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EL REINADO DEL PADRE DE JESÚS DE NAZARET,
UN PROYECTO DE FRATERNIDAD UNIVERSAL

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Desde hace años, José Antonio Pagola viene utilizando la fórmula «volver a Jesús». Con ella nos recuerda a los cristianos una necesidad vital para afrontar nuestro crítico presente y nuestro incierto futuro: fijar, una y otra vez, nuestra mirada en Jesús de Nazaret, que inicia y consuma la fe (cf. Heb 12,2). Si nos volvemos a Jesús, descubrimos que su persona –vida, muerte y resurrección– desencadenó 1 la «fraternidad» del reinado del Padre. Jesús originó, provocó y dio salida a una serie de hechos de fraternidad que principiaban la fraternidad del reinado del Padre en la historia y que, al mismo tiempo, suscitaban movimientos contrapuestos y apasionados de ánimo entre quienes se encontraron con él: seguimiento y rechazo, seducción y repulsión, atracción y decepción, simpatía y animadversión, alegría y miedo...

Así pues, digámoslo una vez más, Jesús no legó a sus discípulos un conjunto de doctrinas excelsas sobre Dios, ni un nuevo culto, ni una nueva moral, sino su forma fraterna y fraternizadora de estar en la realidad y de enfrentarse con ella, reflejo de su experiencia filial de la paternidad de Yahvé. Es decir, Jesús entregó a sus discípulos de todos los tiempos una tradición de hermanamiento que ni debían repetir miméticamente ni conservar inmutablemente, sino recrear en tiempos y espacios diferentes al suyo por medio de su seguimiento histórico.

El recuerdo de la vida de aquel judío marginal marcó el proceso de definición del cristianismo primitivo hacia finales del siglo II.

James D. G. Dunn, en su magna obra sobre los orígenes de cristianismo, ha dejado probado que la identidad del cristianismo fue definida por la centralidad del Jesús recordado, que había realizado su misión en Galilea y Judea y que, tras morir en la cruz, había resucitado en Jerusalén. El cristianismo naciente era la viva expresión y la continuidad del impacto producido por él. Jesús de Nazaret se convirtió así en el centro determinante de lo que era la identidad cristiana, y discriminador de lo que se hallaba más allá de ella 2. También en el siglo XXI esa centralidad de Jesús de Nazaret ha de seguir autentificando la identidad del cristianismo. Su papel definitorio permitirá que el cristianismo vivido sea un cristianismo vivo. Su descentramiento –por acción u omisión– lo convierte en un cristianismo zombi 3.

En esta disyuntiva hay mucho en juego –¡demasiado!– para la vida de la Iglesia y también para el futuro de la humanidad. Por ello, no hemos de echar en saco roto la petición de Jon Sobrino: que «no nos roben a Jesús de Nazaret», pues sin él «desaparece lo central del cristianismo». Justamente, «lo que cristianiza» o hace cristianas la oración y la praxis, la mística y la gratuidad, e incluso la imagen de Dios, de Cristo y del Espíritu 4. La súplica no es una ocurrencia sin base en la realidad del teólogo salvadoreño. Jesús de Nazaret ha sido secuestrado en multitud de ocasiones a lo largo de veinte siglos y a lo ancho de toda la geografía del planeta Tierra. Con frecuencia, los cristianos nos hemos quedado sin él. Pero también el resto de la humanidad. Unas veces su figura humana quedó fuera del foco que iluminaba al Jesús celestial (posresurreccional); otras, se ocultó bajo las categorías metafísicas que dan cuenta de su misterio divino/humano. A menudo la sustituimos por figuras venerables de la tradición cristiana (p. ej., María y los santos), que parecían más afines a nuestra condición humana. Y sucedió algo aún más grave: los poderosos desfiguraron el recuerdo de Jesús y la institución eclesial lo traicionó, robándoles a Jesús de Nazaret a los pobres y necesitados.

Hoy los abundantes y excelentes estudios sobre el Jesús «recordado» constituyen un sistema de protección que hace más difícil su hurto. Pero su existencia no nos protege del todo. John D. Crossan, uno de sus grandes expertos actuales, nos ofrece una pista para entender esa insuficiencia. Se imagina que el Jesús histórico habla con él y le dice:


–He leído tu libro, Dominic, y me parece bastante bueno. ¿Y qué? ¿Estás ya listo para vivir tu vida conforme a mi visión de las cosas y para unirte a mi programa?

–No creo que tenga valor suficiente, Jesús, pero la descripción que de ti hacía en él era bastante buena, ¿no te parece? Lo que estaba particularmente bien era el método, ¿verdad?

–Gracias, Dominic, por no falsificar mi mensaje para adecuarlo a tus incapacidades. Eso ya es algo.

–¿No es bastante?

–No, Dominic, no es bastante 5.


A Jesús de Nazaret nos lo devuelven una y otra vez quienes han estado dispuestos a vivir su vida en conformidad con la visión jesuánica de las cosas y se han unido a su programa. Necesitamos a sus seguidores, hombres y mujeres: a esa «nube densa de testigos» (Heb 12,1) que no se contentaron con creer que Jesús es el Logos, el Hijo o la segunda Persona de la Trinidad, sino que hicieron de su creer en Jesús como Evangelio la clave configuradora de sus vidas. Es bueno y necesario recordar que en la historia de la Iglesia siempre ha habido hombres y mujeres, como Francisco de Asís, Bartolomé de Las Casas, Óscar Romero o Josefina Bakhita y Teresa de Calcuta, que vivieron y, en algunos casos, murieron para devolver a Jesús a la Iglesia, a los pobres y a la humanidad. No se les recuerda como expertos estudiosos de aquel judío marginal, sino como hombres y mujeres que convirtieron cada una de sus vidas en un quinto evangelio.

Soy consciente de que la compañía de Jesús resulta incómoda para quienes somos los ciudadanos beneficiados de este mundo injusto. Como ha escrito J. B. Metz, glosando el apotegma 82 del Evangelio de Tomás 6, «permanecer cerca de Jesús resulta peligroso: hay riesgo de fuego, de incendio». Pero estoy convencido de que, como consecuencia del alejamiento del Cristo peligroso, el cristianismo se ha convertido en una religión para burgueses, exenta de peligro, pero también de virtualidad consoladora 7.


1. La experiencia de Dios configura la identidad de Jesús de Nazaret como Hijo de Dios y hermano de los hombres


La fuente del modo fraternal y fraternizador de estar en la realidad de Jesús es su encuentro con Dios. Su experiencia de Dios no tiene las características de la integración en las profundidades del «océano de la unidad infinita», sino de la comunión personal. Jesús percibió a Dios como especialmente cercano y accesible y se situó respecto a él en una relación de intimidad filial muy peculiar 8. Jesús hizo suya la vieja y tácita invitación del tetragrama sagrado –YHWH–: nombrar a Dios 9. Discernió y evaluó espiritualmente la presencia de Yahvé en medio de una Galilea atravesada por tensiones socioeconómicas entre ricos y pobres y habitada por una multitud de pobres materiales, sociales y espirituales. Y no le puso de nombre «Eso», como hacen algunos partidarios de la conciencia no dual, sino Abbá, Padre. Pero con una singularidad de la que no es posible prescindir sin renunciar a la memoria de Jesús: Dios es el Padre del Reino. Si su paternidad evoca la identidad de Dios, su «reinado» les recuerda su relevancia filial y fraterna a quienes vivían «en tinieblas y sombras de muerte» (cf. Mt 4,16).

