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2 UN CEREBRO EN FORMACIÓN

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El cuerpo humano es impresionante, con el exquisito encaje de todos estos órganos complejos en este espacio finito y su conexión a un sistema de funcionamiento tan equilibrado. Muchos científicos piensan que el cerebro humano medio es el objeto más complejo del universo. El del niño no es solo un cerebro adulto en pequeño, y el crecimiento del cerebro, a diferencia del de la mayoría de los otros órganos del cuerpo, no es un simple proceso que consiste en hacerse más grande. El cerebro cambia a medida que crece, pasa por fases especiales que aprovechan los años de infancia y la protección de la familia, y después, hacia el final de la adolescencia, el impulso hacia la independencia. El cerebro infantil y el adolescente son «impresionables», y hay buenas razones para que así sea. Del mismo modo que, en la proceso de la impronta, el polluelo reconoce a la mamá gallina, los niños y adolescentes humanos vivimos la «impronta» de nuestras experiencias, unas experiencias que pueden influir en lo que queramos ser de mayores.

Así me ocurrió a mí. Viví la «impronta» de la neurociencia y la medicina muy pronto. Mis experiencias fueron el caldo de cultivo de una curiosidad irresistible que me ha tenido en vilo desde los años del instituto, pasando por la facultad de medicina y los estudios de doctorado, hasta la actualidad. Era la mayor de tres hermanos de una acomodada familia de Connecticut, a solo cuarenta minutos de Manhattan. Vivía en Greenwich, donde ya por entonces residían actores, escritores, músicos, políticos, banqueros y otras personas de considerables recursos económicos. Allí nació la actriz Glenn Close, vivió en su infancia el presidente George H. W. Bush, y allí murió el gran director de orquesta Tommy Dorsey.

Mis padres eran de Inglaterra; habían emigrado a Estados Unidos al finalizar la Segunda Guerra Mundial, y mi padre prosiguió con los estudios de medicina iniciados en Londres e hizo la residencia en urología en Columbia. Ambos pensaron que Greenwich era un magnífico lugar donde asentarse, bien comunicado con Nueva York, a la que se llegaba en poco tiempo. Era cuestión de comodidad, y no tuvieron en consideración alguna el estatus de residencia de famosos de la ciudad. Tal vez por influencia de mi padre, me atraían las matemáticas y las ciencias. Para mí, un momento importante de la «impronta» que me empujó en esa dirección de la medicina fue una clase de biología de noveno en Greenwich Academy, cuando yo tenía quince años. Lo mejor para mí, algo realmente memorable, fue cuando se nos dio a cada una el feto de un cerdo para diseccionarlo. Muchas compañeras se desplomaron sobre la silla cuando se les dijo que rebanaran aquellos pequeños mamíferos, algunas salieron corriendo hacia los aseos, mareadas y sin poder evitar las arcadas, pero unas pocas nos pusimos manos a la obra enseguida. Fue uno de esos momentos decisivos de la vida. Las científicas quedaron separadas de las destinadas a ser las escritoras, abogadas o personas de negocios del futuro.

Las venas y arterias de los fetos, previamente inyectadas de látex, destacaban visiblemente con sus tonalidades azules y rojas. Soy una persona muy visual; también me gusta pensar en tres dimensiones. Esa capacidad visoespacial es muy útil en neurología y neurociencia. El cerebro es una estructura tridimensional cuyas conexiones entre sus distintas zonas discurren en todas direcciones. Cuando uno intenta determinar dónde está localizada una conmoción o una lesión cerebrales en un paciente que muestra diversos problemas neurológicos, esa capacidad de cartografiar mentalmente las conexiones es de suma utilidad, y para el neurólogo es sin duda algo excepcional. Somos una especie que tiende a buscar patrones en todo. Nunca me encontré con algún rompecabezas que no me gustara. Mi atracción hacia la neurociencia en el instituto y la universidad empezó antes de que surgieran las tomografías computarizadas y las imágenes por resonancia magnética, cuando el médico tenía que ver en qué parte del cerebro del paciente estaba el problema imaginando el órgano en tres dimensiones. Es algo que se me da bien. Me gusta ser detective neurológico y, en mi caso, la neurociencia y la neurología resultaron ser la profesión perfecta para aplicar esas habilidades visoespaciales.

Si el cerebro humano tiene mucho de puzle, el del adolescente es un puzle inacabado. Saber determinar dónde encajan esas piezas del cerebro forma parte de mi trabajo como neuróloga, y decidí conocer mejor el cerebro adolescente. Esta es también la razón de que escriba este libro: para ayudar al lector a comprender no sólo qué es el cerebro adolescente, sino también qué no es y qué está en proceso de llegar a ser. Entre todos los órganos del cuerpo humano, el cerebro es la estructura más incompleta en el momento de nacer, con un tamaño de solo el 40 % del que tendrá en la madurez. El tamaño no es lo único que cambia; durante el desarrollo cambia todo el cableado interno del cerebro. El crecimiento del cerebro requiere mucho tiempo.

