo se iba regenerando y, en cierta forma, renaciendo, a través de sus crecidas, de la misma manera que el sol, que también tenía para el egipcio una influencia bienhechora, iba sucediendo periódicamente a la noche. Periodos que se repetían cíclicamente y en los que estaba por medio la acción de resurgir. La naturaleza era todo para los egipcios antiguos, y, a partir de su observación, la firme y generalizada creencia en la resurrección y en el Más Allá era una derivación lógica de estos ciclos vitales naturales: tierra yerma y fertilidad; luz y oscuridad; y, en definitiva; vida y muerte. Surgen así leyendas que tenían como nudo central la vuelta a la vida, y, de entre ellas, la de Osiris va a acompañar a toda la civilización durante milenios. Pero, sería un error creer que estamos en posesión de toda la verdad “objetiva” sobre este foco esplendoroso de civilización y de Historia. Muchos de los aspectos trascendentales de esta cultura compleja están aún por descrifrar. Egipto sigue siendo un enigma, aunque, quizás, su verdadero significado sea, simplemente, el resultado de una sociedad opulenta que lucha contra la muerte, y se empeña, con una energía milenaria, en perpetuarse como ninguna otra civilización lo ha hecho, peleando casi sobrehumanamente contra los avatares del tiempo.

Ante la magnitud ingente de las representaciones que han llegado hasta nosotros21, no cabe duda de que en la sociedad egipcia la vida se enfocaba hacia la muerte, y, desde esta perspectiva, podemos conocer mejor el sentido de un determinado arte y unas prácticas que han asombrado a las generaciones posteriores: las pirámides, los hipogeos, la momificación… Nada tan esclarecedor como tener en cuenta que cada faraón, en el momento de subir al trono, de lo primero que se preocupaba era de empezar a trabajar sobre su propia tumba22. Este enfoque hacia la muerte se puede observar en todo momento, pero especialmente en el periodo denominado Imperio Nuevo, en el que el difunto vive en el País de los Vivos durante el día y en el de los muertos durante la noche, para lo que ha comprado su preceptivo pasaje en la barca del dios Ra. Pero la idea del Más Allá y de la vida de ultratumba está siempre presente en la perdurable civilización egipcia. En cierta forma, era la manera que tenían los egipcios de alcanzar la seguridad espiritual a partir de la idea de la regeneración de la vida. Y, tan importante era esta idea religiosa, que reproduce sus valores en representaciones a través de casi cuatro milenios. Un enorme periodo en el que podemos adentrarnos privilegiadamente, desde nuestra época, por algo también muy singular. Los testimonios que han llegado hasta nosotros y que tanto asombraron a nuestros antepasados, particularmente las obras arquitectónicas, son tan abundantes gracias al empleo de la piedra utilizada (caliza, arenisca y, en menor medida, granito, basalto y alabastro). Un material que se pudo emplear con generosidad por su abundancia en la región, así como por el clima tan benévolo en no pocos emplazamientos. Esto hizo, sin duda, palidecer la proyección artística e histórica de la civilización mesopotámica, en la que el adobe y el ladrillo, como materiales más utilizados, son infinitamente más perecederos.

Uno de los rasgos más sobresalientes de esta increíble civilización es su persistencia, su evolución a lo largo de los siglos con unos mínimos elementos de cambio. Por ello, independientemente de que tengamos en cuenta más tarde las distintas etapas en las que se suele dividir el Egipto faraónico, no es demasiado arriesgado exponer ahora, con brevedad, una serie de ideas que caracterizan a toda la civilización en su conjunto, definidoras de toda ella.

Empecemos por algo casi obvio. El que tradicionalmente se haya dividido en periodos esta civilización se ha debido a la necesidad de facilitar su estudio. Pero también a que se deba resaltar la distinción entre los momentos fundamentales de creación o desaparición de la unidad política, especialmente en lo que se refiere a la unidad entre el norte y el sur del país; es decir, entre el Bajo y el Alto Egipto. Ahora bien, en todo el tiempo de su existencia, la sociedad egipcia sigue siendo durante siglos esencialmente la misma (las fuerzas de tradición son infinitamente más poderosas que las de renovación), por mucho que haya importantes momentos de modificación, como los aludidos anteriormente, sobre la territorialidad. Los periodos de unión entre norte y sur están relacionados con la centralización y la potencia política y económica. Son momentos en los que llevan las riendas del país los faraones más destacados, tanto en el orden interno (grandes construcciones y organización de la burocracia) como en el externo: se da la ampliación territorial, por el norte hasta el Sinaí y Oriente Medio, y por el sur hasta Nubia). Por su lado, la debililidad del poder del faraón coincide con los periodos de descentralización, lo que lleva a la importancia de poderes que antes eran intermedios, como los sacerdotes (pasan al primer plano de la esfera política), y los nomarcas23. Huelga decir que estos periodos de debilidad de la autoridad centralizada estuvieron más predispuestos (como realmente ocurrió) a sufrir las invasiones externas: los hicsos, los asirios, los griegos, y los propios romanos, entre otros.