La experiencia de contraste entre la injusticia del mundo y la paternidad de Dios configura el convencimiento de Jesús en la inminente intervención salvadora de un Dios que no puede soportar el sufrimiento injusto de sus hijos. En otra ocasión me he extendido en la explicación de esta importante cuestión 10. En esta, prefiero acudir a la autoridad de Edward Schillebeeckx:


En la historia de miseria y dolor en que aparece Jesús no hay motivo ni ocasión que expliquen razonablemente esa certeza absoluta de salvación, característica del mensaje de Jesús. Tal esperanza, patente en el anuncio de que la salvación viene con el reino de Dios, tiene –supuesta la peculiaridad de la vida religiosa de Jesús, que se refleja en su inusitada invocación de Dios como Abbá– su fundamento inequívoco en una experiencia de contraste: por una parte, la inexorable humana de miserias, discordias e injusticias, de esclavitud opresora y lacerante; por otra, la peculiar experiencia religiosa de Jesús, su vivencia del Abbá, su trato con Dios, con un Dios que, en su solicitud, es contrario al mal y solo quiere el bien, que no quiere reconocer la supremacía del mal ni conceder a este la última palabra. Esta experiencia de contraste configura en definitiva su convencimiento y predicación de la soberanía liberadora de Dios, que puede y debe realizarse ya en la historia, tal como Jesús lo experimenta en su propia vida. En el caso de Jesús, la experiencia del Abbá no es una vivencia religiosa independiente –aunque en sí sea significativa–, sino más bien una vivencia de Dios como «Padre» que se preocupa de dar un futuro a sus hijos; una vivencia de un Dios Padre que proporciona un futuro a todo aquel que humanamente ya no puede esperarlo. A partir de su vivencia del Abbá, Jesús puede anunciar a los hombres el mensaje de una esperanza que no es deducible de nuestra historia ni de experiencias individuales o sociopolíticas, aunque dicha esperanza tenga que realizarse en el mundo. Lo que llevó a Jesús a tomar conciencia de esa posibilidad y esa certeza llena de esperanza fue la originalidad de su experiencia de Dios, la cual había sido preparada durante siglos en la vida religiosa de los judíos fieles a Yahvé, pero que en Jesús se concentró en una singular experiencia de la paternidad divina 11.


Esta experiencia de proximidad única con Dios en el plano existencial configuró su vida «desde las relaciones constituyentes de Hijo del Creador y Padre y hermano de los seres humanos, empezando por sus vecinos pobres y despreciados. Vivida desde esas dos relaciones de Hijo de Dios y de hermano de todos, privilegiando a los pobres, esa situación fue capaz de dar completamente de sí y de servir de punto de partida para su misión y su sustrato» 12. Esta experiencia relacional marcó la diferencia sustancial de Jesús con el Bautista en el modo de estar y afrontar la realidad. Y la sigue marcando hoy en día con otras vías de acceso al misterio inabarcable de Dios, es decir, con otras religiones y otras espiritualidades. La recreación actual de la imagen «Padre del Reino» quizá sea muy necesaria con el fin de conservar su sentido y significatividad para hombres y mujeres de un mundo como el nuestro, muy diferente del de Jesús, pero, ¡atención!, tendrá que ser fiel a las características relacionales –«filialidad» y fraternidad– evocadas por la imagen de Dios que él nos transmitió.


2. Dios, el Padre de un reino de fraternidad


Todos los estudios del Jesús «recordado» por los evangelios sinópticos coinciden en afirmar la centralidad del reino de Dios y de su anuncio en la vida de Jesús de Nazaret, aunque luego se dispersen en acentos y matices 13. El contenido de ese anuncio no fue el ofrecimiento de un nuevo catecismo para que, una vez aprendido, fuese divulgado por sus discípulos hasta el confín del mundo. Jesús no habla como el conocedor de una doctrina religiosa guardada hasta entonces herméticamente por Dios. Ni siquiera ofrece una definición de lo que el reino de Dios es. Por medio de sus parábolas y de sus obras poderosas, el galileo Jesús de Nazaret, según da cuenta Mc 1,15, comparece públicamente como testigo de un acontecimiento nuevo, último, futuro e inminente («el tiempo se ha cumplido»), protagonizado por Yahvé («el reino de Dios está cerca»), que él comunica a sus oyentes para que lo acojan como una buena noticia que lo puede cambiar todo («convertíos y creed en la Buena Nueva»).


a) La expectativa de la justicia divina y el anuncio de Jesús


Este anuncio, ¿qué expectativas evocó en el imaginario de sus contemporáneos judíos? Los europeos del siglo XXI necesitamos volver a la mentalidad bíblica para barruntar los intereses que el anuncio de Jesús pudo despertar en sus oyentes.

Israel se niega a camuflar sus experiencias de dolor y muerte bajo señuelos idealistas o mistificaciones compensatorias. Moldeado por su cultura mesiánica, el pueblo judío, ante experiencias del mal, no puede refugiarse en abrigos fáciles, como hacen sus vecinos, que recurren a los mitos que todo lo explican y siempre se resignan. No se lo puede permitir. El judío increpa, pregunta y se rebela contra el mismo Dios en el caso de que se pretenda confundir al ser humano con el argumento de que él tiene una explicación inaccesible a la razón humana. El ejemplo paradigmático es Job, que no puede aceptar ninguna justificación del mal que le sobreviene. Y se lo dice a sus amigos, que, pretendiendo hablar en nombre de Dios, le dicen que se calle, porque algo (malo) habrá hecho. Y se lo grita también al mismísimo Dios. En las experiencias trágicas, el judaísmo se inclina más hacia la protesta que hacia la tragedia, más hacia la rebelión que hacia la resignación 14. En este caldo de cultivo de protesta y rebeldía ante el sufrimiento brota en Israel la esperanza en la promesa mesiánica de Dios, a la que Jesús da respuesta con su anuncio, aunque la expresión «reino de Dios» sea poco frecuente en el judaísmo precristiano 15.

Jesús anuncia la pronta venida de Dios para reinar y hacer justicia con su poder. Se va a cumplir la promesa mesiánica de Yahvé: su justicia absoluta, anhelada durante generaciones en medio del sufrimiento de la historia, va a invertir el orden del mundo, tal y como late en las dos versiones de las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). La llegada del Reino no se debe a ninguna posibilidad latente en la historia, sino al advenimiento gratuito de Dios con su justicia. El Reino que llega solamente es de Dios. Ninguna acción humana, ni siquiera la conversión propuesta por el Bautista, lo puede aproximar. El Reino llega de fuera de (las posibilidades de) la historia humana, aunque brote en aquel momento de la historia de la Galilea gobernada por Herodes, siendo emperador Tiberio, gobernador de Judea, Poncio Pilato, y sumos sacerdotes en Jerusalén, Anás y Caifás (cf. Lc 3,1-2). Dios irrumpe en la historia de su pueblo para interrumpir la historia de los sufrimientos y de la muerte, que no son desgracias naturales, sino históricas, provocadas por la transgresión de Adán (cf. Gn 2,17; 3,17-19).

Sin duda, el Reino futuro que Jesús proclama cercano evocaba en sus oyentes el pronto cumplimiento de la visión de Daniel: el Dios del cielo hará surgir un reino que se opondrá a los imperios de este mundo y jamás será destruido (cf. Dn 2,37-44). El cumplimiento de la esperanza judía acerca de la inversión de toda injusta situación de opresión y sufrimiento, la prometida recompensa a los israelitas fieles y la gozosa participación de los creyentes –¡e incluso de algunos gentiles!– en el banquete celestial con los profetas de Israel (cf. Mt 8,11-12) estaban a punto de alcanzar a sus oyentes 16. Al fin se iban a hacer viables la prosperidad renovada y abundante (cf. Dt 30,1-10), la eliminación de incapacidades y taras (cf. Is 29,18; 35,5-6; 42,7.18), la restauración del paraíso (cf. Is 11,6-8; 25,7-8; 51,3; Ez 36,35), la renovación de la alianza (cf. Is 44,3-4; 59,20-21; Jr 31,31-34; Ez 36,25-29; 39,28-29), la paz mesiánica (cf. Miq 4,3-4) y el festín fraterno universal (cf. Is 25,6-7). Todo podía cambiar, todo iba a cambiar, pues Dios estaba a punto de reinar en el mundo y de instaurar un nuevo y necesario orden de cosas: un Reino de justicia, de paz y de fraternidad entre los hombres.


b) La conflictividad política latente en el anuncio de Jesús


Esta «Buena Nueva» que, según los sinópticos, Jesús anuncia es una propuesta que indirectamente 17 resulta descalificante de la teología imperial de Roma. Perspicazmente, Joseph Ratzinger-Benedicto XVI recuerda que el término original griego «evangelio» (euaggelion) ha sido traducido recientemente por «buena noticia». Sin embargo, aunque este término suena bien a nuestros oídos, su significado queda muy por debajo de la grandeza que encierra realmente la palabra «evangelio». Este término forma parte del lenguaje de los emperadores romanos, que se consideraban señores del mundo, sus salvadores, sus libertadores. Las proclamas que procedían del emperador se llamaban «evangelios», independientemente de que su contenido fuera especialmente alegre y agradable. Lo que procede del emperador es siempre un mensaje salvador, no simplemente una noticia, sino la transformación del mundo hacia el bien. Cuando los evangelistas toman esta palabra y la ponen en boca de Jesús, quieren decir que aquello que los emperadores, que se tenían por dioses, reclamaban sin derecho ocurre realmente en el mensaje de aquel judío marginal. La proclama de Jesús es un mensaje con autoridad, porque no es solo palabra, sino también realidad. El Evangelio del Reino no es un discurso meramente informativo, sino operativo; no es simple comunicación, sino acción, fuerza eficaz que penetra en el mundo salvándolo y transformándolo. La consecuencia política está servida: no son los emperadores romanos los que pueden salvar al mundo, sino el Dios del Reino, que va a cumplir prontamente lo que aquellos pretendían sin poder cumplirlo 18.

