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Sombra
(Ecología profunda I)

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Caminas hacia el sur, rozando las ramas de las píceas y esquivando los brazos bajos y quebradizos de los abetos, por un sendero de ciervos apenas visible que se interna en un bosquecillo de álamos susurrantes: troncos altos, moteados de sol, como elegantes cuellos de jirafa que se inclinan hacia un lado y hacia el otro con la cabeza oculta entre las hojas. Las piernas te llevan cuesta arriba entre ramas más oscuras y puntiagudas y luego hacia abajo, donde el sendero se abre abruptamente hacia la orilla oriental de un lago de montaña. Sigue caminando. A tu derecha, un destello de luz hace ondular la piel del lago y baña el aire con rayos que se reflejan como un ejército de espadas desenvainadas; su fulgor pasa de una a otra surcando la profundidad que hay entre el lugar donde estás y las pendientes rocosas que se elevan en la orilla opuesta. Así que es difícil ver bien la gran montaña hacia la que suben esas pendientes o los árboles amontonados en las cuestas; tus ojos solo sienten un vago asomo de verde detrás de ese regocijo de luz.

El grito de un gavilán de monte hace eco en la cara de las rocas, luego nada más que el silencio resplandeciente. El silencio no es perfecto, cada tanto el arrullo de una libélula, fino como el papel, suena cerca de la superficie del lago. También sospechas que hay hojas desparramadas que se mecen en el agua aunque tus ojos no logran enfocarlas entre los rayos movedizos.

Del lado izquierdo, sin embargo, tu mirada se orienta con facilidad; allí los troncos de las píceas están grabados por el sol que pasa a través de las agujas, la corteza iluminada con tanta nitidez que puedes sentir la textura de las costras y grietas de la superficie, y así tus ojos se mueven sobre los troncos traduciendo los patrones de la luz a sensaciones táctiles que suben por tu piel.

La luz de la tarde, como las hojas de los álamos temblones, se va volviendo dorada, y pronto la hierba y las piedras debajo de tus pies adquieren un borde de oro. Los mosquitos bailan sobre el agua y las abejas pasan volando a tu lado atraídas por el color de tu camisa o el aroma de tu transpiración mientras te abres camino entre rocas anchas que han estado toda la tarde bebiendo el sol. Sigue tu caminata. Este aire denso de luz es un hechizo envolvente, un trance en el que todo el lugar ha caído, un estado mental viscoso que compartes con las píceas y las abejas en este momento ambarino.

Y entonces algo cambia: una brisa fría en la cara te lleva a un estado de conciencia diferente. Un vistazo alrededor revela que el sol se ha posado, como un martín pescador, en la cresta más alta de la montaña. Quietud en todas partes, como si el mundo mismo vacilara en el borde; una gran transformación se avecina. La brisa se agita… y se calla. Todos –las libélulas, las agujas colgantes, las piedras y las rocas dispersas a lo largo de la orilla–, cada entidad parece contener el aliento. El ojo radiante del martín pescador todavía mira, pero su mirada se va volviendo menos intensa. Todo espera la metamorfosis silenciosa que va acercándose desde el otro lado del lago. La mirada del sol se vuelve aún más tenue; pronto, cuando se deslice poco a poco detrás de la cresta, será posible contemplarlo sin un gesto de dolor. Un resplandor final, un brillo deslumbrante entre dos árboles que se recortan en esa cresta... y entonces el sol desaparece.

Ha refrescado, sin duda. Pero no solo está más fresco, hay una nueva textura en el aire, una humedad: el agua suspendida en el medio, invisible, aunque puedes sentir su presencia cuando la brisa te baña en oleadas el rostro. Y sobre esas olas, primero vagamente seductores y después demasiado deleitosos como para resistirse: ¡olores! Olores oscuros, estigios, que se deslizan sobre el vidrio ondulado del lago para mezclarse con la humedad aromática del suelo y el perfume chillón de las agujas verdes, y una fragancia levemente fermentada te entra con fuerza por la nariz (las deposiciones recientes, todavía humeantes, de alguna criatura en el bosque vecino). También está la putrefacción mohosa de un tronco caído y el aroma risueño del agua fresca que lame la orilla (embebido con la química de los renacuajos, las truchas y los taninos de las hojas hundidas) y el montón de otros tufillos, a veces mezclados, a veces nítidos, que burbujean como el vino en alguna parte de tu cerebro antes adormecido por el resplandor soporífero de los rayos de sol, pero que ahora, por esta magia carnal, despierta a una vida atenta, como si tu inteligencia mamífera hubiese fondeado de repente para encontrarse de veras aquí, de pie y en persona en estos bosques húmedos.