En cuanto a las creencias, la vida de ultratumba era muy importante y, por supuesto, la religión en general, con esa promesa que hacía de satisfacción de las seguridades espirituales. Era una religión compleja, con una gran variedad de creencias y ritos, tanto en el espacio como en el tiempo. Se daba, pues, la coexistencia de varios cultos, e incluso hubo una distinta valoración, en función de las épocas, de los dioses. Unos dioses, que, en muchas ocasiones, tienen forma animal y antropomórfica (aunque no sólo se daba esta combinación), dentro de un contexto en el que tenía igualmente muchísima importancia la magia. Entre los cultos más generalizados, asumido por todo el país y practicado en casi todas las épocas (quizás también el más famoso para nuestra sociedad actual), está el de Osiris. En el Egipto faraónico tenía gran importancia la leyenda de Seth (dios del Desierto y encarnación del mal) y su hermano Osiris (antiguo rey del Delta). Tal vez no está de más recordar brevemente que, según aquel extendido mito, este último dios había sido matado y descuartizado (sus pedazos se esparcieron por el Nilo) por Seth. Pero Osiris, ayudado por su hermana y esposa Isis (que junta y reconstruye los trozos) vuelve a la vida; y entre los dos engendran a Horus. El faraón se va a considerar, de acuerdo con el mito, hijo de Horus y representa la unidad de Egipto. Y Osiris será, desde entonces, el dios de los muertos, el que ha de juzgar las almas (rito osiriaco) para, de acuerdo con su comportamiento, salvarlas o condenarlas.

Pero también hay que tener en cuenta (y esto se olvida con frecuencia ante la singularidad de la religión osiriaca) que los dioses locales tuvieron igualmente su importancia. Así, el dios Ptah va a ser especialmente relevante en Menfis, Ra en Heliópolis (la capital espiritual), Amón en Tebas, etc. No obstante, en el Imperio Medio y Nuevo (a partir de la XII Dinastía) se acentúan las tendencias unificadoras con la elaboración del dios supremo Amón-Ra.

Por otro lado, en el panorama político del Egipto faraónico uno de los aspectos más relevantes es que la dinámica de poder estaba basada en una monarquía de carácter absoluto y sacralizada. El faraón reunía en su persona poderes divinos y mágicos, y contenía, con el orden y la fertilidad que proporcionaba al Estado, las fuerzas del Caos. Aunque hay que resaltar, igualmente, que no era exactamente una teocracia, ya que, por ejemplo, los sacerdotes no tenían más importancia que el poder civil. El faraón, que vive en el palacio (la palabra egipcia helenizada farao significa ‘casa grande’), es el dueño absoluto de los bienes y de las personas del país. En el Imperio Nuevo este poder del faraón es imperialista (se llega, a través de campañas militares, hasta Siria y Palestina), y se acentuará por el debilitamiento del feudalismo territorial (declive de los nomarcas) y de la burguesía comerciante. Además, se envilecen todavía más en esta época las clases inferiores, aumentando el poder de los sacerdotes de Amón. El Ejército profesional, por su parte, tiene un papel protagonista en las conquistas de este Imperio Nuevo militar y expansionista. Consecuencia de esto último es la gran afluencia de esclavos, que empiezan a proliferar ahora por todo el país (y no en la época de las grandes pirámides, como casi todo el mundo cree).

Este régimen extremadamente autoritario se concibe y se justifica por la necesidad de una centralización política que asegure el orden y la defensa ante posibles invasiones; y, sobre todo, que organice, ante el problema de las distancias y las dificultades de la comunicación (exceptuando el Nilo), la economía de una forma racional, sistemática y productiva. Ante la complejidad de los transportes y la extraordinaria importancia del riego, se necesitaba, ante todo, una autoridad que controlara y distribuyera el trabajo en las obras públicas y los planes de irrigación; toda vez que la tierra se prestaba al cultivo individual de parcelas, con pequeñas explotaciones mantenidas por unidades familiares. Se buscarán así la seguridad material y económica de la población —y se lograba alcanzar en la mayoría de las épocas de esta milenaria Historia egipcia—, no sólo a través de los infinitos recursos del Nilo, sino a partir de una organización que tenía al faraón en su cabeza. Se abría así la puerta, paralelamente, a un acendrado absolutismo.