En boca de Jesús, la grandeza del término «evangelio» encierra también, de manera latente, un enorme potencial de conflictividad política que se prolonga hasta nuestros días, pues juzga y desmiente como falsas las proclamas salvadoras del «imperio» de la actual economía de mercado.


3. El anuncio de Jesús: la fraternidad está cerca


Es destacable que Jesús no aplique a Dios, que «reina con su poder», el título de «rey». Tampoco le adora como «rey del universo». Le nombra y le invoca con el término Abbá (Padre) como expresión de su profundo sentimiento de relación filial con Dios y como fuente de la autoridad con la que proclamaba la inminencia escatológica del Reino.

Como correlato de la paternidad de Dios parece razonable el recurso a la categoría de «fraternidad» para hablar del efecto principal de la inminente venida poderosa de su reinado, aunque sea poco riguroso afirmar que Jesús declarara sin más que la totalidad de los seres humanos fueran hijos de Dios. El anuncio de la venida del reino del Padre evoca la irrupción del novum de fraternidad en un futuro próximo. De modo inminente se producirá una inversión del orden social (últimos que serán primeros, humildes que van a ser exaltados, y despreciados que han sido invitados a la mesa del Padre) sin que eso signifique un mero «dar la vuelta a la tortilla»: ya no habrá más últimos, ni marginados, ni despreciados, porque todos vivirán hermanados como corresponde a su condición de hijos del Dios del Reino.

La unidad de origen biológico (Heb 17,26) no garantiza la fraternidad. Es insuficiente porque es cerrada y excluyente. Los hermanos siempre pelean: Caín y Abel, Isaac e Ismael, Esaú y Jacob, José y sus hermanos... También las hermanas, como Raquel y Lía, pelean. Tampoco la fraternidad fundamentada en la fe de Abrahán (Gn 12,3) fue realidad 19. El (supuesto) progreso de la historia humana no da por sí mismo para una «fraternidad» como la que anuncia Jesús. La utopía inmanente de la fraternidad, si es que avanzamos hacia ella, siempre se escribirá con letras minúsculas, pues nunca podrá alcanzar a los «abeles» de esta historia cainita. Solo el Dios que viene trae consigo un reino de Fraternidad (con mayúscula). Solamente Dios es capaz de acoger a las víctimas de la «muerte del matar» –y, en ellas, a las de la «muerte del morir»–, darles de nuevo una vida nueva e incorporarlas a su fratría. Esta es la razón por la que prefiero el término novum al de «utopía» –que siempre es una posibilidad de la historia, a pesar de su improbabilidad– a la hora de hablar de la llegada del Reino, a pesar de la extrañeza que puede producir su uso a los lectores de estas páginas 20.

Jesús anuncia e inaugura prácticamente una nueva situación de posibilidades divinas de realización de la condición humana, que alcanza a los muertos: ser hijos de Dios y vivir como hermanos, desplegando históricamente esa inaudita filiación. Este es el horizonte de plenitud humana del Evangelio que el Galileo ofrece a todos los seres humanos, y de manera preferente a aquellos que son víctimas de la injusticia en una realidad social asimétrica (cf. Lc 4,16-21). La propuesta de Jesús responde a la nostalgia de absoluto o al deseo de infinito que alberga el corazón de todo hombre o mujer, pero transformándolos. Su propuesta anuncia e inaugura prácticamente un orden social nuevo (el necesario y posible cambio de las estructuras cainitas por fraternizadoras) y hombres y mujeres nuevos, excéntricos y misericordiosos (la necesaria y posible conversión de los corazones de piedra en corazones de carne).

El anuncio de Jesús se dirige primeramente a los hombres y mujeres que pertenecen a Israel. Pero potencialmente también evoca el futuro fraterno en la tierra, imposibilitado por el poder del pecado desde los orígenes de la historia humana. Encontramos la referencia de esta evocación en el Primer Testamento. Tras el relato de la creación (cf. Gn 1-2), los capítulos siguientes (3-11) dan cuenta del fracaso del proyecto de Dios en la creación de los seres humanos. Con el pecado, obra de la libertad humana –Adán y Caín–, irrumpen en el mundo el sufrimiento y la muerte, que se propagan de manera imparable. La tierra estaba tan corrompida y tan llena de violencia que Dios se indignó en su corazón y se arrepintió de haber creado al hombre (cf. Gn 6,5-11). El diluvio para acabar con todo viviente, la elección de Noé –«el varón más justo y cabal de su tiempo»– y de su familia para establecer una nueva alianza de Dios con él que hiciera posible el orden nuevo del mundo y la repoblación de la tierra (cf. Gn 6, 13-10,32), dan paso al episodio de la torre de Babel: allí se produce la confusión del lenguaje, que impide definitivamente que los seres humanos se entiendan entre sí, a pesar de su origen común (cf. Gn 11).

En el contexto de la necesidad de «volver a empezar» aparece en el Génesis el ciclo de Abrahán. Yahvé promete a Abrahán ser un pueblo grande y poderoso y la bendición por él de los pueblos todos de la tierra (cf. Gn 18,18). Con la elección de Israel, Dios no busca un pueblo para sí que le sirva. Ese no es su interés. Dios quiere llegar ser el gran Padre de toda la familia humana. Busca un pueblo que contribuya, con una práctica ejemplar de la justicia y el derecho (cf. Gn 18,19), al logro de la bendición divina para todos los pueblos en forma de fraternidad en la tierra. Además, esa colaboración humana le permitirá alcanzar aquello que el pecado de Adán le negó. Yahvé desea que su paternidad sea fruto no solo de su voluntad, sino también de la libertad humana, que crea las condiciones para la fraternidad en la tierra. Yahvé no desea seres humanos que sean sus hijos forzosamente, sino libremente, desplegando su condición divina filial en la tarea y la realización fraterna de su condición humana. Solamente de este modo quiere Dios llegar a ser Padre.

Desde esta perspectiva, con el anuncio de la venida inminente del Reino, Jesús proclama el cumplimiento próximo de la promesa de fraternidad universal que Dios, en Abrahán, hizo a todos los seres humanos.


a) Jesús convierte en presente el futuro de la fraternidad anunciada


Para sorpresa de quienes le escuchan, Jesús también proclama que la venida de la fraternidad del reino de Dios no se producirá aparatosamente, sino que ya está presente entre ellos (cf. Lc 17,20-21; 10,23b-24). El futuro escatológico inminente del Reino ya estaba configurando el presente de la historia. No hay que esperar más tiempo, ya ahora los discípulos pueden dirigirse a Dios como a su Padre y rogarle por la venida de su reino fraterno; ya ahora pueden ofrecer el perdón fraterno a quienes tienen deudas contraídas con ellos; ya ahora comparten mesa con Jesús como símbolo y promesa de participación en el banquete final del reino de la fraternidad; ya ahora pueden tratarse entre sí como hermanos; ya ahora, paradójicamente, los pobres, los afligidos y los que tienen hambre son dichosos, porque reciben de Jesús la firme promesa de que la venida inminente del reino de Dios cambiará por completo su suerte al incorporarlos de pleno derecho a la familia humana.

La relación entre venida inminente y presencia actual del Reino en la predicación de Jesús resulta paradójica. El debate entre los expertos sobre esta contradicción está lejos de cerrarse. Los teólogos hemos tratado de resolverla recurriendo a la fórmula «ya sí / todavía no». Pero hay que decir que Jesús jamás utilizó semejante expresión para explicar la relación entre el futuro y el presente del Reino. Me inclino a pensar como J. P. Meier 21: Jesús eligió la expresión «reino de Dios» para hablar de ese futuro; pero aquel judío marginal no solo habló, sino que también hizo realidad lo hablado y presente el futuro anunciado.

