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CAPÍTULO II

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Nos pusimos todos en pie con el sonido de los disparos y, en un momento, nos escondimos debajo de las mesas, incluido Donald «despreciador del peligro» Montgomery.

El actor Burt Cooper, agachado delante de Mark y de mí, temblaba visiblemente y seguía girando la cabeza a izquierda y derecha y jadeando con fuerza con la boca semiabierta.

–¿Han apuntado hacia nuestra mesa? —preguntó luego con una voz apenas audible.

–No lo sé —le respondió su colega Robert Avallone, tumbado a su derecha y que, como Mark y yo, había conseguido mantener la sangre suficientemente fría.

Los disparos procedían de una de las cuatro entradas al salón, vigiladas cada una por un guardia en el exterior, pero abiertas: un hombre con una barba grisácea y gafas negras, que apenas se había dejado entrever, vestido con un traje elegante, pero con un gorro de lana que desentonaba en la cabeza, que resultó ser un pasamontañas que se puso sobre la cara durante la fuga, y que llevaba además unos muy visibles guantes blancos, huía consiguiendo salir del hotel sin ser atrapado, gracias a la sorpresa: disparando al aire, consiguió vía libre hasta la calle. En la fuga, tras el último tiro, dejó caer el arma descargada sobre la acera, sacando de inmediato otra pistola, apuntó a la cabeza de un peatón, para que la escolta del gobernador que corría tras él se detuviera. Luego paró un automóvil que pasaba ¿o tal vez era un cómplice? y, tras soltar al rehén, se subió a este y desapareció, disparando desde la ventanilla algunos tiros al aire.

Fuera de la puerta desde la que habían sonado los disparos, en el largo pasillo, estaba tendido en suelo, con un solo disparo en la cabeza, el guardia que tenía la labor de custodiarla. Dentro, yacía muerta en el suelo una bella mujer de unos treinta años a la que yo había conocido muy bien en su momento y que hasta entonces, en medio de toda esa gente, no había visto, una mujer que fue, muchos años antes la mujer de mi amigo Vittorio D’Aiazzo: en 1959, con menos de veinte años, le había abandonado por un estadounidense adinerado, se había divorciado y vuelto a casar con él en Estados Unidos. Luego se había convertido en una viuda rica y, desde hacía unos pocos meses, como supe por Mark, se había vuelto a casar con otro magnate, un tal Peter White, que no estaba presente en el banquete porque apoyaba al presidente Richard, mientras que ella era una ferviente seguidora de Montgomery.

Mucha veces, después de que la abandonara, Vittorio me había hablado de «Bimba», como solía llamarla durante su matrimonio, que solo había durado un año, o de «mi mujer», como todavía la calificaba, dado que él, católico riguroso, al contrario que yo, que soy agnóstico, continuaba considerándose su marido: «¡El matrimonio en la iglesia es un sacramento y no se puede rescindir!», me había dicho un par de veces. Ahora, era viudo.

Vittorio El Barbudo

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