El aturdimiento celestial en el que antes flotabas se ha retraído hacia la periferia de tu conciencia, el último rastro de esos fantasmas etéreos se disipó frente al aliento robusto de los colores profundos y los olores obscenos, poderes telúricos de una acritud que refleja el sudor y la fuerza de tus piernas mientras presionan una después de la otra contra el suelo. En compañía de las matas de pasto y las ranas has cruzado un umbral cuya influencia, aunque no reconocida en la era actual, sigue siendo tan potente como siempre. Y así has entrado en un reino diferente, en un paisaje mental diferente.

Has entrado en el país de la sombra. Y una presencia vasta e inquietante, que momentos antes se ocultaba detrás de la gasa de luz, ahora camina despacio hacia ti por el aire depurado. Es el cuerpo vivo de la montaña.


Una de las marcas de nuestro olvido, uno de los innumerables signos de que nuestras mentes pensantes se han distanciado de la inteligencia de nuestros cuerpos sensibles, es que hoy en día muchas personas parecen creer que las sombras son planas. Si voy paseando por la calle en una tarde despejada y noto un parche de oscuridad que cambia de forma y me acompaña mientras camino, extendido sobre la calle y perpendicular a mi yo erguido, con apéndices que se estiran y se acortan con el balanceo de mis extremidades, enseguida identifico a esta franja horizontal como mi sombra. Como si una sombra fuera solo una cosa plana, un panqueque cinético, una criatura bidimensional que uno pudiera despegar de la calle y colgarla del cable telefónico más cercano.

En otras palabras, identificamos a nuestra sombra con esa silueta visible que vemos proyectada en el pavimento o la pared blanca. Como lo que vemos ahí es un ser sin profundidad, suponemos desde luego que las sombras son básicamente planas, y si un niño curioso nos pregunta sobre la vida de las sombras tendemos a responder que existen solo en dos dimensiones.

Pero supongamos que, esa misma tarde, un abejorro va desde una fronda de tréboles hasta un cúmulo de flores en un matorral al otro lado de la calle, y que al hacerlo pasa entre mí y la forma plana que proyecta mi cuerpo sobre el pavimento. El abejorro iluminado por el sol viene zumbando hacia mí como un cohete errático y ebrio contra el cielo de asfalto, y entonces cruza en el aire la frontera invisible. Su fulgor se apaga al instante, el sol ya no lo cubre: se ha metido en la zona de oscuridad claramente delimitada que flota entre mi piel opaca y la silueta humanoide que yace sobre la acera… hasta que, un momento después, el abejorro sale zumbando por el lado opuesto de esa zona y emerge de nuevo al resplandor del día.

Aunque no estaba volando nada cerca del suelo, el abejorro entró y salió de mi sombra real. Su trayectoria visible –iluminado, apagado y otra vez iluminado– muestra que mi sombra real es un enigma más sustancial que esa figura plana sobre el pavimento. Esa silueta es solo la superficie exterior de mi sombra. La sombra real no reside principalmente en el suelo; es un ser voluminoso de espesor y profundidad, una presencia casi invisible que habita en el aire entre mi cuerpo y el suelo. La figura oscura del asfalto me toca solo en los pies y por eso parece estar separada de mí o incluso ser independiente de mí, una especie de doble. El hueco aparente entre esa franja plana de oscuridad y yo es lo que me impulsa de vez en cuando a aceptar su invitación a bailar, y así nos contoneamos y nos esquivamos en un pas de deux improvisado en el que nunca queda claro cuál de los dos marca el paso y cuál lo sigue. Sin embargo, ahora es obvio que esa forma que se escabulle sobre el pavimento no es más que el borde exterior de un grueso volumen de sombra, una profundidad umbría que se extiende desde el suelo y que sube hasta mis rodillas, mi torso y mi cabeza; una sombra que me toca no solo en los pies sino en cada punto de mi persona.

