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HISTORIA DE NUESTROS COCHES

El primer coche que tuvimos fue un 1500, un coche que nos parecía inmenso. Papá y mamá iban delante y nosotros cuatro atrás. Que seis personas viajaran en un turismo entonces era muy normal. Incluso más. Recuerdo viajes en los que también iba la abuela, que se ponía a Daniel sobre las piernas. Claro, éramos muy pequeños.

El viaje duraba más de seis horas, porque mamá no dejaba correr a papá, que se ponía de un humor fúnebre cada vez que ella le decía: “No corras tanto, que llevas cuatro niños”. Entonces discutían y para nosotros era muy divertido, porque ninguno aceptaba que el otro dijera la última palabra y se pasaban muchos kilómetros contestándose uno a otro, y solo se callaban cuando descubrían que hacíamos apuestas con el número de réplicas de cada uno.

Hacíamos dos paradas, una para echar gasolina y otra para estirar las piernas. O sea, hacíamos el viaje en tres tramos. El primero hasta pasado el túnel de Guadarrama. Parábamos en Ataquines, donde mamá siempre nos contaba la historia de la reina que al pasar por aquel pueblo le había pedido a una de sus doncellas: “Ata aquí, Inés”, refiriéndose a los cordones de un zapato que se le habían desatado. El segundo tramo hasta las afueras de Benavente, donde parábamos junto a una ermita cuyo tejado se había hundido pero conservaba entero un arco, que se mantenía en pie como por arte de magia. Y el tercero, hasta el pueblo, hasta La Carballa, adonde, al final, no queríamos llegar nunca, y así, paradójicamente, alargar el placer de llegar.

Era un viaje largo, pero nada comparado con el día entero que nos pasábamos en trenes y autobuses cuando aún no teníamos coche, viajes tras los que llegábamos agotados, aturdidos, sin interés por nada que no fuese meternos en la cama. En el coche también nos quedábamos dormidos en algún momento. Pero por turnos. Sin proponérnoslo, siempre uno se quedaba de guardia, por si había algo por lo que merecía la pena despertar a los demás (tres coches rojos seguidos, una mujer conduciendo sola, una moto con sidecar…). Solo durante el último tramo todos permanecíamos despiertos. Armábamos un gran alboroto. Sentíamos tan cerca el final del viaje, que ya no podíamos estarnos quietos. Ni siquiera cuando murió mamá… Un alboroto que iba creciendo hasta que alcanzaba un punto culminante, un punto de exaltación en el que el bullicio y los gritos resultaban molestos incluso para nosotros. Entonces mamá se volvía, pegaba dos voces y sacaba a pasear la mano, y la calma se restablecía en un tiempo razonable. Aún había algún amago de rebelión, pero a mamá le bastaba con volver la cabeza para anularlo.

No sé por qué, me conmueve el recuerdo de aquel primer coche. Lo siento como uno más de la familia. Más un ser vivo que una máquina. Un coche en el que mamá seguía pareciendo mamá, no una señora sentada en una máquina. Con el tiempo fue perdiendo el color, llenándose de arañazos, volviéndose insignificante, invisible. Me da pena de él. Teníamos que haberlo tratado mejor. Siento el mismo remordimiento que cuando uno se reprocha no haber sido mejor con alguien que ya ha muerto. Me da pena por la gente que no merecía haber montado en él y que montó, por los caminos por los que lo metimos, por el mucho peso con el que lo cargábamos. Siempre iba tan lleno que había que llevar algún bulto junto a los pies. Una vez se nos reventó una rueda y tuvimos que vaciar el maletero en el arcén para sacar la rueda de repuesto y el gato y todo eso. Dios mío, cuántas bolsas cabían en aquel maletero. Infinitas bolsas de plástico. De despreciado material no biodegradable. Bolsas que nos avergonzaban, tan poco elegantes, impresentables, como cuerpos deformes, como una prolongación de nosotros mismos. Que cumplieron con su trabajo, bolsas de plástico, indestructibles, eternas y que han desaparecido para siempre.

Después del 1500 tuvimos un Renault ranchera. Creo que era un poco más ancho, pero como también nosotros nos habíamos hecho más grandes, la sensación es que era más pequeño. Abuela ya no conoció ese coche. Con él seguíamos haciendo las dos paradas, en Ataquines y en las afueras de Benavente, la primera por inercia, pues acabaron quitando la gasolinera. En su último viaje mamá no se bajó en ningún momento. Ya estaba enferma y se quedó mirando el exterior con unos ojos infinitamente tristes que nosotros fingíamos no ver. Junto a la ermita dijo: “Debe de ser bonito tener un alma inmortal, aunque solo sea mientras estemos vivos”. Se encontraba tan débil que cuando, en el último tramo, llegó nuestro minuto de euforia, no nos regañó. Hasta pareció que disfrutaba con nuestros gritos.

Papá era aficionado a decir en los viajes frases, iba a decir absurdas. Pero no eran absurdas. Eran idiotas, directamente. Después esas frases podían triunfar o no. Si triunfaban nos pasábamos repitiéndolas una temporada. Algunas, durante años. Por ejemplo: “En mi casa, lo que diga Lucas” –dicho con acento gallego–, lo estuvimos repitiendo mucho tiempo. Una vez dijo papá: “¿Os acordáis? Nuestra frase favorita va a cumplir un año. Qué mayor se ha hecho. Hay que celebrar su cumpleaños”. Mamá murió unos meses después. Siempre que pasábamos por el sitio en el que papá había dicho lo del aniversario, todos nos acordábamos de mamá. Lo sé porque ninguno decía nada.

