Читать книгу Soñar despiertos la fraternidad - Francisco Javier Vitoria Cormenzana, Luzio Uriarte - Страница 4

PREFACIO

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Todo parece indicar que el futuro es algo que no podemos conocer, y la incertidumbre nos quema. Los observadores más lúcidos del presente, y especialmente del futuro, del mundo añaden más leña al fuego de nuestra perplejidad. En el prólogo de su último y póstumo libro, Ulrich Beck escribe:


El mundo está desquiciado. Tal como lo ven muchas personas, esto es cierto en ambos sentidos de la palabra: el mundo está desencajado y se ha vuelto loco. Vagamos confusos y sin rumbo, argumentando razones en favor de esto y en contra de aquello. Pero una afirmación en la que la mayoría de la gente coincide, más allá de cualquier antagonismo, y en todos los continentes, es la siguiente: «Ya no comprendo el mundo».


Y enfatiza esta situación de incertidumbre cuando a continuación afirma que el objetivo de su libro no es explicar el mundo actual, sino, más modestamente, esclarecer el porqué de nuestra confusión; es decir, «intentar comprender y explicar por qué ya no entendemos el mundo». Y advierte que esa confusión ya no puede conceptualizarse con las nociones de cambio de que dispone la sociología (evolución, revolución y transformación) y propone acudir a una nueva: metamorfosis 1.

También Daniel Innerarity, desde la perspectiva de la filosofía política, aborda la cuestión de la incertidumbre. El futuro es más difícil de conocer que nunca. Esta dificultad para escudriñar el futuro tiene que ver con la peculiar volatilidad que caracteriza al mundo en que vivimos y comportarnos razonablemente con él. No nos encontramos en medio de estructuras especialmente estables, y cualquier factor puede entrometerse en cualquier momento en nuestras vidas: las pandemias, la inestabilidad financiera, un ataque terrorista, el cambio climático, el espacio abierto de las redes sociales, la comunicación instantánea en la que parece no haber lugar para el secreto o la intimidad, etc.

Este panorama no es algo ocasional, sino que nos tendremos que acostumbrar a vivir en un cierto desorden, cuyas peculiares incertidumbres deberemos aprender a gestionar. Casi nada está asegurado contra el desgaste y protegido definitivamente frente a la intemperie en la que vamos a tener que vivir.

Toda esta perplejidad no puede convertirse en excusa para la resignación o la improvisación, sino en estímulo para mejorar nuestros instrumentos de anticipación del futuro y de estrategia para alcanzarlo. Existe relación directa entre la incertidumbre acerca del futuro y la obligación de esforzarnos para anticiparlo: a mayor incertidumbre, mayor obligación. Y Daniel Innerarity concluirá:


Si mantenemos el ideal de una convivencia regida por los valores de justicia, entre los vivos y con las generaciones venideras, hemos de preguntarnos por los efectos en el futuro de aquello que hacemos en el presente y si les vamos a dejar una sociedad equilibrada y justa, un medio ambiente sano y un sistema de protección sostenible 2.


«Éramos pocos y...». La pandemia de la COVID-19, iniciada a finales de 2019 y desarrollada durante 2020, sin que de momento podamos predecir su final, ha contribuido a incrementar y socializar estos sentimientos de incertidumbre y de confusión a la hora de enfrentarnos razonablemente con nuestro porvenir. Al mismo tiempo, crece exponencialmente nuestra obligación de anticipar y configurar el «futuro deseable»: «La crisis del coronavirus sería un acontecimiento pandemocrático, como todos los riesgos globales. Se da la paradoja de que un riesgo que nos iguala a todos revela al mismo tiempo lo desiguales que somos y pone a prueba nuestras democracias» 3.