Esta sombra viva renace cada amanecer, o, mejor dicho, la sombra es lo que queda de la noche a medida que la oscuridad nocturna huye ante el avance del sol naciente. Estoy de visita en casa de un amigo en los suburbios de una gran ciudad, de pie en su jardín, paciente y quieto, como los árboles al otro lado de la calle. De espaldas al amanecer veo que, mientras se escabulle, la noche va dejando detrás una parte delgada de sí misma, una astilla de anochecer que va desde mi cuerpo al horizonte occidental; un pedazo de noche que de a poco se despega de la madre oscuridad y se agrupa en el lugar donde yo estoy parado. Esta esquirla de noche residual se acerca cada vez más a mí a lo largo de la mañana –su borde visible en el suelo se va solidificando poco a poco mientras sus extremidades se ensanchan– hasta que, por sus proporciones, veo que es un eco claro de mí mismo. Cada uno imita los movimientos del otro en el reino sombrío que se abre entre los dos. A mi alrededor entreveo otras tajadas sobrantes de noche que se agrupan en dirección a otros cuerpos erguidos, hacia árboles y postes de teléfono, casas y tomas de agua y una ardilla que se detiene un momento a pensar. Sigo de pie mientras pasan los coches y los niños juegan. Una bandada de estorninos se posa en un cable de teléfono, silbando y sacudiendo las alas, luego se van. Hacia el mediodía noto que mi sombra parece estar infiltrándose en mi cuerpo; a las doce en punto ya ha sido casi completamente absorbida por los poros de mi piel y –aparte de una pizca de sombra en mi costado norte– no se la ve por ningún lado. Los insectos alados no pierden nada de su brillo cuando zumban o pasan revoloteando en el aire radiante. La sombra, mi noche personal, se ha abrazado a mí, nos hemos vuelto indistinguibles.

¿Notamos esto? ¿Nos sentimos diferentes en el mediodía pleno, cuando la oscuridad se ha metido en nosotros? ¿Sentimos el peso de nuestra propia sombra, la presión de sus conocimientos complejos contra el interior de nuestro torso y nuestro cráneo? ¿Es la sombra misma la que al mediodía mira hacia afuera por nuestros ojos? No es de extrañar que muchos pueblos tradicionales se entreguen a la siesta y al sueño por una o dos horas en ese momento del día, dejando que sus tejidos y sus órganos respondan a esta visita interior de la noche, dejando que las múltiples células o almas en su interior sean guiadas por la oscuridad que ha tomado refugio temporario en su carne. Pero no voy a sucumbir; no todavía, porque estoy esperando para poder entrever los fragmentos de noche que empiezan a filtrarse de los árboles y de la moto del vecino a medio arreglar, dada vuelta sobre el suelo. Estoy esperando la liberación silenciosa, quiero sentir cuando mi sombra se escape de los confines de mi piel y estire los dedos suavemente hacia el aire de la tarde.

Ahhh, allí está. Siento más fresca una mejilla. Miro hacia abajo. De ese mismo lado, mi cuerpo ahora da sombra a ocho o nueve briznas de pasto y a un escarabajo que se bambolea cerca de la punta de una de ellas con las antenas atentas a la brisa, saboreando el microclima. Poco después, cuatro briznas más alejadas se han metido en la sombra. Luego varias más.

Ya no estoy bajo el exclusivo escrutinio del sol. Libre de la mirada insistente que se derrama desde el cielo, mi mano izquierda se flexiona y rasca la piel de mi rodilla. El reflejo oscuro en el suelo –al que llamaré mi sombraflejo– no registra este intercambio que tiene lugar dentro del volumen contenido en mi sombra total. Lenta, casi imperceptible, la sombraflejo se extiende por el suelo a medida que se hace más profunda la zona triangular de refugio que emana de mi cuerpo, sin transgredir nunca sus proporciones pitagóricas, y se expande imperceptible hacia el horizonte oriental.

Entro en la casa para prepararme algo de comer: corto un tomate maduro, intercalo las rodajas con queso mozzarella fresco y vierto unas gotas de aceite de oliva para que sostengan la pimienta negra que cae al final como nieve oscurecida. Los sabores se intersecan, estallan y se mezclan entre sí. Luego registro los resultados de mi experimento matutino. Varias horas después, salgo para observar a mi sombraflejo: un gigante delgado, afilado como una espada, yace boca abajo en la luz dorada. Se elonga aún más mientras el sol se pone a mis espaldas, sus hombros se encogen, su cabeza trepa por la pared de una casa lejana. Entonces se convierte en la luz de los pájaros: todos los seres alados gritan y parlotean mientras los contornos del gigante se hacen borrosos, indistintos, y le otorgan sus poderes de penumbra al ocaso y a la noche que se avecina.

