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3 BAJO EL MICROSCOPIO

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Si tomamos cualquier parte del cerebro y la observamos con el microscopio, vemos una abigarrada acumulación de células. En realidad, casi no hay espacio entre los miles de millones de células del cerebro. La evolución se aseguró de que así fuera, y empleó sabiamente cada micrón cúbico. La célula es el ladrillo individual más pequeño de los que forman el cuerpo, y cada una tiene su propio puesto de mando, llamado «núcleo», un gran cuerpo oval próximo al centro de la célula. Todos los órganos, tejidos, músculos, etc., están compuestos de más de doscientas clases distintas de células. El tipo de célula exclusiva del cerebro es la neurona. Es una célula de la que hablaremos mucho en este libro. Los pensamientos, sentimientos, movimientos y estados de ánimo no son más que neuronas que se comunican mediante mensajes eléctricos que se envían las unas a las otras.

Recuerdo la primera vez que observé células cerebrales en el microscopio. A mediados y finales de la década de 1970, la única forma de estudiar los cambios neuronales —por ejemplo, los que se producen durante el aprendizaje— era observando a través del microscopio las células individuales durante un determinado período. Hoy disponemos de unas herramientas asombrosas: imágenes del cerebro obtenidas por resonancia magnética y microscopios especializados, unas herramientas con las que podemos observar el interior del cerebro y ver en tiempo real las células y los cambios sinápticos. Si ahora mismo, al leer esto, el lector está aprendiendo algo, sus neuronas cambiarán dentro de unos quince minutos, creando más sinapsis y receptores. Los cambios se inician al cabo de milésimas de segundo de descubrir algo nuevo, y se pueden prolongar durante minutos y hasta horas. Cuando observo las células cerebrales en el microscopio, pienso en los miles de millones de neuronas que están interconectadas, cuyo cableado aún estamos intentando conocer. Lo que hoy sabemos es que no hay dos cerebros humanos que estén conectados de forma idéntica y que la experiencia nos configura a cada uno de forma distinta. Es la última frontera, nuestra propia frontera interior, cuyos patrones empezamos a ver.

El cerebro humano tiene 100.000 millones de neuronas, y 30.000 de ellas ocuparían la cabeza de un alfiler, pero si colocáramos las neuronas de la corteza de una sola persona una a continuación de otra, alcanzarían 162.000 kilómetros, más de cuatro veces la circunferencia de nuestro plantea. Al nacer, tenemos más neuronas que en cualquier otro momento de la vida. De hecho, nuestro cerebro alcanza la mayor densidad antes de que nazcamos, entre el tercer y el sexto mes de gestación. En los tres últimos meses de embarazo y durante el primer año de vida, se produce una espectacular poda de gran parte de la sustancia gris. Pese a ello, cuando nace el bebé, su cerebro rebosa neuronas. ¿Por qué? El bebé necesita tener neuronas más que abundantes para reaccionar al torrente de estímulos que le inunda al llegar al mundo. Para responder a toda esa novedad de imágenes, sonidos, olores y sensaciones, las neuronas se ramifican en el cerebro del bebé, creando un espeso bosque de conexiones neuronales. ¿Por qué, entonces, los bebés no son pequeños Mozart o Einstein? Porque cuando nacemos solo está interconectado un pequeño porcentaje de esa sobreabundancia de neuronas. La información entra y es absorbida por las neuronas, pero no sabe adónde ir a continuación. Como le ocurre a quien se encuentra perdido en medio de una gran ciudad desconocida y desbordante, el cerebro del niño está repleto de posibilidades, pero no dispone de mapa ni brújula para orientarse por ese extraño mundo nuevo. «Todos los niños nacen en un estado de esplendor psicodélico semejante al de un viaje provocado por alucinógenos», es la colorida descripción que de tal realidad hace Daniel Levitin, neurocientífico de la Universidad McGill de Montreal, Canadá.1


FIGURA 6. Anatomía de la neurona, el axón, el neurotransmisor, la sinapsis, la dendrita y la mielina. Las señales que fluyen entre las células siguen una dirección, de un axón a una espina dendrítica, a través de una sinapsis. Los axones recubiertos de mielina transmiten las señales más deprisa que los que no lo están. En la sinapsis, se produce la transferencia de las moléculas del neurotransmisor al receptor sináptico de la espina.

