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III

De vuelta a la oficina después de tomar rápidamente la pasta con mis padres, redacté el informe para Vittorio.

Mi amigo no estaba. Hacía una media hora que se había ido a la estación de Porta Nuova para esperar un tren que debía traerle de Nápoles una ancella, como había pronunciado en broma. Se trataba, había precisado, de una huérfana de diecinueve años apenas alfabetizada, Carmen, que le enviaban su padre y su madre, «después de las debidas enseñanzas domésticas durante dos meses por parte de mamá», para que le llevara la casa, con un salario razonable, impidiendo así que, al vivir solo, continuará «estropeándose el estómago y el hígado en las casas de comidas».

Mi amigo llegó a la comisaría hacia las cinco de la tarde y con cara de completa satisfacción me dijo:

—Hoy he comido bien, ¡viejos sabores de mi hogar! Te tengo que invitar, Ran —Pero cuando supo acerca del caso del monstruo, se puso serio—: ¡A trabajar! Mira: esta tarde, hacia la hora de la cena, te vas a la casa de la tal Mariangela, como un invitado inesperado, y mientras están todos en la mesa ves si alguno de ellos tiene las características del agresor, escuchas y… en resumen, ya me entiendes. Pero trata de no despertar sospechas delante de sus parientes si ves que todo está bien. Cuando vuelvas, me cuentas.

Mariangela y su familia, los Ranfi, vivían en la periferia, en una casa nueva con portero automático. Eran poco más de las 19:

—Soy el brigada Velli —grité espontáneamente, ya que la voz masculina que me había respondido apenas se oía.

El hombre replicó con impaciencia:

—… ¿pero por qué tiene que gritar tanto? —Y añadió un insulto vulgar.

—¡Seguridad Pública! —dije enojado.

—¿Cómo? —La voz está vez, sonaba alarmada.

Recordando que no tenía una orden judicial, me contuve y repliqué con calma:

—Soy el subbrigada Velli. Déjeme subir: debo hablar con la señorita Mariangela. Es por la agresión.

—Ah… sí: primer piso, escalera B, de Bolonia.

Estaba a punto de entrar cuando un hombre de unos cincuenta años salió ágilmente del edificio mirando al suelo. Era grande, calvo y tenía un esbozo de joroba. En un segundo, lo detuve mostrando mi placa:

—¡Documentos! —¿Tal vez habían tardado en abrirme para que pudiera salir?

Me dijo espontáneamente, con un fuerte acento siciliano:

— Pe'cché mai, che fici?! Niente di niente fici!8

—¡No discuta! ¡Documentos! —Por prudencia, colocando la mano derecha a un lado, bajo la chaqueta, la acerqué a la pistola que llevaba en su funda mientras con la izquierda tomaba la tarjeta de identidad del hombre.

Era un comerciante ambulante, que vivía en el edificio. Su apellido, Gargiulo, no se correspondía con el de Mariangela, pero podía ser un pariente político.

—Lléveme a su piso.

—… pero comisario…

—Soy subbrigada. No se preocupe, estos realizando una investigación… Así que estamos interrogando a todos en la zona.

Se calmó:

—Mire que somos buena gente.

Según los empleados de Benvenuto, el agresor hablaba con acento piamontés, pero ya sabía por experiencia que los testimonios muchas veces eran incorrectos, aunque fuera involuntariamente. Por otro lado, el maltratador había dicho muy pocas palabras. Además, había advertido una cicatriz sobre la frente del hombre, aunque muy corta y vertical, sobre la nariz, no larga y horizontal.

No tenía ningún derecho a comportarme así: solo podía comprobar los documentos del hombre y luego dejarle que siguiera su camino.

Tomamos el ascensor hasta el sexto piso.

Una vez en la vivienda, le pedí que reuniera a todos los miembros de la familia, porque tenía algunas preguntitas que hacer. A los Gargiulo les debía ir bastante bien: de hecho, un televisor, y además de 21 pulgadas y no de 17, algo de ricos en 1959, destacaba en la estancia en la que nos reunimos: el jefe de la casa, su mujer, una señora baja y estropeada de unos cincuenta años, tres hijos de quince a veinte años, que ayudaban al padre en los mercados, y yo.