¿Se ha disuelto y disipado mi sombra o está todavía presente pero oculta, tragada por la oscuridad más grande de la noche? ¿O es la noche misma nada más que una prenda tejida con nuestras sombras dispares, todas esas tinieblas separadas que durante el día caminan solas y que sin embargo se juntan en un espesor común en cuanto el sol se desliza detrás de las colinas? ¿Es nuestra sombra individual, como decíamos, nuestro pedazo privado de noche, arrancada del manto negro cada mañana cuando salimos a recibir el día?

Por ahora, digamos solo esto: la sombra, ese enigma elegante, está siempre con nosotros. Ya sea a mediodía o a medianoche, ya sea que esté quieta dentro de nuestra piel o nos envuelva como un hábitat, la sombra es una consecuencia ineludible de nuestra naturaleza física: una interrupción al dominio del sol, un poder perturbador que tenemos en común con las rocas y las nubes de tormenta y los cadáveres de aviones estrellados. Existen, sin embargo, algunos miembros de la comunidad corpórea que viven sin la compañía oscura de las sombras: los vientos, por ejemplo, o los paneles de vidrio que recién se han colocado en el marco de una ventana. Pero para la mayoría de nosotros, seres materiales, la sombra es parte de lo que nos constituye. Nuestros pensamientos más claros son los que saben esto, los que recuerdan su parentesco verdadero con la luz y la sombra, con el fuego y el sueño.


¡Glup! La boca de una trucha se abre cerca de la superficie del estanque, atrapa una mosca y vuelve a hundirse en las profundidades verdes. Esa intersección de mundos irradia olas concéntricas que empujan a los zancudos y algunas hojas que flotan. Al acercarte a la orilla, miras a través de la oscuridad para vislumbrar algún pez que esté al alcance de la vista. Una ramita se quiebra debajo de tu pie, seguida de un leve traqueteo de pezuñas que se internan en la lejanía cubierta de agujas. Es una vibración que tu torso percibe más que tus oídos. Ahora caminas con más cuidado, mirando hacia abajo para evitar las raíces expuestas y las piedras angulosas aquí y allá, salpicadas de negro y de líquenes crujientes y anaranjados que se extienden sobre sus superficies moteadas. Aire fresco entrelazado con exhalaciones anfibias se desliza por tu garganta; el aroma de los retoños mordisqueados por los castores se filtra en tu cerebro. Otra trucha salta, rompiendo la superficie. Los zancudos se balancean hacia adelante y hacia atrás sobre las ondas.

Más temprano, el sol miraba el mundo desde arriba, su calor se encontraba con la llama interior de los pastos, sus rayos rebotaban en las pendientes y en el espejo vacilante del lago. Todo aquí estaba en relación con ese fuego blanco mientras caminabas en su resplandor, tus pensamientos atraídos hacia lo alto por la llamada regia que fluía desde el cielo. Pero ahora ese imperativo celeste se ha retirado detrás de la montaña, y la atención de cada cosa parece tomada por completo por la vida que la rodea: una araña descubre el viento que infla su red y se prepara para un tirón más abrupto; las piedras se acomodan cerca de la tierra; el viento lame el agua al pasar sobre el lago y se desliza debajo de las raíces y a través de los surcos estriados en la corteza de los troncos mientras las agujas peinan la ráfaga invisible. Los ojos inhalan colores y tu cuerpo responde a los pigmentos del liquen y los hongos y el barranco con tus propios colores rojizos, con el tono de tu piel, de tu camiseta manchada de sudor y los matices oscuros de tu pelo opaco. Y es que aquí hay una intimidad que te incluye. Es una convergencia que notas solo cuando elevas la vista al cielo: allá en lo alto, dos patos aletean hacia el sur; sus plumas, radiantes en la luz dorada, son sin duda de otro mundo. Vuelan bajo la mirada plena del sol. Te das cuenta entonces de que la intimidad alegre de este mundo ensombrecido no se extiende infinitamente hacia arriba. Es un reino delimitado, una zona que se interrumpe en algún punto en las alturas, donde la luz del sol se derrama sobre la cresta de la montaña e ilumina el aire que está más arriba.