Participo de esta incertidumbre ante el futuro y de la obligación consiguiente de anticiparlo. Mi condición de teólogo no me convierte en un vidente. Participo de la misma incertidumbre sobre el futuro que el sociólogo y el filósofo político. La fe no da ventajas. Pero sí se ofrece como perspectiva propia a la hora de divisar el futuro de este presente perplejo y de esclarecer qué es lo razonable a la hora de anticiparlo. El cristianismo del siglo XXI asume la tarea de afrontar el futuro desde la memoria passionis, mortis et resurrectionis Iesu Christi. Este quehacer, ineludible para él, de ninguna manera debiera sustanciarlo en el testimonio de una esperanza barata, sino en una auténtica rendición de cuentas o justificación práctica de esta. La esperanza cristiana no es el reverso del optimismo histórico moderno. Tampoco un reconstituyente para vivir en la posmoderna sociedad del cansancio 4 o estimular nuestros anhelos en esta era del desánimo 5. La esperanza, equipada con las señas de identidad de Jesús resucitado, es interrupción del presente y anticipación en él de un futuro humano para quienes no tienen esperanza: los excluidos, los fracasados, los «desiguales», los discriminados, los crucificados de este tiempo perplejo 6. La esperanza cristiana es un antídoto para no ser vencido de antemano por la incertidumbre.

Desde ese punto de vista, me propongo aportar materiales reflexionados de la tradición cristiana. Tienen, por una parte, la capacidad de responder a las preguntas que está planteando la pandemia; y, por otra, de regenerar y nutrir energía espiritual –que suelo denominar mística– en quienes nos encaminamos «confusos y sin rumbo» hacia el futuro. Se trata de una mística pobre (es decir, de una esperanza en el futuro sin Mesías que garantice su llegada a buen puerto); matriz, soporte y aguijón de un modesto convencimiento de la posibilidad de afrontar el futuro y comportarse con él «divinamente» o «como Dios manda».

Con el uso del adverbio «divinamente» no quiero negarle a esa conducta ni un ápice de la razonabilidad que Daniel Innerarity reclama. Al contrario, yo también solicito conductas razonables en nombre de Dios. Me parecen muy lamentables las muchas veces que la mística –sea cristiana, religiosa o revolucionaria–, como si fuera un alcohol o una droga, ha favorecido y alentado fugas ciegas hacia adelante de la realidad, con los resultados que todos conocemos: «violaciones de las condiciones históricas», con tremendos daños colaterales incluidos, o sonoros y heroicos fracasos en el intento. Pero sí pretendo poner la mística cristiana en favor de aquellos a quienes hoy se les niega un presente y un futuro digno de la condición humana: «la humanidad sobrante». Se trata de una «mística de ojos abiertos», en expresión muy querida de J. B. Metz, que asume la tarea crítica de «cepillar [el pasado y el presente de] la historia a contrapelo» (W. Benjamin). Se trata de una mirada «desde los de abajo»; es decir, desde la perspectiva de la sabiduría del Dios de la tradición cristiana, que suele resultar tan poco razonable y tan insensata para la razón hegemónica del siglo XXI como lo fue para la del siglo I (cf. 1 Cor 1,22-25).

Desde la perplejidad por no saber qué nos deparará el futuro y alentado, al mismo tiempo, por «el sueño soñado despierto» de que los seres humanos somos un proyecto divino de fraternidad, me atrevo a afirmar que ningún futuro digno de esa condición humana será posible, sin «conflictuar» con los intereses hegemónicos que dirigen la marcha del mundo y sin transgredir el (des)orden establecido. En caso contrario, me temo que el futuro –con o sin metamorfosis– solo será una clonación del presente para las víctimas de nuestro mundo.