Por supuesto, el poder del faraón estaba basado en los inmensos ingresos en forma de impuestos de productos naturales o metales, que iban a parar al Tesoro Real. Esto se conseguía sin apenas dificultad, merced a las aportaciones de los campesinos, si el faraón cumplía con su cometido de asegurar el orden, mantener los canales y los diques, e intentar evitar las injusticias y la arbitrariedad evidentes de los funcionarios locales. Cuando esto no era así, se predisponía a la población hacia la rebelión o la invasión de pueblos extraños, como ocurrió, de hecho, en no pocas ocasiones.

La economía egipcia era también esencialmente agraria. La agricultura se basaba en primer lugar en la producción de algodón (incluso hoy en día el algodón egipcio es considerado como uno de los mejores del mundo) y de cereales. Entre éstos hay que destacar la cebada (la cerveza era, en aquella época, claro, la bebida nacional egipcia) y el trigo, aunque más bien habría que hablar de la escanda, porque el trigo fue introducido ya en época romana. También, y como complemento, hay que hablar de las legumbres, las frutas, y la vid. Asimismo, eran importantes los productos de la ganadería y de los cultivos industriales (oleaginosos, textiles), así como los de la caza y la pesca, con un nivel de riqueza verdaderamente importante para la época. Por otro lado, también eran productos básicos de la economía y el trabajo la piedra de sillería, que proporcionaban los rebordes de los desiertos, y la minería, a partir de la explotación de las montañas. Ésta se llevaba a cabo con los esclavos y los prisioneros de guerra, que extraían oro, cobre y piedras preciosas. Se importaba el resto de los materiales, muchos de ellos utilizados para la construcción, como por ejemplo la madera.

En una economía centralizada y dirigida como ésta, el Estado presidía todas la actividades. Era el propietario de la tierra y de las minas, organizaba incluso el trabajo de los artesanos, y alimentaba directamente a sus servidores: soldados, funcionarios y sacerdotes. Sin embargo, frente a la aparente cobertura de las necesidades básicas, no era una economía dinámica, sino que tenía múliples carencias. El comercio interior se reducía a los canales y brazos del Nilo. La vida urbana, contrariamente también a lo que suele creerse, era bastante reducida, en especial en el Imperio Antiguo. Los intercambios, ante la falta de moneda, se realizaban a través del trueque y la moneda pesada. Además de que la economía era prácticamente cerrada y autárquica, ya que apenas había relación con el exterior. No obstante todo esto, en el Imperio Nuevo (a partir del siglo XVI a.C.) hay una explotación más sistemática de las tierras fértiles, con catastros y registros de impuestos. Además, hubo una mayor prosperidad debido al botín de guerra, el desarrollo del comercio con Siria y Palestina, la explotación de las minas de oro de Nubia, y, en general, al aumento del lujo y el refinamiento del gusto.

Desde luego, como se puede suponer, la sociedad siempre había sido muy desigualitaria. Los servidores directos del rey acumulaban riquezas, y la gran masa del pueblo trabajaba sin descanso. El campesino estaba ligado al campo del faraón, y podía ser requerido para los trabajos de interés colectivo, como el mantenimiento de diques y canales. Los esclavos eran extranjeros, prisioneros, raptados o vendidos, y no tenían ningún derecho. Por su parte, los artesanos (que solían tener una gran habilidad técnica por la variedad de ocupaciones) no estaban mucho más considerados en la escala social que el campesino, aunque se situaban más cerca de los grandes personajes, se encontraban menos explotados y estaban mejor alimentados. Los soldados en el Imperio Antiguo eran poco numerosos, aunque disfrutaban de lotes de terreno como servidores ligados al Estado. En el Imperio Nuevo, como hemos visto, aumentará mucho su número.

Las dos clases superiores eran los sacerdotes (controlaban los templos y recibían sin cesar dones del faraón) y los escribas. Estos últimos eran funcionarios bien preparados, pero también bastante arrogantes y propensos al abuso de autoridad, al contrario de la plácida imagen de los escribas sentados que, en forma de tallas maravillosas, han llegado hasta nosotros. Estas dos clases privilegiadas o superiores eran casta aparte, lo que condicionaba también la rigidez y la impermeabilidad del sistema social.

