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EL DESAFÍO DE LA FRATERNIDAD COMO GUÍA
DE LECTURA DEL FUTURO DE NUESTRO MUNDO

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1. Los derechos humanos de la fraternidad


El 10 de diciembre de 2018 se cumplió el septuagésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En este tiempo no hemos sido capaces de edificar sólidamente su universalidad en nuestro mundo cosmopolita 1. La fórmula que hemos utilizado hasta la fecha combina paladas de la cal de las declaraciones solemnes y de los ordenamientos jurídicos de las naciones con permanentes acarreos de toneladas de la arena de las violaciones flagrantes.

Para acreditar mi afirmación no utilizaré los resultados de ninguna investigación exhaustiva sobre el estado de los derechos humanos en la aldea global. Me contentaré con una mirada a vista de pájaro de la situación de la fraternidad en el mundo, teniendo en cuenta que el primer artículo de la lista de derechos humanos, fundamento de todos los demás, reza así: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros».

El campo de visión abarca los siguientes escenarios humanos:

a) la geografía de los conflictos armados en Europa (Rusia, Turquía y Ucrania), Asia (Afganistán, China, Filipinas, India, Pakistán, Tailandia), Oriente Medio (Egipto, Iraq, Israel-Palestina, Siria, Yemen), África (Argelia, Libia, Malí, Nigeria, Somalia, Sudán del Sur, República Democrática del Congo, República Centroafricana) y Latinoamérica (Colombia) 2;

b) el aumento de las desigualdades en los últimos cuarenta años 3;

c) el agravamiento en la última década de la pobreza y sus consecuencias: millones de personas que padecen hambruna y falta de agua potable, vivienda, servicios sanitarios y educativos;

d) la creciente e imparable brecha entre pobres y ricos (los ricos son siempre más ricos y los pobres, más pobres) 4, agravada por la actual crisis ecológica que padece la Tierra;

e) el crecimiento del número de personas que caen en la pobreza, tanto en los países pobres como en los ricos 5, como consecuencia de las políticas de ajuste de la economía de libre mercado;

f) las consecuencias de las políticas de la Comunidad Europea y de la administración Trump en relación con los inmigrantes y refugiados que huyen de la pobreza o de los conflictos armados;

g) las incontables víctimas de la exclusión y la descalificación en razón de las diferencias de cultura, de saberes, de religión, de identidad sexual, de género, de color de piel, de capacidades humanas, etc.

El resultado de la pesquisa no puede ser más desalentador. Nos sitúa ante el panorama mundial de la «Gran exclusión», donde la fraternidad agoniza. La lógica de la globalización y del mercado neoliberal ha dejado a «la fraternidad» literalmente en cueros, mientras bloquea la igualdad y la libertad en su desarrollo integral y en su alcance universal.

«La fraternidad» –como ideal humano y como talante ético– siempre fue la pariente pobre de la tríada –libertad, igualdad, fraternidad– pregonada por la Revolución francesa. Mientras, con un éxito más bien menor, hemos ensayado filosófica y políticamente los conceptos de «igualdad» y «libertad»; el de «fraternidad» continúa siendo una noción amorfa en su comprensión teórica y atrofiada en su realización práctica 6. Dos largos siglos después de la proclama republicana, las instituciones políticas y las organizaciones sociales se han mostrado incapaces de establecer entre esas nociones relaciones prácticas de interpenetración activa o de presencia mutua. Los resultados históricos de esta incompetencia muestran claramente algo que podemos considerar el abecé de la construcción política y social. A saber, que, allí donde falta una de ellas, las otras dos existen demediadas, pisoteadas, contaminadas, adulteradas, heridas de muerte o simplemente brillan por su ausencia. Además, esa tercera palabra –«fraternidad»– es la única que da posibilidad y sentido a las otras dos; las cuales, sin ella, han quedado irreconocibles 7. Sin embargo, existe una descomunal falta de voluntad política por activar esa conexión genética de su condicionamiento recíproco. Sin ella, los derechos humanos no llegarán a ser nunca los derechos de la humanidad 8.


a) La contradicción estaba en el origen de la Declaración de los derechos


Este fracaso no se puede achacar simplemente a la mala voluntad de las gentes, a la corrupción de los políticos profesionales o a la locura de los dictadores, terroristas y violentos de turno. Algo o mucho de todo esto hay en tanta infamia. Sin embargo, la impunidad con la que acontece hace patente algo mucho más grave.

Giorgio Agamben sostiene que había una grave contradicción ya inscrita en la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, de 1879 9, que hacía inviable la fraternidad. Reyes Mate, inspirado por el texto del filósofo italiano, critica la ineficacia de la centralidad de los derechos humanos en la teoría política y señala un camino para que los derechos humanos lo sean de verdad:


El primer artículo de la Declaration de 1789 dice: «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos». Si no hubiera más, entenderíamos lo que se está diciendo, a saber, que todos nacemos iguales y libres. Bastaría entonces con el certificado de nacimiento para que se nos abrieran todas las puertas a las que tienen acceso los derechos humanos. Pero enseguida se introduce una precisión: esa vida natural tiene derechos siempre y cuando nazca en un determinado territorio, esto es, para tener derecho no basta con nacer humano, sino que hay que pertenecer a una comunidad. Hay que ser nacionales. Es lo que dice el artículo segundo: «La finalidad de toda comunidad es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre». Es la comunidad política la que reconoce los derechos humanos. Ciudadano no es, por tanto, el ser vivo que nace humano, sino el miembro de una comunidad que será ciudadano de y en esa comunidad, pero no en otra. Ahora bien, si el sujeto de derechos es la vida natural nacida en un territorio, se entenderá que el sujeto de la soberanía, es decir, quien reconoce y administra los derechos naturales, es la nación. Eso es lo que precisa el artículo tercero: «El principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación». ¿Qué quiere decir esto? Que una cosa son los derechos del hombre y otra los del ciudadano. Los del hombre nos reconocen que somos por nacimiento iguales y libres; los del ciudadano nos permiten realizarlos. En la práctica, los derechos del hombre son papel mojado. Los que valen son los derechos del ciudadano, con el añadido de que los derechos ciudadanos los tenemos porque nos los da el Estado al nacer en su territorio. Por eso un ministro español de Exteriores, Abel Matutes, pudo decir que «para el Estado, los emigrantes sin papeles no existen», y una primera ministra británica, Theresa May, proclamó sin rubor que estaba dispuesta a «cambiar las leyes sobre los derechos humanos» si estas entorpecían su política antiterrorista. Hablaban así amparados por el artículo tercero de la Declaration de 1789. Si algo tan grosero –ligar los nobles derechos humanos a la sangre y a la tierra– no provoca rechazo, es porque nos los representamos revestidos de la dignidad del ciudadano 10.


Esta perversión nos ha permitido vincular con normalidad los derechos humanos a la patria grande constitucional o la patria chica identitaria y no a la universalidad de la fratría. Y, a nada que nos descuidamos, terminamos relacionándolos con la patria mínima del «yo» en lugar de con el «nosotros» universal.