La neurona reacciona al estímulo con una explosión de actividad, llamada «potencial de acción», que en realidad es una señal eléctrica que pasa, a modo de relé, de un punto de contacto con el estímulo hasta la extremidad receptora de la neurona, llamada «dendrita», a través de la célula.

Cuando vemos el color rojo, olemos una rosa, movemos un músculo o recordamos el nombre de alguien, se producen potenciales de acción.

Si imaginamos el cuerpo de cada una de las neuronas como un punto del relé, ha de haber una señal de entrada y otra de salida. Una vez que la de salida llega al botón axonal, o punto final, genera una reacción que hace que el botón libere paquetes de mensajeros químicos, llamados «neurotransmisores». El punto de contacto entre dos neuronas se llama «sinapsis», y en realidad es un espacio de no más de cinco millonésimas de centímetro de ancho. La sinapsis es realmente el lugar del cerebro donde tiene lugar la acción. La señal desciende de la neurona a través del axón hasta la sinapsis, y a continuación es liberada como mensaje químico. Como si de llaves se tratara, estos neurotransmisores cruzan la sinapsis y encajan en la neurona del otro lado, y de esta forma transportan información de una célula a la otra. Una vez abierto, el receptor provoca una reacción en cadena de señales que bajan a la célula receptora, generando un pulso, o un potencial de acción, que viaja de una dendrita, a través del cuerpo de la célula y saliendo por el axón, hacia otra célula.

Para poder sobrevivir, las neuronas necesitan unas células que las ayuden, llamadas «glías». Hay varios tipos de glías: astrocitos, microglías y oligodendrocitos. Dicho de forma sencilla, los astrocitos defienden a la neurona, la ayudan a alimentarse y limpian todas las sustancias químicas no deseadas de su alrededor. De este modo contribuyen a mantener el nivel óptimo de funcionamiento de las neuronas del cerebro. Las microglías son células diminutas que se mueven alrededor de la neurona y realmente se activan cuando existe una infección o inflamación —pasan por el tejido cerebral hasta el punto de acción para combatir esas heridas, como si fueran un ejército de reserva—. Pero el cerebro tiene un diseño eficiente, por lo que las microglías también tienen su objetivo diario, una especie de tarea doméstica, de modo que, incluso cuando no están activadas, siguen ayudando a mantener el buen estado de salud de las sinapsis. Los oligodendrocitos son las células que fabrican la mielina que envuelve los axones de las neuronas. Estas células están bien apretujadas en la sustancia blanca, y envuelven la blanquecina mielina que rodea a los axones para aislarlos, de modo muy parecido al plástico de los cables eléctricos, con lo que las señales se pueden transmitir a mayor velocidad por el axón.

Nacemos con la inmensa mayoría de nuestras neuronas, pero la mayor parte de las sinapsis de la corteza no están formadas del todo. En las zonas más bajas, como el bulbo raquídeo, las sinapsis están casi totalmente maduras. En cambio, en la corteza, las sinapsis se producen después de nacer, en una explosión de actividad, a la que me he referido antes, llamada el «período crítico». Durante esta fase del desarrollo, el cerebro del bebé elabora nada menos que dos millones de sinapsis cada segundo, lo cual permite que el niño alcance hitos mentales como la visión del color, el agarre, el reconocimiento facial y el apego parental. Es como si el cerebro infantil lanzara miles de millones de antenas para escanear el mundo en busca de información. Para sobrevivir, cada sinapsis debe encontrar otra neurona y enviarle información; por esto la cantidad de sinapsis del cerebro infantil alcanza el máximo durante la infancia. La sustancia gris —el tejido cerebral encargado de procesar la información— se sigue espesando durante la infancia a medida que las células cerebrales forman nuevas conexiones, esas dendritas semejantes a extremidades. Este espesamiento, conocido como «arborización», es como el árbol que va sacando ramas y raíces nuevas. Los estímulos, las vivencias, las sensaciones repetidas: todo contribuye a la creación de estos nuevos senderos neuronales. En la adolescencia, a este «supercrecimiento» se debe la mayor capacidad de los jóvenes de aprender cosas nuevas rápidamente —todo, desde el funcionamiento del mando del televisor hasta hablar chino mandarín—. Pero la profusión de sustancia gris también puede provocar una especie de disonancia cognitiva en la que al cerebro le cuesta distinguir las señales correctas de entre todo ese «ruido». La consecuencia es que, en los últimos años de la adolescencia, el cerebro empieza a podar el exceso de sinapsis y conexiones y se va desprendiendo de ellas.


