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Tres

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Sylvie se dejó caer en una silla junto a la cama de su padre. Por fin había conseguido llevar hasta allí al náufrago. Él se había empeñado en andar, pero se había tambaleado como un borracho durante todo el camino, y ella había tenido que servirle de apoyo. En aquel momento estaba tendido sobre la colcha, en la que había caído a plomo. Sus botas cubiertas de barro colgaban por los pies de la cama, que era demasiado corta para él.

¿Y qué iba a hacer ella ahora? Tenía los músculos como gelatina, estaba sudando y se sentía muy inquieta. No podía dejar morir a aquel hombre. Tenía que hacer lo posible por salvarlo. Sin embargo, ¿qué iba a hacer con él si sobrevivía?

En aquel momento, él estaba indefenso, pero Sylvie no podía saber si, cuando se recuperara, se volvería contra ella como una bestia salvaje.

Ojalá su padre estuviera en casa. Aaron Cragun sabía cosas que no podían aprenderse en los libros. Él sabría cómo enfrentarse a aquella situación. Sin embargo, hasta que volviera, ella estaba sola. Y su prioridad era conseguir que aquel hombre mejorara. Después se preocuparía de protegerse.

—¿Se va a morir? —preguntó Daniel desde la puerta, con cara de pena.

—No, si puedo evitarlo —dijo ella, y se puso en pie—. Vigílalo mientras hago una tisana de corteza de sauce. Después le quitaremos la ropa mojada y lo meteremos en la cama.

Tenía una lata con corteza de sauce porque la madre de Daniel le había enseñado que no había nada mejor para curar unas fiebres. Sylvie la había utilizado en muchas ocasiones desde entonces. Puso unas cuantas cortezas en el hervidor de agua y lo colocó sobre la estufa. Después volvió corriendo a la habitación.

Encontró a Daniel a los pies de la cama, intentando sacarle las botas a Ishmael. El niño estaba muy inclinado hacia atrás, a punto de caerse.

—Espera. Vamos a hacerlo juntos.

Entre los dos, consiguieron quitarle las botas. Después, ella le quitó los calcetines de lana empapados. Sylvie se dio cuenta de que en uno de ellos tenía un agujero.

«Si tuviera esposa, ella se lo habría remedado».

Pero… ¿En qué estaba pensando? Casado o soltero, aquello no era asunto suyo. En aquel momento solo tenía que preocuparse de salvarle la vida.

—Lava estos en el abrevadero y cuélgalos donde las cabras no puedan comérselos. —le dijo, entregándole los calcetines a su hermano—. Después, aclara las botas debajo de la bomba, y cuélgalas boca abajo en los postes de la valla. Déjalas al sol, ¿eh? Para que no se les forme moho.

El niño se marchó a cumplir sus tareas. Era un niño feliz, lleno de vida y de picardía. Ella estaba dispuesta a morir por evitar que pudiera sucederle nada.

Se concentró en Ishmael. Él había empezado a temblar, y le castañeteaban los dientes. Sylvie corrió a la cocina y comprobó que el agua ya había empezado a hervir. Tendría que dejar las cortezas en infusión durante varios minutos para conseguir una tisana fuerte que hiciera efecto. Eso le daba tiempo suficiente para volver junto a su paciente, desvestirlo y meterlo bajo las mantas.

Ishmael tenía los ojos cerrados y la respiración ronca y dificultosa. Seguramente tenía una neumonía a causa del agua fría, pero ella no podía saberlo con certeza. Solo sabía que tenía que mantenerlo caliente, darle la tisana de sauce y tal vez, algo de vapor para aclararle los pulmones.

Eso, y rezar por él.

Mientras le desabotonaba la camisa, le temblaban los dedos.

Él gemía de manera incoherente, sin darse cuenta de que ella estaba quitándole la prenda, sacándosela por la cabeza. Tenía la piel llena de cicatrices, y un suave vello negro en el pecho. Sin embargo, no había tiempo para fijarse en aquellas cosas. Él estaba temblando, y ella tenía que conseguir que entrara en calor.

Como Ishmael había caído encima de la colcha, no podía meterlo en la cama, así que Sylvie salió rápidamente hacia su habitación, tomó la colcha de su propia cama y lo tapó. Él tenía los ojos cerrados, y movía los labios resecos como si quisiera hablar.