Pero el cerebro adolescente tiene mucho de paradójico. Tiene sobreabundancia de sustancia gris (las neuronas que forman los ladrillos básicos del cerebro) y escasez de sustancia blanca (el cableado conector que facilita el flujo eficaz de una parte del cerebro a otra), de ahí que el cerebro sea como un Ferrari aún por estrenar: está preparado y con el depósito lleno de carburante, pero aún no ha sido probado en la carretera. En otras palabras, está todo dispuesto pero no sabe muy bien adónde ha de ir. Esta paradoja ha generado una especie de mensaje cultural contradictorio. Cuando alguien tiene el aspecto de adulto, damos por supuesto que también lo es mentalmente. Los adolescentes se afeitan, y las adolescentes se pueden quedar embarazadas, pero neurológicamente ninguno dispone de un cerebro preparado para lo que ha de ser lo mejor de la vida: el mundo adulto.

El cerebro se construye básicamente y por su propia naturaleza de abajo arriba: del sótano al ático, de atrás adelante. Destaca el hecho de que su cableado también parte de las zonas posteriores y discurre hasta las estructuras que median en nuestra interacción con el entorno y regulan nuestros procesos sensoriales: la visión, el oído, el equilibrio, el tacto y el sentido espacial. Entre estas estructuras mediadoras del cerebro están el cerebelo, que interviene en el equilibrio y la coordinación; el tálamo, que es la estación repetidora de las señales sensoriales, y el hipotálamo, un centro de mando para el mantenimiento de las funciones corporales, incluidas el hambre, la sed, el sexo y la agresión.

Debo admitir que observar el cerebro no es muy agradable. Situado en lo alto de la médula espinal, es de color gris claro (de ahí la expresión «sustancia gris») y tiene una consistencia media entre la de la pasta cocida en exceso y la gelatina. Pesa entre 1.300 y 1.400 gramos y mide unos 14 centímetros de ancho, 16 centímetros de largo y 95 centímetros de alto. La «sustancia gris» contiene la mayor parte de las principales células cerebrales, llamadas «neuronas»: son las células responsables del pensamiento, la percepción, el movimiento y el control de las funciones corporales. También han de estar conectadas entre sí y con la médula espinal para que el cerebro pueda controlar el cuerpo, el comportamiento, los pensamientos y los sentimientos. La herramienta habitual para obtener imágenes cerebrales, la resonancia magnética, o IRM, muestra bellamente la distinción entre sustancia gris y sustancia blanca. La superficie exterior del cerebro es ondulada. Los valles o depresiones se llaman «surcos», y las crestas, «giros» o «circunvoluciones». La figura 1 muestra una imagen del cerebro obtenida por resonancia magnética, como las que se hacen a los pacientes. El cerebro tiene además dos lados, llamados «hemisferios». (Cuando la resonancia magnética muestra un corte medio [en ángulos A y B] es más fácil ver las dos partes.) La capa más superficial del cerebro se llama «corteza», y está compuesta de la sustancia gris más próxima a la superficie, y debajo de ella se encuentra la sustancia blanca. En la sustancia gris se encuentra la mayoría de las células cerebrales (las neuronas). Las neuronas se conectan directamente con las que tienen más cerca, pero para conectarse con otras de distintas partes del cerebro, del otro hemisferio o de la médula espinal para activar los músculos y los nervios de la cara o el cuerpo, envían procesos a través de la sustancia blanca. La sustancia blanca se llama así porque en la realidad y en las resonancias magnéticas es de color claro debido a que los procesos neuronales que discurren por ella están envueltos por una sustancia grasa, parecida al aislante de los cables eléctricos, llamada «mielina», que es de color blanco.


FIGURA 1. La estructura básica del cerebro. Imagen del cerebro obtenida por resonancia magnética (IRM). Las secciones horizontal y vertical (ángulos de corte A y B) muestran la corteza (sustancia gris) de la superficie y la sustancia blanca que se encuentra debajo de ella.

Como decía antes, el tamaño —o, para el caso, el peso— no significa nada. El cerebro de la ballena pesa unos 11 kilos; el del elefante, unos 6. Si la inteligencia estuviera determinada por la ratio entre el peso del cerebro y el del cuerpo, seríamos unos fracasados. El tití pigmeo tiene un gramo de materia cerebral por cada veintisiete de materia corporal; en cambio, en los humanos la ratio es de un gramo de peso cerebral por cada cuarenta de peso corporal. De modo que tenemos menos cerebro por gramo de cuerpo que algunos de nuestros primos primates. Lo que importa es el complejo entrelazado de las neuronas. Otro ejemplo de lo poco que el peso del cerebro tiene que ver en su funcionamiento, al menos en lo que a la inteligencia se refiere, es que el tamaño físico del cerebro femenino humano es menor que el del cerebro masculino, pero los rangos de coeficiente intelectual son los mismos en ambos sexos. Con solo unos 1.320 gramos, el cerebro de Albert Einstein, sin duda uno de los más grandes pensadores del siglo XX, estaba un poco por debajo del peso medio.1 Pero estudios recientes demuestran que Einstein tenía más conexiones por gramo de materia cerebral que la persona media.

