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2 Sobre el secreto

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Los locos se avienen mal con el secreto, defecto que condiciona de continuo nuestro trato con ellos. El diálogo con un psicótico se sostiene de forma inestable sobre este impedimento. En el fondo de su sufrimiento encontramos sin excepciones ese motivo principal. A primera vista la facultad natural para tener secretos parece una disposición innata, pero en realidad es producto de una génesis complicada. Sin capacidad para administrar lo oculto no hay modo de proteger la intimidad del curioseo y la intervención de los demás. Al fin y al cabo, la disposición para encubrir la vida mental a espaldas de los padres es uno de los factores más potentes de la formación del yo, como subrayó Víctor Tausk al estudiar la máquina de influenciar en los esquizofrénicos; investigación que, por otra parte, constituye el primer intento de analizar con lupa este acontecimiento.

La importancia que rodea al secreto proviene de su necesidad. La madurez y el desarrollo mental nacen de él. Sin recursos para guardar algo escondido caemos en la locura. Una de las más incisivas definiciones de la esquizofrenia la identifica como el mal de aquellos que no pueden tener secretos. Esquizofrénico es quien no ha logrado la intimidad imprescindible para mantener a resguardo sus pensamientos, por lo que cree que cualquiera se entera de ellos o se los impone arbitrariamente. Eso cuando no se los roban o los divulgan por cualquier medio. De esto se quejan o alardean, indistintamente, todos los esquizofrénicos. Y si se ha dicho que los clínicos debemos ser secretarios de los locos es porque nuestra obligación es registrar lo que nos dicen e intentar ponerlo a salvo. Aunque, al final, es su exceso de claridad lo que convierte su falta de secreto en un enigma al que no estamos acostumbrados, y también en un compromiso de secreto para nosotros, los encargados de su custodia. Si los locos nos resultan incomprensibles es por ese detalle, porque no hay en su interior mucho que indagar, revelar o de lo que tomar conciencia. Todo aparece en ellos, según Freud, a cielo abierto, lo que nos hace chocar de bruces y sin mediación contra su insondable misterio.

Por lo demás, no son transparentes sin más sino doblemente, de una forma compleja, lo que añade más dificultad. Por un lado, sufren porque se puede ver en su interior sin barreras, pero, por otro, creen también, con relativo goce, que los demás ven mediante su inteligencia, gracias a que su razón transparenta las cosas y desvela su verdad. No es de menospreciar la idea de que la realidad más honda se ve siguiendo la mirada cristalina de los esquizofrénicos, como si fueran una brújula que guía nuestro conocimiento.

Locura y secreto van tan unidos que, a fin de cuentas, la lucha del loco se reduce a una construcción o una reivindicación de intimidad. Reacciona con fuerza cuando siente que la vulneran o se la hurtan, aunque en el fondo apenas haya nada que trasgredir o robar. Le quitan todo a poco que le quiten, pues los locos se llenan y se vacían enseguida. Dado que sienten el despojo en grado extremo, ante cualquier atisbo de ocultación o simulación con la que reaccionen debemos cuidarnos de ser prudentes y respetuosos. La consideración más delicada que podamos esgrimir en el trato con el paciente tiene aquí su aposento, hecho que nunca debemos pasar por alto. Nada hay tan imprescindible en nuestro trabajo como aceptar el silencio o la simulación de los enfermos, evitando denostarlos enseguida como si se tratara de un gesto ladino o de una manipulación intencionada. Sus trampas solo responden a un intento cabal por lograr una mínima opacidad y construir una cámara secreta donde esconder algún pensamiento.

En su seminario sobre «El poder psiquiátrico», Foucault sostuvo que la cruz de la psiquiatría durante el siglo XIX fue la simulación. No la simulación del que no está loco y se lo hace, que para ese tenemos armas que desenmascaran la mentira, sino la simulación interna de la propia locura. Es decir, la maestría del que miente mediante los síntomas: «La mentira de la simulación, la locura simulando la locura, este ha sido el antipoder de los locos frente al poder psiquiátrico». Se entiende, por lo tanto, que las prácticas de maniobrar e inquirir a los pacientes para que cuenten algo, nombren sus síntomas con nuestro lenguaje o reconozcan la verdad, que han orientado los usos de la psiquiatría antigua y lo siguen haciendo bajo mil eufemismos psicoeducativos o psicoterapéuticos, solo conduzcan a agudizar su malestar o a someter al enfermo a nuestra autoridad, como si esto constituyera por sí mismo una promesa de salud.

En cualquier caso, nuestra curiosidad, incluso si nace de un legítimo deseo de saber y no de la soberbia de obligar a confesar, necesita someterse a un principio de austeridad. A un fundamento que, en general sin saberlo, cumplen muchas prácticas terapéuticas actuales, que propenden a despreocuparse por lo que dicen los locos, como si su discurso no solo careciera de importancia sino que ni siquiera fuera con ellos. El reconocido éxito de ciertas actividades rehabilitadoras reside precisamente en esta tentación de pasar de puntillas sobre los contenidos mentales y limitarse a un acercamiento meramente conductual, sin muchas imposiciones interpretativas. Evitando estas injerencias se ayuda al intento titubeante del psicótico por construir una vida más íntima y reservada, pero a cambio sumen voluntariamente al clínico en una ignorancia de consecuencias imprevisibles.