Con respecto a la cultura y la ciencia, hoy no se es tan atrevido cuando se trata de atribuirles, en la construcción de las pirámides, por ejemplo, conocimientos complejos de geometría o astronomía. Sin negar que se tratara de ideas muy sugerentes de los historiadores y egiptólogos del pasado, los errores de cálculo aparecen siempre después de la primera impresión. De hecho, no existía un acceso directo a la ciencia pura, teórica y desinteresada, estando este tipo de conocimientos dominados todavía por la religión o la práctica empirista. Por su parte, la literatura se compone de narraciones populares o enseñanzas morales y metafísicas como los textos de las pirámides. En el Imperio Nuevo se crea El libro de los muertos, que es un conjunto de himnos, relatos piadosos y sortilegios mágicos escritos en papiro. El arte es quizás la actividad que más ha asombrado a la posteridad, con unas características muy singulares, y refleja sobre todo, en su unidad a través de los siglos, el espíritu religioso y el poder de la autoridad centralizada.

Hasta ahora hemos hablado en diferentes ocasiones de Imperio Antiguo, Medio y Nuevo sin hacer mayores precisiones, porque, probablemente, el lector ya conoce con claridad a qué nos referíamos con estas precisiones temporales. Corresponde ahora, sin embargo, introducirnos con mayor detalle (todo lo que nos permita la cortedad de estas páginas) en cada uno de los periodos con los que, de una forma que ya es clásica, se ha solido dividir toda la inmensa historia del Egipto faraónico.

Los grandes imperios egipcios

Del egipto llamado Predinástico tenemos pocas noticias, y, a diferencia de lo que ocurre en Mesopotamia, no se puede establecer una cronología cultural de esta época a partir de los yacimientos arqueológicos. Tenemos noticias dispersas sobre los periodos neolíticos, ya mencionados, Badariense, Amratiense y Gerzeense; y sobre, todo, la consideración ya en esta época de la dualidad entre el Alto (sur) y el Bajo (norte) Egipto. De hecho, el país se llamaba en esta arcaica época, en la que se da una primera y efímera unificación con capital en Heliópolis, Las Dos Tierras, y el soberano llevaba las dos coronas, que representaban a cada uno de estos territorios (atributos que acompañarán a la representación del faraón durante milenios). Parece ser que uno de estos soberanos fue el gran Narmer, un rey del Alto Egipto que conquistó el norte, cuyo nombre aparece en muchos monumentos de esta época.

En torno al año 3000 a.C. se da por concluido el Egipto Predinástico, y empieza la sucesión de dinastías que, a partir de entonces, va a permitir clasificar, desde el punto de vista de la monarquía faraónica, los distintos periodos históricos del país. La sucesión de capitales tiene también su importancia, ya sea en el Bajo o en el Alto Egipto. Por esto, a la Primera Etapa Dinástica (que incluye la I y la II dinastías) se la llama también Época Tinita (la capital se encontraba en Thinis, en el Egipto Medio). Se produce en este periodo, bajo el legendario rey Menes (el primer faraón dinástico del que se tiene constancia, que bien pudiera ser el mencionado Narmer), la unificación entre sur y norte, y se empieza a desarrollar con cierta complejidad la religión, con Osiris, Horus y Amón como principales dioses del periodo. También se tiene constancia en esta época de una monarquía autoritaria y “propietaria” del país, con una sociedad de castas de la que el faráon (término que, no obstante, se introducirá más tarde, en el Imperio Nuevo) es el vértice de la pirámide. Existe ya una centralización burocrática y un ejército. En el terreno de la vida material, el país se empieza a caracterizar por una economía cerrada o autárquica, con la agricultura como principal fuente de riqueza dependiente de las crecidas del Nilo, aunque aparecen ya atisbos de actividad comercial. La II Dinastía, según los últimos descrubrimientos, comprendía seis soberanos (y no nueve como decían las fuentes clásicas), y se alargaría por unos doscientos años.

A la altura del 2778 a.C., aproximadamente, comenzará el Imperio Antiguo, que quedará grabado por siempre como el periodo de las pirámides. Y eso a pesar de que no en todo este periodo se construyeron tan magníficas como las famosas de Gizeh (hubo muchos tipos y de muy diversos tamaños), aunque todas ellas edificadas a base de trineos y rampas de barro apisonado por trabajadores contratados por el faraón. Sólo tenían que cumplir un requisito estos espectaculares y conocidos enterramientos: debían erigirse en la orilla izquierda del Nilo, allá donde se ponía el sol y se pensaba que estaba el Más Allá. La III Dinastía, fundada por Sanakht, es la del célebre faraón Tsejer o Djoser (2686-2613 a.C.) y su no menos famoso arquitecto Imhotep. Fue este singular personaje quien construyó la imponente pirámide de Saqqara, que es, en realidad, una superposición de mastabas (aquellos primeros enterramientos, bastante menos monumentales, de los egipcios de la época tinita)24. Al estudio de la pirámide escalonada de Saqqara se ha dedicado toda su vida el arquitecto francés Jean Philippe Lauer, que trabajó allí durante 75 años, lo que nos ha permitido conocer los pormenores de la pirámide y del recinto funerario, con muralla incluida, que la rodeaba.