El tamaño del cerebro humano sí tiene mucho que ver con el del cráneo humano. Básicamente, el cerebro ha de encajar bien en el cráneo. En mi profesión de neuróloga, tengo que medir el tamaño de la cabeza de los niños a medida que van creciendo. Debo admitir que hubo ocasiones en que lo hice con mis propios hijos —del mismo modo que tomaba nota de sus cambios de peso— para controlar que su cráneo se mantuviera en el tamaño normal. Cuando ya eran mayores, pensaban, evidentemente, que estaba chiflada. Pero cuando eran bebés y pequeños no podía resistir la tentación de acercarme a ellos con la cinta métrica del costurero e intentar que se estuvieran quietos para medirles la cabeza una vez más. De hecho, el tamaño del cráneo no dice mucho. Es una medición inexacta, y el cráneo puede ser más o menos grande por diversas razones. Hay trastornos en los que la cabeza es demasiado grande, y otros en que es demasiado pequeña. La característica más importante del cráneo es que limita el tamaño del cerebro. Ocho de cada veintidós huesos de la cabeza humana son craneales, y su principal función es proteger el cerebro. Al nacer, estos huesos craneales apenas están unidos por tejido conectivo para que la cabeza se pueda contraer cuando el bebé avanza por el canal del parto. Los huesos del cráneo están escasamente unidos y existen espacios entre ellos: uno de ellos es el «punto blando» que todos los bebés tienen al nacer y que se cierra durante el primer año de vida a medida que los huesos se van juntando. El mayor crecimiento de la cabeza se produce en el primer año debido a un desarrollo masivo del primer cerebro.

Así pues, con un tamaño fijo del cráneo, la evolución humana hizo todo lo que pudo para meter en él toda la materia cerebral posible. Homo erectus, del que evolucionó la especie humana moderna, apareció hace unos dos millones de años. Tenía un cerebro de solo entre 800 y 900 centímetros cúbicos, frente a los aproximadamente 1.500 de Homo sapiens. Con un cerebro de casi el doble de tamaño que el de esos antepasados, el cráneo también tuvo que agrandarse y, a su vez, la pelvis femenina se tuvo que ensanchar para que cupiera en ella esa cabeza más grande. La evolución consiguió hacer todo eso en tan solo dos millones de años. Tal vez sea esta la razón de que el diseño del cerebro, aunque de extraordinaria ingeniería, también dé un poco la impresión de que se compuso sobre la marcha. ¿Cómo explicar, si no, su tan complejo abigarramiento? Como si se tratara de un armario repleto de ropa a rebosar, el cerebro esculpido por la evolución parece una cinta doblada miles de veces y formando pliegues muy apretados. Estos pliegues, con sus crestas (giros) y sus valles (surcos), como se puede observar en la figura 1, dan al cerebro humano un aspecto superficial irregular, resultado de toda esa apretujada maraña del interior del cráneo. No es extraño que los humanos tengamos la estructura cerebral plegada más compleja de todas las especies. A medida que se desciende por la escala filogénetica hasta los mamíferos más simples, los pliegues comienzan a desaparecer. Los perros y los gatos tienen algunos, pero muchísimos menos que los humanos, y las ratas y los ratones prácticamente no tienen ninguno. Cuanto más lisa es la superficie, más simple es el cerebro.

Por fuera, el cerebro parece simétrico, pero en su interior hay diferencias importantes entre ambos lados. No se sabe a ciencia cierta la razón, pero el hemisferio derecho del cerebro controla la parte izquierda del cuerpo, y viceversa; esto significa que la corteza derecha dirige los movimientos del ojo izquierdo, el brazo izquierdo y la pierna izquierda, y la corteza izquierda dirige los movimientos del ojo derecho, el brazo derecho y la pierna derecha. En la visión, lo que llega de la parte izquierda del campo de visión pasa por el tálamo derecho hasta llegar a la corteza occipital derecha, y la información sobre la parte derecha del campo visual va a la izquierda. En general, parece que la percepción espacial está más en la parte derecha de cerebro.


FIGURA 2. El «homúnculo». «Mapa» del cerebro que representa las zonas que controlan las distintas partes del cuerpo.

En realidad, la imagen del cuerpo se puede «cartografiar» sobre la superficie del cerebro, un mapa que se conoce como el «homúnculo» (del latín homunculus, «hombrecillo»). En la corteza motora y sensorial, las diferentes zonas del cuerpo ocupan más o menos terreno según sea su importancia funcional. La cara, los labios, la lengua y la punta de los dedos son los que tienen más espacio, porque la sensibilidad y el control necesarios para estas partes del cuerpo han de ser más precisos que para otras, como la parte media de la espalda.

Wilder Penfield, neurocientífico canadiense de principios del siglo XX, fue el primero en definir el mapa cortical, u homúnculo,2 un mapa que compuso después de realizar intervenciones quirúrgicas para quitar partes del cerebro que provocaban ataques epilépticos. Estimulaba zonas de la superficie para determinar cuáles se podrían extraer sin mayor peligro. La estimulación de una zona hacía que se contrajera, por ejemplo, una extremidad o una parte de la cara, y después de hacer lo mismo con muchos pacientes, Penfield pudo elaborar un mapa estándar.