—No intentes hablar —le dijo ella suavemente, para calmarlo—. Pronto entrarás en calor, y yo te daré una infusión para la fiebre.

Además, tenía que quitarle los pantalones mojados.

La tarea era agobiante.

Ella se había ocupado de Daniel desde que era un bebé, pero no sabía nada del cuerpo de un hombre adulto.

La idea de ver la desnudez de un extraño hizo que se ruborizara. Pero tenía un plan: le quitaría el pantalón debajo de la colcha, tirando de las perneras hacia abajo, mientras él continuaba decentemente tapado.

Se agachó a un lado del colchón, reunió valor y comenzó a desabrocharle el cinturón.

A través de una neblina febril, Ishmael notó que alguien le estaba quitando el pantalón. Los movimientos ligeros le daban a entender que se trataba de una mujer.

Normalmente no le hubiera importado, pero, ¿si la mujer quería un poco de diversión, por qué era tan sigilosa? ¿Por qué no lo despertaba y le daba la oportunidad de colaborar?

Solo había una cosa que tuviera sentido: le estaba robando.

La agarró de la muñeca, y ella se echó hacia atrás con un grito, intentando zafarse. Sin embargo, él no la soltó.

—¡Suéltame! —gritó la mujer—. ¿Es que no ves que estoy intentando ayudarte?

Él abrió los ojos y, con la vista nublada, vio a una joven muy guapa.

—Me parece que quieres vaciarme los bolsillos —replicó él arrastrando las palabras al hablar. ¿Qué le pasaba en la lengua?

—Estás enfermo —dijo ella—. Quiero quitarte la ropa mojada.

—Me parece que tendrías más fortuna si te quitaras la tuya primero.

—¡Ya basta! —exclamó la mujer—. Si no estuvieras delirando, te daría una bofetada.

—Un poco de brusquedad podría ser divertida, si es lo que te gusta. Todo sea por agradar…

De nuevo, notó que desfallecía. Le resultaba difícil respirar, y más todavía pensar. Le soltó la muñeca.

—¡No te duermas! —le dijo ella. Le agarró la barbilla y le dio un tirón firme—. Cuando te quite la ropa, tienes que meterte bajo la manta. Después te vendaré la herida de la cabeza y te daré algo para la fiebre.

—¿Fiebre?

Era extraño que tuviera fiebre, si tenía toda la piel de gallina. Y en aquel momento, la mujer le estaba desabrochándole los pantalones de nuevo. Él no tenía humor para discutir, y la sensación no era desagradable. Sin embargo, todavía no sabía si era una enfermera, una carterista o una prostituta.

—¡Ahora! —exclamó ella.

Tiró de la cintura de sus pantalones y se los quitó de un solo movimiento. Cuando lo dejó desnudo bajo la colcha, estaba sudando por el esfuerzo. Ishmael oía como jadeaba a los pies de la cama. Después, oyó que su ropa caía al suelo.

—Voy a abrir la cama —dijo la mujer—. Vas a tener que incorporarte durante unos segundos.

—Lo intentaré… —murmuró él, pero casi no podía levantar la cabeza. Estaba tan débil como un gatito recién nacido.

—Vamos —le dijo ella con suavidad. Se inclinó y le pasó el brazo por detrás de los hombros desnudos, y le indicó—: Puedes sentarte en el taburete que está junto a la cama. Sujeta la colcha.

Sí, la maldita colcha. Ishmael se dio cuenta de que a ella le importaba que él siguiera tapado. Fuera quien fuera, era una mujer pudorosa. ¿Una dama? Parecía demasiado pobre como para eso. Era más una chica inocente, criada en los principios religiosos. Él haría bien en controlar la lengua.

Ella le había pasado el brazo por detrás de los hombros y estaba intentando incorporarlo. Él agarró la colcha con una mano y se apoyó en un brazo para impulsarse hacia arriba.

Ella, que no se lo esperaba, se tambaleó y se golpeó con la espalda en la pared. En sus ojos se reflejó el miedo, pero solo durante un momento. Cuando volvió a erguirse, en su preciosa cara había una expresión decidida.

—No te preocupes —le dijo él—. Haz lo que tengas que hacer. No tienes nada que temer.

—Y tú tampoco, siempre y cuando te comportes como es debido —le espetó ella—. Ahora, apártate mientras abro la cama.