Con palabras eficientes y obras poderosas, Jesús va haciendo presente el novum de la fraternidad en favor de la vida de los afligidos. Así convierte en realidad buena lo inédito viable de la buena noticia de la fraternidad.


b) Palabras eficientes que cambian la realidad...


Por una parte,


las palabras de Jesús proclaman que el poder de Dios es saludable para lo humano de las gentes a las que van dirigidas, y emplazan a la conversión (cf. Mt 4,17). Sus parábolas desvelan que ese poder actúa ocultamente como fermento salvífico en y de la historia (cf. Mt 13,33), a pesar de la levadura de los fariseos (cf. Mt 16,6), en contra de la fuerza diabólica de lo inhumano (cf. Mt 13,24-30.36-43), y aunque los hombres no tengan conciencia de ello (cf. Mc 4,26-29). Sus polémicas ponen de manifiesto su íntimo convencimiento de que en las ideas sobre la Ley de Dios no se ventilan exclusivamente opiniones teológicas, sino el destino de los pobres (cf. Mt 12,1-14). Sus relatos provocan vértigo en sus oyentes, pues hablan del «gobierno» de Dios prestando su voz a otros discursos y narrando historias de otras identidades religiosas, étnicas, sociales y morales: el samaritano, el hijo pródigo, Lázaro, el pobre, el centurión, la prostituta, la mujer sirofenicia, el publicano, etc. 22


Las bienaventuranzas son un caso paradigmático de la eficiencia de las palabras de Jesús. Sorprendentemente, Jesús proclama que los pobres y los hambrientos son ya bienaventurados (cf. Mt 5,1ss; Lc 6,20ss). Necesitamos desentrañar el carácter paradójico que este «ya» de las bienaventuranzas encierra en nuestro contexto cultural y político actual, tan indiferente ante el sufrimiento del inocente como la antigua Jerusalén. Jesús no dice que serán bienaventurados cuando sean liberados o saciados. Pero ¡ojo!: tampoco que su miseria sea bienaventurada. Jesús proclama que estos pobres son bienaventurados y serán saciados. Los tiempos verbales usados son importantes: los que lloran, los que tienen hambre material y sed de justicia, esos son –presente– ya bienaventurados y serán –futuro– saciados, se les hará justicia, serán consolados.

La proclamación en presente de las bienaventuranzas es un lenguaje «performativo» que insta a sus oyentes a cambiar la realidad. Es una pro-vocación en toda regla; una llamada en favor del reconocimiento efectivo de aquellos desgraciados como hijos que pertenecen a la familia del Padre o como seres humanos que pertenecen a la especie. Si alguien está mal, es porque le han hecho daño; pero incluso en ese estado es sujeto de derechos, incluso de aquellos que las circunstancias le niegan. Proclamando las bienaventuranzas en presente, Jesús no acepta, por un lado, que la justicia se posponga a la otra vida ni que, por otro, el que llora tenga lo que se merece. Y sostiene, muy al contrario, que los desgraciados tienen derecho a la felicidad, y que privarles de ese derecho que es suyo es hacerles infelices 23.


c) ... y obras poderosas que abren futuro a la fraternidad


Por otra parte, a través de sus obras poderosas, sus oyentes y seguidores podían comprobar que comenzaban a ocurrir acontecimientos que otras generaciones habían anhelado ver (cf. Mt 13,16-17). Con su praxis, Jesús pretende establecer una relación de correspondencia recíproca con la gratuita y amorosa paternidad de Yahvé, que él ha experimentado; o «practicar a Dios», como sencillamente dice Gustavo Gutiérrez. Jesús se siente autorizado para expresar, a través de su conducta, la identidad de Dios, y desvelar el verdadero significado que las palabras sagradas, «Yahvé», Abbá y «reino», tienen en su boca. Y así lleva a cumplimiento aquello que más tarde afirmará la tradición joánica: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9).

La figura fraterna y fraternizadora de Jesús tiene su expresión más conocida en sus acciones –principalmente los exorcismos, las curaciones y las comidas con pecadores– que el evangelista Juan llama signos o señales y que tradicionalmente, en el caso de las dos primeras, hemos llamado milagros.

Seguramente hoy todavía necesitamos entender el término «milagro» como sinónimo de «signo» y no de «prodigio», que, según la RAE, significa «suceso extraño que excede los límites regulares de la naturaleza». Aunque este no sea el momento de abordar la cuestión de los milagros, sí me parece pertinente recordar que las curaciones y exorcismos milagrosos de Jesús no plantearon ningún debate sobre su verdad o autenticidad, sino sobre su significado. Jesús los interpretaba como signos o señales del poder del reino de Dios, y los fariseos, como signos o señales del poder del reino de Belcebú, príncipe de los demonios (cf. Mt 12,22-28; Mc 3,22-30; Lc 11,14-20). Y sus comidas con pecadores provocaron el mismo conflicto de interpretaciones. Mientras para Jesús eran un signo de la nueva mesa del Padre del Reino, donde todos tienen cabida, empezando por los últimos, para los fariseos solo eran expresión de las costumbres de un glotón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores (cf. Mt 11,18-19). Este grave conflicto de interpretaciones teológicas tendrá, como veremos más adelante, un serio contratiempo para la irrupción de la fraternidad del Reino en la historia: la crucifixión de Jesús y la aparente victoria de la fuerza fratricida de Caín sobre el poder del Padre del Reino.

No me detendré en desentrañar el importante significado que estas obras poderosas de Jesús tuvieron para la irrupción y la presencia de la fraternidad del Reino. Hay literatura excelente sobre la cuestión 24. Me limitaré a transcribir lo dicho en otra ocasión:


Las obras poderosas de Jesús son expresión de un combate con los poderes que deshumanizan a los seres humanos y signo de su victoria sobre ellos. Sus prácticas son propias de un radical, aunque en ellas no encontremos una brizna ni del rigorismo del fariseo legalista ni de la violencia del zelota. Su radicalidad proviene de la libertad con la que va a la raíz del asunto del Abbá: la vida del hombre. Esta pulsión espiritual le hace ir «derecho al grano»: la vida y la dignidad de los pobres, y llevarse por delante lo que haga falta: el sábado y la Ley, la familia y las buenas compañías, el culto y el Templo. Y, sobre todo, la más difícil barrera que siempre ha de franquear la libertad humana: el miedo a la muerte. Su comportamiento fue el resultado de su firme voluntad de ir a lo único necesario: la vida del pobre, que es la gloria de su Dios y Padre. Las acciones de Jesús, sus milagros, sus curaciones, su comunidad de mesa con los pecadores y ninguneados de aquella sociedad teocrática, constituyeron auténticas interrupciones del circuito del mal que avasalla la vida de los hombres y, muy singularmente, de los pobres y de los débiles (cf. Mt 9,35-36; 14,14; Mc 6,34; 8,2; Lc 7,12-13) 25.


El conjunto de este proceder permitió que Jesús, al menos en algunas ocasiones, interpretase esos hechos como señales de que el camino hacia la fraternidad ya se había comenzado a andar. Ante lo mucho que quedaba por llegar, la acción de Jesús engendra futuro a la fraternidad en su afán por «desplazar apenas medio palmo» su presente 26. Cuando los enviados por Juan, encarcelado, le preguntan si es él quien ha de venir o si deben esperar a otro, Jesús no responde con teologías, sino con hechos palpables: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (cf. Mt 11,2-5). Lo sé, no soy un ingenuo, también las obras de Jesús en favor de la fraternidad participan de las características de este tipo de «desplazamiento». A saber: «No se convierte nunca en una posesión definitiva. Pronto vuelve a quedar pendiente, y hay que repetirlo. Sin embargo, nunca es en vano, porque cada vez que se recorre da frutos». Y por todo ello las obras de Jesús contribuyeron «a cambiar el mundo, que, sin embargo, está todavía por cambiar» 27.


4. Jesús de Nazaret, prototipo de «hombre fraternal»


Del recorrido realizado podemos concluir que Jesús transformó su experiencia de la paternidad del Dios del Reino en fuente de vida fraterna para los demás. «Metabolizó» ese conocimiento en forma de vida o en modo de ser hasta convertirse en testigo de la verdad (cf. Jn 18,37). Esa verdad, en la que tenía su hogar, no podía comunicarla a distancia, necesitaba dotarla de expresión corporal. Jesús lo consiguió forjando su figura humana a través de una doble vía de humanización: la de salir «de sus círculos de totalidad humana (el familiar, el religioso, el de la Ley, el del pueblo judío) hacia los que estaban “fuera”» 28, para ser y vivir «para los demás» (proexistencia), y el de domiciliarse en el territorio de los siervos y los esclavos (kénosis: cf. Flp 2,7). La muchedumbre, la masa humana compuesta por el desecho de la sociedad y confinada socialmente a la tierra de nadie, no fue únicamente objeto de sus desvelos compasivos, sino que fue acogida por Jesús como su familia (cf. Mt 12,48). Los destinatarios de sus obras poderosas –los pobres, los enfermos, los oprimidos, las mujeres y los pecadores– percibieron en ellas la autenticidad acreditadora de su anuncio sobre la proximidad y la presencia del Reino: eran signos del cumplimiento de la promesa de Dios (cf. Lc 4,16-22).