FIGURA 7A. Las células inhibidoras pueden detener las señales. Las células inhibidoras liberan neurotransmisores inhibidores sobre las espinas, lo cual detiene la señal de la neurona y «apaga» la célula.


FIGURA 7B. Sinapsis excitadoras e inhibidoras. Los axones excitadores liberan neurotransmisores excitadores, como el glutamato, que se unen a los receptores excitadores y «encienden» las neuronas. Los axones inhibidores liberan neurotransmisores inhibidores, como el GABA, que se unen a los receptores inhibidores y «apagan» las neuronas.

Las sinapsis son de dos tipos: las que excitan, o activan, a la siguiente neurona, y las que la inhiben, o desactivan.

La naturaleza excitadora o inhibidora de la célula depende del tipo de neurotransmisor que el axón libere y también del consiguiente receptor, o cerradura, que es la parte de la sinapsis preparada para «recibir» al neurotransmisor. Si imaginamos el neurotransmisor como una forma geométrica sencilla, por ejemplo, un cuadrado o un círculo, el receptor específico para ese «tipo» de neurotransmisor tendrá la forma complementaria para que encajen a la perfección. Del mismo modo que no se puede meter una clavija cuadrada en un agujero redondo, estos neurotransmisores «llave» solo encajan en el receptor «cerradura» perfectamente adecuado. Esto contribuye a que la sinapsis no confunda los mensajes. Además del emparejamiento casi perfecto de neurotransmisores y receptores, la señal se mantiene limpia también con la ayuda de los astrocitos, las células que se encargan de limpiar cualquier resto que deje el neurotransmisor cuando es liberado. Todo esto ocurre en milésimas de segundo, porque el ritmo de estas señales entre las células del cerebro ha de ser rápido, instantáneo como un estallido.

Una vez que el neurotransmisor se ha unido al receptor de la neurona y ha encajado en él, con tal emparejamiento se inicia una reacción en cadena. En el interior del lado dendrítico de la sinapsis hay montones de proteínas que cuando la sinapsis se excita o se inhibe se ponen a trabajar. La señal ha de descender por la dendrita hasta el cuerpo celular de la neurona, donde envía una carga positiva para una señal excitadora o una negativa para una señal inhibidora. Según cuál sea la carga que se mande, la neurona receptora recibe el mensaje de detenerse o de ponerse en funcionamiento. Si el mensaje es positivo, la neurona receptora enviará la información por su propio axón y a través de otra fisura sináptica, y así sucesivamente. Una neurona puede tener hasta diez mil sinapsis y mandar mil impulsos eléctricos por segundo. En una décima parte de lo que tardamos en parpadear, una sola neurona puede mandar una señal simultáneamente a miles de otras neuronas.

Algunos de los neurotransmisores más comunes son la epinefrina, la norepinefrina y el glutamato. Los neurotransmisores inhibidores, como el ácido gamma-aminobutírico (GABA) y la serotonina, actúan como nutrientes antiansiedad, relajan el cuerpo y le dicen que se tranquilice. La falta de serotonina puede provocar agresividad y depresión. La dopamina es un neurotransmisor especial porque es a la vez excitador e inhibidor. Además, como la epinefrina y algunos otros, también es una hormona. Cuando actúa sobre las glándulas adrenales, lo hace como hormona; cuando lo hace sobre el cerebro, es un neurotransmisor. Como mensajero químico del cerebro, ayuda a este a motivarse, impulsarse y concentrarse, porque está integrado en el circuito de la recompensa del cerebro. Es el «Lo he de conseguir» neuroquímico que no solo refuerza la actividad dirigida a un objetivo, sino que, en determinadas circunstancias, también puede provocar adicción. Cuanta más dopamina se libera en el cerebro, más se activan los circuitos de la recompensa, y cuantos más circuitos se activan, mayores son las ansias. No importa si esas ansias se producen en la mesa a la hora de comer o en la mesa del juego, en la sala de juntas o en el lavabo. Por ejemplo, los científicos saben que los alimentos de muchas calorías aumentan nuestras probabilidades de supervivencia. Cuando ansiamos un helado, jugar o tener sexo, es posible que en realidad no queramos dulces, dinero ni sexo. Queremos dopamina.