Sin soltar la colcha, él se sentó en el taburete. Estar erguido empeoró su mareo. Tenía un pitido muy fuerte en los oídos, y de repente una impresión se apoderó de su mente, llenándola del sonido de las olas, la cubierta de un barco cada vez más inclinado, el resplandor cegador de los relámpagos, las rocas negras, y finalmente, la oscuridad. ¿Eran recuerdos, o solo una mala pasada de la fiebre? Fuera lo que fuera, desapareció.

Sylvie apenas tuvo tiempo de abrir la cama antes de que él se cayera del taburete. Ella lo empujó suavemente para que se desplomara sobre el colchón. Él quedó tendido sobre el costado izquierdo, con las piernas fuera de la cama. La colcha se deslizó al suelo.

—Ishmael, ¿me oyes?

Sylvie se inclinó sobre él. Respiraba, pero tenía los ojos cerrados. No dio señales de haberla oído. Ella apartó la mirada, le subió las piernas al colchón y lo tapó con las mantas. Después tomó la colcha y se la puso encima. Temió que ni siquiera eso fuera suficiente para mantenerlo caliente.

Él había empezado a temblar de nuevo. Le castañeteaban los dientes mientras Sylvie le ceñía bien la manta alrededor de los hombros. Desde la cocina oyó el silbido del hervidor de agua, y salió rápidamente de la habitación para apartarlo del fuego. En pocos minutos estaría lista la infusión de corteza de sauce, y ella esperaba que ayudara. Era lo más fuerte que tenía.

Mientras esperaba, le vendaría la herida de la cabeza.

La madre de Daniel le había enseñado lo poco que sabía sobre hierbas y cataplasmas. Uno de los remedios más útiles era un bálsamo que se hacía de brea de pino, Sylvie tenía un frasco siempre listo para curarle las heridas y los chichones a su activo hermano pequeño. Sin embargo, nunca había tratado nada tan grave como la herida de Ishmael. Ojalá no tuviera que darle puntos de sutura.

Hizo vendas con un viejo camisón de franela, llenó un cuenco de agua caliente y volvió a la habitación. Ishmael estaba de costado, con los ojos cerrados. Le temblaba todo el cuerpo.

Ella le lavó la sangre de la frente, y descubrió que la herida no era tan grande como había pensado. Sin embargo, tenía una hinchazón amoratada alrededor, y eso quería decir que se había dado un golpe fuerte. Seguramente, esa era la causa de la pérdida de memoria.

Le aplicó bálsamo a la herida, y después hizo una compresa fría de rodajas de patata cruda para bajarle la hinchazón. Le vendó la cabeza con las vendas de franela y después fue a comprobar que Daniel estaba bien. Para entonces, la infusión ya estaba lista. Mientras llevaba la primera taza hacia el dormitorio, rezó por que él fuera capaz de tragar y la corteza de sauce hiciera su trabajo.

Haría todo lo posible, pero al final, la vida de Ishmael estaba en manos del destino.

Respirar era una tortura. Pese a todo, Ishmael durmió, se despertó y volvió a dormirse, entre fiebre y temblores. Tuvo la vaga sensación de que alguien le sujetaba la cabeza y le obligaba a tragar un líquido amargo. Al principio se resistió, escupiendo, pero después descubrió que no iban a dejar de atormentarlo, y que era mejor tragar que luchar.

Algunas veces soñó. Eran imágenes desdibujadas y borrosas, sin sentido. Una mujer tomó forma, una mujer alta de ojos azules y melena rizada y oscura. Iba ataviada con un traje de satén granate, y se reía, cantaba y bromeaba con un público de esqueletos elegantemente vestidos. Lo miró con una sonrisa pícara, y después se alejó hacia la oscuridad. Él presintió algo malvado y gritó: «¡Catriona! ». Sin embargo, no hubo respuesta. Ella se marchó y él supo que no iba a volver a verla.

En algunos momentos emergió a la superficie como si fuera un buceador que iba a tomar aire. Entonces, vio uno par de ojos grises, llenos de calma, que lo observaban. Su mente llegaba a aquellos ojos de una forma que sus manos no podían llegar. Eran su vínculo con la conciencia, su faro para seguir el camino.

En otros momentos notaba unas manos que le enjugaban la humedad de la cara y volvían a hacerle tragar aquel líquido amargo. No supo cuánto tiempo pasó. Cuando volvió a despertar era de noche. Sin embargo, ¿era aquella la primera noche, o una noche de tantas? Había perdido la noción del tiempo. Las únicas cosas que le parecían reales, que le anclaban a la realidad, eran aquellos preciosos ojos grises…

Tres días después, hacia el amanecer, la fiebre remitió.

