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LA ISLA DE LOS MUERTOS

La Biblia dice que el remordimiento y el arrepentimiento pueden cambiar el pasado. O debería decirlo. Yo soy hija de Amancio, el cabrero. Cuando murió mi padre nos fuimos muy largo de aquí, a un pueblo que está a diez leguas. Pero desde entonces todos los años vengo en julio, andando, cuando más aprieta el calor, a visitar el cementerio. Yo he visto cómo el pueblo se iba despoblando, cómo iba quedando abandonado. Esta era nuestra casa. Ya ven cómo la ha invadido la vegetación. Las zarzas han saltado las tapias del huerto y han entrado por debajo de la puerta y por el tejado. Han metido los dedos en las grietas y en los agujeros para hacerlos grandes. Toda esta maleza se alimenta de tiempo. Y aquí hay mucho. ¿Verdad que parecen pensamientos atormentados? Qué hermosa y qué insensata es la naturaleza. Yo creo que cuando nos morimos nuestra memoria se queda en el mundo y que tarde o temprano asoma a través de algún cuerpo, de algún objeto. Se hace visible. La tierra recuerda a quienes la han pisado. Las personas son fantasmas que se hacen materiales. Y aunque sean materiales, son fantasmas. A mí me gustaría cambiar el pasado. Dejar otra memoria. Hace poco mi nieta me leyó la historia de un hombre que quería haber ido a Marte. No que quería “ir”. Sino “haber ido”. Le implantaban en el cerebro un paquete de recuerdos y desde entonces “había estado” en Marte. Cambiar la memoria equivale a viajar en el tiempo hacia el pasado y modificarlo. Los efectos son los mismos. Quizá un cambio en la memoria modifique realmente el pasado. Y eso es lo que hace el remordimiento. Yo, aquí, de niña, tenía dos amigas. Una buena y otra mala. La mala se llamaba Manuela y era algo mayor que yo. Alta, huesuda, con dos pechitos puntiagudos, como dos gritos histéricos, simpática, muy ocurrente. Nunca te aburrías con ella. La buena era muy buena, de verdad. Se llamaba Bea y vivía con sus abuelos. Era unos años más pequeña que nosotras. A Manuela y a mí nos gustaba hacerla sufrir. No la odiábamos. Lo hacíamos por divertirnos. Bea no tenía con quién ir, por eso siempre estaba con nosotras. Debía de pensar que con el tiempo la querríamos. Una vez nos pillaron robando fruta en un huerto. Bueno, realmente nos pillaron a Manuela y a mí, pues Bea no quiso entrar. Se quedó fuera. El dueño nos pilló a las tres y nos dio unos azotes que aún me duelen. Bea podía haber dicho la verdad y haberse salvado, pero no quiso acusarnos, y aguantó los golpes sin quejarse. Esa superioridad nos dolió más que los golpes. Desde ese día la odiamos. Le dijimos que no volviese con nosotras. Claramente, sin equívocos. Que no éramos sus amigas. Que no la queríamos. Que no la quería nadie, añadimos al final, para hacerle más daño. Muchas veces íbamos a jugar a un sitio que llamábamos “La isla de los muertos”, no sé por qué fantasía infantil. Era un redondel despejado y rodeado de árboles (creo que eran fresnos) en medio del campo. Sí, es verdad, tenía algo de isla. Allí era donde los "ricos" (por llamarlos de alguna forma, pues no eran ricos, de ninguna manera) tiraban lo que ya no les servía. No la basura, porque la basura se tiraba en los corrales para que se amasase con el estiércol de los animales, que era con lo que se abonaban las tierras. En “La isla de los muertos” tiraban los ricos lo que les estorbaba. Los pobres no tiraban nada. Todo les servía. Y los ricos, no es que tirasen maravillas, pues casi siempre eran cajas, cosas rotas y trastos sin utilidad, pero para nuestros ojos infantiles eran tesoros con los que jugábamos durante meses. Recuerdo una mecedora muy rota, que se ladeaba violenta, peligrosamente, en cuanto te sentabas en ella, y que fue lo único que llenó nuestras vidas durante mucho tiempo. O una jaula con barrotes dorados, muchos de ellos rotos, en la que, como estábamos impacientes por estrenarla y no teníamos ningún pájaro, metimos a un gato, al que tuvimos encerrado muchos días, hasta que consiguió escaparse entre unos barrotes, esquelético, pues no consintió en comer lo que le ofrecíamos. Un día Bea encontró una muñeca con el cuerpo de trapo y la cabeza de cartón. Estaba calva, vieja, sucia y tenía muchos rotos... Pero era preciosa. Nunca habíamos visto una muñeca. Nunca. Bea la miraba como si fuera una aparición. Le volvimos a decir que no viniera con nosotras. Que no era nuestra amiga. “Tú estás sola”, le dijimos. Pero la veíamos jugar con la muñeca y comprendíamos que no estaba sola. No podíamos soportarlo. Unos días después conseguimos convencerla de que la muñeca tenía la cara muy sucia y debía lavársela. La acompañamos a la fuente. Nosotras sabíamos lo que le iba a pasar al cartón de la cara. Con qué alegría vimos cómo se le ablandaba y se le deformaba. Parecía un monstruo. “Yo creo que se ha muerto”, le dijo Manuela. Bea se marchó corriendo. Por la noche los abuelos nos preguntaron por ella. No había vuelto a casa. El pueblo entero la buscó durante toda la noche. Nosotras nos unimos a la búsqueda por la mañana. Decíamos que se había escondido. Que estaba triste y no quería ver a nadie. Sin embargo, el primer sitio en el que buscamos fue el pozo de la señora Quintina, el lugar que más miedo nos daba del mundo. Nos asomamos a la tapia y vimos su pelo flotando. Pensamos que se lo había cortado y lo había tirado allí como un sacrificio ofrecido a su muñeca calva. Pero debajo estaba el resto del cuerpo. La muñeca no apareció nunca. Fue un 15 de julio. Siempre que visito el cementerio pienso lo mismo: Qué tumba tan pequeña. En esta casa vivía. Muchas veces entro y camino en penumbra hasta la cocina. Sigue habiendo moscas. Quizá son recuerdos. La última en morir fue la abuela, una vieja que siempre nos daba el mismo consejo: no recéis a San Antonio, que es un santo muy vengatible. Aún está aquí todo lo que tenía: una silla, una estampa de la Virgen y una jarra de agua. Parece que las tres cosas están en el pasado. Las toco y siento que toco aquellos días. La cosa más increíble del mundo es lo que pasa con las personas con las que estamos a diario, las que siempre están presentes, siempre a la vista, las que no hay que buscar. Pasa lo mismo con esos cultivos que se extienden hasta más allá del horizonte y que cuando los atravesamos en coche estamos viendo durante horas y horas, kilómetros y kilómetros, interminablemente, hasta que de pronto ocurre lo más extraordinario: se acaban.

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