En lo que se refiere a la función «ejecutiva» del cerebro, inhibir una reacción neuronal es tan importante como activarla. Sedantes como los barbitúricos, el alcohol y los antihistamínicos son ejemplos de sustancias que se unen a las sinapsis inhibidoras. Las sinapsis serán fundamentales al hablar del cerebro adolescente, porque con la edad cambian tanto la cantidad como el tipo de sinapsis de nuestro cerebro. También cambian en relación con la cantidad de estímulos que recibe el cerebro. Un tema que aparecerá más adelante es el efecto de las drogas legales e ilegales y del alcohol en estas sinapsis, un tema del que hablaremos en el capítulo sobre la adicción.

Un sistema popular que los investigadores utilizan para comprobar la inhibición es la tarea de «ir/no-ir», en la que se dice a los sujetos que pulsen un botón (la respuesta «ir») cuando aparece una letra o una imagen determinadas, y que «no» lo pulsen (la respuesta «no-ir») cuando aparece la letra X. Varios estudios demuestran que los niños y adolescentes en general tienen la misma precisión, pero los tiempos de reacción, la velocidad con que el sujeto inhibe con éxito una respuesta, disminuye espectacularmente con la edad en los sujetos de entre ocho y veinte años. En otras palabras, a los adolescentes les cuesta más tiempo determinar cuándo no han de hacer algo.

Las señales pasan de una zona del cerebro a otra por los tractos fibrosos, y algunos de estos tractos descienden por las zonas centrales del cerebro para enviar señales en ambos sentidos de la médula espinal. Estas fibras forman una intrincada conexión del cerebro, y se multiplican los estudios con escáneres cerebrales para observar estas conexiones. Los axones están diseñados para que el pulso eléctrico discurra rápidamente por ellos y llegue al punto de conexión de la sinapsis, de modo que actúan como cables eléctricos que conducen una señal eléctrica. El cable eléctrico ha de estar aislado para que la electricidad no se pierda al recorrerlo, y lo mismo ocurre con los axones. Como en el cerebro no hay plástico, nuestros axones están cubiertos de una sustancia grasa llamada mielina (véase figura 6). El cerebro necesita la mielina para funcionar con normalidad, para recibir una señal de una zona del cerebro y mandarla a otro y a la médula espinal. Como decíamos antes, la mielina está compuesta de oligodendrocitos, y su color blanquecino se debe a su contenido graso: de ahí el nombre «sustancia blanca». La función básica de la mielina es «engrasar» los «cables», lo cual permite que las señales viajen por los axones más deprisa, multiplicando así por más de cien la velocidad de la transmisión neuronal. La mielina también contribuye a la velocidad de la transmisión reduciendo el tiempo de recuperación de las sinapsis entre los diferentes disparos neuronales, con lo que se triplica la frecuencia con que las neuronas transmiten información. Los investigadores calculan que la mayor velocidad unida a un menor tiempo de recuperación equivale en el ordenador a aumentar tres mil veces el ancho de banda. (La mielina es también el blanco de los ataques en la enfermedad de esclerosis múltiple, o EM. Los pacientes con EM tienen en la sustancia blanca zonas que se inflaman y se desinflaman, por esto pueden perder funciones como la de andar, a veces solo temporalmente, hasta que pasa la inflamación.)

Al nacer, la corteza cerebral del bebé contiene poca mielina; esto explica por qué las transmisiones eléctricas y los tiempos de reacción son tan lentos. Sin embargo, el bulbo raquídeo del bebé está casi completamente mielinizado, como el del adulto, de modo que puede controlar funciones automáticas como las de respirar, el latir del corazón y el funcionamiento gastrointestinal, todas ellas necesarias para vivir. Después de nacer se establecen conexiones con otras muchas zonas del cerebro, empezando por las motoras y las sensoriales de la parte inferior y trasera del cerebro. Cuando estas zonas quedan conectadas con mielina, el niño puede procesar mejor la información básica que le llega de los sentidos: los ojos, los oídos, la boca, la piel y la nariz. Durante el primer año de vida, se completan los tractos neuronales en que se sustentan las zonas cerebrales que participan en la visión y otros sentidos primarios, y también las implicadas en la actividad motora más elemental. Esta es, en parte, la razón de que el niño tarde un año en coordinarse lo suficiente para poder andar. La mayor parte del cerebro está ya aislada a los dos años, y en los años posteriores siguen zonas de alto nivel que intervienen en el lenguaje y en la coordinación motora fina, cuando el niño está especialmente preparado para aprender a hablar y mejorar las habilidades motoras finas. Las zonas más complejas del cerebro, en especial los lóbulos frontales, tardan mucho más, y no quedan completados hasta los veintitantos años.