Así, la misma figura humana de Jesús, como escribe Jon Sobrino, se convierte en Evangelio para todos ellos. La experiencia de la realidad de Jesús (su misericordia, su honradez con lo real, su empatía, su firmeza, su lealtad, su coherencia entre anuncio y vida) fue buena noticia, cosa buena que causaba gozo y esperanza a aquellos seres humanos desvalidos 29.

Esta conexión de Jesús entre su anuncio, su práctica y su forma de vida o modo de ser constituye la matriz de la extraña y seductora autoridad que percibieron en él 30.


Un hombre apasionado


La tradición neotestamentaria recuerda a Jesús como la insuperable manifestación y puesta en escena del modelo humano protagonizado por el buen samaritano (cf. Lc 10,29-37) 31. La teología actual lo ha presentado como una persona fraterna, configurada por el «principio misericordia» (J. Sobrino). Dicho con otras palabras, el Jesús «recordado» es el «prototipo de hermano». Él es el único ser humano del que se puede afirmar que ha llegado a ser tan misericordioso como el Padre del Reino (cf. Lc 6,36).

A Jesús se le rememora como el «hombre apasionado en medio de la insensible Jerusalén» 32. La «visión de lo intolerable», el sufrimiento injusto de los inocentes, rompe el círculo de indiferencia e inmunidad cultural que le rodea. Jesús se siente afectado y concernido por tanto sufrimiento y entra en la escena de los que viven «en sombras de muerte» (cf. Mt 4,16). Los evangelios hablan de esta afección utilizando un verbo (splanjnisomai) que significa abrazar visceralmente, con las propias entrañas, los sentimientos o la situación del otro. Esta empatía promovió en él una movilidad solidaria hacia abajo (Dean Brackley) y hacia los de abajo, que desplazaba la causa de la fraternidad hacia adelante. Así practicó la única solidaridad fraterna digna de tal nombre: la que se caracteriza por el mismo desamparo y desesperación que conocen y experimentan los marginados 33.

Los evangelios lo dicen sumariamente, afirmando que Jesús no tuvo lugar donde nacer (cf. Lc 2,7) ni cobijo donde reclinar su cabeza (cf. Lc 9,58). Y Heb 13,12 añadirá que tampoco ciudad donde morir. Pero sobre todo lo narran a lo largo de sus relatos. Jesús, partícipe de «la solidaridad de los conmovidos» por el exceso de mal del mundo (Jan Patocka), entra en el cuerpo a cuerpo de la comunión con los pobres, los enfermos, los hambrientos, las prostitutas, los niños, las mujeres, los extranjeros, los que lloran, los humillados, los abatidos, los cansados, los desamparados, etc. Esta toma de posición de Jesús implícitamente declara injustas las condiciones de vida de aquellos seres humanos: ni el leproso era un impuro, ni el hambriento un pordiosero, ni el ciego un pecador o hijo de pecadores, ni el pobre un holgazán, ni el niño un cero a la izquierda, ni la mujer una persona subalterna, ni siquiera el enemigo era un extraño, sino un hermano (cf. Mt 5,44-45). Y, al mismo tiempo, reconoce en todos y cada uno de ellos un ser humano al que se le había privado de lo suyo: su condición de hijo del Padre del Reino o de «imagen de Dios». Y «en él reconocen las personas afectadas al hombre fraternal» 34.

Ernst Bloch percibió muy bien la novedad que irradiaba la figura humana de Jesús:


Lo que Jesús moviliza no es el hombre dado, sino la utopía de un hombre posible, cuyo núcleo y cuya fraternidad escatológica ha vivido él como modelo [...] Un hombre bueno obra aquí simplemente como hombre bueno, algo que todavía no había sucedido; con una tendencia propia hacia abajo, hacia los pobres y menospreciados, en la que no hay ningún asomo de patronazgo 35.


5. Jesús, ascetismo y fraternidad


Me interesa explorar la figura de Jesús como asceta y su relación con su servicio a la fraternidad. Seguramente, esta propuesta pueda parecerle extraña a más de un lector. Estamos acostumbrados a contemplar a Juan Bautista como un asceta que vivía en el desierto, vestía con piel de camello y se alimentaba de langostas y miel silvestre (cf. Mc 1,6) sin probar ni pan ni vino (cf. Lc 7,33). Pero no a Jesús, que, como ya he apuntado más arriba, fue acusado de ser un bon vivant y de no fomentar la práctica del ayuno entre sus discípulos (cf. Mt 5,33-34).

El término «ascetismo» es un concepto en cuyo origen se encuentra el término griego askein, que inicialmente se refería a las diversas formas de ejercicio o entrenamiento físico de los deportistas. En el lenguaje corriente, calificamos a alguien de asceta cuando nos encontramos ante una persona que practica un estilo de vida austero y de renuncia a placeres materiales, con el fin de adquirir unos hábitos que conduzcan a la excelencia física (p. ej., un deportista maratoniano) o a la perfección moral y espiritual (p. ej., los monjes). Sin embargo, el término encierra una mayor complejidad que necesitamos desentrañar antes de aplicárselo a Jesús de Nazaret.


a) El ascetismo como propuesta política


Para Leif E. Vaage, profesor de Nuevo Testamento de la Universidad de Toronto, el ascetismo no es una cuestión de costumbres particulares, sino básicamente una propuesta política. Lo ascético siempre tiene dos aspectos: 1) el «rechazo del mundo» como marco normativo para conocer una vida buena o plena. El ascetismo cuestiona profundamente la capacidad de este mundo, tal como está, para otorgar la felicidad y otros bienes de la misma índole; 2) la «anticipación de un mundo alternativo». El ascetismo es una propuesta de otra realidad alternativa que siempre busca el bien que todavía falta en el mundo tal como está, insistiendo en encontrarlo dentro de este mundo, es decir, del mundo rechazado. El asceta siempre procura conocer ese otro mundo que todavía es posible desde el propio cuerpo, aquí y ahora, como fruto de una u otra disciplina asumida.

El ascetismo no es, por tanto, una cuestión de lo prohibido y lo permitido para un determinado modo de vida. Antes que implicar un comportamiento particular, el ascetismo representa el esfuerzo por vivir a contracorriente de lo que en un determinado contexto sociopolítico se conoce como la normalidad o la realidad. El asceta quiere «salvarse» de esa normalidad. La considera el problema al que quiere dar una solución con su forma de vida. Asume, en cuerpo y alma, una postura de profunda discrepancia con la normalidad de su contexto sociopolítico. Su práctica ascética pretende quitarle el derecho a definir cuáles son los límites del bienestar humano. Ser asceta significa no creer en una sola realidad –la dominante de ese momento–, sino también en otra que está presente en otro espacio de este mundo. El esfuerzo o entrenamiento ascético se hace para poder entrar en «otro reino» para «vivir otro mundo», para convertirse en otro «ser humano» en el que la vida, como tal, sea diferente 36.