Todo esto –continua Reyes Mate– funciona bien mientras la nación esté compuesta o habitada mayoritariamente por los nacidos en ella, pero ¿qué pasa cuando hay un desajuste entre los que andan por ahí y los nacidos allí? Aparece la reivindicación de que la nación es para los de la misma sangre y tierra; aparece la xenofobia o el fascismo en casos extremos; o salta, en otros, la alerta ante esos extraños, los emigrantes, que pueden acabar con la identidad cultural del territorio o con el bienestar de los de casa 11.


La consecuencia de esta indecencia política es la violación permanente de los derechos de las personas que no tienen carta de ciudadanía, mientras que formal y cínicamente seguimos proclamando su inviolabilidad. Nos justificamos haciéndonos colectivamente un «matutes», y las víctimas de esas violaciones desaparecen por la sencilla razón de que no existen. Es nuestra peculiar manera de vivir en el limbo.


b) La contradicción en la realidad: no nacemos iguales


Esta es la paradójica realidad de los derechos humanos: «Hoy no se pone en tela de juicio la hegemonía global de los derechos humanos como discurso de la dignidad humana. Sin embargo, esa hegemonía convive con una realidad perturbadora: la gran mayoría de la población mundial no constituye el sujeto de los derechos humanos, sino más bien el objeto de los derechos humanos» 12.

Este es el monumental calibre de la mentira institucionalizada e implantada en nuestro mundo por quienes gozamos ya materialmente de ellos. Eso sí, lo hacemos en nombre de la formalidad de los derechos humanos. Nos empeñamos en afirmar, una y otra vez, que los seres humanos nacemos iguales y libres, cuando la realidad es que la mayoría no nace ni igual ni libre. Y conviene añadir –con Adorno– que este procedimiento formal no atenúa la injusticia, sino que la agrava: «Si se le certifica al negro que él es exactamente igual que el blanco, cuando no lo es, se le vuelve a hacer injusticia de forma larvada» 13. El lector, para ampliar su perspectiva, puede entretenerse brevemente en sustituir «negro» por «mujer», «subsahariano», «afgano» o «albanés», y «blanco» por «varón», «europeo», «francés» o «vasco». Comprobará que Juan Luis Segundo estaba cargado de razón cuando, hace más de medio siglo, afirmó que «la defensa de los derechos humanos que los países ricos pueden pagar para sí exige correlativamente la violación sistemática y necesaria de los mismos derechos en quienes tienen que sufrir las crisis económicas que el sistema lleva consigo. Y no importa qué tipo extraño de “legalidad” o de “preservación de la democracia” se invoque para ello» 14.

Los derechos humanos, vistos desde los grupos humanos carentes de igualdad y libertad, son precisamente la garantía de la satisfacción de las necesidades básicas y primarias sin las que la salvaguarda de la vida humana se convierte en tarea imposible. Esta lógica llevó a Ignacio Ellacuría a afirmar que el problema radical de los derechos humanos es la lucha de la vida contra la muerte 15.

Desde la perspectiva del Sur –que, como afirmaba Mario Benedetti, «también existe»–, Boaventura de Sousa Santos realiza un planteamiento provocador sobre la pertinencia del discurso de los derechos humanos para invertir los resultados históricos de esa lucha de la vida contra la muerte:


La cuestión es, en consecuencia, si los derechos humanos son eficaces en ayudar a las luchas de los excluidos, los explotados y discriminados, o si, por el contrario, las hacen más difíciles. En otras palabras: ¿es la hegemonía de la que goza hoy el discurso de los derechos humanos el resultado de una victoria histórica o más bien de una derrota? Con independencia de la respuesta que se dé a estos interrogantes, la verdad es que, puesto que son el discurso hegemónico de la dignidad humana, los derechos humanos son insoslayables. Esto explica por qué los grupos sociales oprimidos no pueden menos que plantearse la siguiente pregunta: aunque los derechos humanos forman parte de la propia hegemonía que consolida y legitima su opresión, ¿pueden utilizarse para subvertirla? Dicho de otra manera: ¿podrían los derechos humanos utilizarse de un modo contrahegemónico? Y, en tal caso, ¿cómo? Estas dos preguntas conducen a otras dos. ¿Por qué hay tanto sufrimiento humano injusto que no se considera una violación de los derechos humanos? ¿Qué otros discursos de la dignidad humana existen en el mundo y en qué medida son compatibles con los discursos de los derechos humanos? 16


La Iglesia ha recibido de Jesús de Nazaret una sabiduría sobre la dignidad humana, compatible con los discursos de los derechos humanos, que proclama propia de Dios la lucha contrahegemónica por su materialidad 17.


2. La pandemia cainita y sus causas


El panorama mundial suscita graves preocupaciones sobre el futuro de la familia humana, de la casa común y del ecosistema humano, que son los imaginarios con los que soñamos esta humanidad, según sea el código –el nexo biológico, el pacto social y el cuerpo social– desde el que articulemos la pertenencia común de todos sus miembros 18. Los círculos de identidad –familiar, local, regional, nacional, comunidad internacional, mundial– en los que desplegamos nuestra condición de familia humana sufren las más profundas heridas de nuestro tiempo. Pobreza, hambruna, guerras, xenofobia, exclusión, discriminación de la mujer, racismo, conflicto cultural, nacionalismos excluyentes y fundamentalismos fanáticos son algunas de las tumoraciones producidas por la «pandemia cainita» que nos asola con mayor intensidad y desde hace más tiempo que la del coronavirus. La interdependencia se ha convertido en una nueva frontera para los derechos humanos. En ella, los derechos de la fraternidad «abierta» y «sin fronteras» 19 constituyen seguramente la necesidad mayor de una humanidad que desee vadear las amenazas del presente y coronar sus mejores sueños de igualdad y libertad, tan espléndidamente expresados en las listas de las diversas generaciones de derechos.

Para quien contempla la realidad con ojos abiertos –lo cual no resulta nada sencillo, como veremos más adelante– o adopta una perspectiva de «honradez con lo real» y «escucha la palabra de la realidad» 20 o cualquier legitimación de esta situación, es fruto de la impostura y un escándalo mayúsculo. Esta disimetría social no se debe principalmente a causas naturales, sino históricas. Ni los infortunios de la naturaleza que con tanta virulencia golpean los pueblos ni las discapacidades físicas y psíquicas que padecen los seres humanos la explican satisfactoriamente. La situación de nuestro mundo, tan enormemente globalizado y tan escasamente fraternizado, tiene principalmente tres causas: las económicas, las políticas y las morales.


a) El «molino satánico» de la economía capitalista


Cuando, en 1991, Juan Pablo II publicó la encíclica Centesimus annus, la fisonomía del capitalismo, tal como se practicaba entonces, ya poseía los rasgos que suscitaban el juicio moral absolutamente negativo del papa y no los que integraban la hipótesis pontificia del capitalismo «bueno» 21. El entonces capitalismo triunfante tras el colapso del socialismo (1989), el realmente existente, ya no necesitaba guardar las apariencias y mostrarse con rostro humano.