Poco después de morir mamá, yendo al trabajo, papá tuvo un accidente y, aunque él salió ileso, el coche quedó hecho una porquería. Yo creo que fue un acto inconsciente. Papá quería desembarazarse de aquel chisme que tanto le recordaba a mamá. Compró, con nuestra aprobación, una furgoneta, un coche en el que nosotros, jóvenes, sentíamos que no perdíamos la dignidad al ir sentados en un artilugio burgués.

Seguimos yendo al pueblo, haciendo aquel viaje que ahora nos resultaba tan desolador. A pesar de todo, en el trayecto seguía habiendo un momento en que nuestro humor cambiaba y acabábamos cantando y brindando por el recuerdo de mamá y por la vida, algo a lo que ella se habría sumado.

Por aquellos años comenzaron las obras del tramo hasta Vigo de la autovía del noroeste y nuestro lugar de parada junto a la ermita –donde, por lo que he sabido después, todos rezábamos por mamá– desapareció bajo la nueva calzada.

Papá conoció a una mujer, una compañera del trabajo que no hizo esfuerzos por ganarnos y que le convenció para que se comprase un coche más serio, un coche en el que ninguno de nosotros nos sentíamos a gusto, y desde entonces todos fuimos encontrando disculpas para no volver a hacer aquel viaje.

Creo que papá no se mereció el final tan triste que tuvo. No tenía que haber estado tan solo los últimos años. Aunque la acabó dejando, aquella mujer le hizo mucho daño. Consiguió que nos alejáramos de él. Me arrepiento de no haberle acompañado más. Y sobre todo de no haberle entendido mejor. Él nunca nos reprochó nada. Eso es peor. Cuando murió soñé el mismo sueño durante mucho tiempo. Estábamos él y yo en la barra de un bar. Él bebía en silencio, dándome la espalda, sin querer mirarme. Con el tiempo nos hemos reconciliado. Al menos en los sueños, que no es poco. Hace poco soñé que iba en una moto con mamá y que discutían. Yo los miraba y me preguntaba quién iba a decir la última palabra. Entonces sentí la necesidad de visitar su tumba. Me gusta que estén juntos en el mismo panteón. Es como si siguiesen viajando en el mismo coche. Me gusta pensar que la mejor época de sus vidas fue el tiempo que vivieron juntos. Quizá los años en que fueron novios y aún no había nacido ninguno de nosotros. Aunque no creo. Nos querían demasiado para dejarnos fuera en su preferencia.

Hace pocos meses mis hijas quisieron conocer el pueblo del que tantas veces les había hablado. También quería que viesen las tumbas de los abuelos. No hicimos ninguna parada. Había llenado el depósito y había obligado a las niñas a ir al baño antes de salir. Ahora el viaje se hace en tres horas escasas. Ellas fueron casi todo el camino dormidas. No les pude contar la etimología de Ataquines, ni todas las batallitas de las que me iba acordando a medida que pasábamos por Rueda, por Medina, por Tordesillas… En Vega de Valdetronco hay una iglesia sin tejado que conserva dos arcos. No les pude explicar que nuestra ermita desaparecida tenía uno igual.

Ya cerca de La Carballa sentí una euforia que me recordó la que sentía con mis hermanos y que nos llevaba a volvernos locos, hasta que mamá nos devolvía la cordura. Entonces me pregunté si nuestra exaltación se producía siempre en el mismo punto.

A la vuelta de ese viaje, pregunté a mis hermanos si se acordaban de los detalles de aquellos momentos en que nos sentíamos inspirados. Félix tenía recuerdos muy imprecisos. Daniel ni siquiera recordaba aquellos arrebatos. César, el mayor, dijo que él creía que ocurría pasado Colinas de Trasmonte, después de una curva a la izquierda que hacía la carretera y que ponía frente a nosotros las montañas en las que terminaba nuestro viaje, una curva que aprovechábamos para dejarnos llevar por la inercia y amontonarnos entre risas unos encima de otros. Pero yo recuerdo que, al menos alguno de aquellos episodios, ocurría en un pueblo. Es decir, en una travesía. Examinando un mapa, descubrí que el pueblo que mejor se ajusta a los recuerdos de César es Camarzana.

Hace unos días leí que en Camarzana se han descubierto los restos de una villa romana que yace bajo el pueblo. Una villa que quedó abandonada a finales del siglo V. Cientos de años más tarde, se fundó el pueblo encima. Más de mil quinientos años después, todas las casas del pueblo aún tienen sus muros alineados con los de la villa.

En este yacimiento han aparecido numerosos mosaicos romanos. El motivo de uno de ellos, el más grande, que adornaba el suelo del peristilo de la villa, es Orfeo, el dios cuya música exaltaba a todas las criaturas. Más exactamente, Orfeo y los animales, una alegoría que representa los estados por los que pasa el alma en la peregrinación que culmina en la inmortalidad. Todavía no se ha excavado por completo, pero se sospecha que el punto central del mosaico se encuentra debajo de la carretera.

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