—¿Estáis todos?

—Sí —respondió la madre.

—… y de vuestros parientes, los Ranfi del primer piso, ¿qué me podéis decir?

—¿Parientes? —se sorprendió el hombre—, ¡pero si ni siquiera nos conocemos!

—¿No me digáis que vivís en la misma casa y nunca los habéis visto?

—Sí, visto sí— respondió por él la mujer—, pero solo dándonos los buenos días o las buenas noches; ecché, male ficero?9

—Antes que nada, ¿adónde iba? —pregunté al cabeza de la familia sin responder a la pregunta.

—¡Eh! ¿Adónde iba a ir? Con los amigos al bar, como siempre. Para… para charlar amigablemente y tomar un aperitivo antes de cenar.

Había abusado demasiado y decidí despedirme. Pero antes dije, dirigiéndome a la señora:

—A propósito de su pregunta, los Ranfi no han hecho nada malo —Les di las gracias y me dispuse a bajar a pie al piso de Mariangela.

—Un dolor en el culo —me llegó desde el piso, con la puerta ya cerrada: era la voz de la señora.

Había sido Nicola, el padre de Mariangela, el que había respondido al portero automático: grande, pero en un sentido enfermizo, ojos arrugados y rostro exangüe, no tenía piernas y estaba en una silla de ruedas. En cuanto su esposa, Annachiara, me llevó a la cocina, el hombre, que todavía estaba junto a la entrada, me dijo sin aliento, como si no hubiera esperado otra cosa en su vida:

—Es la fábrica la que me redujo a esto: un accidente en el trabajo que se hubiera podido evitar si…

—… son cosas que no le interesan al señor —le calló la esposa, una mujer agradable, alzando brevemente los ojos al techo. Luego dijo, volviéndose a mí—: ¿Podemos ofrecerle un café, oficial?

—No, gracias: todavía no he cenado.

—Bueno, pues un aperitivo —Acercó otra silla a la mesa y, mirando por un momento su marido, me dijo—: Si se lo permite, oficial, él se va ahora a oír la radio. Usted, por el contrario, se sienta aquí con nosotras —E inmediatamente tomó la botella de la fresquera, un licor ordinario, y empezó a servirme mientras su cónyuge se iba yendo, mientras farfullaba:

—¡Menos mal que me han dado la pensión de invalidez! Si no, quién sabe cómo nos las arreglaríamos en esta casa.

—Menos mal que mi hija trabaja y yo trabajo todo el día —me susurró la señora de la casa, sin preocuparse por que el consorte, apenas al otro lado de la puerta, pudiera oírla y tendiéndome el vaso, añadió—: Modestamente, creo que nos las arreglamos bastante bien sin señores.

Me acomodé, después de dar la mano a Mariangela, que estaba sentada en la mesa. Apenas debían haber terminado de cenar, porque todavía estaban allí los platos con los restos de la fruta.

—¿Toda la familia está aquí? —pregunté a la joven, mientras la madre se sentaba a su vez.

—Sí.

—¿Otros parientes aquí en Turín?

—El único pariente es mi marido —intervino Annachiara.

—No entiendo.

—No, no en el sentido de que es mi marido, sino en que somos primos muy lejanos. Vinimos aquí hace muchos años.

—¡Nos habíamos metido en un lío! —se entrometió desde la otra estancia la voz de Nicola, que, evidentemente, estaba oyendo todo—: ¡Yo tenía solo trece años, modestamente! ¡Y ella también! Fue en 1941. Escapamos de Apulia para venir aquí, a Turín. ¡Querían matarnos, sus parientes y los míos! Ella llevaba a Mariangela en su vientre, ¿entiende? —A esto le siguió una risita chillona.

La mujer se puso lívida:

—No le haga caso: después del accidente se ha vuelto un poco… raro.