Transcurridas tres décadas y tras la crisis de 2008, la actual economía capitalista desregulada y globalizada se ha hecho merecedora del sobrenombre con el que la bautizó Karl Polanyi: el «molino satánico» que destruye la vida en el planeta. Su lógica interna 22 ha hecho desaparecer, enviándolo al contenedor de los objetos viejos, el relato de una vía de desarrollo para las periferias del mundo que universalice el bienestar para el conjunto de la humanidad. Ese imperialismo expansivo que incorporaba territorios y poblaciones a los beneficios del progreso capitalista ha sido sustituido por un imperialismo de la exclusión que declara inservibles y sobrantes para su crecimiento a una masa creciente de individuos y territorios. El régimen actual de acumulación solo es para unos pocos. El bienestar y la riqueza de unos se basa en el malestar y la pobreza de los otros. Se trata, por tanto, de una desigualdad que tiene un origen estructural.

El «molino satánico» no solo produce y exige desigualdad en el interior de los países periféricos del capitalismo, sino en los centrales. Lo sufren diariamente un número millonario de ciudadanos europeos. Los informes de la Fundación FOESSA sobre exclusión y desarrollo social lo certifican en España. El efecto «ascensor» que dominaba en el capitalismo de prosperidad fordista se ha transformado en un efecto tobogán que convierte acontecimientos más o menos habituales en las trayectorias biográficas o profesionales de cualquier ciudadano en motivos de una caída en el infierno de la exclusión. Muchos ciudadanos europeos han comenzado a sufrir el destino de la «humanidad sobrante». Los mendigos sin techo, cada vez más numerosos en las calles de nuestras ciudades, se han convertido en una especie de memento mori que recuerda el horizonte de muerte social que significa esa condición de «vida sobrante»: la penuria, la desvinculación y la insignificancia levantan muros –administrativos, sanitarios, de protección social, etc.– cada vez más infranqueables para un número cada vez mayor de personas.

Igualmente produce y exige desigualdad entre los países centrales y los periféricos. En estos momentos, más de dos tercios de la desigualdad mundial se deben a la ubicación geográfica. Primero se desatienden y abandonan a su suerte zonas y regiones devastadas por la(s) violencia(s) económica, bélico-militar y ecocida, que produce masas humanas de desplazados. Cuando se aproximan a las fronteras de los países ricos, tras un penoso e interminable éxodo, son percibidas como amenaza y rechazadas 23. «Aporofobia» –miedo, rechazo u odio al pobre– es como Adela Cortina ha denominado a esta reacción antidemocrática. Con el eufemismo «crisis de los refugiados en Europa» se busca suavizar y hacer decoroso uno de los ejemplos más claros de hasta dónde están dispuestos a llegar los Estados y las ciudadanías del mundo rico para abandonar a su suerte a los que huyen de la miseria y la violencia extrema. La multiplicación de los muros físicos (desde el gigante que pretende construir Trump hasta el pequeño que se ha construido en el puerto de Bilbao, pasando por las concertinas de Melilla), legales y mentales 24, entre la riqueza y la pobreza pone de manifiesto la violencia que se precisa para mantener a raya a la «humanidad sobrante». Las políticas migratorias europeas y las zonas de muerte que han creado en sus fronteras muestran con toda claridad que los grandes principios de la modernidad política, como ciudadanía, derechos humanos, democracia y humanismo, no pueden universalizarse en una sociedad capitalista.

El capitalismo se ha convertido en «molino satánico», porque, como ha escrito José Antonio Zamora,


tiene una concepción de la sociedad o la economía que eleva el mercado y su funcionamiento sin cortapisas ni restricciones a criterio último de la actividad económica, justificando desde él el estado de postración de millones de seres humanos, minimizando los sufrimientos de los excluidos, funcionalizando la muerte de tantos inocentes en aras del progreso global supuestamente benefactor a largo plazo o sometiendo el valor inalienable de la vida digna para todos a la lógica del capital, indiferente a lo que no sea su propia autorreproducción 25.


b) Las «estructuras de pecado»


Como teólogo, quiero prolongar un poco más mi reflexión sobre la economía recurriendo a la doctrina social de la Iglesia.

El magisterio pontificio ha calificado de «estructuras de pecado» los mecanismos de este mercado global, que funcionan de modo casi automático y hacen cada vez más rígidas cada una de las situaciones de pobreza y riqueza en el mundo 26. De este modo, el mundo, en lugar de estar configurado por la interdependencia y la solidaridad, se encuentra sometido a las «estructuras de pecado», que actúan contrariamente a una verdadera conciencia del bien común universal y de la exigencia de favorecerlo, creando, en las personas e instituciones, un obstáculo difícil de superar.

Estas «estructuras de pecado» se fundan en el pecado personal y están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen y hacen difícil su eliminación. Y, así, estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuente de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres. Cuando no se cumplen los mandamientos, se ofende a Dios y se perjudica al prójimo, «introduciendo en el mundo condicionamientos y obstáculos que van mucho más allá de las acciones y de la breve vida del individuo. Afectan asimismo al desarrollo de los pueblos, cuya aparente dilación o lenta marcha debe ser juzgada también bajo esta luz» de las «estructuras de pecado».

A este análisis genérico de orden religioso, Juan Pablo II añade unas observaciones sobre dos actitudes que considera favorecedoras de las «estructuras de pecado»: «El afán de ganancia exclusiva, por una parte; y, por otra, la sed de poder, con el propósito de imponer a los demás la propia voluntad». Y a continuación, para caracterizarlas aún mejor, añade la expresión: «a cualquier precio». Y concluye: «En otras palabras, nos hallamos ante la absolutización de actitudes humanas, con todas sus posibles consecuencias. Ambas actitudes, aunque sean de por sí separables y cada una pueda darse sin la otra, se encuentran –en el panorama que tenemos ante nuestros ojos– indisolublemente unidas, tanto si predomina la una como la otra. Y, como es obvio, no son solamente los individuos quienes pueden ser víctimas de estas dos actitudes de pecado; pueden serlo también las naciones [...] Y esto favorece mayormente la introducción de las “estructuras de pecado”» (SRS 36-37).


c) «Esta economía mata»


El papa Francisco, en su Exhortación Evangelii gaudium, rechaza de manera vigorosa e indignada este modelo económico por su carácter cainita: «Esa economía mata». Tal es la gravedad de su iniquidad que no hay lugar para matices en su discurso:


Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come al más débil (EG 53).


Esta vez, la comprensión del texto papal no necesita de la ayuda de ningún experto en doctrina social de la Iglesia. El mensaje está rotundamente claro: «Esta economía mata». Y a este carácter homicida contribuye decisivamente la generación y promoción de una «cultura del descarte» que produce una inmensa cantidad de «población sobrante»:


Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte», que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son «explotados», sino desechos, «sobrantes» (EG 53; cf. LS 43).


La actual economía neoliberal favorece un modelo de desarrollo vicario en el que los ricos ejercen la función de representar a toda la humanidad en el disfrute de los bienes materiales de la creación 27, y en el que se considera normal que nazcan y mueran en la miseria millones de hombres y mujeres. A corto plazo, sus razonamientos económicos son homicidas, pues ni se conmueven frente al hambre de las multitudes ni experimentan el escándalo frente al desamparo de la pirámide creciente de excedentes humanos del sistema; y, a largo plazo, suicidas, pues son insostenibles en términos ecológicos, como la encíclica Laudato si’ ha puesto de manifiesto. Nos hallamos en «un sistema de relaciones comerciales y de propiedad estructuralmente perverso», que ha vedado a los pobres «el acceso a la propiedad de los bienes y recursos para satisfacer sus necesidades vitales» (LS 52). Opera en él una «cuestionable racionalidad económica» con el único «objetivo de maximizar los beneficios». Este «principio de maximización de la ganancia, que tiende a aislarse de toda otra consideración, es una distorsión conceptual de la economía: si aumenta la producción, interesa poco que se produzca a costa de los recursos futuros o de la salud del ambiente» (cf. LS 109; 127; 195).


d) El fundamentalismo económico


Mientras todo este destrozo humano y medioambiental ocurre, «los poderes económicos continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medio ambiente. Así se manifiesta que la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas» (LS 56) 28.