Sin embargo, aquí abajo habitamos en un medio diferente: la frescura y la claridad de la sombra. Es evidente que hay una influencia compartida entre los muchos seres de este reino delimitado. El modo por el cual los colores, sonidos y sabores se presentan ante ti, el modo en que estas cualidades sólidas deliberan y conversan con tu cuerpo –informando a tus extremidades, por ejemplo, sobre las ramas hundidas que sueñan en el fondo del lago–, todo eso es un don otorgado por la sombra protectora de la montaña. Es esa presencia descomunal, la montaña de muchos pliegues que se eleva en laderas boscosas y crestas de acantilados desde la orilla más alejada del lago, arañada por los glaciares y erosionada por los vientos, cargada de hielo en sus concavidades más altas y cubierta de historias en cada deslizamiento rocoso y en cada precipicio… es la montaña la que otorga su poder gregario a los múltiples elementos de este lugar. Sin importar que notes o no su influencia activa, es la montaña la que define el humor de este momento en el que estás.

Entrar en la sombra de esta montaña es entrar directamente en su influencia, dejar que aclare tus sentidos a medida que el ritmo de tu respiración se ajusta al suyo, al estilo de su clima. Entrar en la sombra es volverse parte, aunque solo sea por un momento, de la vida de la montaña. Así como las sombras no son solo formas planas proyectadas sobre el piso (sino más bien espacios densos y voluminosos), tampoco son cantidades mensurables, meras consecuencias del sol y su interrupción. Las sombras son atributos cualitativos de los cuerpos que las secretan. Son reinos dependientes del tiempo, que cambian sus contornos con la hora y la estación, zonas de vida momentáneas donde la montaña o la roca o el cuerpo que proyecta sombra envuelve y reúne silenciosamente una variedad de otros cuerpos bajo su dominio. La sombra es un espacio y un tiempo delimitados donde la montaña es libre para dispersarse, hacerse sentir en toda su franqueza y atraer a un grupo de otras entidades y elementos a un vecindario común: una zona de alianzas y reciprocidades habilitada por el refugio silencioso de su sombra. El poder de la montaña es como un monarca benévolo que se quita la túnica dorada que usa a diario ante los ojos del mundo, se pone unas ropas discretas y se escabulle por la puerta trasera del palacio para vagar por el vecindario cercano nada menos que como él mismo. A pesar de su atuendo humilde, los plebeyos perciben su carisma y caen bajo la órbita de su porte real, y así surge entre ellos una nueva camaradería aunque más no sea por algunas horas. Hallarse bajo la sombra de una montaña es hallarse expuesto de repente a la vida privada de la montaña, sentir su enorme y múltiple influencia sobre el mundo que yace debajo, entrar en el poder gravitacional de su inteligencia, una sagacidad que ya no se disuelve en el resplandor deslumbrante del sol.

Sin embargo, las sombras de la tarde son muy diferentes de las de la mañana; el estado de ánimo, el modo de conciencia, las cualidades que imparten son de una riqueza diferente. Ahora, por ejemplo, la brisa empieza a decaer y una bruma efímera se junta sobre la superficie del lago: volutas de vapor sobrevuelan y flotan como espíritus. El silencio es más grande, más profundo; cada tanto se oye el sonido de una salpicadura pero ya no el frufrú de las alas de las libélulas o los chillidos de las ardillas. Los troncos y los peñascos se oscurecen, las agujas pierden su nitidez. La sombra de la montaña, esa zona de vida vibrante, está dando lugar a un poder más vasto, más oscuro, más profundo. La miríada de flujos entre insectos y hierba, entre suelo y piedra, entre halcón y agua y peñascos parece disiparse; las reciprocidades y negociaciones entre vecinos disminuyen gradualmente. Claro, todavía hay encuentros e intercambios, pero ya no forman una red de tejido apretado. Los encuentros parecen más esporádicos, más azarosos, los habitantes de este lugar junto a la montaña ya no están tan involucrados entre sí. La sombra de la montaña se abre hacia afuera y pierde sus límites. Cuando el sol, oculto hace tiempo, retira su luz residual y dispersa del cielo, la montaña se ve tomada por la noche que se aproxima y su sombra, tragada por la sombra más oscura de la tierra.