La cantidad de cerebro dedicada a una determinada parte del cuerpo varía según lo complicado que sea el funcionamiento de esta. Por ejemplo, la zona dedicada a las manos y los dedos, los labios y la boca es unas diez veces mayor que la dedicada a toda la superficie de la espalda. (¿Qué podemos hacer, pues, con la espalda, si no es doblarla?) De esta forma, todas las zonas del cerebro empleadas en la misma parte del cuerpo acaban por acercarse mutuamente.

Mi tesis de diplomatura en el Smith College de Northampton, Massachusetts, trataba de varias de estas zonas del cerebro dedicadas a partes concretas del cuerpo, y de si la estimulación de una extremidad del cuerpo podía provocar que se dedicara a esa parte una zona mayor del cerebro. En realidad era un experimento temprano sobre la plasticidad del cerebro para ver si este cambiaba como respuesta a estímulos exteriores. Muchos estudios impresionantes que se han realizado desde finales de la década de 1970 avalan la idea de impronta. Algunos de los trabajos más conocidos, que me motivaron a hacer mi humilde tesis de graduación, fueron obra de un par de científicos de Harvard llamados David Hubel y Torsten Wiesel.3 Se empezó a utilizar el término «plasticidad» para referirse a que la experiencia puede cambiar el cerebro: el cerebro es moldeable, como el plástico. Hubel y Wiesel mostraron que si se criaba a unos gatitos con un parche en un ojo durante sus años de infancia (una especie de gatos pirata), después y durante toda la vida no podían ver por ese ojo. Los científicos también observaron que la zona del cerebro dedicada al ojo tapado había sido ocupada parcialmente por las conexiones del ojo abierto. Hicieron otra serie de experimentos con gatitos en entornos visuales en que solo había líneas verticales, y descubrieron que, al llegar a la madurez, solo reaccionaban a las líneas verticales. La cuestión es que el tipo de pistas y estímulos que se ofrecen al cerebro durante su formación realmente cambian cómo funciona este en fases posteriores de la vida. Mi experimento universitario mostraba básicamente lo mismo, aunque no en lo que se refiere a la visión, sino al tacto.

Demostrar ese efecto de la impronta fue un trabajo con el que me divertí bastante. Nuestro querido gato había fallecido a la provecta edad de diecinueve años, y todos lo echábamos mucho de menos. Naturalmente, Andrew, Will y yo misma tardamos muy poco en acudir a la protectora de animales del lugar y decidir cuál nos llevábamos a casa. Nos enamoramos de unos recién nacidos, y de aquella camada nos llevamos a la gatita más pequeña e indefensa que quepa imaginar. Los chicos decidieron el nombre: Jill. Esta estaba siempre en nuestro regazo; era una gata muy cariñosa. Recordé los experimentos sobre la plasticidad, se lo dije a Andrew y Will y propuse que le masajeáramos los pies para ver si después se coordinaba mejor. Así que siempre que la teníamos sobre las rodillas le acariciábamos las patitas con las manos, se las extendíamos y le tocábamos los deditos. Era evidente que Jill empezó a usar las garras mucho más que cualquier otro gato de los que habíamos tenido (y los he tenido desde los ocho años). Utilizaba los pies en situaciones en que los gatos no suelen usarlos. Era un animal «centrado en las patas», se paseaba por la casa tirando con ellas pequeños objetos de las mesas, y era evidente que ver cómo caían al suelo le producía placer. Esta afición suya no siempre nos alegraba, pues tiraba cosas que no eran irrompibles. También solía usar la pata izquierda para comer. La metía delicadamente en el comedero y con ella se ayudaba a llevarse la comida a la boca. Fuimos observando que en estos casos siempre usaba la pata izquierda. ¡Teníamos una gatita zurda! Luego, de repente nos dimos cuenta de que cuando nos la poníamos sobre las rodillas para masajearle las patas, se nos colocaba de frente, y como todos somos diestros, le masajeábamos la pata izquierda mucho más que la derecha. Era una demostración casera de la plasticidad neuronal. Sé que si hubiésemos podido observar el interior de su cerebro, habríamos visto que tenía dedicada a las patas, y en especial a la izquierda, más parte de cerebro que el gato medio. Este mismo fenómeno de reasignación del cerebro basada en la experiencia de la vida se produce también en las personas. A esta parte de la vida la llamamos el «período crítico», una fase en que la «crianza», es decir, el entorno, puede modificar la «naturaleza». Hablaré del tema con mayor detalle más adelante.

Así pues, las zonas del cerebro dedicadas a la visión y a las partes del cuerpo están ubicadas en lugares distintos, pero durante el desarrollo se pueden acercar o crecer relativamente juntas según sea mayor o menor el uso que se haga de los sentidos. En su estructura, el cerebro se divide en cuatro lóbulos: frontales (en la parte frontal superior), parietales (en la parte posterior superior), temporales (a ambos lados) y occipitales (detrás). El cerebro se asienta sobre el bulbo raquídeo, que está conectado a la médula espinal. El cerebelo, situado en la parte posterior del cerebro, regula los patrones de movimiento y la coordinación motora, y los lóbulos occipitales albergan la corteza visual. En los lóbulos parietales se encuentran las zonas de la asociación y las cortezas motora y sensorial (que incluyen el homúnculo de la figura 2). Entre las zonas de los lóbulos temporales están las que intervienen en la regulación de las emociones y la sexualidad. El lenguaje también está ubicado aquí, concretamente en el hemisferio dominante (el lóbulo temporal izquierdo en las personas diestras y en el 85 % de las zurdas, y el lóbulo temporal derecho en el pequeño grupo de zurdas auténticas). Los lóbulos frontales están más adelante, y se ocupan de la función ejecutiva, el juicio y el control del impulso. El cerebro madura de atrás hacia adelante durante la adolescencia, por lo que los lóbulos frontales, en comparación con otros, son los menos maduros, un hecho de suma importancia.