Tenía razón Luis de Sebastián cuando, poco después de la caída del muro de Berlín, denunció el fundamentalismo o fanatismo económico del neoliberalismo 29. Entonces, con el final del socialismo soviético, un proceso intenso de mesianización del mercado y la proclamación de un «evangelio» triunfalista, que descalificaba cualquier otra alternativa distinta a la neoliberal 30, fueron las dos manifestaciones más importantes del integrismo economicista. Quienes se consideraban los auténticos depositarios de esa «revelación» reclamaron fe en el valor absoluto de sus propuestas económicas y exigieron la aceptación ciega de todas las reglas que extraían de su doctrina. Se habían olvidado de que «el admitir como verdades absolutas las proposiciones de los economistas es pasar de la economía –que es una disciplina científica entre otras– al “economismo”, que resulta un integrismo tan devastador como los integrismos religiosos» 31.

Este fundamentalismo económico ha llegado hasta nuestros días. Nada se ha aprendido de la crisis financiera de 2007-2008 (cf. LS 109). El papa Francisco la rememora como «la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia». Pero constata que «no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo el mundo» (LS 189; cf. FT 170).

¿Cómo se ha producido tal parálisis? Para la razón económica hegemónica no tiene ningún valor que, desde hace casi cuatro décadas, todos los informes mundiales denuncien el carácter mitológico de la «fe» en que a mayor acumulación económica (crecimiento) corresponderá una mejor distribución de las riquezas y una mejoría en la vida de los pueblos pobres (desarrollo), y que a mayor eficiencia económica, mejor legitimación del sistema. Quienes detentan el poder económico siguen erre que erre en sus trece; o sea, imponiéndonos su «fe». Así los describe el papa Francisco:


En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando (EG 54).


Bajo pretextos de todo tipo defienden el carácter inevitable de los procesos en curso (cf. LS 123), acusan de capitulación intelectual y expulsan a las tinieblas del populismo irracional a todos aquellos que se niegan a aceptarlos. Parapetados en su fundamentalismo económico, hacen oídos sordos a quienes desde su misma comunidad científica les descubren falacias en las ciencias económicas 32 e ignoran a quienes proponen una nueva y más equilibrada visión de la economía, o simple y llanamente hablan de alternativas al capitalismo 33.


e) El capitalismo como religión y la idolatría del dinero


Desde que en 1985 se descubriera entre los papeles inéditos de Walter Benjamin un fragmento titulado «El capitalismo como religión», muchas otras voces han reiterado la idea de que el capitalismo es «un fenómeno esencialmente religioso» 34. Así lo confirmaba Giorgio Agamben en una entrevista:


Para entender lo que está pasando, es necesario tomar al pie de la letra la idea de Walter Benjamin, según el cual el capitalismo es, realmente, una religión, y la más feroz, implacable e irracional religión que jamás existió, porque no conoce ni redención ni tregua. Ella celebra un culto ininterrumpido cuya liturgia es el trabajo y cuyo objeto es el dinero. Dios no murió, se tornó Dinero. El Banco –con sus funcionarios grises y especialistas– asumió el lugar de la Iglesia y de sus sacerdotes y, gobernando el crédito (incluso el crédito de los Estados, que dócilmente abdicaron de su soberanía), manipula y administra la fe –la escasa, incierta confianza– que nuestro tiempo todavía trae consigo. Además de eso, el hecho de que el capitalismo sea hoy una religión nada lo muestra mejor que el titular de un gran diario nacional (italiano) de hace algunos días atrás: «Salvar el euro a cualquier precio». Así es, «salvar» es un término religioso, pero ¿qué significa «a cualquier precio»? ¿Hasta el precio de «sacrificar» vidas humanas? Solo en una perspectiva religiosa (o, mejor, pseudorreligiosa) pueden ser hechas afirmaciones tan evidentemente absurdas e inhumanas 35.


Si la economía de mercado se ha convertido en una religión, el dinero es su único Dios y, consecuentemente, el ídolo por antonomasia.


El dinero es omnipresente y todopoderoso, y permite a quienes disponen de él participar en los atributos divinos. Nada existe que se encuentre al margen del poder del dinero. De acuerdo con la opinión de la mayoría, quien posee dinero es libre, independiente y tiene a su alcance todo lo que desea. De la misma manera que Dios, el dinero exige la fe de sus fieles: el dinero alcanza su «estatuto divino» mediante la fe en él por parte de sus fieles (consumidores). A él se refieren las actitudes humanas que antes se referían a Dios: confianza, fidelidad, seguridad, amor, confianza en el futuro, esperanza, etc. Donde estas «virtudes» no se ponen en práctica, allí irrumpen la desconfianza, la duda y la desesperación. Hablando en términos teológicos: el dinero se ha convertido en el «sacramento de la sociedad burguesa» o, lo que es lo mismo, en el signo visible de la gracia invisible. De la misma manera que antaño intervenía la providencia de Dios en los asuntos del ser humano, ahora los azares de la vida –felicidad, éxito, fracaso, riqueza, pobreza, justicia, injusticia, guerra, paz– están completamente en manos de la providencia del dios dinero. Por eso, el dinero, como antaño lo hacía el Dios de la religión cristiana, se ha convertido en el factor determinante de toda la realidad. Hay una «metafísica del dinero» que se encuentra en correspondencia con su poder omnímodo para determinar, para bien y para mal, el destino no solo de los seres humanos individualizadamente, sino de países, culturas e incluso de continentes enteros. Su capacidad, derivada del valor de cambio, para relacionar todas las cosas entre sí lo constituye en el agente eficaz que coordina la articulación de los mecanismos de todo tipo que mantienen en funcionamiento el mundo moderno. «No en vano, el lenguaje del dinero es internacionalmente comprensible. Es la iluminación profana en medio de la confusión posbabélica de los lenguajes». En otros tiempos, a pesar de su ausencia sensible, Dios y Jesucristo determinaban la conciencia de los humanos; eso es lo que en la actualidad lleva a cabo el dios dinero: su ausencia (su falta) es, si cabe, más determinante que su presencia (su posesión) 36.


«La constelación del dólar o el fetichismo del dinero» ha denominado X. García Roca a esta idolatría 37. El papa Francisco ha retomado el tema para pedirnos un rotundo «no a la nueva idolatría del dinero»:


Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que, en su origen, hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial, que afecta a las finanzas y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica, que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo (EG 55).


