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I

Vittorio D`Aiazzo había llegado radiante a la comisaría.

Era el 20 de mayo de 1959, nuestro último día en la Escuadra Móvil de Génova: hacía tiempo que no veía al comisario tan contento. Desde que su mujer su fugó con otro, en la cara de mi amigo no había visto más que tristeza, pero por fin abandonaba la ciudad y el piso que le recordaban todos los días a «la traidora», de la que seguía estando enamorado como un pipiolo: no cabía ninguna duda de que su solicitud de traslado a Turín había tenido el fin de olvidarla.

También yo estaba a punto de irme, con él. Me había preguntado tiempo atrás si quería irme con él y presenté de inmediato la solicitud: la ciudad de destino era la mía. Para mí, Ranieri Velli, aunque me llaman Ran, suboficial y, en mi poco tiempo libre, poeta, era una oferta que tenía que aceptar de inmediato, dada nuestra gran amistad y porque todavía vivían mis padres, ya no con buena salud, por lo que podía ayudarlos. Hijo único, mi padre y mi madre eran mis únicos familiares: todos los demás parientes habían muerto durante la guerra, algunos en el frente, algunos bajo las bombas, algunos durante la lucha de Liberación. Había defraudado a los míos: con muchos sacrificios, habían esperado que fuera ingeniero y trabajara en esa misma FIAT en la que habían sido obreros, pero yo odiaba las matemáticas. Después de los estudios incompletos en el liceo científico, entré en la Policía, que entonces se llamaba oficialmente Cuerpo de la Guardia de Seguridad Pública. Por eso a veces nos llamaban los guardias, no los agentes: «¡Tenga cuidado, que llamo a los guardias!». Casi inmediatamente pasé a estar a las órdenes de Vittorio. Creo que se hizo mi amigo porque le salvé el pellejo durante un servicio de escolta, aunque tal vez todavía más por el gran cariño que también tenía por la poesía: una amistad a la que respondí de inmediato, al ver en él un hombre de gran corazón. Y sin duda por amistad quería que fuera con él a Turín. Asimismo, pensé que había solicitado precisamente ese destino porque sabía que era mi ciudad y conocía la soledad de mis padres, pues sabía que no le importaba especialmente el lugar de destino, con tal que fuera una capital y no se tratara de Nápoles, su ciudad, aunque la amaba muchísimo: supe por otros en la comisaría que, en 1943, Vittorio fue uno de los combatientes en esos Cuatro Días de Nápoles en los que la ciudad se levantó contra la ocupación alemana, liberándose por sí sola antes de la llegada de los Aliados. Pero siempre había evitado volver a causa de antiguas peleas con un familiar, originadas, decía, «por abyectos motivos de herencia», aunque alguna vez dejó entrever que sabía que estaba implicado en negocios turbios. Suponía que no quería prestar servicio en Nápoles para no tener problemas y quizá tener que arrestar alguna vez a ese pariente. Vittorio tenía entonces cuarenta años. Era un hombre pequeño y musculoso, con una gran cabeza de cabellos negros y rizados. Éramos muy distintos: yo, rubio debido a quién sabe cuál antepasado céltico, media casi un metro noventa: juntos formábamos la clásica i con el punto. También nuestras ideas eran muy distintas: él era católico practicante y yo, como mi padre, republicano histórico ateo.

Aquellos eran tiempos en los que no se conocían las fotocopiadoras y normalmente se ignoraban los ordenadores, que todavía eran moles enormes de máquinas de poca memoria a disposición de empresas aseguradoras, ejércitos y algunas grandes empresas; tiempos en los que no se sabía nada del ADN y nuestra policía científica continuaba recurriendo a la química tradicional y las huellas dactilares. Los investigadores trabajaban a paso lento, pedían información a los todavía numerosos porteros y a los vecinos de las casas, confiando en tener un poco de suerte. Junto a una criminalidad que ya era feroz, sobrevivían muchos pequeños delincuentes, normalmente desarmados. La mayor parte de los homicidios era de tipo pasional. El tiempo de mi juventud: apenas tenía veintiséis años en ese 1959.

Yo ocupaba una mesa en la entrada de la oficina de Vittorio: esa mañana, en cuanto me vio, me mostró una amplia sonrisa y me soltó en dialecto napolitano:

—T'aggio a dicere 'na bellissima cosa: nun se parte cchiù!1

¿Estaba contento de quedarse? ¿Era posible que lo conociera tan mal?

Estalló riéndoseme a la cara:

—T'aggio pulcinellato!2 ¡Nos vamos, nos vamos! —Y me dio una afectuosa palmada en la espalda, como para dejarme un cardenal.

Este era el espíritu humorístico de mi querido amigo, un hombre de buena pasta: una pasta dulce.

En cuanto llegamos a Turín, dejé mi equipaje con mi familia, en el piso que tenían alquilado en Via Giulio, en el centro histórico, en una casa que no quedaba lejos de la comisaría, vieja y con unas escaleras feísimas, pero el apartamento era confortable porque mamá lo cuidaba mucho: en el interior, uno no se podía imaginar que estaba en un edificio ya casi en ruina. Los únicos lujos en aquellos tiempos eran una nevera en lugar de la fresquera y naturalmente un FIAT, a un precio de descuento para empleados y exempleados.

Como no quería molestar a mis padres, había decidido buscar alojamiento en una de las habitaciones para suboficiales solteros en un cuartel cercano en el Corso Valdocco, junto al cual había un economato en el que mi madre, al ser pariente de un policía, hacía la compra a un precio menor que en las tiendas. En la misma tarde de mi llegada pedí alojamiento y me respondieron que, por el momento, no había sitio libre si no era en dormitorios compartidos, aunque estaba previsto el traslado de un brigada y me registraron el primero en la lista de espera. Entretanto, mis padres decían que estaban muy contentos de alojarme, aunque fuera para toda la vida.

Mi amigo D'Aiazzo, que ya había estado antes en Turín para preparar el traslado, alquiló un pequeño apartamento en Via Cernaia, a dos pasos de la comisaría de Corso Vinzaglio.

El 21 se consideraba enteramente día de viaje, así que entramos en servicio a la mañana siguiente de nuestra llegada.

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