Este libro pretende modestamente cumplir con esta tarea teológica. He culminado su redacción, a trancas y barrancas, en los seis primeros meses de pandemia. He elegido la categoría de «fraternidad», una de las fundamentales del cristianismo, como guía de mi reflexión. Nuestro presente, a pesar de ser «la hora de lo común», padece un grave deterioro de las relaciones humanas y sufre constantes desavenencias en todos los campos. Marina Garcés, llena de argumentos, ha escrito que nuestro tiempo ya no es el de la posmodernidad, sino el de la insostenibilidad; no estamos en la condición posmoderna, sino en la condición póstuma 7. Podemos compartir o no su diagnóstico, pero, como expondré en el primer capítulo, los síntomas letales del presente no auguran nada bueno para el futuro. Todos, creyentes o no, y desde diferentes perspectivas de pensamiento y acción, estamos convocados en la tarea de hilvanar nuevamente un tiempo vivible para la comunidad humana si no queremos precipitarnos en un mañana catastrófico.

Una comunidad humana viva «es –como escribe Josep Maria Esquirol– la comunidad generada por la fraternidad». Una comunidad humana así regenerada no será una comunidad idílica, ni utópica, ni perfecta, ni angelical, ni paradisíaca, sino la comunidad humana, imperfecta, pero acogedora y curadora. La comunidad en cuyo seno la paz no es la correlación de fuerzas ni la estabilidad del sistema, sino la mirada y el gesto del uno por el otro 8.

El segundo capítulo examina el núcleo duro de la experiencia religiosa de Jesús de Nazaret: Dios es Padre de un reinado de fraternidad universal. La certeza de fe configura la identidad de Jesús como prototipo de «hombre fraternal» y su práctica, crítica de un presente fratricida y anticipadora de un futuro deseable fraterno. La tradición cristiana ofrece la sabiduría y la ejemplaridad de Jesús de Nazaret como compañía para transitar por este tiempo de confusión.

El capítulo tercero se adentra en la memoria passionis, mortis et resurrectionis Iesu Christi. La crisis crucial y el fundamento definitivo del proyecto divino de fraternidad universal, anunciado y anticipado por Jesús, acontecen simultáneamente en la Pascua del Señor. La memoria de ese acontecimiento es de vital importancia para la tradición cristiana y su sentido de la historia individual y colectiva de la humanidad. Mostrar la razonabilidad de su propuesta de fe resulta imprescindible para no convertirla en una barata y mágica «tabla de salvación» en tiempos de perplejidad.

El capítulo cuarto habla trinitariamente de Dios como Fuente, Imagen y Madre de la Fraternidad universal. Recurre a la imagen del «parto doloroso» –la kénosis o anonadamiento de Dios– para dar cuenta del «precio que paga» Dios mismo por sacar adelante, con la imprescindible colaboración de los seres humanos, su proyecto de paternidad y fraternidad. La imagen de Dios-comunión servirá para fundamentar la anhelada unidad humana con Dios por la vía de comunión con él, y no de la fusión; así como la utopía de una sociedad fraterna.

El capítulo quinto se detiene en la Iglesia que pretende comprenderse a sí misma y presentarse ante el mundo como germen y principio de la fraternidad universal. Realiza dos catas: la primera comunidad de discípulos en Jerusalén y la «eclesiología de comunión» del Concilio Vaticano II. En esos dos momentos cruciales de la historia milenaria de la Iglesia encuentra referencias u orientaciones normativas para (la reforma de) la Iglesia del siglo XXI, si quiere ser coherente con su proclamada autocomprensión de germen y principio de fraternidad.

El sexto capítulo muestra la contribución que la tradición cristiana de la fraternidad puede hacer a la reconstrucción política, social y cultural de la fraternidad en el contexto actual de incertidumbre que vivimos.

Un mes y medio después de culminar la redacción de este libro, el 3 de octubre, fiesta de San Francisco de Asís, el papa Francisco firmó la encíclica Fratelli tutti. Todos hermanos. Un profundo y bellísimo texto sobre la fraternidad y la amistad social. Me ha parecido necesario incorporar algunas referencias de ella a lo largo de estas páginas con el fin de facilitar a los lectores el cotejo de ambos textos.

Soñar despiertos la fraternidad

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