Este enfoque del ascetismo nos va a permitir contemplar el celibato de Jesús y su relación con el dinero como dos prácticas de vida alternativa, favorecedoras de la fraternidad en nuestro mundo.


b) Jesús, «eunuco» por el reino de la fraternidad de Dios


Parece fuera de toda duda razonable afirmar que Jesús permaneció célibe toda su vida por razones religiosas, que en su caso tenían que ver con el reino de Dios. Probablemente, interpretó su celibato como una necesidad impuesta por su misión profética y escatológica, totalmente absorbente. Es posible, por tanto, que Jesús se contara a sí mismo entre «quienes se hacen eunucos por el reino de Dios» (cf. Mt 19,12). Su celibato nada tuvo que ver con una visión negativa de la sexualidad. En un contexto religioso en el que el celibato era un estilo de vida extremadamente inusitado, pero no desconocido, el celibato de Jesús –igual que su trato familiar con los marginados– fue una parábola en acción; la plasmación de un mensaje sobre el reino de Dios dirigido a inquietar a la gente e incitarla a pensar sobre él y sobre sí misma. Cualquier otra hipótesis, hoy por hoy abandona el terreno de la investigación histórica para pasar al terreno de la novela o el cine 37.


c) La renuncia sexual como propuesta político-cultural


Siguiendo lo dicho más arriba sobre el ascetismo, vamos a contemplar el tema de la renuncia sexual de Jesús como una propuesta política. La renuncia sexual acarreaba un problema importante para la normalidad sociopolítica en el antiguo mundo mediterráneo, pues rompía con un estilo cultural de vida –el matrimonio entendido como modo de producir la próxima generación de hijos «legítimos»– que mantenía en pie la institución social –el hogar patriarcal–, que era la primera piedra de la ciudad como comunidad humana 38.

Para entender esta afirmación necesitamos considerar «la familia» como una construcción social e histórica que, desde sus orígenes, ha ido cambiando a lo largo del tiempo de acuerdo con las necesidades sociales, económicas y políticas de cada época. No existe, por tanto, un modelo tradicional perenne de familia que sea voluntad de Dios, por mucho que algunas voces eclesiásticas se empeñen en afirmar lo contrario. En la Palestina de Jesús se entendía por «familia» algo muy diferente a lo que entendemos en el País Vasco y en la Europa del siglo XXI 39. En el antiguo mundo mediterráneo, el individuo estaba integrado en una familia «extensa», que constituía el principal sistema de «seguridad social». En correspondencia con este modelo familiar, el individuo se veía a sí mismo formando parte de una unidad social mayor y ramificada. La familia extensa, y luego la aldea o el pueblo en conjunto, asignaba al individuo una identidad y una función social a cambio de la seguridad comunal y de la protección familiar 40.

En este contexto, el celibato de Jesús se presenta primeramente como un signo de su ruptura o rechazo del modelo patriarcal de «familia extensa», que reproduce un orden social de dominación y subordinación. La palabra de Jesús fortalece este significado de su ascetismo sexual. Así lo narra Marcos: Jesús vuelve a casa y sus parientes van a hacerse cargo de él, pues piensan que está loco. Jesús no los reconoce como su familia (cf. Mc 3,20.21.31-33). Jesús vuelve a su «patria» Nazaret y no reconoce a sus parientes y vecinos (cf. Mc 6,1-4). Este desapego del vínculo familiar se ve reforzado por otras palabras de Jesús en las fuentes sinópticas: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí» (Mt 10,37); «otro de los discípulos le dijo: “Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre”. Dícele Jesús: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos”» (Mt 8,21-22). Además, y de forma muy importante, el celibato de Jesús se muestra como señal anticipadora de una «familia alternativa». También en esta dimensión su palabra ayudará a desvelar el significado de su ascetismo. Nuevamente nos lo recuerda Marcos: su familia –madre, hermanos y hermanas– son quienes cumplen la voluntad de Dios y le escuchan sentados en corro a su alrededor (cf. Mc 3,34-35).

No cabe duda: el celibato de Jesús tiene que ver, en primer lugar, con el reino de Dios y no con la sexualidad. La experiencia de su proximidad e irrupción generó en él una «cierta impotencia» para el matrimonio y la familia, que garantizaban el futuro del cuerpo colectivo al que Jesús pertenecía (la familia). Y eso explica su comportamiento claramente anómalo y su discurso desafiante y culturalmente incorrecto con respecto a las expectativas relacionadas con la familia en su entorno cultural. Pero, al mismo tiempo, esa experiencia generó en él una «inaudita capacidad» para provocar nuevos vínculos familiares y fraternos entre quienes caminaban hacia el reino de Dios junto a él.


d) Familia humana y reino de Dios


No me parece suficientemente justificado afirmar que Jesús planteó antitéticamente la relación entre la familia de sangre y su propuesta de nueva familia alternativa. Los datos no dan para tanto, aunque entre los estudiosos del Jesús histórico hay diferencias de acento en esta cuestión 41. Pero esto no debe llevarnos a ignorar que Jesús «tocó» o «relativizó» la familia. Algo que les ocurre con frecuencia a los discursos eclesiásticos, que pretenden proteger la institución familiar de los peligros que la acechan, cuando, en realidad, lo que hacen es defender un modelo histórico de familia que consideran «cuasi sagrado» y, por tanto, intocable.

La «nueva familia» de Jesús, configuradora de un modelo de discipulado del que hablaremos más adelante, anticipa en la historia la realización del reino del Padre como fraternidad universal:


El reino de Dios es una realidad fraterna, de relaciones igualitarias, donde todos son servidores de todos, pero ninguno es sirviente de nadie. Se trata de un reino de justicia y misericordia que implica un cambio radical en los comportamientos sociales y personales, y que, para ello, debe hacerse mediante la sustitución de los patrones sociales de comportamiento por otros que, aunque estaban en la tradición, habían sido engullidos por el modelo imperial de sociedad impuesta desde siglos atrás [...] En el reino de Dios, el comportamiento es como de hermanos. No hay otro criterio de acción. Amarse unos a otros, aprojimarse al que sufre, atender al caído en el camino, sin importar más ley que el amor y la misericordia 42.


Este es el mandato de Jesús: buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas que básicamente necesitáis para vivir y que la institución familiar garantiza, el Padre os las dará por añadidura (cf. Mt 6,25-33). Todo, incluso lo más básico para la vida, se pospone a la búsqueda del Reino. Para Jesús, la institución familiar se encuentra al servicio del Reino.

Esta misma «hipoteca» grava la valoración cristiana de la familia, y cualquier consideración de ella ha de tenerla a la vista. «Lo que fue decisivo para Jesús debe serlo también para la familia. Cualquier proyecto de familia vivido desde la fe debe estar subordinado al reino de Dios y solo puede ser comprendido correctamente desde él» 43.

Esta subordinación de la familia al servicio del Reino exige que los cristianos en familia tengan prácticamente su corazón en la construcción del reino de Dios (= «su tesoro»: la familia humana de los hijos de Dios, cf. Mt 6,21). Desde esta opción fundamental elaborarán y jerarquizarán sus proyectos y estrategias de acción histórica. También los de la vida familiar. Pues han aprendido de Jesús que también la familia se construye desde una «situación célibe», es decir, desde un modo de servir al Reino que relativiza parcialmente la construcción de la familia porque percibe las urgencias y prioridades de la fraternidad del Reino. La familia humana es un espacio donde el Reino ya se realiza, pero este no se confunde con ella. Dicho en jerga teológica: las estrategias para proteger la familia y su construcción –como Dios manda– están sometidas a la relativización y jerarquización del «todavía no» o del «todavía tampoco» de la fraternidad universal del reino del Padre. No pocas veces, tras las defensas a ultranza de la institución de la familia se oculta una realidad familiar encorvada sobre sí misma e incapaz de percibir su responsabilidad en la construcción de la fraternidad de nuestro mundo, es decir, en el servicio al reino del Padre.


e) La pobreza asumida por Jesús, generadora de condiciones históricas para la fraternidad 44


La relación con el dinero siempre abre un debate sobre en qué consiste «la vida buena», que no debe confundirse con «la buena vida». En este caso, el orden de factores altera el producto. ¡Y de qué manera! Recientemente, un gurú económico, colaborador habitual en el periódico de mayor tirada del País Vasco, criticaba la petición sindical de subida del salario mínimo interprofesional y hacía taxativamente la siguiente afirmación: «Todo el mundo quiere ganar más, pero primero hay que generar riqueza para poder repartirla». No tenía ninguna duda. No existen ciudadanos que «no quieren ganar más». El axioma capitalista del «máximo beneficio» afecta necesariamente a la elaboración del deseo humano como la ley de la gravedad a la caída de los cuerpos: no querer ganar más es tan imposible como caerse de un sexto piso y no estrellarse contra el suelo. Es lo que tiene escribir como un «teólogo» del actual capitalismo, que funciona como una religión (W. Benjamin), en lugar de hacerlo como un experto en economía, que es una ciencia social. No se deben confundir las condiciones duras de vida con la pobreza ni la producción de bienes con la riqueza. La riqueza es consecuencia de la acumulación excesiva de los bienes producidos en manos de unos miembros de la sociedad (los ricos) en detrimento (por falta o escasez) de los bienes en manos de otros (los pobres). En realidad, no hay pobreza sin riqueza o hay pobres porque hay ricos. Así de claro.