Sylvie se había inclinado hacia delante y se había quedado dormida, con la cabeza descansando ligeramente sobre el pecho de Ishmael.

Estaba tan familiarizada con su respiración dificultosa que el cambio la despertó. Se sentó de un respingo. La vela se había apagado, pero el cielo proyectaba su luz sobre la cara de Ishmael. Tenía los ojos cerrados y la frente y las mejillas empapadas de sudor.

Estaba roncando suavemente, y su cuerpo se había relajado. Sylvie le tocó la frente, y la notó fresca y húmeda. Ella había temido por su vida cuando la fiebre llegó al punto más alto, pero fuera por su fuerza física, o por sus cuidados, o por la Providencia, parecía que iba a vivir.

¿Recordaría algo cuando abriera los ojos? ¿Se despertaría sabiendo quién era y por qué había ido hasta allí? ¿O seguiría siendo Ishmael, el náufrago, el hombre sin recuerdos?

Ella sabía que esos recuerdos seguían allí, en lo más profundo de su mente. La noche anterior, en su estado febril, la había llamado «Catriona» otra vez, no una vez, sino dos. Su vínculo con aquella mujer debía de ser muy fuerte.

Estaba exhausta. Se levantó del taburete y estiró los brazos. Ahora que él estaba durmiendo tranquilamente, ella solo quería meterse en su propia cama. Sin embargo, no podía dejar que se despertara sin saber dónde estaba. En su confusión, tal vez destrozara la casa, o caminara hacia el acantilado, o se perdiera por el bosque. O, peor todavía, podía hacerle daño a Daniel o a ella.

No se atrevía a dejar que se despertara solo. Sin embargo, necesitaba descansar, después de tres noches sin dormir.

Pasó un momento por la habitación de Daniel, para comprobar que el niño estaba bien. El niño había entrado varias veces a la habitación, haciendo pequeños recados y formulando preguntas. Sin embargo, finalmente él también se había agotado, y estaba tendido en su camita. Con suerte, dormiría durante horas.

Sylvie volvió a la habitación de Ishmael, y tuvo una idea atrevida. Él estaba tan profundamente dormido que no iba a despertarse. Y la cama donde estaba era la que su padre había compartido con la madre de Daniel. En ella cabían dos personas.

Miró el espacio que había entre Ishmael y la pared. Allí podría tumbarse, completamente vestida, y taparse con la colcha. No había nada indecoroso en ello.

Con sus últimas fuerzas, subió a la cama y se estiró sobre el colchón. Después se tapó con la colcha.

El lado de la pared estaba helado, pero el cuerpo de Ishmael era cálido. ¿Cómo sería estar casada con un hombre y dormir junto a él todas las noches de su vida?

La pregunta no fue más que un pensamiento fugaz. Mientras escuchaba la calmada respiración de Ishmael, se sumió en un profundo sueño.

Lo primero que oyó fue el canto de un gallo. Ishmael se despertó desorientado y agotado, y vio que la luz del sol entraba por el ojo de buey e inundaba toda la habitación.

¿Un ojo de buey? ¿Un gallo? ¿Dónde demonios estaba?

Intentó hacer memoria. ¿Acaso había estado enfermo? El dolor de cabeza que sentía le dio a entender que sí. Se palpó la frente y sintió una venda, y también se dio cuenta de que tenía un bálsamo bajo ella. No solo estaba enfermo, sino que se había herido. Y en aquel momento, estaba desnudo, metido en una cama extraña.

Cuando se incorporó para sentarse, se dio cuenta de que no estaba solo. Había un cuerpo muy ligero sobre la manta de la cama. Era un cuerpo cálido.

Moviéndose con cautela, se colocó de costado y se apoyó en un codo.

Entonces, se le cortó la respiración.

La chica estaba tendida a su lado, estirada contra la pared. Tenía los ojos cerrados, y su pelo dorado estaba extendido sobre la almohada. A la luz de la mañana, sus labios eran suaves, rosados. Y al contrario que él, ella estaba completamente vestida.