De esta III Dinastía será también el faraón Snofru, que se propuso terminar una pirámide (la de Meidum) cuyos vértices se acercaban mucho más a la verticalidad. Pero, la dinastía más famosa de este Imperio Antiguo será la IV (2613 a 2498 a.C.), que es la gran constructora de las enormes pirámides en las meseta de Gizeh, muy cerca de la actual El Cairo. Y muy cerca también de la que será capital en este periodo, Menfis, en el comienzo del delta. Menfis tendrá como dios principal al también famoso Ptah, y los faraones Keops, Kefrén (cuyo rostro parecer ser que está representado en la famosa esfinge), y Micerinos, dejarán inmortalizados para siempre sus nombres con estas obras, que todavía hoy asombran por su magnitud y su carácter enigmático. La de Kefrén, que conserva todavía en el vértice superior parte del recubrimiento original de granito, y cuyos lados son más cortos, es desde siempre la más cautivadora. Parece más espigada todo porque se encuentra sobre una base de roca más elevada) que la gran pirámide de Keops, que es, sin embargo, más grande y alta. No obstante, sus dimensiones exactas muy probablemente no las lleguemos a conocer nunca, porque fue, como todas las demás, una pirámide expoliada también en el exterior, cuando se llevaban a centenares las rocas exteriores de granito para utilizarlas como nuevo material constructivo.

En esta IV dinastía la centralización del poder y la complejidad de la burocracia es evidente. Ahora el soberano es la propia encarnación de Horus y, a partir de la V Dinastía se le considera el hijo del dios Sol Ra. En esta época, se va produciendo un aumento de poder de los sacerdotes de la ciudad sagrada de Heliópolis (la ciudad que se había convertido en la capital espiritual del país), y, ante la debilidad creciente del poder de los faraones, el sur se separa y se asiste a un primer periodo de decadencia, hacia el 2181 a.C. Se llega así al llamado Primer Periodo Intermedio, que es una etapa de transición que dura hasta el 2065 a.C., donde el poder de los nomarcas se hace más evidente y los impuestos gravan penosamente al campesino y a los pequeños propietarios.

Después de este largo periodo de decadencia, los sucesores del rey Antef consiguen unificar nuevamente el país. El faraón Mentuhotep I, de la XI Dinastía, será el artífice de esa unificación. Con la llegada de la paz y la estabilidad se da comienzo al llamado Imperio Medio, y la capital se instala entonces en Tebas, en el Alto Egipto, donde cada vez cobra más importancia el culto al dios Amón y a Ra. La mencionada XI y la XII dinastías serán aquí las más sobresalientes, con los faraones denominados Mentuhotep, Amenemhat, y Sesostris, estos dos últimos de la XII Dinastía, como principales protagonistas de un gobierno fuerte y económicamente también unificado.

Sesostris III (1878-1849 a.C.) fue el faráon más importante del Imperio Medio. Impuso la autoridad del soberano sobre la potencia de los nomarcas, y llevó a cabo exitosas campañas militares en Siria y, sobre todo, en Nubia, para que se pudieran obtener los ricos recursos minerales de esta región, además de establecer relaciones comerciales. Por otra parte, en esta época del Imperio Medio se desarrolló una pujante clase media burguesa, merced a la estabilidad del país y al crecimiento económico. En el plano cultural este periodo tiene también su importancia, porque, si bien ya no se construían aquellas enormes pirámides, se ha descubierto que se dieron los primeros pasos de las matemáticas, la medicina, la astronomía, etc.

Pero, con el tiempo, los sacerdotes de Amón van a ir cobrando cada vez más poder, y las XIII y XIV dinastías se convierten en decadentes. Así las cosas, se asiste a una nueva etapa de transición denominada Segundo Periodo Intermedio (1782 a 1570 a.C.), en el que se produce la primera gran invasión del país a cargo de los hicsos. Tradicionalmente (y no sin error) denominados Reyes Pastores, los hicsos eran en realidad emigrantes nómadas del desierto asiático que, en busca de tierras, se asentaron en el delta del Nilo aprovechando los momentos de debilidad de la autoridad egipcia. Su presencia en el país del Nilo ocuparía las dinastías XV y XVI, y mantuvieron las tradiciones y creencias egipcias. Hubo, pues, una doble administración, la de los hicsos en el norte, y la de los príncipes tebanos en el Alto Egipto, que preservaron la cultura del Imperio Medio para que se pudiera dar la apoteósis egipcia del Imperio Nuevo.