En este contexto, la relación con el dinero se convierte en una práctica fundamental del ascetismo como proyecto económico-político. Un uso determinado del dinero


implica siempre el rechazo de otro modelo que también pretende hacer lo mismo, pero que no sería capaz de cumplir con lo prometido. Los que han optado por la riqueza como elemento imprescindible para poder vivir tienen que rechazar otro tipo de vida que carece o prescinde de este exceso de bienes y poder, calificándola como incapaz de satisfacer los deseos más básicos o elevados del ser humano. En cambio, los que han optado por la pobreza como puerta de entrada en una vida mejor tienen que rechazar como engaño el modelo de vida que la riqueza había prometido asegurar. Desde la pobreza asumida, la riqueza puede dejar un buen sabor en la boca de los sueños, pero se volvería en el estómago del vivir diario una realidad amarga 45.


f) La pobreza asumida de Jesús


En este debate participó activa y personalmente Jesús de Nazaret. Aquel judío marginal fue un trabajador de la construcción (cf. Mc 6,3) e hijo de un padre con el mismo oficio (cf. Mt 13,55). Procedía de una familia que, aunque sus padres ofrecieron el sacrificio de purificación destinado a los pobres (un par de tórtolas: cf. Lc 2,24), no pertenecía al grupo de los pobres (siervos-esclavos y mendigos). Sin embargo, no es aventurado pensar en las duras y precarias condiciones de vida de una familia de trabajadores en un pequeño pueblo como era Nazaret. Cuando Jesús abandona su profesión para convertirse en un predicador ambulante, su situación económica empeora. Pasa a vivir como los rabinos, que tenían prohibido cobrar sus lecciones sobre la Ley. Esta prohibición estaba vigente en tiempos de Jesús. Así lo atestiguan los evangelios: «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis. No os procuréis oro, ni plata, ni cobre en vuestras fajas; ni alforjas para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento» (Mt 10,8-10). Jesús parece que no llevaba personalmente ningún dinero consigo (cf. Mc 12,13-17) y aceptaba la ayuda de algunas mujeres, que «les servían con sus bienes» (cf. Lc 8,1-3). Así que podemos colocar a Jesús junto con los rabinos entre los estratos pobres de la población 46. Y a esta situación parece referirse la frase de que «el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). La tradición paulina recordará a Jesús como aquel que, «siendo de condición divina, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2,6-7). Los pobres y desvalidos no fueron únicamente objeto de sus desvelos compasivos, sino que fueron acogidos por Jesús como sus hermanos menores (cf. Mt 25,40).

Los evangelios «recuerdan» dichos y hechos de Jesús que refuerzan su asunción voluntaria de la pobreza y su relación con el dinero:


Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios [...]

Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo (Lc 6,21.24).

Al que te quite el manto no le niegues la túnica. A todo el que te pida da, y al que tome lo tuyo no se lo reclames (Lc 6,29-30).

No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias (Lc 10,4).

Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros deudores (Mt 6,12).

No amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Pues donde está tu tesoro allí estará también tu corazón (Mt 6,19-21).

Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero (Mt 6,24).


La pobreza asumida por Jesús y todo este conjunto de textos evocan un andar económico «fuera» del marco normal y reflejan su rechazo crítico del proyecto económico-político en el que vive: la vida buena


no dependería de la riqueza, no había que proteger o guardar nada, ni una almohada, ni una bolsa, una alforja o unas sandalias. Las deudas habría que perdonarlas, es decir, anularlas. El tesoro «en el cielo» [en el reino de Dios] tiene que ser otra cosa diferente del tesoro sobre la tierra. Lo que ni la polilla ni la herrumbre pueden corroer ni los ladrones tocar no es un «tesoro» en cualquier sentido normal de la palabra. Por eso el corazón, cuyo tesoro no es de la tierra, sino del cielo [del reino de Dios], está dispuesto a dejar que el tesoro normal quede malgastado, sin acumularse, difundido libremente, hasta olvidado y despreciado 47.


g) El «Dinero» versus la «fraternidad» del Reino


El «Dinero» se convierte para Jesús en el gran enemigo del proyecto fraternizador del Reino. De ahí su advertencia: «No podéis servir a Dios y al Dinero» (cf. Mt 6,24). Los exegetas coinciden en afirmar que se trata de un dicho auténtico de Jesús, que de manera taxativa plantea una antinomia insoluble. Nuestras Biblias traducen por «Dinero» la palabra griega mamōnâ. Su forma hebrea mamôn significaba «riqueza», «dinero», «propiedad» o «valor», y no tenía ninguna connotación idolátrica o demoníaca 48. En la formulación de Jesús no sucede lo mismo. Plantea una marcada oposición entre servir a Mammón y servir a Dios. Jesús personifica a Mammón –al utilizar la expresión aramea como nombre propio y sin artículo– como si fuera el nombre de uno de los dioses falsos (Baal, Moloc...). De esta manera sitúa a sus oyentes ricos frente a la misma disyuntiva primordial ante la que los profetas pusieron a Israel: ¿a quién queréis adorar y obedecer: al Dios verdadero o a los falsos ídolos? Jesús advierte que el dinero y los bienes tienden a convertirse en un interés tan absorbente que las posesiones empiezan a poseer al poseedor en vez de ser a la inversa. Mammón es un falso dios celoso que no admite rivales. Fatalmente, termina por deshumanizar a su poseedor convirtiéndolo en poseído (en su servidor) mientras infrahumaniza las condiciones de vida de quienes no participan de la abundancia de los bienes. Mammón es un ídolo destructor de lo humano y generador de muerte. Un ídolo del antirreino enfrentado al Abbá, un Dios celoso que es fuente inagotable de vida y fraternidad en la lucha escatológica del Reino. Conscientemente, Jesús establece una antinomia irreconciliable entre Dios y el Dinero. No hay soluciones intermedias. Hay que optar. Por Dios o por el Dinero. Todo el que está aliado con Mammón está excluido de la familiaridad con el Abbá del Reino, porque «nadie puede servir a dos señores» 49.

La experiencia de la injusticia le ha enseñado a Jesús que la riqueza es siempre resultado de una acumulación excesiva de los bienes o de una posesión excluyente de la abundancia. Por eso no siente ningún empacho en calificar toda riqueza de injusta (cf. Lc 16,9) 50. Pero aún hay más. La riqueza posee una dinámica idolátrica, reflejo de la constitución idolátrica del ser humano 51, que imposibilita la entrada de los ricos en el Reino o su salvación. Este obstáculo insalvable aparece afirmado con toda claridad en el pasaje del joven rico (cf. Mt 19,16-22), que culmina de la siguiente manera: «Jesús dijo a sus discípulos: “Yo os aseguro que un rico difícilmente entrará en el reino de los cielos. Os lo repito, es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de los cielos”. Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían: “Entonces, ¿quién se podrá salvar?” Jesús, mirándolos fijamente, dijo: “Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible”» (Mt 19,16-23).


h) Imposibilidad humana y posibilitación de Dios


Ambas circunstancias son atestiguadas por Jesús. Pero necesitamos entender correctamente su significado. Según Jesús, la imposibilidad de la salvación del rico no es fruto de una nueva e impracticable ley moral o de una especie de rigorismo de la pobreza, que desprecia las cosas materiales. Nada sería más contrario a su mentalidad. El impedimento es obra de la seducción de la riqueza. Su dinámica idolátrica imposibilita al rico acoger la semilla del Reino (cf. Mt 13,22) e incluso escuchar a un muerto que resucitara para convencerle del peligro de la riqueza (cf. Lc 16,30-31). Dios no facilita la salvación de los ricos por medio de un milagro que les permitiera conservar su riqueza y sanar, al mismo tiempo, la inhumanidad de su corazón. ¡Qué más quisieran los ricos! Dios la regala gratis a través de un cambio del corazón –de la transformación de un corazón de piedra en un corazón de carne– posibilitado por él mismo, que hace viable aquello que al rico le parece imposible: renunciar a las riquezas y repartirlas como única manera de administrarlas correctamente y de ser fiel al Dios del Reino. Solo así se abren espacios donde todos los hombres y las mujeres, sin exclusiones, puedan vivir como hermanos.