—Al menos —llegaba de nuevo la voz del consorte—, no se tuvo que pagar las celebraciones: matrimonio aquí, en Turín, una vez llegamos a la edad legal. ¡Matrimonio de pobres!

Annachiara quiso precisar:

—Muchos sacrificios, oficial. Como muchos mozos estaban en el frente, Nicola encontró trabajo con un artesano, sin cotizar, naturalmente, y por unas pocas liras. Yo trabajé como asistenta de su jefa, solo comida y alojamiento. Cuando se dieron cuenta de que estaba encinta, quisieron echarme, pero luego sintieron compasión y…

—… ¡no! Le convenía explotarnos —esta vez el tono de voz del hombre era airado.

—En resumen, la señora me ayudó con el parto, dejando que me quedara con la niña, en lugar de hacerme dejarla en el orfanato. Nicola dormía sobre un catre en un rincón del taller, yo con Mariangela en el desván de la casa, pero estábamos en guerra y de noche, por las alarmas, estaba casi más tiempo en el sótano que en la cama. La pudimos reconocer como nuestra, a la niña, solo después del matrimonio. Para el papeleo, nos ayudó un abogado de un sindicato, porque había complicaciones, dado que no habíamos registrado el nacimiento: se basó en cosas como la guerra, los bombardeos y la familia dividida.

Se entrometió de nuevo la voz del marido:

—La guerra terminó justo a tiempo. Si no, hubiera acabado siendo soldado.

—Ya llevábamos bastante tiempo con el artesano, cuando mi marido fue contratado en la industria y allí, hace cuatro años, se produjo la desgracia —Aquí Annachiara fue al grano—: Oficial, ¿tenía que preguntar algo a Mariangela? —Y se puso de inmediato a recoger la mesa—: Perdone, lavo rápido los platos y luego me voy a dormir, porque hoy ha sido un día…

Ya sabía todo lo que me interesaba, pero, para justificar mi visita, hice varias preguntas a la joven y no hubo ninguna sorpresa.

—… Entonces —pregunté—, ¿qué me puede decir más en concreto de su patrón?

—Que es… un santo.

—Nada menos —me maravillé—. Parece que sus colegas no están muy de acuerdo con usted.

—Esta mañana no me he atrevido a decir nada: la tienen tomada con él simplemente porque es el jefe, y también conmigo porque me gusta un poco.

—Le resulta simpático.

Quedó perpleja por un momento, mirándome a los ojos y luego bajó la mirada:

—Depende de qué entienda por simpatía.

La madre, que entretanto había empezado a lavar los platos en el fregadero, se quedó parada y miró a la joven con una mirada interrogativa.

—Entiendo que una simpatía humana normal hacia las personas educadas.

Annachiara volvió a sus tareas.

—Sí, en ese sentido, sí: es un hombre que cuando puede hace el bien. Ha dado muchas limosnas, ¿sabe? Y también es poeta. Si no tuviera esa desgracia…

—¿Un poeta?

—Sí, escribe poesías muy bellas: incluso sobre mí. Espere, que voy a buscar una.

Volvió con un texto mecanografiado. En efecto, se trataba de una lírica agradable, en versos sueltos, donde el autor, castamente, elogiaba a Mariangela por su bondad y su inteligencia. Pensé que el hombre podía haber estado enamorado, pero que nunca se declaró debido a su monstruosidad. Dije con una gran sonrisa:

—En resumen, que si no hubiera sido por su… defecto, según usted ¿habría sido un buen partido?

—¡Oh, sí! —reconoció—, aunque tenga casi once años más que yo: pero esto no importaría sin ese… defecto.

¿Era posible que Mariangela lo quisiera? ¡Alguien con una monstruosidad semejante! ¿Tal vez le avergonzara admitirlo, tal vez incluso a sí misma?

Pienso que transparentaba mis ideas, porque la joven habló de mis pensamientos:

—No se puede una enamorar de alguien como él, pero… se puede querer un poco. No sé, como… casi como a un hermano.

—Entiendo —Así que tenía delante de mí una buena chica, no la perversa sensual que me había sugerido el viscoso de Alfonso.

El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín

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