Es ésta última etapa (situada entre 1580 y 1083 a.C.) la más sobresaliente del Egipto faraónico, y la mejor conocida. Con la XVIII Dinastía (1580 a 1320 a.C.) el casi mítico Ahmosis expulsa a los hicsos del país y, desde Tebas, lo vuelve a reunificar. La capital sería, una vez más, esta ciudad del Alto Egipto, y, con los faraones Amenofis y Thutmés de esta dinastía, Egipto llega a alcanzar un extraordinario esplendor. Desde luego, no empezaría mal la XVIII Dinastía con las audaces y exitosas campañas del yerno de Ahmosis, Thutmés I, que serían continuadas por sus sucesores. El primero de ellos, Thutmés II se casó con su hermanastra, la princesa Hatshepsut, y juntos reinaron durante catorce años hasta la prematura muerte del faraón. En una regencia de aquella princesa muy recordada en la Historia de Egipto, Hatshepsut, que llegaría a usurpar el trono de su sobrino e hijastro, Thutmés III, no continuó con las campañas militares. Estableció, en cambio, importantes relaciones comerciales, con expediciones a Arabia y al famoso país del oro del Punt, e hizo construir el grandioso templo mortuorio de Deir-el-Bahari, muy cerca del Valle de los Reyes. Cuando Thutmés III, a la muerte de Hatshepsut, accedió al trono, hizo, desde muy pronto, méritos sobrados para que la Historiografía le conociera como el Napoléon egipcio. Llevaría a cabo la más ambiciosa política exterior, basada en el éxito militar, de todo Egipto. Emprendió nada menos que diecisiete campañas militares en Siria, en pos del rico comercio que Thutmés quería arrebatar al reino de Mittani. De esta forma, Egipto se convirtió en una potencia imperial, pues sus dominios englobaban muchos pueblos, razas y culturas. Las monumentales construcciones de Tebas darán buena cuenta de lo eficaz de los saqueos militares egipcios. Si bien ésta no es la época de las grandes pirámides, es sin duda la de los grandiosos templos; y sobre todo los de Karnak (su sala hipóstila o de columnas también asombra hoy incluso a los bien informados viajeros) y Luxor, para mayor gloria de Amón y de Tebas.

Sin embargo, este esplendor del Imperio Nuevo se ve ahora de forma muy diferente en los enterramientos. Los faraones se hacen enterrar en los denominados hipogeos (grandes tumbas subterráneas), en el tan árido como poco frecuentado Valle de los Reyes (las temperaturas aquí son extremas). Se pretendía evitar con ello a los ladrones de tumbas, al tiempo que se continuaba con la práctica religiosa ancestral. Al fin y al cabo, se mantenía el ciclo solar de Ra al irse a enterrar el faraón a la montaña, como si se adentrase con el sol en un enorme horizonte, para luego, como él, renacer y continuar su ciclo eterno. Como el faraón debía disponer de las cosas materiales en su nueva vida, los interiores de estas curiosas tumbas son fantásticos, con unas pinturas y bajorrelieves que nuestra generación ha tenido especialmente en el caso de la tumba de Sheti I— la suerte de conocer y admirar en la realidad25.

El gobierno de los faraones es en esta época muy autoritario, con un centralismo muy acusado, y, tanto los sacerdotes como los escribas, tienen un papel importante, aunque supeditado por completo al del faraón. El poder de los sacerdotes de Amón del templo de Karnak cada vez se hace más fuerte, y ahora es también crucial la figura del soldado, debido a las numerosas campañas en el exterior. Los sucesores del conquistador Thutmés III, como Amenofis III, continuarán su obra de esplendor del Imperio Nuevo. Ahora bien, durante el reinado de Amenofis IV (el llamado faraón hereje) se produce la fascinante época de la nueva capital, Tell-el-Amarna, en la que este faraón dirige a la sociedad egipcia al monoteísmo con la adoración del dios Atón (el disco solar), cambiándose él mismo de nombre al adoptar el de Akenatón (el que adora a Atón). El arte toma aquí unas dimensiones personalísimas, abandonando el persistente y anodino hieratismo de las figuras, y adquiriendo una naturalidad que tanto ha sorprendido a los historiadores del arte.