La más reciente historia de la economía de mercado ha legitimado el objetivo de maximizar los beneficios como criterio suficiente para superar la crisis, y así ha reforzado y blindado su tendencia idolátrica. En nombre de una necesidad racional (pretendidamente) «científica», se ha ignorado la existencia de bienes que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías 38; se ha construido el mercado de espaldas a la hipoteca social de la propiedad privada 39, como un escenario exclusivo para los beneficios y los capitales, y sin control de las fuerzas sociales y de los gobiernos. El resultado final del «Impero del dinero» 40 son los incontables sacrificios humanos: «Mientras tanto, tenemos un “superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora”», y no «se elaboran con suficiente celeridad instituciones económicas y cauces sociales que permitan a los más pobres acceder de manera regular a los recursos básicos» (LS 109).

Controladas por el ídolo del dinero están, como vamos a ver a continuación, otras realidades como el poder militar, el político, el judicial, el intelectual y también, con frecuencia, el religioso, que participan análogamente de sus beneficios 41. Tenía razón Pablo cuando le escribía a Timoteo estas palabras: «La raíz de todos los males es el amor al dinero; por esta ansia algunos se desviaron de la fe y se infligieron mil tormentos» (1 Tim 6,10).

El sistema mundo necesita algo más radical que una reforma. Quizá una metamorfosis, como propone U. Beck. Pero no se producirá mientras no reaccionemos frente al poder terrorífico del dinero, que lo gobierna «con el látigo del miedo, de la inequidad, de la violencia económica, social, cultural y militar, que engendra más y más violencia». Dando lugar a


un terrorismo de base que emana del control global del dinero sobre la Tierra y atenta contra la humanidad entera. De ese terrorismo básico se alimentan los terrorismos derivados, como el narcoterrorismo, el terrorismo de Estado y lo que algunos llaman erróneamente terrorismo étnico o religioso. Ningún pueblo, ninguna religión, es terrorista. Es cierto, hay pequeños grupos fundamentalistas en todos lados. Pero el terrorismo empieza cuando has desechado la maravilla de la creación, el hombre y la mujer, y has puesto allí el dinero. Este sistema es terrorista 42.


f) «A sus órdenes, mi capital»


El año 1976, Ignacio Ellacuría firmó en la revista Estudios Centroamericanos, de la UCA, un duro editorial con este título. De esta manera denunciaba la fuerza casi omnipotente del capital, que había llevado a la asamblea legislativa salvadoreña a cambiar una ley y un proyecto de transformación agraria aprobados con anterioridad. Me he apropiado de su título porque expresa muy gráficamente la relación entre la economía y la política en nuestro mundo.

La situación mundial de la desigualdad es absolutamente prerrevolucionaria, aunque «carece, sin embargo, de sujeto revolucionario, por lo menos hasta ahora» 43. Hoy los pobres no son «la fuerza histórica» que vaya a propiciar el cambio social, como sugería un viejo título de Gustavo Gutiérrez. Tampoco los ciudadanos europeos son libres para hacer algo bueno en favor de la fraternidad y de la igualdad de las mayorías. Vivimos en «democracias de baja intensidad» propiciadas por las desigualdades económicas. Rousseau decía que solamente es democrática una sociedad donde nadie sea tan pobre que tenga que venderse ni nadie sea tan rico que pueda comprar a alguien. Pues bien, de facto, en nuestras sociedades existen ciudadanos que tienen que venderse para vivir y ciudadanos que tienen dinero para comprar a esa gente. Los ciudadanos no ejercen libremente su voto, porque hay grupos tan ricos y poderosos que coartan su capacidad para elegir 44. Su libertad está «comprada» o «manipulada» para que la entreguen sin conciencia de opresión y en beneficio de unos pocos. Los poderes económicos aseguran su tiranía a base de consumo y diversiones, de la misma manera que los emperadores romanos aseguraron su poder mediante repartos de trigo y espectáculos de circo. Y así le va a la democracia en esta era global: decadente e incapaz de renovar la trascendental ecología de valores en la que arraigarse (U. Beck).

En una «democracia de baja intensidad» es proverbial la incapacidad de la política para activar acciones eficaces en favor del bien común y, sobre todo, en favor de los descartados del sistema. Semejante falta de decisión política no debe achacarse exclusivamente a la impericia o a la falta de catadura moral de los políticos. Aunque encontremos mucho de todo ello en los Parlamentos, en las administraciones y en los gobiernos. La razón fundamental de esa inoperancia política se encuentra en la supeditación del bien común a los intereses de la economía financiera: «Hoy algunos sectores económicos ejercen más poder que los mismos Estados» (LS 196) 45.

«Con el capitalismo, es la instancia económica la que es soberana sobre la política. No puedes legislar contra los mercados, porque entonces los mercados te machacan. Es un dios que está muy por encima de la soberanía parlamentaria» (C. Fernández Liria). Consecuentemente, las instituciones políticas están «secuestradas» por los poderes económicos, y ni legislan ni gobiernan libremente. El papa, en el contexto de la crisis ecológica, describe la sumisión de la política:


El sometimiento de la política ante la tecnología y las finanzas se muestra en el fracaso de las cumbres mundiales sobre medio ambiente. Hay demasiados intereses particulares, y muy fácilmente el interés económico llega a prevalecer sobre el bien común [...] La alianza entre la economía y la tecnología termina dejando fuera lo que no forme parte de sus intereses inmediatos. Así, solo podrían esperarse algunas declamaciones superficiales, acciones filantrópicas aisladas, y aun esfuerzos por mostrar sensibilidad hacia el medio ambiente, cuando en la realidad cualquier intento de las organizaciones sociales por modificar las cosas será visto como una molestia provocada por ilusos románticos o como un obstáculo que hay que sortear (LS 54).


Esta misma lógica también impide la erradicación de la pobreza:


La misma lógica que dificulta tomar decisiones drásticas para invertir la tendencia al calentamiento global es la que no permite cumplir con el objetivo de erradicar la pobreza. Necesitamos una reacción global más responsable, que implica encarar al mismo tiempo la reducción de la contaminación y el desarrollo de los países y regiones pobres. El siglo XXI, mientras mantiene un sistema de gobernanza propio de épocas pasadas, es escenario de un debilitamiento de poder de los Estados nacionales, sobre todo porque la dimensión económico-financiera, de características transnacionales, tiende a predominar sobre la política (LS 175) 46.


Si había alguna duda sobre esta subordinación de la política a la economía, la crisis económica de 2008, que todavía padecemos, la ha dejado meridianamente clara:


La salvación de los bancos a toda costa, haciendo pagar el precio a la población, sin la firme decisión de revisar y reformar el entero sistema, reafirma un dominio absoluto de las finanzas que no tiene futuro y que solo podrá generar nuevas crisis después de una larga, costosa y aparente curación. La crisis financiera de 2007-2008 era la ocasión para el desarrollo de una nueva economía más atenta a los principios éticos y para una nueva regulación de la actividad financiera especulativa y de la riqueza ficticia. Pero no hubo una reacción que llevara a repensar los criterios obsoletos que siguen rigiendo el mundo. La producción no es siempre racional, y suele estar atada a variables económicas que fijan a los productos un valor que no coincide con su valor real. Eso lleva muchas veces a una sobreproducción de algunas mercancías, con un impacto ambiental innecesario, que al mismo tiempo perjudica a muchas economías regionales. La burbuja financiera también suele ser una burbuja productiva. En definitiva, lo que no se afronta con energía es el problema de la economía real, la que hace posible que se diversifique y mejore la producción, que las empresas funcionen adecuadamente, que las pequeñas y medianas empresas se desarrollen y creen empleo (LS 196).


