Читать книгу Vittorio El Barbudo - Guido Pagliarino - Страница 6

CAPITOLO III

Оглавление

Los medios de comunicación dijeron estar convencidos de que la víctima elegida había sido el gobernador Donald Montgomery y no la pobre señora White: «¡Como con Bob Kennedy, han apuntado mal!» titulaba el periódico que había comprado en el aeropuerto. Pensé: «Una gran publicidad política para él». La única pregunta que los medios de comunicación se planteaban era: «¿Por qué el asesino se puso el pasamontañas solo después de haber disparado, al empezar a huir?». Sí, ¿por qué?

La noticia sin duda ya habría llegado a Italia, dada la notoriedad del joven candidato a la presidencia, tal vez con la fotografía de la señora White y, en este caso, Vittorio podía conocer ya su asesinato, a pesar del nuevo apellido de su difunta mujer. Si era así, quién sabe cómo habría acogido la noticia. ¿Con dolor? Sospechaba que todavía estaba enamorado de Bimba, a pesar de su abandono, los quince años transcurridos desde la separación y una relación de diez años de mi amigo con otra mujer, que había durado hasta hace tres años. Durante el vuelo pensé que, después de todo, la muerte de la mujer tal vez fuera para Vittorio una liberación, por cuanto había abierto la posibilidad de un eventual nuevo matrimonio religioso. Por otro lado, no me parecía que tuviese una amiga después de su última relación, que había durado hasta que su amante se había casado inesperadamente con otro.

Llegué al aeropuerto turinés de Caselle hacia la 3 de la madrugada. Me metí en la cama, pero, debido al jet lag y a haber dormido algunas horas en el avión, descansé poco. Hacia las ocho y media estaba ya vestido y listo para ponerme a trabajar, pero antes telefoneé a casa de mi amigo subinspector para saludarlo. Inesperadamente, me respondió una voz de mujer. «¿Es que Vittorio ha contratado una empleada de hogar?», me pregunté mientras esperaba que se pusiera al teléfono. En cuanto se puso, dije:

–Hola, acabo de volver de un viaje: ¿quieres quedar para vernos?

–Sí —me respondió D’Aiazzo con su fuerte acento napolitano y, como hacía a menudo, intercalando algunas palabras de su dialecto—, me gustaría mucho, hace toda una vida que no nos vemos. ¿Dónde has estado?

–En Nueva York.

–En Nueva… ¡pero qué casualidad! ¡También nosotros estábamos en Nueva York! ¿Cuándo has vuelto?

–Ayer por la mañana, en el vuelo de Alitalia que salía a las diez.

–… y nosotros en el vuelo nocturno anterior: por poco no coincidimos en el mismo avión, Ran. Escucha: ¿por qué no vienes a cenar a nuestra casa esta tarde? ¿Puedes? —Estaba muy contento. Luego, como se dirigiera a otros—: Um… Está bien— y luego a mí—: Escucha, Ran, hagamos otra cosa, te invitamos a nuestro restaurante habitual en Corso Palestro a las ocho y así te presento también a la persona que te ha contestado antes. ¿De acuerdo?

Evidentemente, su amor no quería cocinar para mí.

–De acuerdo, nos vemos esta tarde a las ocho —le confirmé.

Vittorio El Barbudo

Подняться наверх