La antinomia Abbá/Mammón es la contrapartida y la actualización permanente de la alianza del Abbá del Reino con los pobres o de su parcialidad a favor de los oprimidos. Su irreductible incompatibilidad señala positivamente que el Dios del Reino asume como propia la lucha de los pobres contra Mammón, ídolo de muerte, de modo que se convierte en la lucha divina por la vida de los pobres, en la lucha emprendida por el Dios del Reino contra los orgullosos, los poderosos y los ricos (cf. Lc 1,51-53) 52.

La pobreza asumida y propuesta por Jesús desvela las condiciones en las que la (inevitable) relación con el dinero puede abrir caminos a la fraternidad del reino de Dios.


i) El camino hacia la fraternidad y la cultura de la «sobriedad compartida»


Los dos últimos papas han alertado sobre la vigencia de esta antinomia en pleno siglo XXI.

Benedicto XVI escribe sobre el peligro que encierra la riqueza:


Ante el abuso del poder económico, de las crueldades del capitalismo que degrada al hombre a la categoría de mercancía, hemos comenzado a comprender mejor el peligro que supone la riqueza y entendemos de manera nueva lo que Jesús quería decir al prevenirnos ante ella, ante el dios Mammón, que destruye al hombre, estrangulando despiadadamente con sus manos a una gran parte del mundo 53.


En palabras del papa Francisco, «hemos creado nuevos ídolos», y «la adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano» (EG 55).

Me temo que los católicos de los países ricos hacemos caso omiso de estas advertencias papales. En consecuencia, el mensaje sobre los peligros de la riqueza no lo hemos recibido como una llamada a cambiar nuestros modos de proceder. Soy consciente de que no aceptar la gradualidad de la «riqueza» sería una estupidez. Obviamente, solamente hay diez ciudadanos en nuestro mundo cuyo patrimonio es superior a la suma de las rentas nacionales de los cincuenta y cinco países más pobres del mundo. Son pocos los empleados, todos altos ejecutivos, que son despedidos de sus empresas con indemnizaciones de 161 millones de dólares o que tienen firmadas primas de salida de 38 millones de euros. No todos los deportistas firman un contrato, como Messi, de 16 millones de euros. Pero sería igualmente estúpido y demagógico no reconocer que, muchas veces, estas conductas las aplaudimos con las dos manos, las envidiamos con el corazón o, más sencillamente, las consentimos y pasamos de ellas, pues bastante tenemos con conservar lo nuestro tan amenazado. De ahí que las palabras de Jesús sobre los peligros de la riqueza nos conciernan especialmente, aunque en diferentes medidas, a todos los cristianos de los países ricos. ¿Qué puede justificar que el patrimonio de las diez primeras fortunas del mundo sea superior a la suma de las rentas nacionales de los cincuenta y cinco países más pobres? ¿Cuándo se pondrá fin a tantas lacras sociales (malnutrición, mortalidad infantil, enfermedades, explotación, crímenes, etc.) que podrían eliminarse si se pusiera fin a un orden social cuyo objetivo principal es aumentar la riqueza de los ricos? ¿Cuándo dejaremos de tolerar tanta ignominia, cuándo pondremos fin a tanta abominación? 54

Ocurre, sin embargo, que, como los oyentes ricos de Jesús, tampoco nosotros tenemos oídos para oír estas cosas (cf. Mt 13,9). Y así, frecuentemente, acudimos a justificaciones ideológicas de nuestra riqueza y de la pobreza de «los otros» que se asemejan mucho a aquellas otras que denunció Jesús como encubridoras de la injusticia. Jesús se opuso al uso torticero que se hacía de la ofrenda a Dios con el fin de no cumplir con lo que se debe con las personas necesitadas, que, en este caso, eran los propios padres (cf. Mc 7,9-13). Nada hay que pueda contrariar más su experiencia del Abbá del Reino. La sociedad en la que vive Jesús es teocrática y, lógicamente, religioso el argumento encubridor de la injusticia que los ricos utilizan. Generalmente, nosotros no solemos echar mano de excusas religiosas para un encubrimiento semejante, pero sí acudimos a otras «profanas» –sobre todo de racionalidad económica– tan «sagradas» como aquellas 55.

Algo de esto ha ocurrido con una utilización de la palabra «austeridad», lejana a su concepción como valor ético o como posición anticonsumista, «decrecentista» y respetuosa con el medio ambiente. La austeridad que los poderes económicos y políticos han invocado durante la crisis de 2008 con el fin de asegurar la sostenibilidad del sistema económico ha funcionado en la realidad social como una máquina de disminución del gasto público y de transformación de las expectativas de una vida buena en la condición de privilegios. El resultado ha sido un duro reajuste de los márgenes de la vida digna de los ciudadanos, especialmente de los más vulnerables, mientras crecía y crecía la brecha social entre pobres y ricos en España 56.

No solo los cristianos, sino también las organizaciones e instituciones cristianas y la misma institución eclesial, deberían sentir esta interpelación de la pobreza asumida de Jesús y de los peligros de la riqueza. Peter Brown, en su investigación sobre el enriquecimiento de la Iglesia a finales del siglo IV y en el siglo V, escribe con ironía que se ve tentado de llamar a ese período la Edad del Camello, en referencia a lo dicho por Jesús: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de los cielos» (Mt 19,24) 57. A veces tengo la impresión de que, en la mayoría de los países ricos, la Iglesia y los cristianos no acabamos de abandonar del todo esa época, a pesar de que han transcurrido mil quinientos años.

José Ignacio González Faus ha insistido en la necesidad de caminar decididamente hacia una cultura de la «sobriedad compartida» como respuesta ética a la interpelación de Jesús sobre el peligro de la riqueza 58. La asunción de esta propuesta nos sitúa en la «elección de ser pobres» en el siglo XXI y actualiza la condición humana que hizo posible la palabra de Jesús sobre la bienaventuranza de los pobres de espíritu (cf. Mt 5,1).

José Antonio Pagola glosa esta propuesta de la siguiente manera:


Hemos de desplazarnos poco a poco hacia una vida más sobria para compartir más lo que tenemos y sencillamente no necesitamos. Aprender a «empobrecernos» renunciando a nuestro nivel actual de bienestar para limitar de forma consciente y voluntaria el disfrute de nuestros recursos y poderlos así orientar hacia los necesitados.

Si nos dejamos interpelar por los que sufren más duramente la crisis, descubriremos que también nosotros, como al joven rico del evangelio, «nos falta una cosa» para seguir a Jesús: liberarnos del poder del Dinero para estar de verdad junto a los pobres. El dinero, inventado para hacer más fácil el intercambio de bienes, ha de ser empleado según Jesús para facilitar la redistribución, la solidaridad y la justicia fraterna [...] Hemos de revisar nuestra relación con el Dinero: ¿qué hacer con nuestro dinero? ¿Para qué ahorrar? ¿En qué invertir? ¿Con quién compartirlo? Hemos de dar pasos eficaces hacia un consumo responsable 59, menos compulsivo y superfluo: ¿qué compramos? ¿Dónde compramos? ¿Para qué compramos? Hemos de redefinir el bienestar que queremos disfrutar y defender: ¿qué bienestar? ¿Para quiénes? ¿Con qué costes humanos? ¿Con qué víctimas? Luis González-Carvajal puntualiza con palabras sencillas el criterio cristiano que ha de orientarnos: «Aspirar a tener todo lo necesario para la vida; algo, no todo, de lo que en nuestra cultura y condición se considera necesario para llevar una vida digna; y, desde luego, no desear tener ni una sola cosa superflua» 60.


Una civilización de la «sobriedad compartida» verifica una vez más lo afirmado por E. Bloch: «Cuando la salvación está cerca, crece también el peligro». La propuesta nos resulta inquietante: interrumpe la lógica de nuestra cultura del descarte; sacude nuestra indiferencia; invita a salir de nuestro individualismo hedonista; nos coloca bajo la autoridad de los descartados del bienestar, porque somos guardianes de sus vidas. Pero también es indispensable: nos urge a hacernos cargo, encargarnos y cargar con la seriedad, por acción u omisión, de nuestras injusticias. En una palabra, nos plantea una elección práctica decisiva para el futuro de la fraternidad. No hay alternativa: o caminamos en esa dirección e intervenimos en las injustas condiciones de vida de nuestro planeta finito, abriendo camino a la fraternidad, o los ricos y los beneficiarios del sistema defenderemos, si hiciera falta, nuestra «civilización de la sobreabundancia» para unos pocos con las armas, al precio de agrandar su actual insostenibilidad hasta los límites de la catástrofe.

Soñar despiertos la fraternidad

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