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Prólogo

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Costa de California del Norte, marzo de 1858

La tormenta había surgido de la nada, aullando con furia. Los rayos resplandecían con fuerza en el cielo nocturno. Los truenos estallaban como fuego de mortero, y el viento aullaba entre las olas de cinco metros que rompían sobre el velero y amenazaban con quebrar la embarcación.

Mientras intentaba gobernar el timón, Flynn O’Rourke, un detective de la policía de San Francisco, soltó un juramento. Maldijo el viento, el mar y aquel barco del demonio. Y se maldijo a sí mismo por haber pensado que podría llegar por barco hasta el escondite de Aaron Cragun, que estaba en un acantilado, y tomar por sorpresa a aquella alimaña asesina. Era un buen navegante, pero no tanto como para defenderse en una tormenta como aquella. El viento había desgarrado las velas y se las había llevado. Y peor aún, sin estrellas con las que poder guiarse, había perdido por completo la orientación.

Un relámpago iluminó el zafiro del anillo que llevaba en la mano izquierda. Era un sello que había heredado de su padre, el hijo menor de un noble irlandés que murió sin un penique en el Nuevo Mundo y dejó a su hijo y a su hija abriéndose paso en la vida.

A los dos les había ido bastante bien. Recientemente, Flynn había ascendido a teniente en el Departamento de Policía de San Francisco. Y, con su voz y su belleza, su hermana se había convertido en una estrella del music hall.

Pero su hermana había muerto. Después de una actuación, alguien la había estrangulado en un callejón oscuro. Algunos testigos habían visto a un hombre harapiento inclinado sobre su cadáver, robándole las joyas, y lo habían identificado como Aaron Cragun, un buitre que recogía restos de los naufragios y los vendía.

Cragun no aparecía por ningún sitio, pero un informante de la policía le dibujó a Flynn un mapa de la costa y le dijo cuál era el acantilado donde vivía aquel hombre. Cuando comenzó la tormenta, Flynn se dirigía hacia la guarida de aquel asesino para atraparlo y llevarlo al patíbulo, o pegarle un tiro allí mismo.

Sin embargo, en aquel momento estaba luchando para salvar la vida.

El casco se estaba inundando. Dejó el timón, agarró un cubo y comenzó a achicar agua como un loco, pero no sirvió de nada. El balandro estaba a punto de irse a pique.

Flynn era un buen nadador. Si la tormenta no lo había alejado demasiado de la costa, tendría posibilidades de llegar a tierra. Sin embargo, en mitad de aquella tormenta oscura, no sabía hacia dónde tenía que dirigirse. Era muy posible que nadara mar adentro y terminara por ahogarse. Hasta que pudiera ver la costa, era mejor que permaneciera en el barco. Sin embargo, por precaución, se desabrochó la pistolera de las caderas y dejó su Colt en el compartimento de proa, junto a la pólvora y las balas. Si acababa en el agua, el peso podía arrastrarlo al fondo.

El agua de mar le salpicó la cara, y su sabor salado le recordó las lágrimas que iba a derramar por Catriona en cuanto hubiera llevado a su asesino ante la justicia. Su hermana era una mujer muy bella, con ganas de reír, muy enamoradiza y demasiado joven para morir. Sin embargo, él no podía permitirse llorar su pérdida hasta que no la hubiera vengado.

Un relámpago cegador interrumpió sus pensamientos. Flynn se quedó aturdido por la fuerza del restallido del trueno, pero creyó que había visto un altísimo acantilado algunos metros por delante de la embarcación. Y en aquel momento, en lo más alto del terreno, en mitad de la oscuridad, distinguió una débil luz.

Aquella luz fue lo último que vio antes de que el barco chocara contra las rocas. El impulso lo lanzó por la borda, y se golpeó la cabeza contra algo. El mundo explotó y se hizo la oscuridad.

El príncipe del mar

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