FIGURA 3. Los lóbulos del cerebro. A. El cerebro madura de atrás hacia delante. B. La corteza del cerebro se puede dividir en varias partes principales basadas en la función.

El cerebro está dividido en zonas especializadas para cada uno de los sentidos. La zona del oído, o corteza auditiva, está en los lóbulos temporales; la corteza visual está en los lóbulos occipitales, y los lóbulos parietales albergan el movimiento y la sensación en las cortezas motora y sensorial, respectivamente. Otras partes del cerebro no tienen nada que ver con los sentidos, y el mejor ejemplo de ello son los lóbulos frontales, que componen más del 40 % del volumen total del cerebro humano; más que en cualquier otra especie. Los lóbulos frontales son la sede de nuestra capacidad de conocer, juzgar, abstraer y planificar. Son la fuente de la autoconciencia y de la capacidad de evaluar los peligros y el riesgo, y utilizamos esta parte del cerebro para tomar decisiones sensatas.

De ahí que se diga a menudo que los lóbulos frontales son el «ejecutivo» del cuerpo humano. En lo que se refiere al tamaño, los lóbulos frontales del chimpancé son los que más se acercan a los del cerebro humano, pero, aun así, solo constituyen en torno al 17 % de su volumen cerebral total. Los del perro componen el 7 % de su cerebro. En otras especies, son importantes otras estructuras distintas del cerebro. En comparación con los humanos, los monos y chimpancés tienen mucho mayor el cerebelo, que es donde se perfecciona el control de la coordinación física. La corteza auditiva del delfín está más desarrollada que la del humano, con un alcance auditivo al menos siete veces superior a la del adulto joven humano. El perro tiene en el cerebro mil millones de células olfativas, frente a nuestros míseros doce millones. Y el tiburón posee en el cerebro unas células especiales con las que puede detectar mejor los campos eléctricos: no navegar, sino captar las señales eléctricas que emiten los escasos movimientos musculares de otros peces cuando intentan ocultarse de este depredador letal.

Aparte de nuestra astucia y nuestro ingenio, pocas otras cosas más tenemos los humanos. Nuestra ventaja competitiva es la inteligencia, más cerebro que músculo. Esta ventaja es la que más tarda en desarrollarse, porque la conectividad de los lóbulos frontales es la más compleja y la última en alcanzar la plena madurez. Así pues, esta «función ejecutiva» se desarrolla lentamente: desde luego, no nacemos con ella.

¿Cómo están conectadas entre sí estas zonas del cerebro durante la infancia y la adolescencia? Nunca lo habríamos podido saber antes de la llegada de la actual imaginería cerebral. Los nuevos tipos de escáneres cerebrales, la llamada «imagen por resonancia magnética» (IRM), no solo ofrecen imágenes exactas del cerebro situado en el interior del cráneo, sino que muestran también las conexiones entre sus distintas zonas. Y, mejor aún, un nuevo tipo de IRM, la IRM «funcional» (IRMf), puede mostrarnos realmente qué zonas del cerebro se encienden mutuamente. De modo que podemos ver si las áreas que se «encienden» juntas están «conectadas» entre sí. En la última década, los Institutos Nacionales de la Salud realizaron un importante estudio para analizar cómo se activan mutuamente las regiones del cerebro durante los primeros veinte años de vida.4


FIGURA 4. Maduración del cerebro. El cerebro se «conecta» de atrás hacia delante. A. Con la resonancia magnética se puede obtener una imagen (IRM) de la conectividad del cerebro. Las zonas más oscuras indican mayor conectividad. B. La mielinización de los tractos de sustancia blanca va madurando de atrás hacia delante; esta es la razón de que los lóbulos frontales sean los últimos en estar conectados. C. Imágenes sucesivas de la conectividad revelan que la del lóbulo frontal no termina hasta los veinte o más años.

Lo que se descubrió en ese estudio es de suma importancia: la conectividad del cerebro avanza lentamente desde la parte posterior a la anterior. Las últimas partes que se «conectan» son los lóbulos frontales (figura 4). De hecho, el cerebro adolescente está solo en el 80 % del proceso de maduración. Esa franja del 20 %, donde el cableado es más débil, es fundamental, y explica en gran parte la conducta desconcertante de los adolescentes: sus cambios de humor, su irritabilidad, su impulsividad y su carácter explosivo; sus tentaciones al consumo de drogas y alcohol y a adoptar conductas de riesgo. Cuando los adultos pensamos que somos civilizados e inteligentes, hemos de dar las gracias a las partes frontales y prefrontales del cerebro.

