Читать книгу Caña moral - Fernando Cruz - Страница 8

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1.3. «Mi viejo se está muriendo, hueón», me dijo Bianchi mientras gateábamos por el pasto con los celulares en función linterna. Su papá llevaba tres semanas grave, internado en una clínica. Era previsible. Su cáncer estaba en fase IV y el diagnóstico fue de pocos meses de vida. Se está muriendo, repitió, y él no estaba allá porque no podía. No tenía ningún impedimento físico, como era obvio. Podía estar. Podía aparecer. Se imaginaba entrando a la Alemana, acercándose a los sillones atestados de parientes. Niños jugando con los teléfonos de sus papás, viejos jubilados tomando Nescafé de máquina y hablando de los sueldos de gerente de sus hijos mayores. El problema es que no podía estar. Se apuró en aclarar que no estaba tratando de justificarse. Los hechos eran evidentes: su papá se estaba muriendo en una clínica y él estaba carreteando all-in. Se incorporó hasta quedar en cuclillas y encendió un tabaco previamente enrolado. Todos sabían que se iba a morir por estos días, dijo. Todos. Hace rato que lo desahuciaron. ¿Por qué no se ha muerto?, quise preguntarle, pero no alcancé a decirlo: reconoció que su familia había elegido la respiración artificial y los cuidados paliativos. Él quería morirse hace rato, dijo, pero los demás no lo dejaban. «El problema es lo típico: hay gente que simplemente no puede dejar ir», aseguró, despejando con una mano el humo que salía de su boca. Después me advirtió, en cuatro patas y con el cigarro entre los labios, que no quería enterarse que yo andaba contando la agonía de su papá como una historia con moraleja. Según él, tengo la tendencia a robar anécdotas y deformarlas para jotear minas, ganar discusiones o quedar bien. No quería que esa historia, su historia, quedara convertida en el cuento del insensible que prefirió carretear, estar con los amigos y fumar caño antes que estar con su papá la noche en que se murió. El viejo no se iba a morir esta noche, aseguró. Le quedaban más días, más horas, aunque eso no importaba. No iban a hablar nunca más, dijo Bianchi, porque el viejo ya no estaba para tener conversaciones. Con suerte articulaba dos o tres palabras monosilábicas antes de ahogarse y volver al mutismo impotente que le obligaban las máquinas. Su papá era un emulador de vida humana, un símbolo de un sistema que apenas sobrevive. Bianchi gateó hasta mi posición y me mostró un chat en su teléfono: su hermana le escribía desde la clínica. Allá estaban sus tíos, primos y otros familiares cercanos. «Allá están las pirañas, hueón», dijo Bianchi, tratando de decidir si lo que tenía en las yemas de sus dedos era caca de perro o tierra. «Oliendo sangre, cachando lo que le pueden sacar al viejo». En todas las familias hay gente así, aseguró. Manuel, el hermano menor de su papá, le debía catorce millones, pero estaba en la clínica, cara de raja, buscando que le perdonaran la deuda. Había llevado a su hija y nietos, que seguramente estaban gritando, llorando, pegando mocos en los sillones. La hermana de Bianchi llevaba días insistiéndole que tenía la obligación de despedirse de su papá. Era la última oportunidad de decirle con palabras lo que ambos se habían gritado por más de treinta años y quizás hacer un cierre. Él, aunque fuese el hijo, ahora era un adulto, y se había convertido en el responsable final de terminar con décadas de mala onda. Bianchi no entendía por qué era obligatorio. La relación con su viejo no funcionó. Punto. Para su hermana, la situación era un ahora o nunca. Para él, hace años que era lo último. Ahora el viejo era un cyborg, una vida que apenas se colaba a través de máquinas y sondas. El conflicto estaba cerrado por causas naturales.

Caña moral

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