Todo este aprendizaje depende de la excitación, la fuerza motriz de nuestro cerebro. Las señales excitadoras que se transmiten entre las neuronas crean conexiones cerebrales y son necesarias para el desarrollo del cerebro. La excitación puede proceder de dentro o fuera del cerebro, pero, sea como sea, si un determinado sendero neuronal y sus sinapsis se activan de forma repetida, se fortalecen las sinapsis que se producen entre ellas. Así pues, las células que «se disparan» juntas, «se conectan» entre sí.2

En esta fase de desarrollo del cerebro, sobre todo en la primera infancia, a medida que se van activando los grupos y senderos de las neuronas y sus sinapsis, el proceso de excitación «pone en marcha» la maquinaria molecular de la célula. La consecuencia es la construcción de más sinapsis, un proceso que se denomina «sinaptogénesis» (nacimiento de las sinapsis). Las sinapsis van aumentando desde los primeros meses hasta la adolescencia, y alcanzan el pico en la primera infancia. La sinaptogénesis depende mucho de que las células cerebrales se activen mutuamente, por esto el cerebro del niño tiene más neurotransmisores y sinapsis excitadores que inhibidores en comparación con el cerebro del adulto, donde es mayor el equilibrio entre unos y otros.


FIGURA 8. El cerebro joven tiene más sinapsis excitadoras que inhibidoras. La cantidad de sinapsis aumenta a partir del nacimiento y durante toda la adolescencia, con el pico en la primera infancia.

La excitación es un elemento fundamental del aprendizaje. Los primeros años de vida, en que tanto abunda la excitación, son el «período crítico», cuando el aprendizaje y la memoria están más fuertes que en fases posteriores de la vida. Gracias ello el cerebro puede ser muy sensible a la excitación y crecer. Lamentablemente, la abundante excitación que se produce en el cerebro en desarrollo tiene su precio: el riesgo de que sea excesiva. Esto explica por qué enfermedades que son consecuencia de una sobreexcitación, como la epilepsia, son más habituales en la infancia que en la madurez. Los ataques son el principal síntoma de la epilepsia, y están provocados por un exceso de células cerebrales que se activan juntas sin que exista suficiente inhibición para equilibrarlas.

La arborización, o ramificación de las neuronas, alcanza su pico en los primeros años de vida, pero, como hemos visto, continúa durante la adolescencia. En las niñas, la densidad de la sustancia gris alcanza el mayor nivel a los once años, y en los niños, a los catorce, y sube y baja a lo largo de la adolescencia.

Sin embargo, durante la adolescencia la sustancia blanca, o mielina, solo tiene una trayectoria: ascendente. Jay Giedd y sus colegas del Instituto Nacional de Salud Mental escanearon el cerebro de casi mil niños sanos de entre ocho y dieciocho años, y descubrieron este patrón de cableado.3 Como veíamos en la figura 4, investigadores de la Universidad de California, en Los Ángeles, basándose en estos descubrimientos, compararon los escáneres de adultos jóvenes, de entre veintitrés y treinta años, con los de adolescentes, de entre doce y dieciséis. Observaron que se sigue produciendo mielina mucho después de la adolescencia, incluso a los treinta años, lo cual da mayor eficacia a la comunicación entre las áreas del cerebro.