Noche es el nombre que le damos a la sombra de la tierra. La sombra que se come todas las otras sombras. Poco a poco, el ancho planeta se interpone entre nuestros cuerpos animales y el sol; los contornos se difuminan, las formas y los colores se vuelven inciertos, el mundo cercano pierde su realidad tajante y una nueva profundidad, al principio suave y atractiva, empieza a extenderse sobre los árboles. Unas pocas motas de luz aparecen en el azul cada vez más intenso, como fogatas en un valle lejano. El fondo de ese valle pronto da paso a un cañón más profundo, luego a un desfiladero, luego a un abismo insondable; mil o diez mil estrellas brillantes iluminan sus distancias inmensas.

Y así como la sombra que proyecta la montaña nos abre a su inteligencia taciturna cuando entramos dentro de sus confines, del mismo modo la sombra gigantesca de la tierra se apodera de nosotros y nos saca de nosotros mismos para llevarnos a la conciencia de la Tierra. Nos abre a esos seres que de día están oscurecidos por la atmósfera bañada de sol y que sin embargo pueblan la misma extensión vasta en la que habita nuestra Tierra: los planetas hermanos con los que comparte la casa del sol y también las otras casas innumerables, algunas cercanas y la mayoría terriblemente lejanas, que componen junto con nosotros el vecindario local del infinito. O tal vez deberíamos hablar de esas luces titilantes como de cuerpos, vidas solitarias pero exuberantes que se comunican con pulsos electromagnéticos a través de las hondas profundidades, curvando el tejido del espacio-tiempo a su alrededor.

¿O es que nuestros propios cuerpos se han encogido hasta ser granos de polvo y esas estrellas son gotas de rocío sobre una mata de redes hiladas por un nido de arañas?

La inmensidad sin límites a la que están expuestos nuestros ojos nos marea; nos embriaga de placer que nuestras mentes se confundan y nuestra lógica heredada explote en una miríada de chispas desperdigadas en el océano de la noche. No nos resulta fácil soportar un éxtasis como ese por mucho tiempo; nuestros hábitos de pensamiento nos traen de vuelta a puertos más familiares. Tal vez si fuésemos aves y el espacio fuera nuestro medio, esta inmensidad no nos desconcertaría. O si fuésemos un mamífero diferente –por ejemplo, un zorro, con la nariz sintonizada a los olores que se extienden en cintas a lo largo del suelo– casi no notaríamos la amplitud fascinante allá en lo alto, y la noche sería nuestra amiga. Pero como nos paramos en solo dos patas, nuestras cabezas ya están en el cielo y no podemos evitar el acertijo pasmoso que plantean las estrellas. Más allá de cierto asombro boquiabierto, nos empieza a doler el cuello, las piernas se nos doblan; nuestros cuerpos ansían yacer horizontales en la tierra. Nos entregamos a la gravedad, nos volvemos apéndices del suelo. Solo al renunciar a la postura vertical –al soltar nuestra individualidad erguida y recostarnos en la tierra, al dejar que nuestra mirada se vuelva la mirada misma de la Tierra– logramos dar algún sentido a las profundidades sin fin en las que la Tierra mora.

Pues esas profundidades no son nuestro hábitat, son el hábitat de la Tierra. Y así, al desplegar los brazos y recostarnos en el cuerpo de la Tierra, el cielo nocturno se vuelve para nosotros un consuelo firme y un útero. Ese es el hechizo que la sombra de este planeta ejerce sobre nuestra carne. Tarde o temprano, nos acostamos. Al fin se nos cierran los ojos. Devolvemos nuestras vidas individuales a la vida más amplia del suelo mismo. Y dormimos.

Dormimos, y permitimos que la gravedad nos sostenga, dejamos que la Tierra –nuestro Cuerpo mayor– recalibre nuestras neuronas y use como abono los encuentros apasionados de nuestras horas de vigilia (las tensiones y los terrores de nuestros días individuales), para devolverlos, como sueños, a la sustancia durmiente de nuestros músculos. Nos rendimos a la influencia de la tierra viva. Podríamos decir que el sueño es un hábito que nace en nuestros cuerpos cuando la tierra se interpone entre estos y el sol. El sueño es la sombra de la tierra que cae sobre nuestra conciencia. Sí. Para el animal humano, el sueño es la sombra de la tierra que se mete bajo nuestra piel y se extiende por nuestras extremidades, que disuelve así nuestra voluntad individual en los mil y un seres que la componen –células, tejido y órganos, que ahora reciben sus directivas principales de la gravedad y el viento– como pedacitos residuales de luz solar atrapados en la maraña de los nervios, que vagan por el paisaje de nuestros cuerpos terrestres como ciervos que se mueven por los valles boscosos.

Devenir animal

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