Esta situación no es inevitable. El tránsito hacia una «democracia de alta intensidad» sería posible con la existencia de un Gobierno mundial que embridara la economía global:


En este contexto se vuelve indispensable la maduración de instituciones internacionales más fuertes y eficazmente organizadas, con autoridades designadas equitativamente por acuerdo entre los Gobiernos nacionales, y dotadas de poder para sancionar. Como afirmaba Benedicto XVI en la línea ya desarrollada por la doctrina social de la Iglesia, «para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimentaria y la paz, para garantizar la salvaguarda del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera autoridad política mundial (LS 175).


Y con este fin habrán de tomarse medidas que pasan por la relativización del «propietarismo» y la aplicación de una hipoteca social a la propiedad privada; la fiscalidad progresiva, el federalismo global, el derecho universal a la educación, etc. 47

Cualquier anuncio o promesa de igualdad y fraternidad para el futuro que no quiera ser un brindis al sol parece que tendría que postular también la democracia económica 48. Pero ¿quién le pondrá el cascabel de la democracia al gato de la economía, ahora que «lo sabemos todo, pero no podemos nada» (Marina Garcés)?


g) Abducidos por la cultura del «primero yo»


A pesar del fantasma del populismo que recorre Europa y Estados Unidos 49, seguramente la mayoría de los ciudadanos de los países ricos suscribiría la declaración utópica del primer artículo de los derechos humanos. Sin embargo, si les preguntamos por las posibilidades de su cumplimiento, la inmensa mayoría contestará –verbal o silentemente, frunciendo el ceño– que le parece una quimera imposible. ¡Cómo no!, sería estupendo que los seres humanos nos comportáramos fraternalmente unos con otros. Pero tendría que ser a coste cero. No estamos dispuestos a pagar el alto precio que supondría ponernos en camino de cumplir con el deber –racional y moral, no lo olvidemos– de comportarnos fraternalmente unos con otros en este mundo fratricida.

La cultura del «primero yo» nos ha abducido 50. Se ha apoderado de nuestro deseo y de su ambigua infinitud (con sus posibilidades divinas o diabólicas). El resultado final es un deseo de bien personal –J. A. Marina lo ha calificado de hedónico–, que orienta y gobierna nuestras búsquedas y prácticas, centrándonos en la satisfacción autista y reduplicativamente egocéntrica del propio yo 51. Todo lo demás y todos los demás resultan periféricos e irrelevantes. Vueltos sobre nuestro propio ombligo, que hemos convertido en el centro del cosmos, acabamos padeciendo el «autismo» del libertino, que le impide olvidarse de sí y reconocer la presencia de otros (Simone de Beauvoir).

Podría continuar mi reflexión refiriéndome al «fetichismo del yo» o a la idolatría de «la constelación de Narciso», como hace J. García Roca. Pero prefiero acudir, como otras veces, al término «nosismo» para tipificar el código moral de la ciudadanía satisfecha. El neologismo se lo debemos a Primo Levi. Con él se refiere al código moral de supervivencia que él mismo puso en práctica en Auschwitz. Su norma fundamental ordenaba ocuparse de uno mismo antes que de nadie. Nada expresa con tanta franqueza esta regla que las palabras de una médica superviviente: «Mi norma es que, en primer lugar, en segundo y en tercero, estoy yo. Y luego nadie más. Luego otra vez yo; y luego todos los demás». El «nosismo» así narrado se asemeja mucho al código moral que, de manera tan desenvuelta como magnífica, practicamos los ciudadanos satisfechos de las democracias de baja intensidad.

Solamente hay dos diferencias que degradan más aún el «nosismo» que nosotros practicamos. Por una parte, nuestro comportamiento no está movilizado por el instinto de conservación, sino por un deseo sin fondo de acumulación y dominio. Por otra, nos creemos inocentes y no somos responsables de la barbarie. A los supervivientes del campo, el código del «nosismo» no les impidió ver el mal del dolor que les circundaba y se extendía a su alrededor en todas direcciones y hasta el horizonte. Y experimentaron el remordimiento, la vergüenza y el dolor por culpas que otros, y no ellos, habían cometido. Sintieron que cuanto había sucedido en su presencia y en ellos mismos era irrevocable. No podría ser lavado jamás. Lo que habían visto había demostrado que el género humano, es decir, ellos, los prisioneros, eran potencialmente capaces de causar una mole infinita de dolor 52. Sin embargo, en nuestro caso, nos «es suficiente con no mirar, no escuchar y no hacer nada» para buscar perpetuar nuestros privilegios de ciudadanos ricos y legitimar las desigualdades de nuestro mundo. En una palabra, para no asumir «la responsabilidad de tener ojos cuando otros los han perdido» 53. Nuestro «autismo» voluntario o ensimismamiento nos hace padecer una formidable ceguera narcisista que nos impide ver la descomunal producción de «seres humanos sobrantes», contemplarnos a nosotros mismos como «caínes» de nuestros hermanos y caer en la cuenta de que la muerte que hoy no aceptamos «no es la de nuestra condición mortal, sino la de nuestra vocación asesina. Es el crimen. Es el asesinato» 54. En una palabra: no somos capaces de ver nuestra propia barbarie (F. Fernández Buey).

Este código moral es el nutriente de la globalización de la indiferencia 55 que nos contamina:


Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera (EG 54).


h) En tránsito...


No puedo pasar al siguiente apartado sin transcribir algunas preguntas que me asaltan. En este contexto económico, político y cultural, ¿con qué estado de ánimo podremos enfrentarnos con el porvenir? ¿Cómo podremos comportarnos razonablemente con el futuro? ¿Acaso no nos queda más remedio que aspirar a que, en el mejor de los casos, «esta economía mate solo un poco menos, o a menos personas, o durante un período de tiempo un poco menos prolongado»? 56 ¿Podremos proclamar este anhelo demediado como universalmente razonable sin pagar tributo a la razón cínica e indolente? ¿Les parecerá sensato a los «sobrantes»? Y el Dios de Jesús de Nazaret, ¿qué pensará de él? ¿Le parecerá compatible con la gloria de su «economía» 57, que es la vida de los seres humanos, y singularmente de los «sobrantes»? ¿Se sentirá conforme con la vanagloria de la economía ultraliberal (el máximo beneficio)? ¿No está en el siglo XXI más vigente que nunca el radical antagonismo, planteado por Jesús de Nazaret, entre Dios y el Dinero (cf. Mt 6,24)?


3. La «fraternidad», una cuestión de fe en la paternidad de Dios


Cuando hablamos de fraternidad tendemos a movernos exclusivamente en el terreno de los deberes morales. La otra cara de los derechos humanos. Y, aunque podamos considerarlos como la plasmación más lograda de una ética de mínimos de aceptación universal, en lo que toca, al menos, a la fraternidad, ¿no estaremos hablando de una ética de máximos, imposible de practicar? ¿No surge la fraternidad siempre contra la corriente del entorno, contra la ley gravitatoria de esas estructuras fratricidas? ¿No son las realizaciones fraternas siempre escasas en número, pequeñas de tamaño, provisionales en el tiempo y perpetuamente amenazadas? Empeñarse en hacer estructuras económicas y políticas más favorecedoras de la fraternidad es una porfía necesaria, legítima y noble, pero ¿no estará siempre abocada al fracaso?

