Читать книгу Caña moral - Fernando Cruz - Страница 9

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1.4. «¿Y ahora cómo vamos a estar “derretidos”?», se burló Valdés casi gritando, iluminando el pasto con una linterna para emergencias que encontró en la cocina. Por qué se nos ocurría decir derretidos, insistió, en vez de drogados, volados, pasados o tostados. Derretidos, derretidísimos, como si la pastilla fuese un chicle que se pega en el paladar y baja, lento pero eficiente, hasta los intestinos. Era curioso, dijo después de esperar que Bianchi se acercara tanto a los parlantes que no era factible que lo escuchara, que nosotros, ejecutivos de alto rendimiento, usáramos un lenguaje tan tierno para referirnos a las drogas ilegales que nos metíamos en el cuerpo. Parecía que estuviésemos hablando de un masticable de manzana (su favorito). Él, en cambio, iba a estar volado o drogado, sin duda. Como siempre se ha dicho.

1.4.1. Schmidt volvió solo y con una piscola en la mano. Trató de buscar con nosotros, en cuclillas, pero Bianchi se lo impidió por miedo a que las pisara. Valdés siguió iluminando y yo me senté en el pasto. Schmidt no salía hace meses y lo necesitaba. Sentía cómo su cuerpo se lo estaba exigiendo, sentía cómo presionaba por estar en esa situación. Hizo castañear los hielos de su vaso y sus ojos claros brillaron como sonriendo. La paternidad era por lejos lo más demandante que había hecho en su vida, siguió, y más aún en estos tiempos. Ahora realmente se espera que hagas algo, no sólo financiar la casa y establecer reglas. Él creció como el cuarto de cinco hermanos, dos mujeres y tres hombres, y jamás vio a su papá hacer algo. Sus hermanas mayores ayudaban; aunque, por supuesto, tenían nanas puertas adentro y afuera. Ahora se espera que los papás laven, cambien, limpien. Para su papá, cambiarle los pañales a uno de sus hijos era un hecho de otra realidad, un mundo en el que él podía ser un satélite que espiaba a las mujeres y guardaba, en un disco duro de capacidad muy limitada, evidencia de una extraña forma de vida. Los viejos buenos tiempos, dijo Schmidt, donde los viejos salían, se perdían todo un fin de semana y se dedicaban a tomar, fumar y desarrollar enfermedades venéreas, y después, al regresar, jamás dar una excusa. Al revés: pedir explicaciones y golpear la mesa, indignados por lo que se hizo y lo que no se hizo en su ausencia. «¡Esa es la hueá, hueón!», dijo Bianchi, contento y en cuatro patas. «Caños, hueveo, copete, lo de siempre, el hueveo de siempre».

1.4.1.1. Schmidt y Valdés comenzaron a probar las funciones de la linterna. Encendieron la radio y una luz intermitente. También una luz roja y una LED excesivamente blanca que parpadeaba, pero no consiguieron regresar a la función tradicional de la linterna.Volví a gatear con la luz de mi teléfono encendida. El pasto estaba un poco húmedo y despedía un olor decadente. Encontré una pastilla y grité. Bianchi se acercó, feliz, sudando. Las otras dos debían estar por ahí, cerca, era improbable que hubiesen saltado lejos. Su hermana seguía mandando mensajes y audios, dijo. Le insistía cada diez minutos que bajara a la clínica. Sus familiares estaban preguntando por qué él no estaba ahí y ella no sabía qué excusa inventar. La verdad era inconfesable; era una herramienta que ellos podían usar sin escrúpulos en el futuro. Le podían echar en cara que él no estuvo esa noche en la que todos estuvieron, en la que todos velaron la agonía del viejo. Casi que quería que eso pasara, que se muriera y ellos se lo tiraran encima para sacárselo de un golpe: patéticos, canallas, ratas. Bianchi quería estar con nosotros. Huevear, hablar, fumar, tomar, escuchar música. Bajar la guardia un rato. Engañarse y creer que la presión no existía, que nadie le estaba exigiendo una contraprestación. Nada existía: la pega, la familia, la ex. Su papá ya casi no existía y él lo notaba. Se llevaban pésimo. No se entendían y pensaban lo contrario en casi todo. Él tenía plata y poder, y ningún criterio que le impidiera ejercerlo sobre su familia. Pero estaba casi muerto y esa fuerza se desvanecía. Ya no sentía esa garra que lo obligaba a aparecer, aunque no quisiera, y tolerar a sus tíos y primos, siendo testigo de cómo le «chupaban el pico» al viejo para sacarle invitaciones y préstamos. Bianchi va a heredar bastante, pero es como si no heredara nada. «Con la Paula nos vamos a tener que encargar de todas las hueás que hay que encargarse cuando se muere tu viejo y está separado y nunca se volvió a casar», dijo, mientras acercaba la luz a las zonas en que el pasto cedía y se podían ver la tierra y las raíces. «Era un imbécil insoportable que va a dejar un cerro de plata pero ninguna instrucción, nada, sobre lo que pasa justo después de que el hueón se muere: qué hacer con el cuerpo, cementerio, cremación, ceremonia, todas esas mierdas».

Caña moral

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