Los lóbulos frontales del cerebro adolescente no van aún a toda marcha, por lo que no cabe extrañarse de las historias cotidianas que leemos y oímos sobre errores y accidentes trágicos en el que están implicados adolescentes. El proceso no termina realmente al concluir la adolescencia, y los años de universidad siguen siendo aún una época vulnerable. Hace poco, un amigo me contó el caso de un compañero de clase de su hijo, Dan, un chico muy inteligente que prácticamente nunca había dado motivo de preocupación a sus padres. Era popular, había sido muy buen jugador de hockey sobre hielo en el instituto y estaba estudiando económicas en la universidad. Aquel verano, el hijo de mi amigo recibió una llamada de la madre de Dan. Este se había ahogado la noche anterior, le dijo. Había salido con los amigos, habían estado bebiendo, y entre las tres y las cuatro de la madrugada, al regresar a casa, los ocho chavales pensaron que tenían que despejarse, así que se detuvieron en el club de tenis. Estaba cerrado, claro está, pero la puerta de la valla no los detuvo. Saltaron la valla y se tiraron a la piscina. Fue al llegar a casa cuando alguien preguntó: «¿Dónde está Dan?». Fueron corriendo al club, y allí encontraron a su amigo flotando boca abajo en el agua. El médico forense dictaminó que la causa de la muerte fue ahogamiento accidental por «intoxicación etílica aguda». Uno de los artículos que leí en la prensa me hizo asentir con la cabeza: «La policía pide a niños y adultos que, antes de correr riesgos que pueden tener consecuencias fatales, se lo piensen un poco».

«Piénsalo un poco».

¿Cuántas veces se lo decimos a nuestros hijos adolescentes? Muchísimas; demasiadas. Sin embargo, cuando me enteré de lo de Dan, llamé a mis chicos para contárselo. «Debéis recordarlo», les dije. Esto es lo que pasa. Beber y bañarse son incompatibles. Como lo es saltar una valla en plena noche y, con siete amigos también borrachos, tirarse a la piscina.

Cómo traten estas tragedias los padres y hablen de ellas con sus propios hijos es fundamental. No hay que pensar: «¡Menos mal que no le ha pasado a mi hijo!». Ni: «Mi hijo nunca haría una cosa así». Porque no lo sabemos. Al contrario, hay que tomar precauciones. Hay que meterles en la cabeza historias reales, consecuencias reales, y repetírselo una y otra vez —a la hora de comer, en el entrenamiento, antes de las clases de música y, sí, incluso cuando se quejen de que ya se lo hemos dicho mil veces—. Hay que recordárselo: estas cosas pueden pasar en cualquier momento, y hay muchas situaciones en las que se pueden meter en problemas y acabar mal.

Una razón de que repetir esas cosas sea tan importante es el propio desarrollo del cerebro de nuestro adolescente. Una de las funciones ejecutivas de los lóbulos frontales incluye la llamada «memoria prospectiva», que es la capacidad de acordarse de que se quiere realizar una determinada acción en un momento futuro —por ejemplo, acordarse de contestar una llamada telefónica al llegar a casa—. Los investigadores han descubierto no solo que esta memoria prospectiva está íntimamente asociada a los lóbulos frontales, sino también que sigue desarrollándose y adquiriendo mayor eficacia entre los seis y los diez años concretamente, y después de nuevo a partir de los veinte. Sin embargo, en los estudios no se ha observado ninguna mejoría importante entre los diez y los catorce años. Es como si esa parte del cerebro —la capacidad de acordarse de que hay que hacer algo— simplemente no fuera al mismo paso que el resto del crecimiento y el desarrollo del adolescente.

Los lóbulos parietales, situados justo detrás de los frontales, contienen zonas de asociación que son esenciales para poder pasar de una tarea a otra, algo que también madura tardíamente en el cerebro adolescente. Hoy, en un mundo de sobrecarga de información, cambiar continuamente de tarea es casi una necesidad permanente, en especial si se piensa que la multitarea —realizar a la vez dos cosas cognitivamente complejas— es ya un mito. Mascar chicle y hacer cualquier otra cosa no es una multitarea, porque mascar chicle no implica centrar la atención cognitiva. Sin embargo, hablar por el móvil al mismo tiempo que se conduce sí requiere concentración cognitiva. El cerebro humano se puede centrar al mismo tiempo en un número limitado de cosas, por lo que cuando la persona está inmersa en múltiples actividades cognitivamente significativas, como hablar y conducir, el cerebro ha de ir y venir de forma constante entre una y otra tarea. Y cuando lo hace, no realiza particularmente bien ninguna de las dos.

Los lóbulos parietales ayudan a concentrarse a los frontales, pero hay unos límites.5 Al cerebro humano se le dan tan bien estos malabarismos que parece que hagamos dos cosas a la vez, pero en realidad no es así. Científicos del Karolinska Institutet sueco midieron esos límites en 2009, empleando para ello imágenes por resonancia magnética funcional de personas ocupadas en la multitarea, para determinar qué ocurre en el cerebro cuando uno intenta hacer más de una cosa a la vez. Descubrieron que la memoria de trabajo de la persona solo es capaz de retener entre dos y siete imágenes distintas en cualquier momento; esto significa que concentrarse en más de una tarea compleja es prácticamente imposible. La concentración se produce principalmente en los lóbulos parietales, que reducen la actividad superflua para que el cerebro se pueda centrar en una cosa y después en otra.