Sin el aislamiento de estas conexiones, la señal procedente de una zona del cerebro, por ejemplo, el miedo y el estrés que llegan de la amígdala, tiene problemas para conectarse con otra parte del cerebro, por ejemplo, el sentido del juicio de la corteza frontal. Para el adolescente cuyo cerebro se está aún cableando, esto significa que a veces se encuentra en situaciones peligrosas en las que no sabe cómo responder. Así lo confirmó científicamente un estudio de 2010 realizado por la Cruz Roja británica sobre la forma de reaccionar de los adolescentes ante emergencias en que estaba implicado un compañero que había bebido en exceso. Más del 10 % de todos los niños y jóvenes adolescentes de entre once y dieciséis años se habían encontrado alguna vez en la situación de un amigo que se había mareado, herido o quedado inconsciente por exceso de alcohol. La mitad de ellos tuvieron que afrontar el desvanecimiento de un amigo. En un sentido más general, en el estudio se descubrió que nueve de cada diez adolescentes habían tenido que enfrentarse en sus años de adolescencia a algún tipo de crisis en la que intervenía otra persona: heridas en la cabeza, asfixia, un ataque de asma, un ataque de epilepsia, etc. El 44 % de los adolescentes encuestados admitían que habían sentido pánico en esa situación de emergencia, y casi la mitad de ellos (el 46 %) reconocían que no supieron reaccionar en modo alguno a la crisis.

Dan Gordon, un muchacho de quince años de Hampshire, Inglaterra, que fue entrevistado por The Guardian sobre una historia de ese estudio, hablaba de una fiesta particular a la que asistió y en la que muchos menores de edad bebieron mucho alcohol.4 Una chica se desvaneció, se desplomó boca abajo y empezó a vomitar, y todos los que había en la habitación, todos ellos adolescentes, se asustaron muchísimo. Solo pensaban en que debían impedir que se ahogara, por lo que la incorporaron y, con mucho esfuerzo, la sacaron a la calle para que le diera el aire y esperaron a que despertara. Dan admitía al periodista que ni a él ni a ninguno de los que estaban en la fiesta se les ocurrió llamar a una ambulancia. En otras palabras, la amígdala de aquellos adolescentes había advertido el peligro, pero sus lóbulos frontales no respondieron, y los adolescentes actuaron según iban sucediéndose las cosas.


Mi hijo Andrew fue testigo de algo parecido en la universidad. Había ido a Boston a visitar a su novia. La compañera de habitación de esta también tenía una visita, una chica de primero de Carolina del Sur que enseguida se emborrachó en una fiesta que se celebraba en la habitación de otra estudiante. Cuando Andrew y su novia regresaron a la habitación, se encontraron a la chica inconsciente en el suelo y, exactamente igual que en el caso de Dan Gordon, todos se asustaron. En vez de llamar al 911 o a seguridad del campus, o llevarla en coche a urgencias, encontraron a un par de amigos que los ayudaron y, a continuación, se vinieron todos en coche a casa, que estaba a unos quince kilómetros.

—No queríamos llamar a seguridad del campus —me explicó la novia de Andrew mientras yo examinaba a la chica, a la que habían ayudado a entrar en casa y prácticamente no reaccionaba—. Es de primero. Si la llevábamos al centro de salud, mi compañera y yo podríamos tener problemas.

Andrew y su antigua novia tenían entonces veintiún años, pero la chica que estaba de visita, solo dieciocho.

—¿Y por qué no la llevasteis al hospital? —pregunté.

—No sabíamos si estaba muy borracha —dijo la otra amiga—. Cuando la subimos al coche, hablaba, y ahora se ha quedado muda.

En realidad, ninguno de ellos conocía a la chica; la habían visto por primera vez y brevemente esa misma mañana, cuando había ido a visitar a su amiga de la universidad. Llevaba la cartera y la tarjeta de estudiante de su universidad de Carolina del Sur, pero nada más. No había forma de localizar a la amiga que la había invitado. Ya se estaba quedando dormida, más relajada, cuando vomitó en el suelo. En ese momento, insistí en que la llevaran a un hospital que había a menos de dos kilómetros de casa. Tres de ellos tuvieron que llevarla de nuevo al coche. Unos quince minutos después, me llamó la novia de Andrew y me dijo que iban a ingresar a la chica en el hospital para tenerla en observación. Aquella criatura se pasó una noche en el hospital, y sus compañeros de la universidad fueron a recogerla al día siguiente por la tarde. Al regresar a Boston, se detuvieron en mi casa para recoger todo lo que se habían dejado la noche anterior. Al parecer, el nivel de alcohol de la muchacha había llegado a 0,34, más de cuatro veces el límite permitido para poder conducir, y realmente peligroso. Me asusta pensar qué hubiera podido ocurrir si no la hubiesen llevado al hospital, donde le hicieron un lavado de estómago y le administraron carbón para evitar que el cuerpo absorbiera más alcohol. Tenía ante mí a un público cautivo, así que hice que se sentaran todos en la cocina, encendí el portátil y les enseñé un diagrama sobre niveles de alcohol en sangre y sus efectos en la coordinación y la conciencia. Señalé que 0,4, solo un poco más del que la chica había tenido en el momento crítico, puede ser letal. La chica se había tomado diecisiete combinados de gelatina, o esos eran al menos los recordaba. No tenía sentido hacer la pregunta habitual —«¿Pero en qué estabas pensando?»—, pero creí que era un buen momento para enseñarles a todos lo cerca que había estado la chica de que la noche acabara de forma muy distinta.