De no ser porque el lenguaje y el trato humano lo exigen, casi convendría no hacer nunca preguntas a los pacientes, por si acaso se sienten dañados o perseguidos por nuestro interés. Y aunque semejante inhibición resulta impracticable, y podría ser considerada como una prueba de indiferencia, debemos tener siempre presente esta intención como un posible ideal que guíe nuestra curiosidad. Hasta tal punto, que cualquier reserva o simple circunspección que abriguen los psicóticos no solo no debe de ser atacada sino que es necesario potenciarla en la medida de lo posible. La reticencia de los enfermos es un signo positivo que cabe proteger todo lo que podamos. No hay que tomarlo como un defecto más que tenemos necesariamente que corregir, sino como algo que debe promoverse. El primer paso curativo del psicótico, su primer combate, cosa fácil de entender, consiste en aprender a ocultar la enfermedad. Y ese primer paso puede consistir simplemente en un mutismo radical.

No hay que pasar por alto, además, que la dinámica del deseo es una farsa necesaria que el psicótico no sabe representar. Su miedo ante el deseo es tan intenso como la ignorancia de las leyes que rigen su participación en la convivencia. Le cuesta aprender a seducir y engañar, pues son recursos que necesitan como punto de apoyo el secreto. Su comportamiento suele ser semejante al de aquel que anhela un apetitoso plato de la vida que luego es incapaz de digerir y se excusa con la inapetencia.

En esta encrucijada, fría y ardiente a la vez, se centra la gran dificultad que plantea el trato con los psicóticos. Por un lado, la amistad, el interés, la elección, la preocupación o cualquier muestra de afecto hacia él, deben ser avivados, lo que sucede fácilmente cuando se les escucha sin condiciones previas y aceptando un grado suficiente de afinidad sin sentirnos inseguros ni avergonzados. Pero, por otro, debemos tener presente que en cuanto ese deseo toca una zona delicada o se transforma en un sentimiento demasiado íntimo y personal, el psicótico no sabe encajarlo y se ve obligado a reaccionar: destruye la relación, se aísla o se cree perseguido y vigilado. Cualquier muestra de intimidad que desborde sus límites supone desgarrar su velo de privacidad y someterle de nuevo a la transparencia inerme que le ha enloquecido.

En virtud de esta atención al secreto, debemos ser especialmente prudentes a la hora de volcar su vida en los informes clínicos que se nos exigen. El informe perfecto de un esquizofrénico debería consistir en una página en blanco. Sin embargo, como esto no es posible sin violentar las obligaciones profesionales ni dejar de llamar a las cosas por su nombre, es imprescindible procurar que cuanto escribimos y dirimimos en esos decretos clínicos se guíe por el ideal de lo ausente antes que, como suele ser habitual, lo hagamos por la razón de lo evidente. Nada puede resultar más perjudicial que un informe amplio, claro y definitivo, es decir, nada es más insensato que un buen informe. Puede complacer el orgullo médico y despertar admiración entre los profesionales, pero su efecto será dudoso si llega a manos del paciente.

Con toda probabilidad el delirio no es más que un intento parcial por poner a salvo algún secreto. Cuando funciona bien, esto es, como una persiana que se baja a voluntad, convierte al psicótico en un ser incomprensible e inexpugnable, que son dos condiciones necesarias para su estabilidad. Y si no acierta aún a delirar, al menos puede esparcir neologismos aislados que, como pararrayos de la conciencia, concentran la atención de los demás en ese punto y ayudan a poner a salvo los restos aún conservados de intimidad.

De este modo se entiende que algunos ímpetus paranoides, guiados por un anhelo desmedido de transparencia, como es el caso de Rousseau en su afán de contar toda la verdad, se diera de bruces con la persecución. «Emprendo una tarea —escribe al comienzo de sus Confesiones— de la que jamás hubo ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero descubrir ante mis semejantes a un hombre con toda la verdad de la naturaleza, y este hombre soy yo». Rousseau ignora que solo enfermando puede contarse toda la verdad. Mientras tanto, vivir sano es hacer trampa y mentir. «Confesión y mentira son lo mismo —escribe Kafka en un cuaderno de 1920—. Para poder confesar se miente. Lo que uno es no puede expresarse, precisamente por ser lo que uno es; solo se puede comunicar lo que uno no es, es decir, la mentira».

Cuando uno quiere conocer todo de sí mismo, llega a la conclusión de que son los demás los que saben de él. En el panóptico de la modernidad, donde el secreto desaparece, se ha pasado de verlo todo a ser visto por todos los demás. Por ello es cierto que el exceso de verdad sobre sí, sin que esto sea tomado como una excusa oblicua para no ser sincero, conduce directamente a una debilidad fundamental: a la desconfianza y la idea paranoide. Quien cree saber todo sobre uno mismo se entrega a la curiosidad ajena y a la pérdida de intimidad. Entrega su deseo al otro, que se lo devuelve convertido en gozo e intencionalidad. En El show de Truman, película tan citada por los enfermos, que cabe entender platónicamente como el moderno mito de la caverna, el protagonista de la película ya no ve solo sombras de realidad, sino que la realidad le ve a él y le espía por detrás.

Sobre la locura

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