En mayo de 2008, en el programa Good Morning America, de la cadena ABC TV, el corresponsal David Kerley y su hija adolescente Devan ilustraron el problema de tener unos lóbulos parietales inmaduros. En un curso organizado por Allstate Insurance, y con el padre en el asiento del copiloto, Devan, que llevaba un año conduciendo, recibió instrucciones sobre acelerado, frenos y giros, para después dar una vuelta por el circuito. A continuación le pusieron tres «distracciones» que debía resolver a la vez que aceleraba, frenaba o giraba según le exigía el circuito. Primero le dieron una BlackBerry, y tenía que leer el texto de la pantalla mientras conducía. Se dio contra varios conos. Después, tres amigos subieron al asiento trasero y empezaron a hablar animadamente. Devan derribó más conos. Por último, le dieron un paquete de galletas y una botella de agua, que debía sostener con la mano sin dejar de sortear los conos. Cayeron unos cuantos más. La multitarea no solo es un mito, sino algo peligroso, sobre todo en lo que al cerebro adolescente se refiere.

«Multitarea» se ha convertido en una palabra familiar. Los estudios realizados en Suecia indican que hay unos límites. Los adolescentes y jóvenes adultos se enorgullecen de su capacidad para realizar muchas cosas a la vez. ¿Es que los adolescentes y jóvenes de hoy se guían por la impronta de un mundo de multitareas? Tal vez. Al estudiar cómo manejan las distracciones los jóvenes de hoy, investigadores de la Universidad de Minnesota han mostrado que en la adolescencia la capacidad de pasar la atención con éxito entre las diversas tareas está aún en fase de desarrollo. Así que no cabe sorprenderse de que la causa de que casi seis mil adolescentes mueran todos los años en accidentes de tráfico sea, en un 87 % de los casos, las distracciones mientras se conduce.6

En 2006, investigadores de la Universidad de Misuri estudiaron de manera más formal la cuestión de si los adolescentes y jóvenes de hoy tienen una habilidad especial para aprender mientras están distraídos. Pidieron a veinte universitarios, algunos de ellos de menos de veinte años, que memorizaran unas listas de palabras que más adelante intentarían recordar. Para comprobar si la distracción afectaba a su capacidad de memorizar, los investigadores pedían a los estudiantes que realizaran al mismo tiempo una tarea: ordenar con el teclado del ordenador una serie de letras basándose en su color. La tarea se realizó en dos situaciones: cuando los estudiantes memorizaban las listas de palabras y cuando recordaban esas listas ante los investigadores. En el estudio se descubrió que las tareas simultáneas afectaban tanto a la codificación (la memorización) como a la recuperación (el recuerdo).7 Cuando los estudiantes realizaban la tarea del teclado mientras intentaban recordar las palabras previamente memorizadas (algo parecido a hacer un examen), su capacidad de memorizar las palabras disminuía entre un 9 % y un 26 %. La disminución era aún mayor si realizaban la correspondiente tarea de distracción mientras memorizaban, en cuyo caso el rendimiento de los estudiantes bajaba nada menos que entre un 46 % y un 59 %.

Las implicaciones de estos resultados para el adolescente que por la noche se encierra en su habitación para hacer los deberes son evidentes. Recuerdo con muy escaso agrado cuando entraba en el cuarto de mis hijos a la hora de los deberes y me los encontraba con el televisor encendido, los auriculares conectados al iPod, enviando mensajes a alguien que aparecía en la esquina inferior derecha de la pantalla del ordenador y otros a alguno de sus contactos del iPhone. No había ningún problema, protestaban cuando les sugería que se concentraran en los deberes, y me aseguraban que las mil y una cosas que hacían a la vez no les impedían en modo alguno repasar para los exámenes del día siguiente. No me lo tragaba, y contraatacaba con los datos del estudio de Misuri. Por si el lector quiere hacerles la misma observación a sus adolescentes, represento esos datos en la figura 5.

La atención es solo una de las maneras que tenemos de evaluar cómo funciona el cerebro. Este esconde mucho más que los cuatro lóbulos, así que, volviendo a la figura 3, empecemos por la parte posterior, donde encontramos el bulbo raquídeo, en la parte inferior del cerebro y unido a la médula espinal. El bulbo raquídeo controla muchas de nuestras funciones biológicas más importantes, como la respiración, el ritmo cardíaco, la presión arterial y los movimientos de la vejiga y los intestinos. Funciona en «automático»: no somos conscientes de lo que hace, y normalmente no controlamos de forma voluntaria su actividad. El bulbo raquídeo y la médula espinal están conectados a las partes superiores del cerebro a través de estaciones de paso, como el tálamo, que está justo debajo de la corteza. La información procedente de todos los sentidos pasa por el tálamo y llega a la corteza. Debajo mismo de la corteza están los ganglios basales, que desempeñan una función esencial en la coordinación de los movimientos y sus patrones. La enfermedad de Parkinson afecta directamente a los ganglios basales, lo cual explica los temblores y la sensación de paralización, o de incapacidad para moverse, los dos síntomas distintivos de los enfermos de párkinson.