La muchacha se recuperó, y espero que aprendiera la lección, pero es evidente que las consecuencias de las malas decisiones pueden ser, y son a menudo, desastrosas para los adolescentes. Bennett Barber tenía dieciséis años la Nochevieja de 2008 cuando salió de una fiesta sin control alguno que se celebraba en casa de un amigo en Marblehead, Massachusetts, y se dispuso a regresar a casa a pie.5 Serían las once y media de la noche, estaba nevando y el viento soplaba a 50 kilómetros por hora. Bennett iba con tejanos y zapatillas, estaba borracho y desorientado, y aunque vivía a solo un kilómetro de donde se encontraba, se perdió. Con una temperatura por debajo de cero, el chico se desmayó y se cayó de bruces sobre una cresta de nieve. A las tres de la madrugada, su madre llamó a la policía. Salió una patrulla en busca de Bennett, en aquella noche gélida. Varias horas después, un bombero descubrió una botella de cerveza en la nieve y siguió el rastro desdibujado de unas huellas. Cuando encontró a Bennett, el chico estaba medio inconsciente y con hipotermia. También le faltaban una zapatilla y un calcetín. Una ambulancia llevó a aquel jugador de hockey del instituto al Hospital General de Massachusetts, al que llegó con una temperatura base de tan solo 31 ºC, y con el pie derecho al parecer congelado. Lo aislaron en una habitación para hacer que le subiera la temperatura, y al final fue trasladado a un centro de quemados para que le trataran la congelación.

Después, Bennett le preguntó a su padre por qué la policía había tardado tanto en rescatarlo, quien le respondió que él había intentado esconderse de la patrulla. En el informe de la policía aparecían todos los detalles: «Recuerda que vio las luces, pero le dijo a su padre que se escondía cuando veía a alguien cerca porque no quería tener problemas por haber bebido».

La chica que había organizado la fiesta cuando sus padres salieron de casa por la noche dijo primero a la policía que Bennett iba bebido cuando llegó y que lo había acompañado hasta medio camino de su casa. Hasta las cinco de la madrugada no admitió la verdad: en la casa había más de una docena de personas; muchos habían bebido alcohol, todos menores de edad, y a las once y media había intentado que se fueran todos antes de que regresaran sus padres. Dos chicas dijeron que iban a acompañar a Bennett, «pero al salir a la calle vieron que estaba demasiado borracho», entraron con él de nuevo en la casa y lo dejaron solo mientras ayudaban a su amiga a limpiar. Fue la última vez que vieron a Bennett.

El problema no era solo que unos adolescentes hubieran consumido alcohol. La otra cara era la mala decisión de Bennett y sus amigos de la fiesta, la mentira que había impedido que la policía encontrara antes a Bennett, y hasta el miedo de este a que la policía lo detuviera. Todos los adolescentes implicados mostraron una asombrosa falta de sensatez.

Los científicos advierten de que el juicio depende de la capacidad de ver más allá de uno mismo, una habilidad que surge en los lóbulos frontales y prefrontales, por lo que tarda tiempo en desarrollarse. Los cambios dinámicos que tienen lugar en el cerebro forman parte de lo que hace de la adolescencia una época de euforia. Pero el cerebro maleable y aún en proceso de maduración del adolescente puede ser un elemento peligroso. Puede ocurrir de todo, y en muchos casos nada de bueno. Los adolescentes pueden parecer adultos, pueden pensar como adultos en muchos sentidos, y tienen una facilidad asombrosa para el aprendizaje, pero es de importancia capital saber qué no pueden hacer los adolescentes, cuáles son sus limitaciones cognitivas, emocionales y conductuales.

El cerebro adolescente

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