Casi sin atreverse a respirar, se permitió observarla con atención, y recordó su nombre: Sylvie. Y recordó haberla visto sobre él, con ojeras de cansancio, para obligarle a tragar un líquido desagradable, una y otra vez. Fuera lo que fuera, había funcionado. Él tenía la sensación de que iba a sobrevivir.

¿Qué más recordaba? Tenía la vaga impresión de haber subido por un acantilado, y de ver una casa que parecía el casco de un barco. Debía de estar en aquella casa. Eso explicaría que las ventanas fueran ojos de buey. Y recordaba que, antes de todo aquello, Sylvie le había ayudado a ponerse en pie en la playa, y que le había bautizado con el nombre de Ishmael. Sin embargo, antes de aquello solo había un vacío en su mente.

Dios Santo, ¿qué era lo que no podía recordar?

Tal vez la chica, Sylvie, supiera más de lo que le había dicho. Tuvo la tentación de despertarla, pero ella tenía un aspecto tan inocente… Además, sería ridículo intentar tomar las riendas de la situación estando completamente desnudo bajo las mantas.

¿Qué había hecho aquella criatura con su ropa? Si estaba intentando mantenerlo prisionero, había tomado medidas muy inteligentes, porque él no llegaría muy lejos desnudo y descalzo.

Se sintió inquieto. Estiró las piernas hacia los pies de la cama y sintió un calambre espantoso en la pantorrilla izquierda. Con un juramento, se agarró el músculo que se le había contraído.

Sylvie abrió los ojos y se sentó de golpe, agarrándose la colcha contra el pecho como si fuera un escudo.

—¿Qué-qué estás haciendo?

—Me duele —gruñó él.

—¿Qué te pasa? ¿Necesitas ayuda?

—Tengo un calambre horrible. Necesito levantarme y estirarme.

—Me taparé los ojos.

—Tengo una idea mejor. Ve a buscar mi ropa adonde la hayas guardado.

—La he aclarado, la he puesto a secar y la he doblado. Pero no parece que estés lo suficientemente fuerte como para levantarte.

—Estoy perfectamente bien como para vestirme. ¡Ve a buscar mi ropa ahora mismo!

Al decir aquella última frase, se dio la vuelta y puso los pies en el suelo, mostrándole la amplia extensión de su espalda desnuda a Sylvie.

—¡Oh!

Ella, con un jadeo de indignación, apartó la colcha, se puso en pie por los pies de la cama y salió de la habitación dando un portazo.

Él se puso en pie y estiró la pierna para liberarse de aquel calambre. Había sido muy duro con la chica. Demasiado, teniendo en cuenta que seguramente, ella le había salvado la vida. Sin embargo, si pensaba que lo iba a tener encerrado y desnudo, se equivocaba. Él iba a salir de allí aunque tuviera que envolverse en la sábana como un romano.

Ahora que se había levantado, volvió a marearse. Tenía un martilleo constante en la cabeza. Pero se había puesto en pie, y así iba a continuar. Y no descansaría hasta que supiera lo que tenía que saber de aquel lugar y lo que le había ocurrido.

Con las piernas temblorosas, Sylvie se apoyó en la puerta cerrada. Para haber decidido que iba a estar a cargo de la situación, el comienzo había sido lamentable. Lo único que había tenido que hacer aquel hombre había sido darle una mala contestación y desnudar su espléndida espalda, y ella había salido de la habitación como un conejo asustado.

Pero eso estaba a punto de cambiar. No pensaba darle la ropa, ni el desayuno, hasta que hubiera aceptado sus normas.

Se fue a la cocina y puso carbón en el fuego para hacer el café. Hacía dos noches que había metido la ropa limpia y las botas secas de Ishmael en su propia habitación, bajo la cama. Todavía estaban allí, escondidas. Y no pensaba dárselas hasta que fuera seguro.

Después de ir a ver a Daniel, que seguía durmiendo, volvió hacia la puerta cerrada. Desde fuera no se oía nada. Sylvie titubeó con la mano en el pomo. ¿Estaba esperando Ishmael para hacerle una emboscada y robarle todo lo que tenía? Aunque estuviera enfermo, parecía que tenía fuerzas suficientes como para vencerla.

Fue a la puerta principal y tomó la escopeta cargada de su enganche. Mejor prevenir que curar, se dijo mientras volvía a la habitación. Abrió la puerta. Entonces, soltó un jadeo.

Ishmael estaba tendido en la cama, envuelto en la sábana, inconsciente.

El príncipe del mar

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