Pero más famoso que Akenatón es todavía su sucesor Tutankhamón, que, como también indica su nombre, vuelve al culto a Amón y al politeísmo. En realidad, este desgraciado muchacho que apenas vivió dieciocho años (la mitad de ellos en el trono) pasó sin pena ni gloria por la lista de faraones egipcios. Sólo un extraordinario descubrimiento, como fue el de Howard Carter en 1922, al hallar su tumba casi intacta (es decir, con todos los maravillosos y valiosísimos utensilios que se dejaban enterrados junto al cadáver de un soberano para que disfrutara de ellos en la vida de ultratumba) ha motivado que sea, sin duda, el más famoso de los faraones Egipcios26. La sala con sus tesoros en el caótico Museo de Antigüedades egipcias de El Cairo es una de las experiencias más asombrosas que pueden encontrar los apasionados de la Historia.

La XIX Dinastía es también gloriosa en la Historia de Egipto, y tendrá todavía un carácter más expansionista que su predecesora. Sethi I va a ser su primer faraón, pero, sin lugar a dudas, el más importante será su sucesor, el extraordinariamente longevo Ramsés II, que gobernará de 1279 a 1212 a.C. Este soberano va a poner en marcha una ambiciosa política exterior, y llega a luchar —parece ser que con una derrota más que una victoria, a pesar de las fuentes oficiales del reinado— contra los hititas en la batalla de Kadesh. Todavía más ambiciosa será su auténtica fiebre constructiva, con la que quiere llevar a cabo un reflejo monumental de su poder. Obras suyas son arquitecturas que sorprenden por su majestuosidad, como el famoso espeo (templo excavado en la roca) de Abu Simbel, que tuvo que ser transportado a trozos para salvarlo de las aguas de la presa de Assuán; o el denominado Rameseum. Pero también sorprenden por su número: en casi todas las grandes ruinas egipcias hay alguna referencia a Ramses II, aunque bien es verdad que los egipcios llaman a este soberano el faraón ladrón, porque se apropió de obras que habían construido otros, poniendo en ellas su característico cartucho27.

A partir de Ramsés II se suceden los llamados Ramésidas, que son faraones cuyos gobiernos tienen menos importancia. De hecho, a partir de esta XIX Dinastía se vuelve a producir un largo periodo de decadencia y una crisis generalizada. La XX será una dinastía decadente excepto en el reinado del faraón más famoso de esta época, Ramsés III. Él fue quien, en una batalla en el delta —que se considera que es la primera batalla naval de la Historia— venció en un primer momento el arrollador empuje de los Pueblos del Mar. Pero no por mucho tiempo. Este periodo acabará finalmente con la invasión generalizada de estas gentes de diverso origen, procedentes del Norte, que actuaban de forma conjunta. Eran pueblos que, seguramente, eran los antecesores de los etruscos, los griegos, los aqueos, y, tal vez, los filisteos, y que llevaron a cabo una invasión completa de todo el Egipto farónico. No sólo la desmembración, sino la más aguda decadencia y el caos se apoderaron entonces de Egipto en lo que se ha llamado la crisis del Tercer Periodo Intermedio (1080 a 945 a.C.). En estos momentos en Israel se dan los reinados de los reyes David y Salomón, que incluso llegará a entroncar con alguna princesa egipcia. Esta crisis generalizada y persistente será aprovechada, con el tiempo, por los asirios en el año 700 a.C., para invadir el país bajo el mando del gran Asurbánipal.

Todavía habrá una última etapa del Egipto faraónico en la que se produce un cierto renacer de los principales planteamientos políticos y culturales autóctonos de esta civilización milenaria. A partir del año 651 a.C., con el faraón Psamético I, la capital vuelve al delta, esta vez a Sais. Es una época en la que, bajo unos gobiernos menos autoritarios que en periodos precedentes, bajo los mandatos de este faraón y sus sucesores (todos ellos, como el primero, de la XXVI Dinastía: Neco, Psamético II y III), se contruyen templos que son ahora menos colosales, y el comercio llega a tener más importancia.

Tras una nueva crisis, los persas, comandados por Cambises, invadirán el país en 526 a.C., y lo dominarán hasta que los griegos, con el gran Alejandro al frente, sean los nuevos dominadores del territorio, en 332 a.C. El de Macedonia se granjeará las simpatías de los habitantes del país por su decisión de respetar los templos (se presentó como el gran protector de Amón) y la cultura egipcia, y él mismo fundó, como es sabido, la grandiosa ciudad de Alejandría (331 a.C.). Inclusó se proclamó su filiación divina en el oasis de Siwa. Después de su muerte se van a suceder los monarcas denominados Ptolomeos o Lágidas. Se convierte entonces Egipto en un reino más de los denominados helenísticos en el Mediterráneo oriental. Su rivalidad con otro de esos grandes reinos, el de los Seleúcidas, va a ser constante, así como las luchas dinásticas, denominador común en el acceso al trono. La cultura egipcia sigue siendo respetada, no obstante, en este periodo griego (los gobernadores ptolomeos adaptaron su ideología helenística a la tradición faraónica), y buena prueba de ello es el soberbio templo que se levanta hoy en Edfú, dedicado a Horus. Es el templo mejor conservado de todo Egipto (estuvo enterrado en la arena durante largos años) y nos da perfecta cuenta de lo que debieron ser estas impresionantes arquitecturas religiosas.

