Читать книгу Caña moral - Fernando Cruz - Страница 7

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1.2. Hace pocas horas se las mostré, perfectas, dentro de una bolsa ziploc transparente. Seis granadas de mano rojas, una para cada uno. Despegué el abre fácil y se las pasé a Schmidt. Sin quitarles la vista, Bianchi nos decía que la fiesta era el contexto ideal para «darse la torta»: anular el espanto y probar, sin miedo, los límites del cuerpo. «Una fiesta perfecta sin chulas drogadictas ni mafiosos en el VIP», dijo Bianchi, orgulloso. ¿Chulas drogadictas?, preguntó Schmidt, sorprendido. No era una pose. Fue una pregunta auténtica, articulada a tal velocidad que no hizo más que agregar una entonación interrogativa. Bianchi le pidió que no se hiciera el tonto. No necesitaba fingir que no pertenecía a ese mundo, a nuestro mundo. Nos había acompañado decenas de veces a fiestas parecidas, por lo que era imposible que no las hubiese visto. Schmidt tomó un sorbo de piscola y lo miró, impasible, esperando una respuesta. Las chulas drogadictas, continuó Bianchi, falsamente molesto, eran minas bien ricas, súper ricas. Objetivamente ricas. A él le encantaban las chulas drogadictas, reconoció, y si no tuviese que cuidar su imagen, su reputación, iría con todo por una chula. Con todo, repitió. El problema de las chulas es justamente la etiqueta: son chulas. Pueden venir de cualquier parte, dijo Bianchi, de regiones, Maipú o el centro. No importaba. Se veían y hablaban como chulas. Agarraban como chulas. Incluso tomaban como chulas. Schmidt, desorientado, le preguntó cómo podía identificarlas si en esas fiestas todos se veían más o menos igual. Nadie, al menos en la superficie, se preocupaba por el origen social de los demás porque, según él, todos iban a lo mismo: drogarse y pasar piola. «Obvio que te dai cuenta, hueón», dijo Bianchi, divertido. «Son las únicas minas que muestran todo, hueón, muestran teta, culo, guata, tatuajes, todo, hueón». Además, continuó, siempre andan con tipos tatuados de camisa abierta, musculosos o al menos marcados. Microtraficantes, aseguró, que normalmente se pueden encontrar jalando en los baños, a veces encerrados en un cubículo con su chula. Jamás toman pastillas: siempre jalan, y eso explicaría su presencia en el VIP: ellos son quienes abastecen esas fiestas. Entran, venden las pastillas y llevan los jales para ellos. Ellos jalan, dijo Bianchi con tono de estar enseñando matemática básica a un niño con problemas de aprendizaje, porque es algo de su clase social. Jalar es flaite. Es indecente. Es sorberse los mocos y gruñir, frotándose el tabique. El jale tiene un estigma social, tiene una marca de clase social, concluyó. Mientras lo escuchaba, Schmidt tomó la bolsa y la puso con cuidado en una de sus palmas, sin apretarla. Apenas Bianchi terminó de hablar, me preguntó si las había googleado. Existen páginas en donde se describen los efectos primarios y secundarios de cada pastilla de acuerdo con el color y la forma, explicó. Sacó tres y se las puso en la palma izquierda. Las miró con la misma fascinación con la que algunos contemplan a sus guaguas dormir la siesta. Se sentía una brisa tibia, casi caliente, que se mezclaba con el olor a grasa vieja de la parrilla recién encendida. Schmidt tenía su piscola en la axila derecha, levemente inclinada. «Veamos que dice el guatón Google», dijo, bajando el antebrazo con cuidado, como si fuese el primer prototipo de un brazo robótico. Metió la mitad de sus dedos en el bolsillo, forcejeando para entrar e inclinando el torso hacia atrás para proteger el contenido del vaso. Sin embargo, la piscola se comenzó a derramar igual. Primero fue un poco, unos pequeños saltos del líquido sobre el pasto. Porfiado, siguió intentando liberar el teléfono apretado contra sus jeans grises con esos dedos tiesos como palillos, hasta que el combinado empezó a derramarse en flujos continuos, ininterrumpidos. Con un movimiento reflejo, llevó violentamente su mano izquierda hacia el vaso; la misma mano abierta y horizontal que tenía las pastillas. Los tres gritamos, escandalizados, mientras salían volando a lugares desconocidos del pasto.

Caña moral

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