Parece inevitable pensar así. Sin embargo, desde la perspectiva de la fe cristiana, la «fraternidad» es antes un indicativo que un imperativo; antes una llamada interior que un mandato exterior; antes posibilidad de Dios en nosotros que demanda de él a nosotros; antes «el don de una conquista» que exigente carrera de «ultra trail» para el esfuerzo humano. Siempre camino por recorrer y nunca meta conquistada.

De todo ello ha dejado constancia el Nuevo Testamento. Su núcleo se puede resumir en la afirmación de que estamos salvados por amar a los hermanos 58. El amor fraterno es la prueba visible de la salvación divina. La tradición joánica sugiere que el cielo puede esperar para acceder a la experiencia humana de «pasar de la muerte a la vida». Esta se sustancia históricamente en el amor a los hermanos: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte» (1 Jn 3,14). En «el más allá» o en el cielo –por decirlo en un lenguaje más teológico– no alcanzaremos primordialmente la inmortalidad, sino la fraternidad en estado de plenitud, como corresponde a quienes somos hijos de Dios. Todo lo demás –también la eternidad de la vida– se nos concederá por añadidura. En «el más acá», el amor a los hermanos contribuye a «ensanchar el cielo» o a «sentirse visitado por el cielo» 59, haciendo visible la condición filial divina de los hombres y las mujeres; y las prácticas fratricidas, por su condición diabólica, «ensanchan el infierno»: «En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, y quien no ama a su hermano, tampoco» (1 Jn 3,10)».

En consecuencia, la situación ruinosa de la fraternidad en nuestro mundo plantea preguntas importantes acerca de la identidad del Dios de la tradición cristiana. A la vista de las heridas de la fraternidad, ¿qué significado tiene confiar en Dios como Padre? ¿Qué relevancia curativa tiene confesar a Jesús, el Hijo, como primogénito entre una multitud de hermanos? ¿Y cuál proclamar que el Espíritu de Dios es el Espíritu de la fraternidad y de la comunión? La fe en el proyecto de paternidad, filiación y comunión –¿permanentemente incumplido?– que Dios mismo es, ¿podrá contribuir hoy todavía a la redefinición del concepto de «fraternidad» y a su realización política?

Estas cuestiones estarán presentes en las páginas de este libro, que pretende afrontarlas. Ahora adelanto que no tienen más respuesta cumplida que la del testimonio. No lo olvidemos: la teología sigue siendo un acto segundo también cuando reflexiona sobre la paternidad de Dios y la fraternidad humana. Sin historias de fraternidad intempestivas que narrar, la teología se quedaría sin acreditación. Si se me permite una paráfrasis de un muy conocido texto de la Cábala judía, Dios nos está diciendo: «Si vosotros dais testimonio de fraternidad, yo seré Dios Padre; de lo contrario, no».

Los cristianos –y también los hombres y mujeres de buena voluntad– vivimos bajo el peso de mandatos y preguntas que imputan nuestra responsabilidad sobre lo que está ocurriendo en los escenarios fratricidas de la historia. Como señala Lévinas, el rostro de las víctimas, «expuesto a mi mirada en su debilidad y en su mortalidad, es el que me ordena: “No matarás”». Desde los orígenes de la historia humana fratricida, Dios nos dirige su primera palabra: «¿Dónde está tu hermano? [...] ¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo». ¿Podremos, como Caín, indiferentes ante el dolor y las lágrimas de la «humanidad sobrante», seguir respondiendo: «No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?»? ¿O reconoceremos por fin, también como él, que nuestra «culpa es demasiado grande para soportarla»? (cf. Gn 4,9-13). Solo si asumimos nuestra responsabilidad moral podremos acceder al conocimiento de la paternidad de Dios a través de la experiencia de su perdón. «El acceso a la verdad [de la paternidad] de Dios comienza con el dolor y la indignación por aquellos que sufren y a quienes se les niega la responsabilidad y la solidaridad» 60.


4. «Fraternidad» e Iglesia sacramento de salvación


Un mundo fratricida como el nuestro es el escenario donde la Iglesia pone en juego constantemente su propia condición de sacramento universal de fraternidad. Me permito releer desde la clave «fraternidad» la afirmación conciliar de la Iglesia como sacramento radical de salvación (LG 48; AG 1). Me lo permite no solo el espíritu del Vaticano II, sino su misma letra, cuando afirma: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Es decir, la Iglesia se entiende a sí misma como un pueblo reunido por Dios para facilitar eficazmente el encuentro en la historia con la salvación de Dios, presente en ella y comprendida como «unión íntima con Dios» (filiación) y «unidad de todo el género humano» (fraternidad). La Iglesia, por tanto, está llamada por Dios a ser una señal y un instrumento de fraternidad en y para este mundo cainita. El Concilio desea fervientemente que los hombres y las mujeres descubran la relevancia y el significado de la Iglesia para sus vidas en la fraternidad ejercida por el pueblo de Dios. Ella se constituye así como señal de salvación para la «humanidad sobrante», signo de esperanza en un mundo fratricida y luz para las gentes descartadas.


a) Visibilidad y percepción de la fraternidad eclesial


Este dinamismo sacramental de la Iglesia se lo confiere el Espíritu que la habita (LG 4), pero sin garantizarle de un modo absoluto su condición de «signo e instrumento». Este carácter también depende de la calidad fraterna y solidaria de la vida eclesial.

Según una fórmula clásica latina, sacramenta significando causant, la Iglesia realiza su condición sacramental precisamente al hacer visible y perceptible la fraternidad en nuestro mundo. Lo decisivo de esta percepción, si no queremos confundir el dinamismo sacramental con una fuerza mágica, es una llamada permanente a la purificación y renovación de la Iglesia, «a fin de que la señal de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia» (LG 15). Sin la visibilidad y percepción de su condición fraterna y fraternizadora, ¿cómo conseguirá la Iglesia que el Evangelio de la fraternidad sea un seductor ofrecimiento de sentido y de dignidad para los individuos y la comunidad humana? ¿Cómo podrá convencer a los hombres y mujeres de hoy de que su vocación escondida, pero no perdida, es un «proyecto de fraternidad»?