FIGURA 5. La multitarea no es aún perfecta en el cerebro adolescente. Se hizo una prueba con estudiantes universitarios en tres situaciones: sin distracción (atención plena), con la atención distraída (AD) mientras memorizaban (AD al codificar) y con la atención distraída al recordar (AD al recuperar). El rendimiento de los estudiantes era muy bajo cuando realizaban múltiples tareas mientras recordaban, y más bajo aún cuando las hacían mientras memorizaban.

A medida que nos acercamos a la corteza, nos encontramos con estructuras que juntas componen el llamado «sistema límbico». El sistema límbico interviene en los recuerdos y en las emociones. Una parte del cerebro de la que hablaremos mucho en este libro es el hipocampo. Es una estructura de forma parecida a la del caballito de mar situada debajo del lóbulo temporal. De hecho, el nombre «hipocampo» procede de la palabra griega hippos, «caballo», por la forma de esa parte del cerebro. El hipocampo es el auténtico «caballo de tiro» del cerebro para el procesamiento de la memoria; se utiliza para codificar y recuperar los recuerdos.

¿Qué sabemos, pues, de nuestro caballo de tiro de la memoria? Tiene la mayor densidad de sinapsis excitadoras del cerebro. Es una colmena virtual de actividad, y se pone en marcha con cada experiencia. Como explicaré más adelante, el hipocampo del cerebro adolescente está relativamente «supercargado» en comparación con el del adulto.

Las consecuencias imprevistas de la intervención quirúrgica cerebral radical a un paciente, hace unos sesenta años, pusieron al descubierto la relación entre el hipocampo y la memoria.8 La intervención se practicó en 1953 a un varón de veintisiete años de Connecticut que, hasta su muerte hace ya varios años, solo era conocido por sus iniciales: H. M. Se sometió a una operación experimental con la que se pretendía curarle sus frecuentes y graves ataques epilépticos. La epilepsia de H. M. era tan incapacitante que este no podía siquiera cumplir con su trabajo rutinario en una fábrica. William Beecher Scoville, neurocirujano de Yale, le extrajo a H. M. la mayor parte del lóbulo temporal medio, que era el que le provocaba los ataques, y pareció que la operación había sido un éxito. Al erradicar tejido cerebral de la zona de los ataques, Scoville redujo drásticamente la frecuencia y la gravedad de estos. Pero de paso eliminó también una parte considerable del hipocampo de H. M. (En aquella época no se sabía que el hipocampo es fundamental para la formación de la memoria; el caso de H. M. arrojó mucha luz sobre el tema.) Cuando H. M. despertó de la operación era evidente que los ataques en general habían desaparecido, pero también lo había hecho su capacidad de convertir recuerdos inmediatos en recuerdos duraderos. Básicamente, H. M. recordaba su pasado —todo lo anterior al momento de la operación—, pero para el resto de su vida no tenía memoria inmediata, y, en todos los años posteriores a la operación, fue incapaz de recordar lo que le ocurría, decía o pensaba, o a la gente que conocía. De la pérdida de H. M., como a menudo ocurre en la historia de la ciencia, se benefició la neurociencia. Por primera vez, los investigadores podían señalar una parte específica del cerebro (el lóbulo temporal) y una estructura cerebral (el hipocampo) como sede de la memoria humana.

Junto al hipocampo, en otra parte del sistema límbico y debajo del lóbulo temporal, hay otra estructura cerebral fundamental: la amígdala, que interviene en la conducta sexual y emocional. Es muy sensible a las hormonas, como las del sexo y la adrenalina. Es una especie de sede de la ira, y se ha demostrado, en experimentos con animales, que cuando se la estimula se producen comportamientos similares a los de ira. La imagen del sistema límbico podría ser la de un cruce de caminos del cerebro, en el que confluyen las emociones y las experiencias.

Se cree que el carácter explosivo del adolescente se debe, en parte, a que su amígdala es aún inmadura y está un tanto desenfrenada y excesivamente eufórica; esto explica también en parte la histeria con que responde a sus padres el adolescente cuando le dicen que no a cualquier cosa que les pida que piensa que es perfectamente razonable. Si esta amígdala inmadura se suma a un lóbulo frontal débilmente conectado, la receta de un potencial desastre está completa. Por ejemplo, un paciente de dieciséis años de un colega mío se enfureció tanto cuando sus padres le dijeron que conducir era un «privilegio» (y no tenía aún edad para hacerlo), y no un «derecho», que se llevó las llaves del coche y salió de casa. Pero no llegó muy lejos: olvidó que la puerta del garaje estaba cerrada y empotró el coche contra ella. Un colega me dijo también que tenía tres hijas, así que no podía contar muchas «historias terribles de adolescentes». Luego lo reconsideró: «Bueno, sí. Un fin de semana que no estábamos en casa se reunieron el “par de amigas” en una fiesta que se les fue de las manos, con el asalto a nuestra bodega, una pequeña abolladura en el maletero por un golpe de botella y un anillo en el ombligo (del que no me enteré hasta mucho después de que desapareciera). Pero bien está lo que bien acaba».

El cerebro adolescente

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