El último de los soberanos ptolomeos será Cleopatra (VII), amante de dos grandes romanos, Julio César y Marco Antonio. La derrota en Actium (31 a.C.) de éste último a manos de su rival Octavio provocó el suicidio de la más famosa de las reinas egipcias a manos del famoso áspid, la serpiente sagrada de los faraones, y que Egipto se incorporara, ya como provincia, al naciente Imperio Romano. Todavía durante esta dominación permanecerán los planteamientos culturales del Egipto faraónico, aunque su existencia política desapareciera ya para siempre. La huella de esta gigantesca civilización ha permanecido, no obstante, imborrable a partir de los siglos subsiguientes.

14 K.A. Wittfogel, Una arqueología gigantesca: el estudio de las antiguas sociedades hidráulicas en las repúblicas centroasiáticas de la extinta URSS, Barcelona, 1998.

15 Recordemos aquí que el clan es una agrupación de linajes o macrofamillias, y la tribu es la asociación de clanes; y tanto unas como otras son antagónicas con la organización central estatal de carácter urbano y sedentario.

16 S.N. Kramer, La historia empieza en Sumer, Barcelona, 1985.

17 Debate historiográfico que ha recibido el nombre de “el problema sumerio”. En los últimos tiempos se ha llegado a la conclusión de que no fueron originarios de Mesopotamia, sino que llegaron allí imponiéndose (otra discusión se mantiene acerca del cuándo) a los habitantes de El Obeid.

18 En esos tiempos míticos habría reyes, como los de Eridu, cuyos reinados se decía que duraron miles de años. Por otra parte, paralelamente al sentido religioso del acontecimiento del Diluvio, sí es cierto que hubo una gran catástrofe en Mesopotamia: inundaciones, maremoto o, simplemente, caída de grandes y frecuentes lluvias, en torno al 2900 a.C., según diversas fuentes que coinciden al describir esta catástrofe.

19 Su historia politica se conoce relativamente bien a partir de la Gran crónica real Asiria, entre otras crónicas importantes.

20 Hoy, sin embargo, son escasísimos los testimonios que se pueden encontrar de estos lugares fundamentales asirios, ya que los restos más importantes se encuentran actualmente en el British Museum de Londres, o en el Louvre de París.

21 Por lo que es básico el conocimiento del lenguaje jeroglífico, a partir de los descubrimientos de Champollion y sus pertinaces estudios sobre la piedra de Rosetta a principios del siglo XIX. Un hecho, que como es sabido, abrió las puertas de una ciencia nueva y apasionante, la Egiptología. El clásico libro de C.W. Ceram, Dioses, tumbas y sabios, Barcelona, 2006, con una inmensa cantidad de ediciones, sigue siendo una muy sugestiva invitación para entrar en este fascinante mundo.

22 Hay alguna excepción, como la del gran Amenofis III, pero en el sentido de que comenzaría su tumba antes incluso de que muriera su padre y antecesor, Thutmés IV.

23 Los nomarcas eran los dueños de los nomos, las regiones que, incluyendo varios pueblos y aldeas, formaban una unidad básica administrativa (ya desde antes de la primera unificación) y socio-económica.

24 La principal aportación de Imhotep como arquitecto real fue la aplicación de la revolucionaria idea de que, lejos del material perecedero (como se había utilizado en épocas anteriores), la piedra tallada, concebida como material básico, se podía utilizar como parte total de la estructura de un edificio.

25 Por desgracia, las generaciones venideras no tendrán esa suerte si siguen conservándose como en la actualidad, con los turistas tocando los impresionantes relieves con sus propias manos, merced a una irrisoria propina, y con la posibilidad de llevarse casi todo con la complicidad del policía del lugar.

26 Era la tumba denominada KV62, por corresponder a la número 62 del King Valley (Valle de los Reyes).

27 Como sabrá seguramente el lector, se llama así al anillo de forma oblonga que rodea al nombre del faraón en jeroglífico, expresando la idea de dominio y poder.

Historia Universal

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