Una Iglesia fraterna y fraternizadora podrá desencadenar dinamismos contrahegemónicos que activen la estructura dialógica de los seres humanos, que hermana a los individuos y a los pueblos en su diversidad cultural 61. Una Iglesia diestra en el oficio de la fraternidad acreditará mejor que sus discursos magisteriales y teológicos su fe en el Dios comunión trinitaria. Es decir, la fe en un solo Dios Padre que funda irrevocablemente en el mundo la promesa de una humanidad fraterna; en Jesús, el Hijo primogénito entre muchos hermanos, Buena Noticia para los pobres e imagen normativa de cómo la realización de aquella promesa va brotando y se realiza por el camino de la solidaridad kenótica con los empobrecidos, y en el Espíritu Santo, el medio divino que hace viable la comunión fraterna y la unidad en la diversidad de los hijos de Dios (cf. Hch 2,6.8.11).


b) La opción por los pobres


Si la realización de la Iglesia como fraternidad ha sido siempre necesaria y la primera de las urgencias eclesiales, aunque no haya sido su primera preocupación, hoy su perentoriedad es aún mayor. A ello contribuyen no solamente las voces interiores que exigen la depuración de toda discriminación y exclusión internas, sino muy especialmente ese clamor exterior de las víctimas inocentes de la lógica fratricida de nuestro mundo, que le recuerda justamente aquello que menos debería estar dispuesta a olvidar: la vida de los hermanos más pequeños del Señor (Mt 25,40). Más aún, la herida fraterna de nuestro mundo resulta una contundente impugnación dirigida a la propia fe de la Iglesia. La situación inhumana de los pobres en el mundo apunta crítica y directamente a la credibilidad de su convicción mesiánica («en este mundo hay salvación para los pobres»: Lc 4,16-21) hasta amenazarla con su pérdida. La ausencia en la mesa eucarística de los hermanos más pequeños del Señor (Mt 25,40) pone en solfa la configuración jesuánica, crística (LG 8) y mesiánica (LG 9) de la Iglesia.

Las venas abiertas del mundo demandan propuestas practicables de fraternidad que las suturen y pongan fin a esa hemorragia incontenible de vidas humanas que esta humanidad sufre y que ningún discurso es capaz de detener. La fraternidad entre los seres humanos y los pueblos que habitan la tierra es un referente imprescindible de cualquier ética de la resistencia que quiera enfrentarse a esa «leucemia» del individualismo posesivo y mercantilista que tanto debilita la calidad del flujo sanguíneo de la libertad y de la igualdad en la comunidad internacional. Estas demandas señalan una doble dirección a la andadura de la Iglesia: la de una creciente fraternidad interna y la de una intempestiva solidaridad fraternizadora con los desahuciados de la mesa del mundo 62.

Esta doble cuestión resulta decisiva para el ser y el vivir de la Iglesia como convocatoria de Jesús de Nazaret, sacramento del encuentro con Dios (E. Schillebeeckx). Y, en este sentido, sus miembros y las comunidades que la integran no debieran olvidar que, según la tesis Ubi Christus, ibi Ecclesia, la vida de la Iglesia deberá nutrir y regenerar su identidad en el acontecimiento de la presencia actual de Jesucristo. Si Jesucristo sigue hoy presente allí donde prometió estar presente (Mt 25,31ss), los «hermanos más pequeños» del Señor constituyen lugar primordial de la «conformación» de la Iglesia con Jesucristo. Ellos constituyen para la Iglesia el sacramento de iniciación a la voluntad salvífica universal de Dios. Así lo dice el papa Francisco:


Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos (EG 198).


5. Derechos y deberes de «fraternidad» e imagen de Dios


Paul Ricoeur sitúa las raíces de los derechos humanos justamente en el mismo lugar donde arranca la historia de la salvación judeocristiana: los gritos y los silencios de las víctimas. Primero fue el clamor (¡no hay derecho!) de quienes habían experimentado su propia humanidad condenada en el «infierno» de la deshumanización radical. Más tarde, el discurso de los derechos humanos 63. En el principio fue el grito indignado de un Dios (¡basta ya de aflicción y sufrimientos!) que no soportaba la visión de la situación inhumana de su pueblo: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para sacarlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Mucho más tarde, la fundamentación de la dignidad humana: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya» (Gn 1,27).

Las fórmulas de los derechos humanos son el resultado penúltimo de un proceso emancipador que arranca de la indignación ante lo intolerable y llega al reconocimiento formal del derecho a ser hombre/mujer, a través del interminable éxodo de las reivindicaciones, las luchas y las revoluciones. El último tramo, su cumplimiento material, está por llegar.


a) Una mirada contemplativa sobre los itinerarios emancipadores


Sé que corro el riesgo de «poner el carro delante de los bueyes», pero no puedo ocultar la convicción que anima y dirige esta reflexión. En los diversos itinerarios emancipadores que han cristalizado en las formulaciones de los derechos y deberes de «fraternidad», la humanidad ha estado siempre acompañada por Dios. Él ha compartido, y aún comparte, con los hombres y mujeres el vino amargo de sus sufrimientos y el pan de sus caminos de liberación. He argumentado sobre esta convicción ayudándome de la formulación «No hay territorio comanche para Dios» 64.

Necesitamos recorrer la historia humana con una mirada contemplativa que nos permita vislumbrar en medio del smog 65 de la injusticia la presencia de Dios, que sigue caminando junto a la humanidad doliente:


La presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada, sino descubierta, desvelada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa (EG 71).


Lamentablemente, muchos vigías del paso de Dios por la historia, que han sido repetidamente interrogados en la noche de la injusticia (Is 21,11), no han sabido dar noticias de su presencia. Unas veces, su complicidad con los violadores de derechos humanos ha distorsionado tanto su mirada que han vuelto a confundir «el dedo de Dios» con «el poder de Belcebú» (Lc 11,14-22). Otras, el miedo a lo diferente o a lo desconocido les ha cegado, incapacitándolos para ser los mistagogos de la experiencia del Espíritu, que se adentra en la historia de los sufrimientos humanos a causa de esas vulneraciones y de las luchas en favor de sus conquistas. Esta adicción a la mística de ojos cerrados les ha incapacitado tanto para el hallazgo en la historia de «anticipaciones» de la plenitud de la salvación de Dios (Rom 8,23; 2 Cor 1,22; 5,5; Ef 1,4) como para el saboreo actual de «los prodigios del mundo futuro» (Heb 6,5). Y han incumplido su misión centinela del paso de Dios por la historia.


b) El Dios «activista de los derechos humanos»


Por eso las gentes, afectadas por la «cultura del descarte», se han quedado sin noticias del Dios implicado en la lucha contra la injusticia; sin la buena nueva del Dios «activista de los derechos humanos», que anda «definitivamente en busca de una concepción contrahegemónica de los derechos humanos y de una práctica coherente con ella» 66.

Utilizo, con cautela y sin la conjunción condicional, la imagen sousiana «Dios activista de los derechos humanos». Hago mía, como siempre que hablo de Dios, la advertencia de Dionisio Areopagita: «En relación con Dios, las negaciones son verdaderas, y las afirmaciones, insuficientes». Reconozco, por tanto, la limitación de la imagen. Pero me parece más «adecuadamente inadecuada» que, por ejemplo, la de «océano de la unidad infinita», a la hora de vincular al Dios de Jesús de Nazaret con los derechos de «fraternidad».

Parece avalar su uso la escena de Jesús en el templo de Jerusalén (Jn 2,13-22; Mc 11,15-19), que provocó su crucifixión. Su acción me parece que tiene algo de escrache 67 de un activista moderno. Su acto intimidatorio pretendió hacer visibles los abusos del poder de los sacerdotes en una teocracia, que habían convertido el Templo en una cueva de bandidos. Para la tradición cristiana, esta acción profética está protagonizada por alguien a quien confiesa no solamente como el mayor de los profetas, sino como la comunicación plena de Dios, «Amor que desciende», es decir, por la Palabra o por el Hijo de un Dios «activista por el derecho humano de la fraternidad».

Soñar despiertos la fraternidad

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